LETTY LYNTON (1932, Clarence Brown)
Antes de consolidarse como un primerísimo cineasta dentro de una manera de entender su producción cinematográfica dentro de los parámetros de un melodrama relajado e intimista –por más que sus historias narraran incluso hechos históricos-, la filmografía de Clarence Brown vive un interesante y aún no demasiado explorado periodo silente –en el que se encuentran exponentes dirigidos al servicio de estrellas como Rodolfo Valentino e incluso Greta Garbo-, a la que incluso llegó a auspiciar en títulos sonoros. Pero unido a ello, y antes de enclavarse en esa admirable capacitación para el drama, Brown no dudó en ponerse al servicio de diversas comedias filmadas en el periodo pre code, que no deberíamos dejar de tener en cuenta, a la hora de establecer los primeros pasos de lo que años después se establecería como la screewall comedy, aunque en este caso el porcentaje de comedia se entremezclara con el melodramático e incluso con el drama puro y duro, con una extraña pertinencia, revelando ante todo que ya en aquellos primeros años treinta, Brown había logrado sobresalir con facilidad de la producción talkie que inundó Hollywood con la llegada del sonoro y, por el contrario, ofrecía unos estilemas de puesta en escena, en algunos momentos casi sorprendentes. Digamos que el cineasta que había filmado el intenso melodrama que es THE FLESH AND THE DEVIL (El demonio y la carne, 1927), o incluso la agradable mezcla de aventura y comedia que protagonizó Valentino en THE EAGLE (El águila negra, 1925), demostraba de nuevo en esta ocasión encontrarse en plena forma, ofreciendo además un retrato femenino revestido de una enorme modernidad. Un perfil que muy poco tiempo después sería eliminada en las pantallas de Hollywood, al llegar esas normas que Will Hays impuso, derogando todo aquello que podía aparecer como frívolo o inmoral y, con ello, dejando de lado el retrato de mujeres de moderna personalidad, en la que la iniciativa sobre el dominio del macho ya se había puesto de manifiesto ante la pantalla.
LETTY LYNTON (1932) relata en realidad a una de esas mujeres. Una joven abierta al amor y a un vitalismo casi contagioso –aspecto al que contribuye la labor de una jovencísima Joan Crawford-, poseedora de una sólida posición social, pero a la que siempre le ha faltado el amor de su madre –su padre falleció y esa ausencia se hará notar en determinados momentos de su modo de actuar-. Letty se encuentra viviendo una temporada de vacaciones –desde el primer momento percibiremos que se trata de una mujer mundana- en Montevideo, en donde tiene un romance con el libertino Emile Renaul (Nils Asther). Allí demostrará desde el primer momento estar hastiada de dicho romance y no duda en señalar a este que lo mejor para ambos es romperlo, pero Renaul no cede en su empeño y se niega en devolverle sus cartas de amor, quizá pensando en la fortuna que Lynton pueda albergar. Sin embargo, en un arrebato de lucidez, y ayudado por su fiel sirviente Miranda (Louise Closser Hale), dará el deseado paso adelante, llegando hasta un buque que la trasladará en unas semanas hasta New York. Lo que no imaginará nuestro protagonista, es que en el traslado encuentre a un joven que transformará por completo todo aquello que hasta entonces había forjado su vida, encontrando en él la serenidad, el amor verdadero, y la posibilidad de una segunda oportunidad para la misma. Ello se planteará con el joven Hale Darrow (Robert Montgomery) –al que la Metro Goldwyn Mayer lanzó como galán del estudio, cuando William Haynes renunció a ello por no huir abiertamente de su condición de gay-, heredero de una importante familia, y al que el destino situará en el camarote que se sitúa enfrente mismo del de Letty. Entre ellos se establecerá una relación desde el primer momento –Brown utilizará para ello la presencia de puertas abiertas y el reflejo en los espejos-, en un brillante juego de comedia en donde ambos jugarán con el atractivo que mutuamente se han suscitado, indagando entre los responsables de la tripulación para poder tener un primer contacto en una cena juntos. La velada revelará la sintonía entre Letty y Hale, quienes poco a poco quedarán seducidos el uno por el otro. Y será en el momento de la celebración de la navidad entre ambos –tras comprobar los dos como no reciben ninguna carta del avión de correo que sobrevuela; reveladores de sus respectivas soledades-, cuando la película se invada de una extraña sensación de felicidad entre los dos protagonistas, que será compartida por el espectador, mediante la sensibilidad que ya entonces sabía poner en práctica el magnífico