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CINEMA DE PERRA GORDA

THE QUEEN OF SPADES (1949, Thorold Dickinson) [La dama de blanco]

THE QUEEN OF SPADES (1949, Thorold Dickinson) [La dama de blanco]

Cualquier espectador que tenga la posibilidad de contemplar THE QUEEN OF SPADES (1949) –nunca estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada en DVD bajo el título LA DAMA DE BLANCO-, de antemano asumirá la sensación de que las cualidades que hicieron de GASLIGHT (Luz de gas, 1940) una valiosa referencia no fueron fruto de la casualidad. Es más, no solo me atrevo a afirmar que nos encontramos ante un título de superiores cualidades que el que sirviera de referencia al posterior remake firmado por George Cukor, sino que, sobre todo, invita ya a intentar redescubrir la no muy extensa filmografía del director de ambas; el británico Thorold Dickinson. Artífice de catorce largometrajes entre 1932 y 1955 –faceta que alternó con otras disciplinas cinematográficas, el título que comentamos supuso el antepenúltimo en una andadura como realizador que se iría ralentizando a partir del mismo. THE QUEEN OF SPADES aparece pues, como una extraña, en muchos momentos fascinante, combinación de ghotic story, de clara raíz británica, por más que su ambientación se desarrolle en la Rusia de mediados del siglo XIX. Basada en una historia corta de Alexander Pushkin, en última instancia nos encontramos ante un apólogo moral en torno a las tentaciones de la ambición humana, representados en esta ocasión en la figura del Capitán Herman Suvorin (Antón Walbrook), un joven oficial condicionado y obsesionado por sus limitaciones económicas, en lo que estas tienen además como impedimento para su ascenso de clase social. Amigo del más acaudalado Andrei (Ronald Howard), acudirá junto a él a las partidas de cartas que desarrollan de forma casi obsesiva los miembros del ejército ruso, aunque este siempre se quede como mero espectador –ahorrará sus honorarios al objeto de luchar contra ese confinamiento de clase que le obsesiona-.

Ya desde sus primeros instantes, desarrollados en una taberna rusa donde se celebran las partidas entre los soldados, el film de Dickinson destacará no solo por su magnífica ambientación, sino especialmente por una asfixiante pericia en el uso de un montaje que por momentos nos acercará a modos wellesianos –no será la única vez en que ello suceda a lo largo de su discurrir-. Atrapando al espectador desde este episodio, en el que Suvorin se encuentre a punto de una pelea con Fyodor (Anthony Dawson), cuando este le reproche no participar nunca en las partidas de cartas, poco a poco iremos descubriendo la desazón que atenaza a un hombre que suponemos de noble alma, pero al que su deseo irrefrenable de arribismo económico y social, le llevará a su propia destrucción. Siguiendo ese sendero, llegará hasta una lóbrega librería –que parece prefigurar el episodio desarrollado en la wellesiana MR. ARKADIN (Mister Arkadin, 1955)-, donde su intención inicial de adquirir un volumen sobre la vida y obra de Napoleón –su personaje de referencia; un cuadro suyo figurará en sus humilde habitación-, le llevará accidentalmente al encuentro con un volumen sobre ocultismo escrito por el Conde de St. Germain. Tras la advertencia del librero –que parece sacado del más siniestro relato dickensiano; la ascendencia británica del relato nunca se desprenderá del mismo-, Herman se imbuirá en la lectura de los oscuros secretos que esconde el volumen, que le llevarán a la figura de la Condesa Raneskaya (la inmensa Edith Evans). En el pasado fue una joven bella que no dudó en vender su alma a St. Germain, a cambio de una fórmula en el manejo de las cartas que le proporcionara el dinero necesario para cubrir el que sustrajo a su esposo, complaciendo la emergencia de su amante, en la actualidad se ha convertido en una mujer de elevadísima edad, encerrada en su mansión, dominada por miedos que no logra soslayar en un autoritario carácter que exterioriza con el personal que tiene a su servicio, en especial a su joven doncella Lizaveta (Yvone Mitchell). Dada su astucia, intentará hacerse con la muchacha seduciéndola mediante escritos amorosos que en realidad ha plagiado de otras publicaciones. Por su parte, Andrei también se encuentra atraído por la muchacha de forma sincera, provocando en ella una extraña sensación de nerviosismo, aunada por el ahogo al que le somete constantemente su ama, que no quiere que se despegue de su lado en ningún momento –“es ese miedo a la muerte que no se atreve a confesar” dirá su sobrino Fyodor en una función a la que asiste la vetusta anciana-, ya intuyendo la cercanía de su final.

