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CINEMA DE PERRA GORDA

NEVER LOVE A STRANGER (1958, Robert Stevens)

NEVER LOVE A STRANGER (1958, Robert Stevens)

NEVER LOVE A STRANGER (1958) es la segunda de las cuatro películas que a lo largo de su extensa andadura como realizador, mostró el newyorkino Robert Stevens (1920 – 1989), mucho más implicado en el medio televisivo –y del que recuerdo su participación dirigiendo episodios de la serie Alfred Hitchcock presents- Nos encontramos ante una serie B auspiciada al amparo de la Allied Artists, contando con la poderosa presencia como coproductor del novelista Harold Robbins, que actuó de forma paralela como coguionista junto a Richard Day, a partir de una novela propia. Es decir, que la impronta que desprende el sendero argumental del film, depende en no poca medida de las intenciones moralistas que con probabilidad se encontraban ya presentes en el referente escrito por el tan cuestionado escritor. Lo ratificará la manera de iniciar el relato con una voz en off que señala casi de modo existencial el hecho de que la vida no supone más que un intervalo entre la eternidad, mostrándonos de manera percutante la huída y el final de Frankie Kane (un muy solvente John Barrymore, Jr.), a quien en ese momento no conocemos, pero si contemplamos como huye y es tiroteado, hasta que en su viaje desenfrenado en coche perderá la vida.

 

La película articulará de inmediato un flashback, que nos retrotraerá al New York de 1912, donde una mujer joven pero azarosa acudirá hasta un hospicio, donde morirá dando a luz a un muchacho. En su lecho agonizante podrá susurrar a la monja que la atiende el nombre de “Frankie Kane” como nombre del recién nacido. Pasan los años y nos detenemos en 1928, donde el pequeño se ha convertido ya en un joven que se encuentra internado en dicho recinto católico –señalaremos la escasa credibilidad de mostrar a Frankie con 16 años cuando se aprecia que es alguien con bastante más edad-. El muchacho ha adquirido un especial carisma, erigiéndose como un pequeño líder entre las pandillas católicas newyorkinas, y logrando con su intercesión que el joven Martin Cabell (un casi debutante Steve McQueen), pueda esquivar una paliza por su condición de judío. Ambos trabarán amistad, ofreciéndose Frankie para ayudarle como entrenador de boxeo, al tiempo que conocerá a su hermana Julie (Lita Millan), con la que de inmediato entablará relación. Sin embargo, los azares del destino –una circunstancia que estará muy presente en el relato- ligarán al protagonista –que se caracteriza por sus constantes escapadas del orfanato para ejercer como limpiabotas- con su encuentro con Silk Fennelli (Robert Bray), verdadero hampón de los bajos fondos de la ciudad, quien mostrará por el muchacho una extraña sensación de cercanía, devolviéndosela este con una auténtica lealtad. Ello propiciará que Fennelli lo incorpore a su equipo de colaboradores, algo que sucederá cuando Frankie compruebe de manos de su benefactor, el padre Bernard (Douglas Rodgers) –una vez más, por un avatar del destino-, que en realidad se trata de un muchacho judío, aspecto este que se negará a asumir. A partir de ese momento, Kane se irá implicando de manera creciente en las actividades de Fennelli, demostrando en todo momento su lealtad, intentando evitar la presencia de actos violentos, y al mismo tiempo imponiendo su autoridad por encima de todos los jefes de los distintos gangs –entre ellos el de su propio benefactor-, a la hora de pacificar las bandas que han establecido una auténtica guerrilla en el suelo de la ciudad de la gran manzana.

Frankie se ha convertido en una auténtica figura a combatir por las leyes, aunque al centrar su residencia en New Jersey podrá escapar del acoso a que es sometido… casualmente de manos de su viejo amigo Martin, designado en calidad de ayudante del fiscal, como responsable de su captura. Una vez más, la confluencia de diversos factores entrelazados, volverá a traer a Frankie de manos de su siempre añorada Julie –que ha sido amparada por Silk una vez esta haya cumplido un encargo del primero-. El círculo se irá estrechando, sobre todo en torno a un protagonista que irá viéndose acosado por los representantes de las distintas bandas, que ven en su figura un rival a combatir. Por ello, y por más que este desee huir de todo y vivir una segunda vida junto con su amada, la suerte estará echada para él, en ese reencuentro con la eternidad que ha interrumpido su existencia.

Caracterizada por un adecuado ritmo, la fuerza fotográfica que le imprime su contrastada fotografía en blanco y negro de Lee Garmes, la presencia de una oportuna pero nunca excesiva voz en off Que contribuye a aligerar diversos pasajes del relato, lo cierto es que con NEVER LOVES A STRANGER nos encontramos con una de esas crónicas habituales en el cine de finales de los cincuenta. Títulos como la inmediatamente posterior THE YOUNG PHILPADELPHIANS (La ciudad frente a mi, 1959. Vincent Sherman), en los que se plasmaba la lucha de jóvenes personajes dominados por un instinto individualista, que quizá en algunos momentos de sus vidas incurrieron en errores de grueso calado, pero que en el fondo siempre albergarán en sus interior aspectos nobles. El film de Stevens se inscribe por completo en esta vertiente, y si bien es cierto que en ella lastra no poco ese alcance discursivo que le proporciona la base dramática heredada de la novela de Robbins, lo cierto es que nos encontramos con una crónica en la que sus elementos chirriantes, se dan de la mano con otros provistos de verdadera fuerza. La definición de ese veterano jerifalte mafioso judío, que ya con ganas de jubilarse mantiene una sincera conversación con Frank, los gestos de este último siendo joven a la hora de devolver los favores que le ha proporcionado Fennelli, la importancia de esos factores del destino que, sin pretenderlo, dominan las acciones de nuestras vidas –esa maleta que inicialmente portará la madre del protagonista, y que determinará más adelante el futuro del mismo-. Todo ello conforma una amalgama en la que quizá se encuentren presentes demasiados elementos un tanto pillados por los pelos. Que la mirada sobre el contraste de religiones aparezca hoy día como algo poco menos que insustancial, o que la propia conclusión del film esgrima un factor de esperanza un tanto irrisorio.

Sin embargo, no es menos cierto que dentro de su sencillez, de la capacidad que alberga de atrapar al espectador, del entrelazado que se ofrece en una puesta en escena tan funcional como precisa, NEVER LOVES A STRANGER se erige como un título que no llega alcanzar ni de lejos la fuerza de títulos con los que podría emparentarse –UNDERWORLD U.S.A. (1961, Sam Fuller) o la previa THE RISE AND A FALL OF LEGS DIAMOND (La ley del hampa, 1960. Budd Boetticher)-, pero no por ello deja de suponer una muestra más de la eficacia de una serie B tardía, en la que la presencia de ciertos modos televisivos habituales en la época, no dejan de proporcionarle un atractivo suplementario.

Calificación: 2’5

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