YOUNGBLOOD HAWKE (1964, Delmer Daves) Una mujer espera
En el canónico “50 años de cine norteamericano”, Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon ofrecían una valoración bastante positiva de los últimos exponentes de la filmografía del realizador Delmer Daves. Era algo que mi admirado José María Latorre también efectuaba de manera quizá más mitigada, centrándose ante todo en los melodramas a todo color que, destinados al lucimiento del inocuo mito erótico llamado Troy Donahue, efectuó en cuatro de sus últimas obras. Fueron todos ellos encargados que Daves asumió con la resignación de atender la llamada de los responsables de la Warner Bros, el estudio en el que había desarrollado la mayor parte de su carrera, y en los que ofreció tanta profesionalidad y elegancia, como una mirada en la que no se observaba cualquier atisbo de transgresión hacia el material que tenía entre manos o, lo que es más evidente, asumió dichos rodajes con tanta sabiduría como falta de asumir riesgos innecesarios. Es decir, no enturbiar el objetivo de tales producciones, destinadas al consumo masivo de jóvenes quinceañeras y mujeres de mediana edad de inicios de finales de los cincuenta y principios de los sesenta, sin proponer a cambio esa visión crítica que sí abordaría el rey indiscutible del género en aquellos años; Douglas Sirk. Sin embargo, y pese a que el recuerdo de dichos títulos no me alejan de un aura rosácea y autocomplaciente, no estaría de más volver a efectuar una revisión de las mismas y, sobre todo, señalar en estas líneas la considerable sorpresa que me ha supuesto YOUNGBLOOD HAWKE (Una mujer espera, 1964), que con poca dificultad no solo se erige como el mejor de los films que Daves filmó en el último tramo de su obra, sino que en sus calidades se puede parangonar con sus máximas apuestas dentro del melodrama, género en el que, en realidad, podríamos incluir el conjunto de estas, pobladas de seres atormentados, individualistas, destinados a luchar con la incomprensión de cuantos le rodean. Punto por punto se puede aplicar este enunciado al guión firmado al alimón por Daves y Herman Wouk, en el que de entrada se plantea con claridad meridiana la contraposición de la pureza del campo, con un ámbito urbano y social revestido de hipocresía. Será el punto de partida manifestado por el protagonista del film; Youngblood Hawke –en realidad Arthur- (un brillante James Franciscus, en su único rol perdurable para la gran pantalla, dentro de una andadura dirigida fundamentalmente al ámbito televisivo). Este es un joven y arriesgado camionero, residente junto a su madre en una humilde vivienda, y que aprovecha las noches para desarrollar sus inquietudes literarias, pese a las objeciones que esta le formula, empujándole sin embargo a que denuncie a sus lejanos familiares, debido a la servidumbre de paso que albergan sus tierras.
Sin embargo, un inesperado golpe de suerte, cuando se encuentran a punto de llegar a un acuerdo con dichos familiares respecto a dicha demanda, le llevará hasta New York, donde se enfrentará a un mundo editorial que desconoce, quedando deslumbrado por la oferta que recibe de quinientos dólares semanales, a la hora de escribir la que sería su segunda novela –la primera será la que provoque la llamada editorial y, fundamentalmente, su primer contacto con un mundo hasta ahora vedado para él-. Daves expone con verdadero entusiasmo ese contraste, utilizando de manera sorprendente el vigoroso blanco y negro de Charles Lawton Jr. -desde 3:10 TO YUMA (El tren de las 3:10, 1957), una de sus obras cumbres, esta elección visual no había tenido acto de presencia en su cine. Utilizando además unos modos narrativos muy cercanos a las corrientes en boga en el cine de la época –nos acercamos a ecos de la Nouvelle Vague e incluso la impronta de John Casavettes, en esos planos del joven protagonista por los exteriores o interiores sombríos de su modesto apartamento newyorkino-. A partir de dichas premisas, la andadura del joven escritor irá aparejada con el encuentro con la que será su editorialista, la joven Jeanne Green (la brillante y siempre infravalorada Suzanne Pleshette), una mujer independiente, pero que desde el primer momento quedará prendada del atractivo, el arrojo y la honestidad que desprende ese joven venido desde un ambiente rural y, por ello, sin los prejuicios inherentes en la sociedad neoyorkina. Muy pronto la obra de Hawke irá extendiéndose en su valoración, y llegará hasta él la figura de Frieda Winter (magnífica Geneviève Page), una elegante y mundana mujer de la alta sociedad neoyorkina, casada con un hombre influyente y madre de tres hijos, quien desde el primer momento quedará seducida con el joven escritor. Será el tercer vértice de un triángulo ante el que Arthur oscilará a lo largo de este extenso pero siempre atractivo –incluso, por momentos, apasionante- melodrama, en el que comparto la aseveración señalada por Taberner y Coursodon, de asistir a ecos de la obra de un King Vidor –con todas las matizaciones que se le pueda formular, el escritor de YOUNGBLOOD HAWKE no dejó se asemejarme al individualista arquitecto de THE FOUNTAINHEAT (El manantial, 1949. King Vidor). Esa capacidad casi indomable por salvaguardar su individualismo. La sensación de verse acorralado por unas fuerzas abyectas sociales ante las que no puede luchar –la maraña de editores, abogados, inversiones, etc-. Y, sobre todo, el enorme dilema que sobrellevará en esa experiencia vital, que supondrá el amor a dos mujeres de opuestas características, eje sobre el cual girará el drama de su obra, el rápido ascenso al éxito –será galardonado con el premio Pulitzer- y su posteriormente rápida caída, hasta retornar enriquecido como persona a su lugar de origen, no sin encontrar finalmente la solución a su dilema sentimental.
