Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

FRENCHMAN’S CREEK (1944, Mitchell Leisen) El pirata y la dama

FRENCHMAN’S CREEK (1944, Mitchell Leisen) El pirata y la dama

Como no podía ser de otro modo, es hasta lógico reconocer la existencia de cierta irregularidad dentro de una filmografía tan prolífica como la desarrollada por el norteamericano Mitchell Leisen. Se trata de un rasgo por otra parte habitual a cualquiera de los realizadores que poblaron el cine hollywoodiense, y es justo traerlo a colación, y al mismo tiempo asumirlo como una circunstancia tan asumible, al tiempo que extenderlo en otras disciplinas artísticas más reconocidas que la cinematográfica. Dicho esto, habría que reconocer que FRENCHMAN’S CREEK (El pirata y la dama, 1944) se encuentra entre los títulos que certifican la relativa irregularidad de la obra de Leisen, admitiendo el hecho que, tratándose de uno de los exponentes que ratifican dicha irregularidad, al mismo tiempo son reveladores de que, incluso en un contexto de inferiores cualidades, el gran realizador de la Paramount sabía plasmar en su obra no solo los elementos de un estilo definido –y hasta muchos años después nunca reconocido-, sino lo que en realidad importa en el terreno de la realización; buen cine.

FRENCHMAN’S… se desarrolla en la Inglaterra del siglo XVII. En dicho contexto, los primeros minutos del film nos predisponen a lo peor, mostrando una chirriante situación de comedia doméstica, en el devenir del matrimonio formado por Harry (Ralph Forbes) y Dona St. Columb (Joan Fontaine). El primero es un noble de pomposo y ridículo aspecto, empeñado en hacer tragar a su mujer a su mejor amigo, el siniestro Lord Rockingham (Basil Rathbone), quien por otro lado apenas se esconde en sus intenciones de seducir a la que es esposa de su supuesto mejor amigo. Será un episodio dominado por ropajes y pelucas ostentosas, que quizá Leisen insertó para marcar un contraste e introducir con la huída de Dona con sus dos pequeños hijos, viajando hasta el palacio que posee en Cornualles. Será la oportunidad que mostrará la película para airearse, acentuar la belleza en la implantación de un Technicolor –responsabilidad de George Barnes y el no acreditado Charles Lang- que impregna a la película de un aura pictórica, presente tanto en las secuencias de exteriores, como en aquellas dominadas por interiores –pienso en la belleza que describen los primeros instantes en los que Dona contempla el interior del palacio, o en la composición en plano general de una cena celebrada poco después de su llegada-. Será un largo fragmento en el que Leisen integra con acierto y sensibilidad ese contraste que supone para nuestra protagonista, insertarse en un nuevo contexto, relajado, alejado por completo de todo aquello que detestaba y representaba en su vida londinense, pudiendo realizarse por completo a la hora de convivir con sus dos pequeños, y ayudado por la inesperada colaboración brindada por el hasta entonces desconocido sirviente William (estupendo Cecil Kellaway). La combinación de interiores y exteriores, el alcance telúrico del fragmento, y la innata capacidad que Leisen demuestra de nuevo a la hora de aplicar unos modos en los que se llega a intuir un cierto alcance feérico –por momentos parece que nos introduzcamos en el sendero de un relato fabulesco-, permiten intuir una de esas deliciosas propuestas en las que su artífice logró configurar los elementos más valiosos de su estilo –con permiso de sus cualidades en el género de la comedia-, entremezclando esa simbiosis de aspectos que le permitieron destacar como uno de los más valiosos cultivadores del romanticismo fílmico en el cine norteamericano de las décadas de los treinta y cuarenta.

