TOYS IN THE ATTIC (1963, George Roy Hill) [Amargo despertar]
Hablar hoy día de George Roy Hill (1921 – 2002) puede resultar un ejercicio casi arqueológico. Tremenda paradoja para un hombre de cine que logró el éxito comercial y también ocasiones el crítico con películas que van desde la tremenda y oscarizada mediocridad de BUTCH CASSIDY AND THE SUNDANCE KID (Dos hombres y un destino, 1969), hasta la altura alcanzada en su excelente SLAUGHTERHOUSE-FIVE (Matadero cinco, 1972). Entre medias se da cita una filmografía no muy extensa en la que la comercialidad, el éxito inmediato y en no pocas ocasiones unos resultados fílmicos atractivos, se dan de la mano con la carencia de un estilo propio. Ello no nos debería, con la distancia que da el paso del tiempo, menospreciar una filmografía en la que, bajo mi punto de vista, se encuentran títulos más que gratos, como THROUGHLY MODERN MILLIE (Millie, una chica moderna, 1967) o THE STING (EL GOLPE, 1973). De alguna manera, en Roy Hill encontramos un realizador del cine “mainstream” de los setenta –esencialmente-, que supo demostrar su profesionalidad a la hora de discurrir por una carrera dentro de un contexto de comercialidad que en ocasiones iba acompañada de un nada desdeñable talento y, ante todo, el despreciable aprovechamiento de propuestas más o menos atractivas. Dicho con otras palabras, en Roy Hill no podemos definir a un hombre de cine provisto de personalidad definida ni mundo propio, pero nunca –o casi nunca- dejó de extraer el mejor partido posible del material que tenía entre manos.
Dicho esto, la contemplación lejana de TOYS IN THE ATTIC (1963) -su segundo film-, no deja de suponerme una sorpresa casi medio siglo después de su realización. Se trata de la adaptación de una obra teatral de la controvertida Lilian Hellman –recordemos que un año antes William Wyler hizo lo propio con THE CHILDREN’S HOUR (La calumnia, 1962)-, que entroncaba con una corriente presente en el cine norteamericano desde la segunda mitad de la década anterior, encaminada a la adaptación de grandes éxitos escénicos de Broadway, centrada en la crónica intimista o de situaciones de la vida provinciana de ciertos contextos norteamericanos. Sería una tendencia que quizá tuviera su exponente más visible en las adaptaciones de obras de Tennesse Williams, y probablemente el más valioso en las referencias dramáticas brindadas por William Inge. Dentro de dicho contexto, lo cierto es que Roy Hill demuestra en su película de un lado su aprendizaje y trayectoria previa dentro del mundo teatral y, lo que es más importante, su clara voluntad a la hora de insuflar a su adaptación en la pantalla de una energía visual que, a fin de cuentas, se erige como una de sus principales cualidades. La película se inicia con una sucesión de planos ubicados en los exteriores de una localidad del sur norteamericano. Acariciados con el fondo sonoro de George Duning -¿Cuándo se hará justicia a este compositor, como uno de los más importantes del cine norteamericano de los cincuenta?-, se suceden una serie de planos en exteriores nocturnos, sobre los que se insertarán de forma muy original los títulos de crédito, mientras seguimos los pasos de la joven Lily Prine Berniers (Ivette Mimieux). Pronto descubriremos que se trata de la esposa de Julian Berniers (Dean Martin) a quien sigue, comprobando que se ha reunido con otra mujer, mientras el matrimonio se encuentra viviendo unas vacaciones. Julian es el único hermano dentro de una familia compuesta además por otras dos hermanas. Ellas son Carrie (Geraldine Page) y Anna (Wendy Hiller), que han llegado a la madurez compartiendo la frustración de su soltería, desgastada muy probablemente por la sobreprotección que la primera de ellas ha dedicado hacia su hermano, y que en el caso de Carrie esconda un cierto alcance incestuoso. Muy pronto la acción se traslada a la vieja vivienda de ambas, que viven una cotidianeidad en la que la sombra de un fracaso existencial, tan solo queda solapada por las noticias que las dos solteronas reciben de este hombre ya maduro, caracterizado por haber sobrellevado una andadura caracterizada por claroscuros que estas quizá nunca han dejado de percibir, pero ante los cuales no han hecho más que mirar hacia otro lado. En realidad, Julian no ha sido más que un fracasado, un embaucador que ha dirigido su vida en una continua huída hacia adelante, que en esta ocasión ha tenido un aparente golpe de suerte. En realidad este se ha basado en el devaneo amoroso que mantiene con Charlotte, la esposa de un acaudalado hombre de negocios –Cyrys Warkins (Larry Gates)-, a quien ha logrado extraer un total de ciento cincuenta mil dólares merced a una información que la incauta le ha proporcionado –con la que estará a punto de huir, en un viaje en el que también acogería a Lily-.
