THE LADY GAMBLES (1949, Michael Gordon) Dirección prohibida
Es probable que si tuviéramos que encontrar un ejemplo –este posterior- de inicio percutante, sorprendente, violento e impactante, protagonizado por una mujer, que pueda equipararse con el que muestra THE LADY GAMBLES (Dirección prohibida, 1949. Michael Gordon), tendríamos que esperar bastantes años, para que Samuel Fuller iniciara la que ara mi gusto es su obra maestra THE NAKED KISS (Una luz en el hampa, 1964) con una virulencia y modos hasta cierto puntos similares. En el film de Gordon –centrado en aquellos años iniciales de su carrera en relatos ligados al noir, la cámara se centra en la andanza de Joan Boothe (la siempre excelente Barbara Stanwyck), ayudando a un jugador de dados, en medio de un pequeño grupo de jugadores de siniestra presencia. Uno de ellos descubrirá que los dados se encuentran trucados, y mientras el jugador se da a la huída, los que acompañan la partida la emprenderán contra su ayudante, propinándole una brutal paliza que la forzará ser ingresada en una clínica con el rostro totalmente dañado, siendo al mismo tiempo dispuesta para ser ingresada en prisión una vez se produzca su recuperación. En esos momentos se incorporará en el hospital preguntando por Joan, alguien que los responsables desconocen, y que a fuer de insistir en su identidad, se confiesa como esposo de la herida –Dabid Boothe (Robert Preston)-. Será el momento en el que mediante un flash-back –la película articulará su metraje en la recurrencia a dos de ellos-, la acción se retrotraiga al momento en que la protagonista se inicie con un mundo hasta entonces grato e inofensivo para ella, incluso algo excitante –un elemento que quizá no queda demasiado destacado en la película, en función de determinar un aliciente para una pareja sólida aunque anodina- pero que casi de la noche a la mañana se convertirá en un auténtico infierno existencial para nuestra protagonista.
Todo se iniciará cuando la pareja se traslade hasta Las Vegas, donde David se dispone a realizar su trabajo periodístico, dedicándose Joan a realizar unas fotos furtivas en el interior de un casino, también con intención de laborar un reportaje. Será el elemento que le posibilitará el primer e incómodo contacto con el responsable del mismo –Horace Corrigan (un Stepehn Mcnally estupendo en la demostración de su ambivalencia)-. Será el inicio de ese despertar para una mujer hasta entonces muy anclada en su vida matrimonial, de la que se deduce que su propia hermana se establece como un elemento de enfrentamiento con ella misma e incluso entre la aparente comodidad de su matrimonio. Corrigan le brinda una sofisticación, y al mismo tiempo de manera indirecta quedará expresado como un mefistofélico inductor a la pasión que nuestra protagonista vivirá en un mundo como el del juego, que en la película quedará marcado de manera absolutamente negativa, incluyendo en ella un claro matiz moralista. Será este, sin lugar a dudas, uno de los elementos que limitan el interés que ofrece, este THE LADY GAMBLES, en la medida de describirse como un apólogo moral de dudosa complejidad. El guión del especialista Roy Huggins no logra elevarse sobre ese matiz de apología de la cotidianeidad de la vida de ese emergente colectivo de ciudadanos que conformarían muy pronto el American Way of Life. A ello contribuirá la escasa personalidad y fuerza que ofrece la descripción y el miscasting brindado por un Robert Preston ausente de fuerza como tal personaje, descompensando con ello el equilibrio que la película debería retomar a la hora de insertarse ese curioso triángulo amoroso, sobre el que se sostiene la pasión por el juego mantenida por nuestra protagonista. Unamos a ello asimismo la escasa sutileza con la que se trata el rol de la hermana de Joan –Ruth (Edith Barrett)-, escondiendo en la relación entre las dos hermanas un trauma psicológico que queda expuesto en los últimos minutos del film de manera totalmente artificiosa.
Son aspectos que no se integran en el meollo del relato, sino que por el contrario interfieren los logros de este pequeño noir, que demuestra ante todo los buenos modos narrativos de un Michael Gordon en el mejor momento de su carrera. Al igual que sucedería en la previa y más lograda THE WEB (La araña, 1947), el realizador muestra una puesta en escena llena de ritmo, impregnada por los suaves contornos y claroscuros que le brinda la fotografía en blanco y negro del gran Russell Metty, y ayudada por la química establecida entre la magnífica Stanwyck y el carismático McNally, Gordon demuestra un esmero en la planificación, el uso de la grúa, la composición de los planos atendiendo a la presencia de sus personajes en el encuadre, e incluso brindando contrastes tan atractivos como el que se produce tras el aviso del viejo que señala irónico “¡Mujeres!”, fundiendo con el magnífico plano en el que Joan y David se muestran en la cima de un pantano –en el que incluso se deslizarán unos insólitos zooms-. Pero son todo ellos instantes y momentos en una película que, pese a todas las objeciones señaladas, y a la constante sensación de que podría haber ofrecido más de lo que en última instancia alcanza, no deja de resultar una apreciable producción de la Universal International –atención a la breve aparición de un jovencísimo Tony Curttis ejerciendo como botones de hotel-. Una producción lindante con la serie B, en la que destaca la capacidad de Gordon –ayudado por un muy adecuado montaje- por mostrar ese “descenso a los infiernos” que supone la progresiva adicción al juego de Joan. En torno a la misma se ofrecerán los mejores momentos del film, como la intensidad y dramatismo de la breve secuencia en la que esta, desesperada por encontrar dinero rápido, empeña su máquina fotográfica, encontrándose con un viejo empleado que intenta disuadirla -en base a su experiencia-, de la sima a donde se va a introducir, o la impactante decisión de Horace de dejar a Joan en medio de una carretera en plena noche, cuando esta ha convertido la oportunidad del empleo que le habían proporcionado sus socios en un negocio de dudosa legalidad relacionado con las apuestas de caballos. Una muestra más de su adictiva obsesión por el juego.
No puede decirse lo mismo de lo artificiosas que aparecen esas secuencias finales, en las que la revelación del trauma oculto mantenido por Joan con su hermana, estén a punto de concluir con el suicidio de esta. Sin embargo, la relativa decepción emanada en su conclusión no impiden el relativo placer que desprenden sus mejores momentos. Se trata en definitiva de una película que, ante todo, demuestra las posibilidades que en aquellos primeros años de su carrera, se intuía en un director de no poca solvencia, que sabía ofrecer garra e intensidad dramática a su cine, y que el maccartismo condenó a un inexplicable ostracismo, hasta que años después emergiera de nuevo, convirtiéndose en uno de los más populares –y poco memorables- artífices de comedia de finales de los cincuenta.
Calificación: 2’5
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