THE WILD PARTY (1975, James Ivory) Fiesta salvaje
Cuando por la longevidad de su edad es bien poco probable que el californiano James Ivory (nacido en 1928) vuelva a ponerse tras las cámaras, máxime cuando su inseparable pareja sentimental y productor en buena parte de sus títulos –Ismail Merchant- falleció en 2005-, lo cierto es que convendría establecer una mirada retrospectiva al conjunto de una filmografía que ronda la treintena de títulos. Y es que a partir del éxito más o menos fundado logrado a partir de la valoración de títulos como A ROOM WITH A VIEW (Una habitación con vistas, 1985) o MAURICE (1987) –tomando como base obras de E. M. Foster-, en la segunda mitad de los ochenta, se produjo una extraña paradoja en su cine. Por un lado un reconocimiento considerable a nivel de público y de premios en distintas festivales y convocatorias. Pero de otra parte el rechazo de parte de una crítica que nunca dejó de cuestionar el eterno academicismo de un cine impecable en su aspecto formal, pero del que se achacaba un carácter hueco a la hora de profundizar en sus entrañas. Cierto es que deficiencias de esas características se pueden apreciar en THE BOSTONIANS (Las bostonianas, 1984), pero creo que el paso de los años debería proporcionar una visión más rigurosa a la hora de plantear el análisis de una filmografía, en la que no faltaron intentos de dar vida títulos enmarcados en ambientaciones contemporáneas –que, justo es reconocerlo, no se encuentran entre sus mejores aportaciones, aunque no estén desprovistos de interés, como es el caso de SLAVES OF NEW YORK (Esclavos de Nueva York, 1989) o el más cercano LE DIVORCE (2003)-.
Lo cierto es que solo el paso de los años, permitió un cierto reconocimiento al cine de Ivory, con títulos como THE REMAINS OF THE DAY (Lo que queda del día, 1993) –un melodrama conmovedor y probablemente su obra cumbre-, el previo HOWARDS END (Regreso a Howards End, 1992) o me atrevería a señalar el bastante posterior y casi testamentario THE WHITE COUNTESS (La condesa rusa, 2002), que no gozó en el momento de su estreno del reconocimiento merecido ¿Pero qué podemos señalar del Ivory primitivo? Poco de aquellos títulos que rodó en la India, en los que curiosamente destacaba la presencia como operador de fotografía del excelente Walter Lassally –TOM JONES (1963, Tony Richardson)-. Y será ello algo que compartirá con THE WILD PARTY (Fiesta salvaje, 1975), que Ivory rodó al amparo de una American International en aquellos años encaminada en productos definidos por un cierto alcance de prestigio –DILLINGER (1973. John Milius)-. La película no deja de ofrecerse como una muestra inserta dentro de la estética retro que invadió el cine norteamericano en aquellos primeros años setenta. Sin embargo, justo es reconocer que sin obviar dicha circunstancia, logra adquirir un estatus de personalidad propia, al adaptar de forma libre la tragedia sufrida en su momento por el popular cómico Roscoe Fatty Arbecloe, iniciado su declive como tal, y que en la vida real vivió un escándalo al propasarse con una menor de edad, lo que prácticamente le expulsó de la industria cinematográfica. Tal referencia en el film de Ivory se plasma en la figura de Jolly Grimm (un magnífico James Coco), un cómico que ha gozado del favor del público en el pasado, pero lleva cinco años sin realizar ninguna película, habiendo filmado una basada en la figura de Fray Junípero Serra. Grimm es un hombre dominado por el fantasma de una decadencia que no quiere asumir, exteriorizando esa frustración con la joven y bella Queeenie (sensual y radiante Raquel Welche, en uno de sus mejores roles cinematográficos), a la que no sabe apreciar el soporte sentimental que ella le proporciona, por más que en el pasado él la sacara literalmente del arroyo.