El film de Daves planteará una acerada crítica a toda una pléyade de medradores que se aprovechan del talento de un joven que se presta inocente a sus juegos –es curioso que entre ellos tan solo se excluya el que podría suponer el más aprovechado de ellos; su representante-, y al que estarán a punto de destruir de manera consciente. Frente a ellos, y de manera esencial, Arthur encontrará a esas dos mujeres que se ofrecen frente a sí en su vida. De un lado Frieda, con quien mantendrá una intensa y pasional relación, pero que no estará dispuesta a renunciar a la comodidad de su lujosa vida –aunque finalmente reconozca el error de tal decisión-, y la paciente y resignada Jeanne, siempre coherente a la hora de mantener su independencia, pero interiormente receptiva ante un hombre al que ama sinceramente en su propia vulnerabilidad y nobleza. En la descripción de esta relación triangular, en la manera de plantear la finalmente inútil rebelión del joven escritor sobre unas estructuras empresariales y sociales que terminarán por superarle, se encontrará el terreno abonado por Daves para extender toda la sabiduría sedimentada en su andadura previa como narrador, tanto en el impecable sentido del ritmo interno que alberga el film –en ningún momento se observa bache alguna pese a su extensión de casi ciento cuarenta minutos- como, sobre todo, echando mano de su experta condición como representante del romanticismo cinematográfico. Dentro de esa vertiente concreta, resultarán inolvidables momentos como la primera separación de Arthur y Frieda al bordo del barco, tras su primera e intensa noche de amor, diciéndose ambos que es mejor no se vuelan a ver, aunque las lágrimas de ella –que él no contemplará- delaten el sentimiento que esta manifiesta por un joven que escapara por completo a los convencionalismos que han definido su vida hasta ese momento. Serán secuencias como la del cumpleaños de Hawke en su nuevo apartamento, en donde de manera inesperada se encontrarán Frieda y Jeanne, percibiéndose la tensión interna de los tres personajes. Pero al mismo tiempo, Daves incidirá con el recurso de la elipsis, como la seca lectura de ese telegrama –tras la tensa secuencia precedente- en la que nuestro protagonista se entera de la concesión del Pulitzer, aspecto este que no tendrá más incidencia en el relato, o en un episodio tan doloroso como la opinión del critico Quentin Judd (Edward Andrews), dinamitando la novela que Hawke ha editado –y en la que se ha jugado prácticamente la fortuna que ha obtenido previamente-, dentro de una celebración destinada a su presunto éxito. Hay que tener muchas agallas cinematográficas, para expresar un episodio tan incómodo como el señalado, y al mismo tiempo ofrecerlo con tanta credibilidad, efectuando un decoupage tan preciso como doloroso de contemplar, señal de la precisión que el ya veterano realizador efectuaba en el que sería el penúltimo título de su obra.
Ciertamente, YOUNGBLOOD HAWKE deviene casi un admirable anacronismo dentro de la producción del cine USA de su tiempo. Como si se brindara en él una versión tardía de Americana, contraponiéndola con otros modos cinematográficos imperantes en aquel momento, Delmer Daves supo a través de su eterna filiación a la Warner, ofrecer un melodrama que sin duda ofrecía lo que la productora demandaba, pero al mismo tiempo brindaba bajo sus nada ocultas imágenes, un relato provisto de autenticidad, en el que logró ratificar las claves de su mundo temático, y al mismo tiempo dar una nueva muestra de su nervio fílmico, ratificando ese contraste entre mundos que, en definitiva, marcó el eje temático de toda su obra. Sin duda, nos encontramos ante un magnífico drama, oculto durante décadas, que debe de una vez por todas ocupar un lugar de no poca relevancia dentro del género en la primera mitad de la década de los sesenta.
Calificación: 3’5
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