MONSIGNOR (1982, Frank Perry) Monseñor
Siendo como fue un realizador de cortos vuelos, la andadura de Fran Perry no se encuentra salpicada precisamente de títulos memorables. Aunque en su momento tuviera efímera fama DAVID AND LISA (Elisa, 1962), o incluso THE SWIMMER (El nadador, 1968) –que confieso no haber visto, lo cierto es que recuerdo con especial horror la espantosa recreación de la vida de Joan Crawford que firmó, bajo el título de MOMMIE DEAREST (Queridísima mamá, 1981). Después de un exponente tan olvidable y desaprovechado, lo cierto es que la premisa de un título posterior nos podría hacer temer lo peor. Y de alguna manera así fue. En el momento de su estreno, MONSIGNOR (Monseñor, 1982) fue literalmente masacrada, centrando sus ataques ante todo en su superficialidad y suponer un vehículo para el supuesto lucimiento como actor dramático de Christopher Reeve. Pero el paso del tiempo, quizá permita ver las cosas de otra manera, y en el caso del título de Perry, de alguna manera valdría la comparación con otro referente rodado pocos años después: THE SICILIAN (El siciliano, 1987, Michael Cimino) –también presa de un feroz ataque en el momento de su estreno-.
Con ello no quiero señalar que MONSIGNOR se acerque a las cualidades que detecté en el film de Cimino –sin duda una propuesta más valiosa de la que en su momento se reconoció, aunque no exenta de ciertos excesos-, pero no deja de ligarse en las circunstancias temáticas que relacionan ambos films, aunque el de Perry quizá tuviera un referente nada solapado en THE CARDINAL (El cardenal, 1963) de Otto Preminger, a la que tengo que brindar una obligada revisión –y en la que incluso se puede acentuar la similitud física de sus dos protagonistas; Reeve y Tom Tyron en el de Preminger-, al tiempo que incluir personajes como el Papa Pio XII, el papel de la Iglesia en la II Guerra Mundial, o las propias interioridades de la curia vaticana.. Dicho esto, conviene tomar posiciones, y de alguna manera manifestar la relativa sorpresa que ofrece la película de Perry –sin duda muy por encima de su anterior film- sin que por ello podamos señalar que nos encontremos ante un exponente especialmente perdurable. En primer lugar, sorprende en el mismo la presencia de dos reputados guionistas –Wendell Mayes y el veteranísimo blackisted Abraham Polonski-, y es un elemento que indudablemente se aprecia a la hora de describir el proceso seguido por el capellán castrense norteamericano John Flaherty (Christopher Reeve), a quien una supuesta acción heroica en la II Guerra Mundial frente a los alemanes –motivada en realidad por un instante de ausencia de fe al intentar consolar a un moribundo que le habla en sus últimas palabras de la ausencia de Dios-, le trasladará muy pronto al Vaticano. Allí pronto encontrará el apoyo del Cardenal Santoni (Fernando Rey), confesándole la casi ruinosa situación económica que sufren las arcas vaticanas a consecuencia de la contienda. Ello permitirá a nuestro protagonista sugerir la idea de aliarse con el contrabando de tabaco que sobrelleva su viejo amigo de contienda Lodo Varese (Joe Cortese), al servicio de uno de los capos más temibles de Sicilia –Vito Appolini (estupendo Jason Miller)-. Pese a las reticencias iniciales, Santoni dará carta blanca a Flaherty para que inicie unas gestiones que muy pronto le ofrecerán como fruto cincuenta mil dólares, una línea de flotación económica para la curia vaticana, al tiempo que permitirá al joven sacerdote convertirse en obispo, aunque ello lleve aparejado el recelo de cierto sector de la misma, que se cebará en su figura cuando este se vea traicionado, pasados los años, y establecido en la propia New York, por su viejo compañero Varese.
En realidad, el contenido de MONSIGNOR deviene de alcance folletinesco –en cierto modo de adelanta al THE GODFATHER: PART III (El Padrino. Parte III, 1990) de Coppola-, y es indudable que se encuentra supeditado a la figura de Reeve. Siempre he reconocido no ser ni de lejos fervoroso del desaparecido intérprete –al que sin embargo no se puede negar que creó un icono inolvidable en SUPERMÁN (1978, Richard Donner), más resultara inadecuado como Clark Kent-. Reeve fue un actor de presencia, más no de registro. Y dicha circunstancia creo que la captó a la perfección Perry, quien sirve a su protagonista la posibilidad de transmitir la intensidad de su mirada y, lo que es más encomiable, lograr que resulte creíble su rol con la innegable apostura del intérprete, dentro de un contexto lleno de veteranos hombres de la Iglesia. Sinceramente, creo que en esta película alcanzó si performance más perdurable.
A partir de dichas premisas, MONSIGNOR tiene su máxima virtud en la consecución de un ritmo pausado pero al mismo tiempo desprovisto de altibajos –quizá el episodio de la efímera relación amorosa con la monja que encarna Geneviève Bujold no alcance la intensidad que permitía su enunciado-. Las dos horas del metraje se suceden con una pasmosa agilidad dentro de una sencilla planificación que Perry esgrime, optando por un clasicismo, evitando todo exceso, y al tiempo sabiendo inclinarse por episodios que refuercen el sentido dramático del conjunto, mientras que en otros la elipsis permite de alguna manera solapar episodios que podrían haber incurrido en aspectos farragosos. Es el caso de soslayar tanto el largo espacio temporal en el que Flaherty va envejeciendo y creciendo en sus actividades financieras en torno a la iglesia desde Estados Unidos o, finalmente, ese periodo en el que este vivirá la vida monástica tras solventar el previsible escándalo que podría proporcionar el desfalco millonario provocado por Varese –lo que permitirá al mismo tiempo un episodio intenso, dominado por la visita a Appoloni, y el encuentro con el traidor Varese, al que matará-, sin dejar de reconocer que ello le llevará al infierno -el catolicismo de ambos será un elemento de especial importancia en sus vidas, ya que ha incumplido la promesa que le hiciera a Flahery-.
Pero en MONSIGNOR, lo cierto es que lo tópico se da de la mano con cierta sensación de verdad entre sus roles. Esas miradas de soslayo, los gestos de cierta complicidad –especialmente entre Fernando Rey y Reeves, pero también el supuesto Pío XII –aunque la película no lo cite como tal (un magnífico Leonardo Cimino)-, en el momento en el que lo nombra como tal monseñor. Esa capacidad para describir un entorno eclesial dominado por grupos, recelos, ambiciones, e incluso capaz de aliarse con la propia mafia a la hora de ver mantenidos sus privilegios y estructuras de poder –la película nunca mencionará a la Iglesia Católica en sus supuestas virtudes, sino claramente como una cerrada estructura de poder en la que todo aquello que sus componentes consideran pecado, en realidad forma parte de su vida diaria. Por todo ello, y sin considerar que nos encontremos ante un título especialmente brillante, no puedo negar la cierta sorpresa que me ha producido el visionado de una película a la que, pienso, le ha sentado relativamente bien la prueba del paso del tiempo.
Calificación: 2’5
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