Para intentar lanzar y comercializar su film –en el que tiene depositadas sus últimas esperanzas- convocará en su mansión una fiesta… que ya de entrada coincidirá con otra realizada por Mary Pickford, lo que limitará la presencia de productores de relieve. Ya en la proyección, su fiel ayudante James Morrison (magnífico David Dukes, lo mejor de la película), le confesará sus dudas ante la inclusión de un rollo de carácter cómico en una película dominada por su aspecto melodramático. La fiesta se celebrará y la proyección no resultará como su artífice hubiera deseado. Sin embargo, en ella se producirá el acercamiento de Queenie hacia la figura de un joven y atractivo galán de reciente cuño que ha acudido a la misma –Dale Sword (Perry King)-, y poco a poco los asistentes se darán en un creciente ambiente de desenfreno que culminará en una orgía. Incluso el contenido y frustrado Grimm, sucumbirá por un instante ante el candor que le proporcionará una pequeña que le brinda una actuación que le llegará a provocar la lágrima –un instante maravilloso-, ofreciéndose ella misma para que la bese… y con ello iniciando los tintes de tragedia de una velada en la que los que hasta allí se han quedado, revelarán la auténtica faz de sus comportamientos.
Puede que haya quien oponga que nos encontremos ante una historia que quizá no ofrezca demasiadas sorpresas. Y es de reconocer que nos les falta cierta razón. Sin embargo, en el haber de James Ivory se encuentra haber logrado articular una historia en la que todos los elementos que podrían aparecer como estereotipados, adquieran un extraño aire de añoranza de un tiempo perdido. Con ciertas reminiscencias al mundo de Scott Fitzgerald –el personaje de Morrison no dejo de evocarme en sus comentarios, miradas y observaciones, un trasunto del Nick Carraway de The Great Gatsby-, lo cierto es que Ivory sabe articular un auténtico microcosmos emocional y estético, en el que no se encuentran ausentes ni la suntuosidad que despliegan todos aquellos que viven en ese mundo del cine al que ha llegado ya el sonoro, la hipocresía de unos productores que no dejan de marcar normas a la hora de avalar los títulos que desean exhibir, la evocación de aquellos espectadores que aún se acuerdan de las viejas glorias –el encuentro del cómico con unos vendedores de fruta en la carretera, que recuerdan sus lejanos éxitos-, o el progresivo desenfreno –que sería aligerado por la censura en España en el momento de su estreno- que se irá produciendo en la mansión del protagonista, una vez la proyección ha resultado un fracaso que nadie se atreve a reconocer. Pero en medio de esas tensas situaciones que percibirá con su habituar lucidez el fiel y al mismo tiempo honesto Morrison, se producirá el encuentro entre Greenie y el prometedor y sumamente atractivo Sword, suponiendo para ella un extraño asidero que contraste con lo que ha venido sufriendo pacientemente los últimos años con aquel cómico. Será precisamente por agradecimiento, por lo que en primera instancia rechace los galanteos que este le brinda, pero poco a poco entenderá que no puede renunciar a un futuro quizá apresurado en su planteamiento, pero que para ella puede suponer un auténtico renacer existencial.
Esa combinación a la hora de mostrar el lujo y la decadencia, la evolución de los modos de un arte fílmico –el maravilloso instante en que vemos como concluye el film de Grimm, que nos evoca tanto a Chaplin como a Borzage-, la inserción de canciones –como la magnífica que interpreta Raquel Welch delante de una gran escultura de aspecto oriental, o aquella que en off sirve para describir el grado de desenfreno sexual que vive el interior de la mansión, mostrado con una mirada revestida de cinismo y cierta distancia. Son elementos que confluyen en un relato en el que no se ausenta el componente romántico, centrado en todo momento en la figura de Queenie, adorada pero jamás respetada por ese cómico que, de todos modos, quería plantearle casarse con ella. La oportunidad que le brinda ese irresistible galán que, con sinceridad, se queda prendada de ella como si nos encontráramos ante el cuento de Cenicienta y, en última instancia, la mirada siempre en un segundo término, de ese Morrison, que nunca podrá exteriorizar la fascinación que siempre ha sentido por la joven.
Logrando conformar una crónica revestida de atractivos matices, elevándose con suficiente hondura de los aspectos que podrían haber situado el relato en un conjunto meramente decorativista, THE WILD PARTY aparece casi cuatro décadas después de su realización como una inteligente recreación, no solo de un momento concreto de la formulación de una industria y una sociedad, sino como la atractiva plasmación de un microcosmos en el que su alcance como fantasmagoría no impide que contemplemos un conjunto de seres definidos con un trazado psicológico que quizá en ocasiones bordee el estereotipo, pero en otras aparece revestido de una punzante y elegíaca capacidad ensoñadora.
Calificación: 3
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