OBSESSION (1949, Edward Dmytryk)
Acuciado por la presión ejercida contra él en la aberrante Caza de Brujas de McCarthy, el norteamericano Edward Dmytryk decidió exiliarse a Inglaterra –tras la realización de CROSSFIRE (Encrucijada de odios, 1946), en donde rodó un reducido número de títulos, todos ellos dotados de gran interés, caracterizados además por la disparidad de sus planteamientos, pero coincidentes en su mirada desencantada sobre el ser humano, sus relaciones y patologías. Tras su conclusión retornó a Estados Unidos, donde se convirtió en un delator más, elemento que por un lado le condicionó a asumir la comprensible acusación de “chivato” –aunque convendría matizar el verdadero alcance de sus delaciones- y para muchos les impidió reconocer en él talento que supo acometer en su carrera posterior, en donde además se encontraba muy presente el tema de la búsqueda de la redención a través de su obra. Pero eso sucedió después. Lo que nos interesa ahora es destacar la extraña personalidad que subyace en uno de los thrillers más inclasificables rodados en el cine británico en la segunda mitad de los cuarenta. Lo es en la medida que se aparta de los cánones más establecidos en dicha faceta, para establecerse casi de manera insólita como un precedente de ese tipo de suspense psicológico que tanto prestigio lograría en el seno del cine británico de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta, que tuvo en la obra de Joseph Losey su valedor más reconocido, aunque se encontrara férreamente imbricado en la propia personalidad de la cinematografía británica. La gran virtud del film de Dmytryk, reside sobre todo en huir de la tensión propia de un relato del género, para incidir en una determinada deconstrucción del mismo. Es decir, lo que propone OBSESSION (1949) no es acentuar el proceso de puesta en marcha de un crimen perfecto, sino ante todo en una mirada disolvente, sádica y al mismo distanciada, sobre la propia elaboración del mismo.
La acción se inicia en el interior de un relajado club londinense, en una tertulia a la que asiste el dr. Clive Riordan (un espléndido Robert Newton). Aunque sigue con aparente atención la tertulia que versa sobre temas de política internacional –son impagables las alusiones a los ecos del antiguo imperio británico-, su atención se centra en un objeto de cierto volumen que tiene en el bolsillo de su abrigo. Desde el primer instante se introduce un elemento inquietante, que se prolongará en su actitud intrigante en torno a la vigilancia del exterior de su hogar, en donde ha simulado ausentarse durante un cierto tiempo. Será el marco sembrado para confirmar sus sospechas de que su esposa –Storm (Sally Gray)- le está siendo infiel, en la persona del joven norteamericano Bill Kronin (Phil Brown). Una vez pillados in fraganti –en la medida que lo podía permitir el cine de la época-, nunca veremos que ni los dos esposos ni el amante pierdan la compostura, aunque un arma de fuego introduzca un elemento intimidatorio por parte del calculador pero siempre educado Clive. Es a partir de dicha secuencia cuando el relato que propone Alec Coppel –autor también de su guión cinematográfico-, adquiere bajo la cámara de Dmytryk una curiosa y atractiva doble vertiente. Una de claro matiz psicológico, al mostrar con desarmante frialdad la relación de rechazo que se establece entre los componentes de un matrimonio que apenas se sostiene en las apariencias, pero en realidad supone una forma de desprecio mutuo entre ambos, describiendo una visión demoledora de esa burguesía inglesa en periodo de posguerra. Solo por la capacidad que esgrime el realizador para plasmar un drama con tal grado de humillación centrada en torno a la figura de ese esposo al que Storm es infiel, OBSESSION ya merecería contar con nuestro interés. Es por ello que pese a la venganza que el esposo ha urdido –y de la que ella es ajena, aunque en todo momento intuya que Clive le esconde algo-, en los instantes en los que ambos se muestran en contacto, se hace perceptible una casi dolorosa sensación de humillación asumida por el doctor, lo que unido a la capacidad de matización que ofrece la interpretación de Newton, permite que el espectador empalice con la tragedia interior que este sufre. Pero unido a este componente, el otro gran acierto del film de Dmytryk reside en esa otra vertiente que el relato muestra mediante una muy oportuna –aunque un tanto artificiosa elipsis-; el marco en el que el engañado doctor tiene secuestrado en una vieja habitación de un entorno ruinoso al amante de esta. Bill se encuentra sujeto por una gruesa cadena en uno de sus pies. El plan de Clive reside en poner en práctica un crimen perfecto, secuestrando a este durante varios meses, para con ello lograr que la atención que ha suscitado en la prensa y la policía su desaparición decrezca –y se suponga que ha desaparecido por cualquier circunstancia-, ejecutándolo entonces y deshaciendo su cadáver en una bañera de ácido que irá preparando de forma metódica y con lentitud, según va acudiendo al escondite en donde tiene retenido a Kronin.
