LE FEU FOLLET (1963, Louis Malle) Fuego fatuo
Al igual que sucediera con otros cineastas –en este caso emergidos tiempo atrás, como René Clément o Jacques Becker- el nombre de Louis Malle siempre ha estado rondando su posible inclusión dentro de la nómina de la denominada Nouvelle Vague, sin que hasta la fecha dicha incógnita haya quedado resuelta ¿Importa eso ahora demasiado? A mi modo de ver no. La obra ya conclusa del desaparecido director francés (1932 – 1995) ofrece algo más de una veintena de largometrajes, complementada con no pocos documentales y trabajos televisivos. Una filmografía de desigual alcance, en la que no se ausentan títulos atractivos, algunos de ellos incluso inmersos dentro de las coordenadas que desprendió la denominada “nueva ola” de su país, pero de la que muy pronto se despegó –como también lo hicieron otros directores como Truffautt, al que sin embargo nadie le ha negado ese hipotético “trono”. En todo caso, y aún partiendo de antemano del hecho de no haber sido un especial seguidor de una obra heterogénea tanto en los temas y estilos elegidos, como en los resultados obtenidos, creo que no hace falta tener demasiada intuición para atisbar en LE FEU FOLLET (Fuego fatuo, 1963) la que quizá destaque como mejor obra de su desigual filmografía. Retomando la atmósfera que ya se detectaba en su debut en el largometraje con ASCENSEUR POUR L’ÉCHAFAUD (Ascensor para el cadalso, 1958), Malle camina mucho más lejos –tanto temática como estilísticamente-, a la hora de abordar la traslación de la compleja historia del escritor colaboracionista nazi Pierre Drieu La Rochelle, introduciendo en la pantalla una temática poco habitual, como es la del suicidio –tan sólo unos quince años después, el este sí gran realizador francés Robert Bresson planteó tal cuestión como casi única salida a la crisis de valores en su excelente LE DIABLE PROBABLEMENT (El diablo, probablemente, 1977)-.
En cualquier caso, son muy grandes las diferencias que se plantean entre uno y otro film –aunque uno quepa elegir la propuesta de Bresson-, optando prácticamente en esta magnífica película de Malle por la compleja elección del monólogo interior. En realidad, LE FEU FOLLET relata las últimas horas en la vida de un hombre de mediana edad y aún atractivo aspecto –Alain LeRoy (un Maurice Ronet en el papel de su vida), casado con una estadounidense de la que se mantiene alejado, y que se encuentra internado en una clínica de Versailles con la pretensión de curar su alcoholismo. Será una batalla que de cara al espectador –y al propio personaje- se antojará ya perdida. Los primeros instantes del film ya revelan en las actitudes, el rostro, los matices y el desencanto que se desprende de nuestro protagonista, que este se encuentra ausente de un mundo que se le antoja casi doloroso ante el mero hecho de convivir con él. Un mundo del que muy pronto atisbaremos se encuentra casi de prestado, y para cuya plasmación se ayudó de manera muy especial por una fotografía en blanco y negro para la que Ghislain Cloquet logró con todas sus fuerzas mostrar un entorno alienado y carente del menor aliciente –en sus dos primeros días de rodaje, la producción se rodó en color, desterrándose muy pronto tal elección formal-. En realidad, el en ocasiones doloroso metraje del film de Malle supone una auténtica sinfonía del desencanto, del desaliento, de la renuncia en definitiva a vivir una existencia a la que el protagonista no está dispuesto a seguir perteneciendo. Y para esa despedida, nuestro protagonista tiene apuntada en un espejo la cercana fecha del 23 de julio, siendo el desarrollo del relato la ejecución de un ritual a ratos hermoso en su melancolía, en otros insoportable en su dureza, en todo momento desolador en la capacidad para plasmar la alienación de una sociedad que es descrita a través de la mirada de un disidente. Es probable que la gran pantalla haya proporcionado pocos personajes de características similares. Solo recuerdo dos de ellos; el Alain Cuny que protagoniza el momento más memorable de la magistral y previa LA DOLCE VITA (1960. Federico Fellini), y años después el Albert Finney de la no menos memorable -aunque eternamente desconocida- CHARLIE BUBBLES (1968), su única película como realizador. Son dos registros diferentes, en cualquier caso, al que plantea este breve y melancólico recorrido revestido de dureza, que durante un día escenificará LeRoy con las ideas firmemente presentes en su mente, de poner fin a su vida. Para ello, para despedirse y al mismo tiempo asumir interiormente la decisión que toma es la correcta, el espectador contemplará junto con su protagonista, la fauna humana que –bien sea de manera episódica, o a partir de los amigos y personas que han formado su círculo afectivo-, no suponen más que la ratificación de los deseos que emanan de una mente inconformista con lo que ha rodeado su paso por la vida. Una existencia en la que se entremezcla el rechazo al conformismo burgués, su imposibilidad de amar y ser amado, o quizá la ausencia de la necesaria sensibilidad –o capacidad de convencionalismos- para poder disfrutar de la sencillez de las cosas cotidianas de la existencia –que van discurriendo, como intromisiones, por los diferentes recovecos del film-.
Lo realmente admirable de LE FEU FOLLET reside en la precisión con la que se logra expresar esa mirada, la creciente capacidad del realizador para cerrar el círculo descrito por el protagonista. Esa especie de última vuelta al ruedo que, por si a alguien le podía permitir un gramo de esperanza, solo le servirá para asentar un deseo que ha venido acariciando, y al cual el alejamiento del alcohol, que quizá solo le había servido para amortiguar un sentimiento tan acusado, tan solo le brindará la oportunidad de llevarlo a cabo –es significativo a este respecto como se expresa su reencuentro con el mismo, que prácticamente le lleva a la antesala del vómito-. Los fotogramas de nuestra película servirán para que nos acerquemos a antiguos compañeros de Alain, al que contemplarán con una mal disimulada lástima, viendo por su parte él en ellos la representación de seres acomodados, frustrados, mediocres, de los que huye, incluso cuando en ocasiones se destilen antiguas relaciones amorosas –en las que no se ausentará cierto apunte homosexual-. Poco a poco, según se va cerrando dicho círculo de amigos y conocidos a los que va contemplando el protagonista por última vez –algunos de ellos seres por completo mezquinos, mientras que en otros sí se atisbará una humanidad o sensibilidad que él será incapaz de apreciar y valorar-, el espectador irá sintiendo una especie de ahogo emocional, de manera inversamente proporcional a la liberación que este recorrido final supone para ese hombre que decidirá, de manera metódica, cometer el que quizá haya sido el único acto libre por completo en su vida; renunciar a la misma. Algo que es mostrado con rotundidad, con una breves frases de despedida, en las que se resume esta bella y terrible, al tiempo que sencilla, culminación de una odisea existencial, al tiempo que un producto fílmico magnífico, y al que poco le falta para erigirse como un logro casi rotundo.
Calificación: 3’5
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