Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

EDGE OF ETERNITY (1959, Don Siegel) Al borde de la eternidad

EDGE OF ETERNITY (1959, Don Siegel) Al borde de la eternidad

Se suele considerar EDGE OF ETERNITY (Al borde de la eternidad, 1959) como un título impersonal, fallido o poco relevante dentro de la filmografía del norteamericano Don Siegel. Partiendo de la base que, como en la práctica totalidad de cineastas de su tiempo, la irregularidad o el seguimiento de determinadas normas imperantes de los estudios en los que eran contratados, en ocasiones casi les obligaban a asumir proyectos que podían o no ser de su agrado –lo que no debía llevar aparejado necesariamente el hecho de las bondades de sus resultados-, cierto es que la obra de Siegel atesora durante todo su trazado eses vaivenes de forma más perceptible de lo que se le suele reconocer. Pero es más, con todas sus irregularidades, esta producción de la Columbia, probablemente destinada a la experimentación con el CinemaScope en el estudio de Harry Cohn, deviene a mi modo de ver una apuesta más atractiva de lo que se le suele reconocer, e incluso se detectan en ella no pocos elementos que años después se insertarían con más rotundidad en el mundo temático del cine de su autor.

Pero no adelantemos acontecimientos. EDGE OF ETERNITY se inicia con un excelente fragmento inicial desarrollado en el Gran Cañón, en donde uno de los empleados de una empresa extractora de materiales minerales, morirá al caer al vacío mientras pretendía acabar con un veterano individuo que se encontraba en coche por sus cimas. Será el impactante comienzo de una película que destaca mucho más en su vertiente puramente visual que en la escasa enjundia de su planteamiento dramático, pero que aún así despliega en todo momento un atractivo que no desentona de otras obras de su director más prestigiadas y, en ocasiones, sobrevaloradas. En ese ayudante de sheriff que interpreta con cierta inadecuación Cornel Wilde, podemos detectar un cierto preámbulo del marshall rural que encarnaría Clint Eastwood años después en COOGAN’S BLUFF (La jungla humana, 1968), o la propia contraposición de ambiente agreste y la connivencia con el progreso, nos puede ligar esta película con la antes citada, o con otros exponentes del cine de Siegel, que van desde la bastante previa COUNT THE HOURS (1953) –con la que relaciona también la presencia del gran secundario Jack Elam-, hasta obras como la mítica INVASIÓN OF THE BODY SNATCHERS (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1957) –realizada apenas un par de años antes-. En esta ocasión, el entramado del film se centrará en las investigaciones realizadas por Les Martin (Wilde), y producidas a partir de este asesinato inicial, que se prolongará en otros dos descritos con notable impacto –uno de ellos muestra Al asesinado colgado y con las manos atadas a la espalda, la otra describe el apuñalamiento de la víctima desde el punto de vista subjetivo del criminal. Unido a esta base argumental, se encuentra el no demasiado acabado retrato de un hombre viudo y de mediana edad –el ayudante protagonista-, quien se verá envuelto en una investigación que levantará la placidez –y rutina- con la que se desarrolla su labor profesional, en la que se entrecruzará la atractiva y traviesa Janice Kendon (Victoria Shaw), hija del propietario de la minería del entorno de Arizona en donde se desarrolla la acción. En ese contexto, y en el que marcan las cercanas elecciones a sheriff que ponen en jaque al veterano Edwards (el ya veterano y siempre magnífico Edgar Buchanan), se describirá una investigación que discurrirá a trompicones, en la que se ausenta por un lado una mayor densidad dramática, y en la que uno echa de menos esa capacidad crítica que sí albergaba un no demasiado lejano neowestern que sigue siendo el magnífico BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges). En su lugar, y pese a contemplar la insustancialidad del personaje de Janice –el vértice femenino del relato-, echamos de menos ese aroma malsano que hubiera convertido EDGE OF ETERNITY un título perdurable. El que finalmente no lo sea, no impide que en su discurrir se encuentren suficientes elementos en donde se detecte ese sentido de la inmediatez de la violencia, característico del cine de Siegel. Es algo que encontraremos manifestado con contundencia en el magnífico episodio inicial, también en la conclusión en pleno teleférico en el Gran Cañón –pese a una argumentación dramática previa muy pillada por los pelos-, y en esas miradas, en esos instantes perdidos, en los que se deja discurrir un malestar –por ejemplo, el que manifiesta en algunos instantes el padre de esta, ante las preguntas de Martin, o la actitud diletante del hijo de este, Bob, solo dedicado a darse en la bebida-.

En definitiva, nos encontramos con una película que despliega atractivos casi a pesar suyo, y en la que pese a los agujeros que le proporciona su guión y las insuficiencias de su desarrollo dramático –haría falta una duración más extensa para ello, entre otras cosas-, posee en casi todo momento una extraña particularidad en su plasmación visual. Un marchamo que en esta ocasión casi supondría para Siegel un motivo de experimentación –unido al uso de la pantalla ancha-, y que prolongaría con mayor incidencia en ocasiones posteriores.

Calificación: 2’5

0 comentarios