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CINEMA DE PERRA GORDA

M (1951, Joseph Losey)

M (1951, Joseph Losey)

Hay una costumbre que asumimos los aficionados como un atavismo, y es tener muy presente las opiniones de aquellos cineastas que admiramos. Puestos en esa tesitura, nadie en su sano juicio duda que Fritz Lang ha sido una de las mayores figuras generadas por el arte cinematográfico. Sin embargo, ello no nos ha de llevar a asumir a pies juntillas cualquiera de sus impresiones. Ello viene a colación por el desdén con el que en el magnífico libro – entrevista, que le dedicara el entonces crítico Peter Bogadanovich, el maestro refería la propia existencia del remake que en 1951 realizara Joseph Losey de su M. No le hacía falta recurrir a ese demérito, cuando es más que probable que ni siquiera contemplara la propuesta filmada por el autor de THE SERVANT (El sirviente, 1963), argumentando una serie de vaguedades sobre la mala recepción que tuvo entre la crítica. Cierto es que durante décadas M versión Losey, ha sido uno más de esas larguísima relación de títulos sobre los que en la práctica nadie de ha ocupado. Era más cómodo pasar el manto del olvido ante un título que podría resultar incómodo, máxime cuando se inserta dentro de ese ciclo de cine caracterizado por su tono de serie B, auspiciado por una serie de cineastas e intelectuales progresistas, que hasta esos momentos lograron combatir con sus aportaciones el malsano clima maccarthista que muy poco después les obligaría en algún caso a huir incluso del país, o en otros vivir la cárcel. Títulos como los firmados por Losey o Cyril Endfield en estos primeros años cincuenta –con especial mención al explosivo THE SOUND OF FURY (1950. Cyril Endfield)-, y, sobre todo, la obra cumbre de este subgénero, WHITE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva Yoerk duerme, 1955), que nunca dejaré de reconocer como la cima del arte langiano- describen unas características comunes, que van desde su propio aspecto visual, la modestia de su diseño de producción, la contundencia de sus relatos, o sus nada veladas alusiones a ese malestar existente en la sociedad que describen, mediante planteamientos cercanos al noir a los que proyectaron una especial singularidad.

Punto por punto todo ello se percibe desde los primeros instantes de esta –digámoslo ya- magnífica propuesta, que sin llegar a la altura del referente langiano tampoco desmerece del mismo y, sobre todo, aparece con un planteamiento totalmente opuesto en su enunciado, aunque conservando la base argumental del clásico alemán. En esta ocasión, la película se abre de modo directo, ubicando la cámara en el interior de un autobús que permanece con la puerta abierta, y donde destaca la presencia de unos periódicos que hablan de los crímenes de un asesino de niñas. Muy poco después, con ese sentido de la inmediatez que caracterizará todo su trazado, contemplaremos una secuencia de marcado carácter expresionista, en el que vislumbraremos los modos de actuación del criminal protagonista. Unas angulaciones de cámara de marcado carácter crispado, nos describe el acercamiento de Martin W. Harrow (un estupendo David Wayne) a una niña, siendo observado por el sonido de la flauta que emite, por parte de un viejo y enjuto vendedor de globos que escucha ese sonido –en uno de los elementos que servirán para localizar a este ser anónimo que está poniendo en jaque una innombrada ciudad norteamericana. Con un gran sentido de la síntesis, una fotografía en blanco y negro de marcados contrastes y un determinado grano –obra de Ernest Laszlo-, propia de este conjunto de títulos, Losey sabe adentrarnos en lo que este ser ha proporcionado para descubrir el lado más oscuro de una sociedad en teoría civilizada. Mientras, la incipiente televisión anuncia una serie de medidas que impidan que los niños puedan ser abordados por desconocidos –es uno de los primeros films de su tiempo que reflejan el carácter alienante del nuevo medio-. Por su parte la policía –representada en el inspector Carney (Howard Da Silva)- se encuentra impotente a la hora de poder encontrar pistas que acerquen al estamento policial al criminal. Lo cierto es que sus actuaciones han provocado un estado de histeria en la población. Losey muestra como los que en una situación normal serían tranquilos ciudadanos, no dudan en erigirse como portadores de su propia ley, agrediendo a cualquiera que bajo su criterio estiman que encajan en la definición emitida por una televisión tan parecida –aunque con menos medios- con la actual, aunque no se den cuenta de que son los propios padres de las niñas. Con un magnífico rasgo de inmediatez –una de las grandes virtudes del film- Losey describe con precisión una sociedad urbana paranoica, destacando en ella la credibilidad del panorama expresado, y huyendo en la mayor parte del metraje de ese matiz discursivo que se encuentra más presente en otros exponentes del cineasta en este periodo de su filmografía. No quiere decir que no se manifieste en algún momento. Y para ello cabría citar la secuencia –excesivamente obvia a mi juicio-, en la que Charlie Marshall –el jefe de la mafia local, encarnado por Martin Gabel, director de la extraordinaria THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947)-, describe –mediante una acumulación de vasos- los modos de funcionamiento de esa sociedad en la que ellos suponen el vértice superior. Un elemento de alcance brechtiano, que aparece como una ruptura innecesaria en un relato que sabe combinar lo físico y lo crispado, integrándose en el sendero marcado por una serie de cineastas a los que habría unir Robert Aldrich, Phil Karlson, o el propio Edward Dmytryk de THE SNIPER (1952).

