THE CAPTURE (1950, John Sturges)
THE CAPTURE (1950), podría enclavarse claramente, dentro de ese conjunto de títulos que poblaron la serie B estadounidense, centrada en el cine de géneros, e insertando en su seno determinados aspectos psicológicos, o incluso de matiz social. Películas como COUNT THE HOURS (1953, Don Siegel) o la previa BORDER INCIDENT (1949. Anthony Mann), podrían enclavarse en el conjunto de unas producciones en las que se observaba incluso la presencia de actores caracterizados por su inclinación progresista –McDonald Carey, Lew Ayres en la película que comentamos-. Nos encontramos con productos atípicos, rodados casi fuera del sistema, podríamos decir que casi fronterizos –y no se quiera ver en ello que algunos de los citados se desarrollen la frontera mexicana con USA-. Lo cierto y verdad es que, en líneas generales, esa misma singularidad es la que les proporciona un plus de autenticidad que, más de medio siglo después de su realización, les ha dotado de una extraña vigencia. Vigencia como testimonio de unas formas fílmicas únicas, en las de que de las limitaciones se lograba virtud, y también de las inquietudes emanadas por parte de sus propias propuestas, ubicadas al margen de la producción del Hollywood de la época.
En cierto modo, este enunciado no podría aplicarse de modo totalmente válido a THE CAPTURE, dado que de entrada podríamos definirla –y no quiero que ello se vea en sentido peyorativo-, como una especie de “pariente pobre” de la extraordinaria PURSUED (1947) –una de las cimas de la filmografía de Raoul Walsh, y quizá uno de los westerns más valiosos y personales de la historia del cine-. El film de Sturges no puede enclavarse estrictamente en dicho género, aunque cierto es que sus contornos beben poderosamente de la imaginería del mismo. Ya desde sus imágenes iniciales, se impregna al espectador de un aura casi fantasmagórica, contemplando la huída desesperada que protagoniza Lin Vanner (Lew Ayres), escondido en la ribera de un pantano para burlar el acoso policial. Todo ello, no será más que la prolongación de una pasadilla que este ser aún desconocido para nosotros, vivirá casi como un calvario personal del que parece no tiene ocasión de escapar. Su encuentro con unos mexicanos –que le darán de comer, pero de cuyo cabeza de familia contemplará está dispuesto a ser delatado-, propiciarán que su huída se prolongue, hasta que exhausto y dormido, sea encontrado por un sacerdote –el Padre Gómez (Víctor Jory)- en las inmediaciones de una humilde parroquia. Pese a su renuencia, la franqueza del religioso le hará confesar a Vanner el origen del drama casi existencial que vive, lo que nos retrotraerá a un flash-back –la película se articulará en una pequeña sucesión de estos, siempre culminados en el encuentro de Vanner y el sacerdote, que nos remitirá a un año antes, cuando el hoy fugitivo era responsable de una compañía petrolífera asaltada –y no por vez primera-, cuando se disponía a transportar el pago de su nómina. Ya de entrada, ese contraste de los minutos iniciales dominados por un tono de fantasmagoría, con la cotidianeidad contemporánea de la vida de la compañía petrolífera, supondrá sin duda un elemento de interés, dentro del contexto de un relato en el que, con todo, predominará ese aspecto oscuro y terroso en su vertiente telúrica, como si viajáramos a un lugar en el pasado como marco de toda una odisea de matices freudianos. Vanner hará caso de unos falsos indicios provocados por el que –a la postre- resultará auténtico responsable del robo, y el empuje que su propia novia le marcará, persiguiendo a Sam Tevlin (Edwin Rand). Lo hará en medio de unos exteriores rocosos y agrestes, en donde logrará encontrarse con este, a quien llamará la atención para que se rinda. La distancia que media entre ambos hombres, unido a la falta de acústica del entorno, impedirá que Tevlin atienda la petición de rendición. A ello se añadirá la imposibilidad del supuesto asaltante –más adelante Vanner comprobará con estremecimiento el error cometido al haber hecho caso a su errónea intuición-, de levantar su brazo derecho, ya que se encontraba herido en el mismo. El disparo del perseguidor dejará a Tevlin gravemente herido, siendo trasladado por Lin a caballo hasta que lo traslade a una enfermería, donde instantes antes de morir –unos momentos