A Man with a Dog se titula el relato original realizado por el escritor de la historia que dio base a la célebre VERTIGO (De entre los muertos, 1958) de Alfred Hitchcock. Y en buena medida este título define a la perfección esa segunda vertiente –más extensa en su incidencia- que da forma al film de Dmytryk. Una película en la que el gusto por el detalle del realizador norteamericano se revela casi como algo esencial. Aspectos como el carácter sombrío que revisten los escasos exteriores que se describen en la película –mostrándonos un Londres casi desierto y de tintes fantasmagóricos-, el impresionante plano general que nos introduce al entorno en donde Clive ha secuestrado a Bill –tras un largo recorrido por un terreno ruinoso, presumiblemente debido a algún bombardeo de guerra-, la afición del médico a las maquetas de trenes, el uso dramático de los primeros planos, que en líneas generales sirven para mostrar tensiones soterradas, secuencias como la importancia que tendrá el pequeño perro del matrimonio protagonista para modificar los planes de su amo, o incluso aspectos tan reveladores como los pelos del animal desaparecido, que Storm observará en el abrigo de su esposo cuando este regresa a su domicilio. Ciertamente, Dmytryk no desaprovecha la ocasión para mostrar un relato áspero y desazonador, en donde el espectador en realidad no tiene interés alguno de salvar al amante secuestrado, sino que de alguna manera comprende la actitud calculadora y criminal de un ser al que su prudencia y buena educación, quizá haya motivado ser despreciado y víctima de la infidelidad de una esposa poco recomendable.
A todo ello, se sumará en un momento dado el contacto de Clive con el superintendente Finsbury (Naunton Wayne). Será el momento de inflexión de cara a situar los planes del doctor en tela de juicio. Pero de alguna manera servirán para que este pueda trabar una cierta complicidad con alguien que comparte con él ciertos rasgos de carácter. Es más, llegado el momento en el que nuestro protagonista se vea superado por los hechos, recibirá a Finsbury en ese mismo club en el que se ha iniciado el film. Como si fuera una clara demostración de la complicidad existente entre ambos, y en cierto modo una liberación de esa espiral metódica que este había internado en su mente. Más dolorosa resultará, sin embargo, la actitud de su esposa infiel, reveladora de una personalidad sin duda más perversa que la del supuesto criminal. Storm visitará a su examante, despidiéndose de él sin el mayor sentimiento hacia su persona y el calvario sufrido. Como cruel paradoja, Kronin solo recibirá el cariño de ese perro de la pareja, que en su momento supuso la clave de su salvación. Estoy convencido que en pocos dramas de la época se habrá puesto en tela de juicio de forma más demoledora la institución matrimonial, tal y como lo hace esta cada día más valorada obra de un cineasta valioso en una medida aún injustamente relegada, y en la que cabe consignar la pequeña –por poco extensa- pero personalísima aportación musical de Nino Rota.
Calificación: 3
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