Este se producirá de manera inesperada, en el encuentro de Suvorin con la condesa en su dormitorio, al cual ha llegado por las facilidades que le ha proporcionado la ingenua Lizaveta. El capitán intentará inútilmente conseguir de la decrépita anciana esa secreta fórmula para lograr la fortuna en el juego de las cartas, hasta que con sus amenazas esta fallezca de puro terror. Dickinson insertará en diversas ocasiones unos impactantes primeros planos del rostro de la anciana muerta, en los que no dejo de ver una cierta similitud con los del rostro del moribundo Charles Foster Kane de la célebre opera prima de Welles. Contrariados sus planes, el capitán recibirá la desaprobación de Lizaveta, sumiéndose en una espiral de desesperación de la que solo emergerá la voz de ultratumba de la vieja condesa, quien le perdonará por su muerte, facilitándole la deseada combinación de cartas, a cambio de que se case con su doncella. Transfigurado y reanimado en sus intenciones, retomará la pantomima con la dolorida joven, que no dudará en volver a rechazarlo, recuperando sus cuarenta y ocho mil rublos ahorrados para enfrentarse en una partida de cartas con Andrei –no acostumbrado a asumir timbas con tan altas cantidades, por los que expedirá sendos pagarés-, aplicando la fórmula casi mágica que le podría llevar a la riqueza y reconocimiento, aún a costa de su alma. Sin embargo, desde el más allá, la atormentada aristócrata no dejará de jugar una mala pasada al hombre que le acercó hasta el otro lado de la existencia.

Desde el primer momento, THE QUEEN OF SPADES –cuyos títulos de crédito se establecen sobre viejos pergaminos, y en donde se contó con Jack Clayton como productor asociado; su productor principal fue curiosamente el ruso Anatole de Grunwald ¿Una elección personal?-, destaca en la magnificencia de su ambientación de época. Una faceta esta no destinada al lucimiento del diseño de producción, sino directamente engarzada en el logro de una atmósfera malsana y progresivamente inclinada a su vertiente gótica, que se erigirá en uno de los elementos más brillantes de la misma. Aunado con una magnífica planificación y un montaje que subraya ese elemento tenebrista, unido a la magnífica fotografía en blanco y negro de Otto Heller, proporcionan al conjunto del relato de un aura casi sobrenatural, que por momentos parece acercarse a otros clásicos del fantastique –igualmente poco valorados hace pocos años, como el extraordinario THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel)-. En esa conjunción de un relato sobrenatural fajado en un poso literario, en donde tendrá una importancia decisiva esa impronta ambiental irreal pero al mismo tiempo tan familiar dentro de este tipo de cine, nos encontraremos ante una película que por momentos, además de esas referencias wellesianas, aúna el eco de las adaptaciones de Dickens efectuadas por David Lean –en especial la maravillosa GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas, 1946)-. Es por ello que pese a su adscripción dentro de una ambientación rusa, y sin dejar de lado la pertinencia de la misma, en todo momento tenemos la sensación de asistir a un film dominado por su contexto británico y, lo que es más importante, asumiendo del mismo buena parte de sus mayores virtudes. Cierto es que en su tramo central, la debida obediencia a una serie de secuencias en las que predomine el sustrato dramático –la vida cotidiana de la anciana Condesa, su asistencia a la función-, impiden que nos encontremos con un auténtico logro. Sin embargo, no por ello hemos de dejar de valorar un resultado magnífico, de obligada reivindicación para cualquier amante del cine fantástico en su vertiente gótica, trufado de instantes y pinceladas dignas de figurar en la más reputada galería del género. Momentos como el relato en off de una carta de amor por parte de la sombra de Andrei, que advertirá Suvorin como un modo para acercarse a Lisaveta, el propio episodio de la librería, en donde lo inquietante casi desborda sus planos, el relato de las páginas de ese siniestro libro de St. Germain, una de cuyas imágenes ofrecerá, bajo mi punto de vista, el momento más prodigioso del film. Me refiero a la súplica de la joven condesa, una vez ya ha vendido su alma, a un relieve de la Virgen María, en búsqueda de amparo. La imagen iluminada, de pronto quedará oscurecida al apagarse la vela que la iluminaba, en una idea de puesta en escena absolutamente magistral.