Por ello, sus imágenes ofrecen el recorrido por un contexto urbano lúgubre y desapacible, acertando al describir la figura de un criminal, que actúa quizá motivado por la presencia de una madre autoritaria –la secuencia en la que se muestra a este en el modesto apartamento en que vive, es reveladora al respecto al mostrar el retrato de su desaparecida progenitora-. No será más un ejemplo señalado al azar de la brillantez de un conjunto y el tratamiento de un criminal que en realidad es el fruto extremo de una sociedad capaz con su estrechez de miras, de lograr que seres en el fondo débiles e incapaces de ser integrados en la sociedad, puedan ser ayudados por la misma. M, sigue la base trazada por Lang en los primeros años treinta, pero sabe efectuar un magnífico trabajo de readaptación en un contexto y marco cinematográfico diferente. Así pues, resulta inolvidable todo el bloque en el que Martin se esconde junto a una niña en un almacén de maniquíes –un elemento de extraordinario atractivo visual, que años después retomarían el Kubrick de KILLERS KISS (El beso del asesino, 1955), el Blake Edwards de EXPERIMENT IN TERROR (Chantaje contra una mujer, 1962), y también nuestro José Mª Forqué en VD. PUEDE SER UN ASESINO (1961)-, iniciándose la búsqueda del colectivo de delincuentes de la ciudad, quienes articulados por Marshall alcanzan el objetivo que las fuerzas de la ley no han podido atisbar, acorralando al criminal en medio de unas galerías unidas por medio de un gran patio central y un ascensor. Un episodio magnífico, en el que la pura y simple acción se desarrolla con una precisión admirable, mientras que el criminal intenta por todos los medios hacer saltar la cerradura que lo mantiene encerrado con la niña en ese almacén –es impactante el detalle de contemplar sus manos llenas de sangre-.

En una película poblada de intérpretes magníficos, la mayoría de ellos caracterizados por su ideología progresista, destaca la presencia de ese lúcido abogado alcohólico –Dan Langley, curiosa apellido que quizá supusiera un guiño al director artífice de la anterior versión- encarnado por el siempre excelente Luther Adler –en una ronda de reconocimiento de la policía es dejado en libertad sin más dilación, recordando su pasado como jurista-, y que desarrolla su trabajo junto al jefe mafioso. Una vez se localice al criminal, y este se vea acorralado por el colectivo de delincuentes, las propias palabras de conmiseración y reconocimiento del propio criminal llegarán a conmover a este jurista prácticamente arruinado por el alcohol, quien en un arrebato de lucidez ejercerá como defensa de un criminal –inolvidable Wayne- que aparecerá ante la multitud como una ser atormentado que reclama para sí mismo justicia, ruego ante el que Dan apenas podrá contener la ira generada a su alrededor. Este sí, se erige como una auténtica catarsis, un fragmento memorable, el más rotundo de la película, con la sola excepción de una secuencia que aparece agazapada en la misma y que me resultó de estremecedora efectividad. Me refiero a la de la búsqueda de los agentes de policia en el domicilio del asesino, intentando buscar los inexistentes indicios que puedan probar su implicación. Cuando se encuentran a punto de abandonar las pesquisas, la presencia de un hilo de zapato –las niñas asesinadas se mostraban siempre descalzas- en una lámpara, les trasladará al cuarto en donde se conserva el calzado del asesino de niñas, en el que no encontrarán nada anormal… hasta que busquen debajo de la tarima, en donde descubrirán escondidos y en una ordenada hilera los correspondientes a las pequeñas muertas. Un instante aterrador en su simplicidad, para un título largo tiempo despreciado por su propio desconocimiento, y que quizá se erija como la mejor obra del periodo norteamericano de su artífice. Pasó mucho tiempo… pero al final este le dio la razón.

Calificación: 3’5

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