conmovedores, al contemplar el moribundo con resignación su injusta y absurda situación-, este se ratifique en su condición de inocente, convenciendo y al mismo tiempo marcando el devenir posterior de quien se comprobará ha sido el causante de una muerte inútil e injusta. Vanner renunciará a la recompensa que se había ofrecido por la captura del supuesto bandido –y que él desconocía- abandonará su ocupación laboral, y el destino querrá que acompañe en tren el féretro que contiene los restos del fallecido, con los que llegará hasta la localidad mexicana de Los Santos. En dicha estación, durante unos instantes dominados por una tonalidad sombría, nuestro protagonista conocerá a la esposa del fallecido Ellen (Teresa Wright) y su pequeño hijo Mike (Jimmy Hunt). Por instinto casi atávico, modificará su identidad –por la de Lindley Brown-, ofreciéndose como capataz del deteriorado rancho en donde viven ambos –son magníficos los comentarios en off de Vanner al describir el estado del mismo-. Como si quisiera expiar la tragedia interior que sobrelleva en su alma, Lin no cejará en su trabajo en el mismo, descubriendo un día Ellen su auténtica identidad. Sin embargo, preferirá ocultar el hecho y, por el contrario, someterlo a un auténtico calvario de trabajos y exigencias, que Vanner soportará estoicamente hasta que, llegado un momento, entre ambos se establezca la verdad de la situación y la auténtica relación que Ellen mantenía con su esposo. En una secuencia quizá falta del arrojo que podía establecerse sobre el papel, ambos se fundirán en un abrazo, ya que en este tiempo se ha establecido una relación amorosa que hasta entonces ambos han negado. Sin embargo, y pese a contraer matrimonio, el protagonista tendrá que cumplir una deuda pendiente; localizar al auténtico autor del robo de aquella nómina, intentando de alguna manera expiar el drama interior que subyace en su ser.
Lo admirable de THE CAPTIVE reside ante todo en la simplicidad de su desarrollo, contrastando con la complejidad de su planteamiento, en el que se detecta de forma poderosa la impronta de Busch, tanto en la vertiente psicoanalítica incorporada al relato, como en la capacidad para introducir esas relaciones tempestuosas tan propias del apasionado guionista –THE FURIES (Las furias, 1950. Anthony Mann). El neófito John Sturges se deja llevar con un acusado sentido de la atmósfera casi fúnebre, por los meandros de un relato que de manera progresiva va apareciendo como condenado a la tragedia. Todo ello, en un marco inhóspito, dominado por la sequedad, como perfecta metáfora para el desarrollo de una historia que no precisa de aditamentos que desvrtúen el auténtico objetivo del mismo. Con el acompañamiento de una siempre adecuada voz en off, provisto de esa agradable humildad de la mejor serie B norteamericana, lo cierto es que el film de Sturges puede resultar predecible en algunos momentos, en otros su propuesta llega a resultar atrevida por lo incómoda –la reiteración de la situación que vivió Vanner al matar accidentalmente a Tevlin, cuando en su huída final resulta herido en un brazo-, pero su desarrollo acierta al describirse como el resultado de una auténtica pesadilla. Cierto es que la resolución del auténtico asaltante de la nómina resulta adivinable con facilidad viendo la propia tipología de quienes han vivido el mismo –el asalto no será mostrado-, pero no es menos evidente que esa búsqueda obsesiva final de nuestro protagonista, del auténtico causante del mismo, llevará hasta una secuencia impactante, que culminará con el suicidio –colgándose en el badajo de una campana-, de uno de los hombres que realmente supieron como se cometió el mismo.
Es en esa continua sensación de que nos encontramos ante un relato dominado por unos contornos lindantes con la pesadilla, por un tono que parece abocarnos a los bordes de la tragedia, donde se encuentran las máximas virtudes de esta interesante y prácticamente oculta THE CAPTURE, que bebe, y mucho, del extraordinario referente walshiano, pero que no por ello conviene olvidar en el alcance de sus propuestas, revelando tanto a un guionista –y en este caso productor-, consciente de lo que quería plasmar sobre el papel, y un realizador no por incipiente, menos competente en sus resultados.
Calificación: 3
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