cineasta. El recorrido de los dos juguetones enamorados por la cubierta del barco, recibiendo el casi insoportable seguimiento de las mangueras de los encargados de mantenimiento, tendrán su colofón cuando estos se decidan a introducirse finalmente en los pasillos, e ir tocando a todos los camarotes, deseando feliz navidad a sus tripulantes y, fundamentalmente, exteriorizar en todos ellos la felicidad que se alberga en su interior –sin duda un episodio magnífico, de los mejores del film-. Será ese momento cuando Letty se rinda a la sombra que aún ejerce sobre ella Renaul, y acceda a la petición de casarse con él, sin tener el valor suficiente de relatarle lo licencioso de su pasado –un aspecto que ciertamente hoy día puede parecer trasnochado, pero que entonces se planteaba como una auténtica audacia-. Y será especialmente el respeto con el que le ha tratado Darrow, el que llevará a Letty a sentir por él aquello que nunca ha sentido por otro hombre
Una vez llegue la pareja de novios a la ciudad de la gran manzana, los flashes de los periodistas –no olvidemos la alta posición de él-, no impedirán comprobar a la protagonista que Emile se encuentra en tierra –ha llegado hasta allí en vuelo-, teniendo que utilizar una argucia para evitar que su novio se entere de esa antigua aventura amorosa que, de todos modos, había dado por finalizada. Era mucho pedir que en los primeros años treinta, y aunque se nos ofrezca el retrato de una mujer con iniciativa, esta tenga la valentía suficiente para relatar al que va a ser su esposo el pasado de su vida. Pero aún para ella se establecerá un doloroso encuentro; el que mantendrá con su madre –May Robson-, una mujer huraña, que no deja lugar para los sentimientos en su corazón, y que es mostrada en la penumbra de su mansión, sin demostrar el más mínimo afecto por su hija, e incluso recriminándole que se encamine a ese matrimonio, conociendo como conoce su pasado. Y ese pasado se plantará en la propia mansión de los Lynton, con la llegada de un Emile amenazante, quien obligará a Letty a que acuda a la habitación de su hotel, bajo el chantaje que revelar el contenido de las cartas que guarda de ella –la planificación, nos mostrará como la madre de esta escuchará dichas amenazas-. Letty sentirá deseos de poner fin a una vida en la que no hay lugar para una segunda oportunidad, y se llevará hasta el hotel veneno, con la posibilidad de utilizarlo en su persona, si en esa visita que no puede evitar, no logra disuadir al diletante Renaul de sus intenciones. Vano será el intento, reincidiendo este en prolongar una relación que no tiene base alguna, por lo que la joven vaciará el contenido del veneno en una copa, dispuesta a suicidarse, aunque el destino haga –después de recibir golpes por parte de este-, que sea Emile el que beba el contenido del mismo y muera. Nuestra protagonista intentará evitar toda prueba y huirá, marchando la mañana siguiente a casa de los padres de Darrow, donde encontrará una placidez y sensibilidad quizá ausente hasta ese momento en su vida –Brown lo transmitirá magníficamente por medio de la dirección de actores, dentro de unos modos que podrían preceder al Leo McCarey de pocos años después. En medio de dicho contexto, la llegada de un detective trasladará a Letty hasta el fiscal, donde una serie de pruebas poco a poco la inculparán en el envenenamiento de Renaul. Sin embargo, cuando esta se encuentra a punto de reconocer la situación vivida, la intervención de Darrow y, sobre todo, la de su madre, plantearán una falsa coartada, que incluso evitará tener a esta que explicar sus reales intenciones y, con ello, introduciendo en los instantes finales del relato un aspecto trasgresor que sorprende a ocho décadas vista, como es el reconocimiento por todos cuantos le rodean –incluso su propia madre y la persona con quien se va a casar-, que se trata de una mujer que ha matado a un hombre. La inesperada aparición de un toque de comedia a cargo de Miranda –quien con su tarareo anunciará las campanas de boda-, no evitan la extraña y valiente conclusión de la película, máxime cuando el espectador sabe que ella no ha sido realmente la causante del envenenamiento –fue una consecuencia del destino, ya que lo que ella propugnaba era su propio suicidio-. Sin duda, una extraña y subversiva conclusión, como sí implícitamente el entorno que rodeara a Letty le otorgara una oportunidad para la redención, así como una nueva demostración del talento de este gran y, también versátil cineasta, que título tras título no deja de sorprenderme en su valía.
Calificación: 3
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