Ese aspecto quedará representado en el elemento esencial de la película, el romance que mantendrá nuestra protagonista con un pirata francés –Jean Benoit Auvrey (Arturo de Córdoba)-, cuyo navío se encuentra anclado en la costa que se describe en las inmediaciones del palacio, y cuyas dependencias incluso ha utilizado en la ausencia de su dueña, merced al hecho de que el amable e irónico sirviente, sea al mismo tiempo uno de sus hombres. FRENCHMAN’S… supone, en esencia, la plasmación en imágenes del dilema de una mujer, que en un momento determinado de su existencia se verá en la encrucijada de elegir entre una vida en la que el sentimiento amoroso adquiera un protagonismo absoluto  -representado en el encuentro y la aventura vivida con Auvrey-, o bien asumir la rutina de un matrimonio en el que el cuidado por los hijos condene a nuestra protagonista a un discurrir insatisfactorio, aunque entregada a sus obligaciones como madre. La película, mantendrá ese grado de interés en la manera con la que Dora tiene el primer contacto con el pirata –es capturada por uno de los hombres de este y llevada al barco-, o en la primera cena que ambos tendrán en el palacio, en donde las imágenes mostrarán una cadencia y romanticismo notable, unido al sentido del humor que proporcionarán las intervenciones del tan astuto como lúcido William. En definitiva, la película parece funcionar mucho más cuando se limita a describir y centrarse en su vertiente romántica, antes que a narrar una serie de situaciones arquetípicas, que desmerecen de esa aura que en otros momentos sí alcanza su metraje. Es algo que podremos manifestar en lo casi ridícula que resulta incluso la configuración escénica del navío del pirata,  lo fútiles –e incluso en algún momento poco creíbles, véase la manera tan traída por los pelos que tiene la aparición última de Rockingham ante Dora- que resultan las andanzas que se desarrollan en la función. Situaciones convencionales, que parecen violentar esa sensación de placidez que Leisen incorpora en todo momento en la estrecha relación mantenida entre la dama y un pirata, que en algunas ocasiones el realizador vestirá con ropajes un tanto ridículos –ese diseño que viste en la nave, en el que luce torso desnudo-. Pero al mismo tiempo, unido a esa cierta tendencia kitsch que se aprecia en determinados pasajes, y en la propia configuración de la nave, no se dejan incorporar en ocasiones detalles jugosos, que de alguna manera revelan pinceladas insólitas. Me refiero con ello al instante en que contemplaremos a los piratas vistiendo ropajes de mujer, revelando una costumbre documentada en el comportamiento de estos –algo que el propio Alexander Mackendrick no pudo mostrar como pretendía en su admirable A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965)-.

Así pues, entre un desarrollo argumental que se deja ver con agrado pero que nunca sobrepasa la barrera de lo convencional, una inclinación a instantes de comedia que nunca terminan de cuajar –el tratamiento que se ofrece de personajes como el de Lord Godolphin (Nigel Bruce)-, lo cierto es que la película acusa y al mismo tiempo encuentra su singularidad en ese desequilibrio, que Leisen supo articular con mayor grado de acierto en otras muestras de su filmografía. Las mixturas de géneros que fueron una de sus marcas de fábrica, en esta ocasión no se ofrecen con el mismo grado de equilibrio, intentando sobre todo en sus pasajes finales ofrecer una conclusión que intente justificar el deseo de la protagonista de vivir una vida plena, sin que ello limite aquello que Hollywood podía permitir aquellos años. Bien es cierto que la previsible reacción final de Dora quedará enmarcada en un hermoso travelling de retroceso, que podríamos estimar como símbolo último de una película que lucha en su interior por alcanzar su hueco a la hora de plasmar su conflicto romántico, mientras que gravita sin demasiado atractivo a la hora de narrar una serie de peripecias de escaso interés. En todo caso, y pese a dichas limitaciones, Leisen consigue una cierta placidez a un producto que estoy seguro en otras manos, hubiera caída en una considerable sima de indiferencia.

Calificación: 2’5

1 comentario

Hildy Johnson -

Uno de los descubrimientos cinematográficos más agradables en estos tres últimos años ha sido inmiscuirme en la filmografía de Mitchell Leisen (con comedias tan maravillosas como Una chica afortunada a melodramas tan grandes como Si no amaneciera).

Esta película es otra de mis carencias.

Besos
Hildy Johnson