Pero no serán estos los únicos momentos dignos de relieve, en un conjunto en donde tanta fuerza adquieren la utilización de luces y sombras o la propia escenografía. Los sonidos de los pasos de la condesa una vez muerta –insertos en la mente de Suvorin-, dentro de un episodio sucedido tras la muerte de la anciana, donde el capitán vivirá en su habitación un episodio aterrador, donde la fuerza del viento abrirá puertas, ventanas, hará discurrir violentamente cortinajes, hasta llegar el climax con la voz de ultratumba de la fallecida aristócrata –que incluso le habrá abierto los ojos, cundo este vaya a cumplimentarla en el túmulo donde se encuentra su cadáver; algo que quizá retomara Roger Corman quince años después en THE MASQUE OF THE RED DEATH (La máscara de la muerte roja, 1964)-, sin pensar realmente que en sus claves se esconde el justo castigo para un ser en realidad cruel y ambicioso. Pasadizos, imágenes tan sugerentes como la sobreimpresión de una telaraña sobre el rostro de una pensativa Lisaveta cuando se ve cortejada mediante cartas, o un sentido del ritmo sinuoso y siempre dominado por el lado oscuro del ser humano. Ese sentido de clase que representa una mujer tan irascible, orgullosa, envejecida y en el fondo aterrada ante la cercanía del fin de su existencia –con el terrible contrapunto que para ella supone su encuentro con la oscuridad de la eternidad-, son elementos que se combinan a la perfección en este apólogo moral que alcanza su más alto grado de interés, cuando se introduce sin recato en terrenos que bordean la frontera de lo sobrenatural, lo ignoto y, en definitiva, el límite de lo permisible y la nobleza en el comportamiento humano. 

Desprovista hasta el momento del más mínimo reconocimiento, THE QUEEN OF SPADES es otra más, de las numerosas gemas que aún atesoran las hipotéticas y semidesconocidas estancias de la filmografía británica.

Calificación: 3’5

2 comentarios

feaito -

Magnífica peli que tuve la oportunidad de admirar el año pasado, gracias a que alguien la había subido a Youtube. Voy a tratar de comprar la edición en DVD que mencionas, porque merece ser revisitada muchas veces. Gran ensayo, como siempre.

JOSE MANUEL LAZARO REVUELTA -

Hola Juan Carlos
Sigo diariamente tu blog y procuro ver las películas que criticas al poco de ponerlas.He visto la película y me ha gustado mucho como ya me gustó Gaslight. Me encanta Anton Walbrook en este tipo de papeles. Me ha recordado como indicas en la crítica a The lost moment.Es la primera vez que escribo, me encanta el blog y como es normal a veces concuerdo contigo y otras no, pero es una de mis páginas de referencia. ¡Enhorabuena¡ Aproveco para recomendarte una película que no he encontrado en el blog y que a mí me ha parecido excelente; se trata de NO ORCHIDS FOR MISS BLANDISH de un tal St. John Legh Clowes. Espero que la veas y sobre todo que te guste.

UN SALUDO