A partir de esas premisas, justo es reconocer que Roy Hill acomete por un lado la brillantez que ofrece un cuadro técnico –James Poe como guionista, Joseph F. Biroc en calidad de operador de fotografía, el citado Duning en su banda sonora- e interpretativo –un reparto extraordinario, en el que me gustaría destacar a la siempre excelsa Wendy Hiller, a una elegante y veterana Gene Tierney, encarnando a la madre de Lily, o incluso al citado Larry Gates pese a sus escasa presencia en pantalla-. Era sin duda un reto importante esta producción de Walter Mirisch para la United Artists, que el director novel sabe explotar con un notable grado de inspiración. Una inspiración esta que se puede manifestar en el gusto por el detalle –es instante en el que la reiterada entrega de Anna a su hermana de una lata que esta guarda, en el fondo esconde una rutina en la convivencia entre ambas- o un magnífico uso del Panavisión. Será esta una opción última, en la que Roy Hill demostrará algo más que intuición al integrar las posibilidades del formato a las necesidades dramáticas de una historia que, estoy convencido, en otras manos hubiera dejado muy a las claras las debilidades existentes en la obra de la Hellman. Debilidades por otro lado no supieron solventar otras adaptaciones de obras suyas. Esa excesiva ingerencia de los diálogos, la sordidez en algunos momentos impostada en sus personajes, el alcance discursivo de no pocas de sus propuestas, son elementos que George Roy Hill sabe en la mayoría de los casos revertir en un resultado lleno de vida. Para ello destacará en el acierto con el que logra airear la obra, describiendo atractivas secuencias en exteriores, que tendrán quizá su exponente más terrible en la secuencia casi final, en la que se producirá la venganza de Cyrus ante Julius y, de forma más cruel, su esposa Charlotte. Pero esa decisión, en modo alguno impide que nos encontremos ante una producción dominada por sus secuencias de interiores –en especial, el de la vieja vivienda de los Berniers-. Consciente de dicha articulación dramática, el realizador otorga a dicho juego escénico una precisa configuración narrativa, al acertar en la disposición de las escenas y movimientos de cámara, todas ellas cuidadas en los diálogos, la interrelación de sus personajes, en la manifestación en suma de elementos que poco a poco irán aflorando en la relación marcada entre las dos hermanas y el embaucador Julian. La película logra, en este sentido, combinar el intimismo de determinados pasajes, con la modernidad practicada en otros. En este último aspecto, resulta fácil de constatar la soltura que el realizador imprime a una casi constante sucesión de travellings que parecen violentar el estatismo al que podría estar condenada la propuesta dramática que le sirviera de base, y logrando en su confluencia plantear de alguna manera ese contraste de mundos que representan esas hermanas que subliman su fracaso vital en la entrega casi absoluta manifestada hacia su hermano. Ello tendrá su contrapunto en el propio dinamismo que plantea un hombre embaucador, pero que al menos ha logrado emerger de esa auténtica jaula de ausencia de libertad que define la vieja casona donde se criara. Quizá en dicha oposición se encuentre la razón última de la presencia de esos impetuosos travellings que surcan una película que, gracias a esta elección narrativa, a través de un compacto juego interpretativo, a un jugoso tratamiento psicológico de su punto de partida y el estudio de sus personajes, a la deliberada distanciación con los tics emanados de la obra de la Hellman –todo lo contrario a lo que ofrecería el citado William Wyler DE THE CHILDREN’S HOUR-. TOYS IN THE ATTIC emerge con fuerza como una propuesta libre, emocionante en sus instantes más sensibles, dolorosa en el desmoronamiento de todo cuanto había forjado el débil mito de Julian creado por sus dos hermanas, o en la violenta rendición final de Carrie, para quien su hermano fue en realidad un amante inconfesado. En una propuesta en lo que se ausenta incluso el elemento latente de racismo –el chofer mestizo que porta a la madre de Lily-, lo cierto es que resultará de especial impacto el atentado final vivido contra el protagonista masculino y su amante –por orden de su esposo-, pero ante todo, quedará en el espectador el recuerdo de vivir una de las adaptaciones teatrales más libres y al mismo tiempo consecuentes, realizadas dentro del cine norteamericano de la primera mitad de los sesenta. Sin duda, una grata sorpresa.
Calificación: 3
1 comentario
Hildy Johnson -
De la filmografía de Hill he visto sobre todo Dos hombres y un destino (que curiosamente, sé que no te gusta nada, a mí sí me parece una buena película..., aunque si me explico creo que el comentario lo alargaría en exceso) y El golpe y otras que vi en su momento y apenas recuerdo. Sin embargo tengo ganas de ver además de ésta, El irresistible Henry Orient y Matadero cinco.
Besos y como siempre gracias
Hildy