THE STORY OF ALEXANDER GRAHAM BELL (1939, Irving Cummings) El gran milagro
He de reconocer de partida que accedí a contemplar THE STORY OF ALEXANDEER GRAHAM BELL (El gran milagro, 1939. Irving Cummings) con ciertas reticencias. Reservas que procedían en buena medida por la presencia como realizador de Irving Cummings, caracterizado en aquellos años por implicarse en la puesta en marcha de anodinas y olvidables comedias musicales para la 20th Century Fox. Sin embargo, debí entender desde el primer momento, y muy pronto al acceder al film se aprecia, que nos encontramos antes que nada con una producción de dicho estudio especialmente diseñada por su máximo artífice Darryl F. Zanuck. Es algo que ya podemos intuir al contemplar los títulos de crédito, contando con Lamar Trotti como guionista o Leon Shamroy en calidad de excelente operador de fotografía –magnífica, en blanco y negro-. En aquellos años, Zanuck se inició en el terreno de la puesta en marcha de biopics, imitando las apuestas de otros estudios como Metro o Warner. Y hay que reconocer que el resultado funciona, con un sentido de la progresión dramática modulado con equilibrio, a la hora de plasmar la andadura de Alexander Graham Bell en el último tercio del siglo XIX, a la hora de inventar casi de forma casual lo que muy pronto se erigiría uno de los inventos más importantes de su tiempo; el teléfono. No importa que tiempo después se demostrara que la historia narrada carecía de la suficiente verosimilitud, y la invención de dicho instrumento de comunicación en realidad no surgiera de la mente de Bell. Lo que procede en este caso es comprobar una vez más la credibilidad que ofrece un agradable melodrama de época, que obliga a reconsiderar de nuevo la valía de un subgénero –la biografía de grandes personajes- denostada en su momento de manera categórica.
La película se inicia de una manera ingeniosa, mostrando en una situación cotidiana –el desplazamiento de un personaje que desconocemos para dar un aviso-, para justificar el eje central del relato, proveniente de un ser joven y lleno de energía –encarnado por un sorprendente Don Ameche- que trabaja como profesor de dicción, teniendo como principal objetivo la ayuda al joven hijo de Thomas Sanders (Gene Lockhart), afectado por una sordomudez total. El destino ligará al inquieto profesor con la figura de la joven y bella Mabel Hubbard (estupenda Loretta Young), a la que conocerá en una de sus carreras, sin apreciar en ella una minusvalía –es también sordomuda, aunque ha aprendido a hablar y atender a sus interlocutores leyendo en sus labios-. Será casi una señal del destino que se produzca un flechazo con esta mujer vitalista, que tanto ayudará en las inquietudes profesionales de nuestro protagonista. Unas inquietudes que en su inicio se centrarán en la búsqueda del telégrafo, pero que muy pronto se ampliarán –con la ayuda de su inquebrantable colaborador Thomas Watson (Henry Fonda)- en la intuición de lograr ese invento que poco a poco revolucionará las comunicaciones. A partir de dichas premisas, THE STORY OF ALEXANDER GRAHAM BELL se extiende en un cálido melodrama, describiendo con precisión, ternura y sentido del humor, las enormes penalidades sufridas por el investigador y su ayudante, quienes incluso tendrán que abandonar por carencia de fondos la habitación donde se encuentran hospedados. Todo ello quedará plasmado en un relato dominado por un logrado equilibrio, que sabe alternar instantes de comedia con otros en los que su atisbo melodramático queda tamizado por esa habilidad que, en esta ocasión sí, sabe transmitir Cummings a la hora de hacerlo discurrir con un notable olfato fílmico. Es más, incluso en él se puede detectar momentos y detalles que revelan a un cineasta inspirado quizá como nunca en su filmografía.
Será algo que se manifieste en momentos extraordinarios, como esa declaración de amor que Bell ofrecerá a Mabel, y que esta no acertará a comprender al estar en penumbra la parte inferior de su rostro –una metáfora de las dificultades que ambos tendrán que sufrir para ver cumplido el deseo de la consolidación de su amor-. Sin embargo, si hay un fragmento que debe quedar en las antologías del melodrama de su tiempo, este es sin duda el instante en el que el hijo de Sanders logra comunicarse con su padre al invocar su nombre. La secuencia alcanza la modulación del mejor Leo McCarey, descrita en fechas navideñas con la llegada de Papá Noel, y la contemplación de unos niños cantando villancicos en la ventana exterior de su mansión. La tristeza del padre será manifiesta, hasta que en un momento determinado el profesor haga bajar al niño y, en unos segundos que llegan a conmover, el pequeño invoque por vez primera a su padre –declamando esforzada y reiteradamente “daddy”-. La modulación de los planos o la excepcional sensibilidad que expresa Gene Lockhart en esos instantes –absolutamente prodigiosa-, marca el momento más intenso de una película que proseguirá con el descubrimiento del anhelado invento, la apuesta económica del padre de Mabel –Gardner (el magnífico Charles Coburn), que siempre se ha mostrado renuente- en el mismo, el interés que incluso tendrá por el mismo demostrará la mismísima Reina Victoria (Beryl Mercer) –en una secuencia llena de emoción y sentido del humor-, la jugada sucia que articularán los responsables de la Western Union a la hora de apropiarse del invento y comercializarlo, llevando casi a la ruina a los promotores que han apoyado a Bell. Y todo ello desembocará en un juicio –donde una vez más ejercerá como Juez el gran Harry Davenport-, en el que en un momento dado el demandante –el auténtico inventor-, se verá sin pruebas a la hora de demostrar su primacía en el nuevo aparato. Será una vez más el destino, encarnado en ese sentimiento y sincera apuesta manifestada por Mabel, la que encuentre de forma inesperada un papel ya utilizado por Bell, en el que se encontraban datos determinantes a la hora de demostrar las fechas en que llevó a cabo su creación, en cuyo dorso le escribió una carta de amor que esta albergada.
Será quizá una solución algo pillada por los pelos –como lo supondrá esa repentina rendición de los jerifaltes de la empresa conspirando contra él para ofrecerle ser socio y pedirle disculpas por el atropello sufrido previamente-, pero que servirá como oportuna conclusión para un relato que en primera instancia se extiende en la narración de una aventura humana, en la tenacidad de un inventor –que en los últimos fotogramas no cejará en su personalidad, apostando por las bases de una futura invención aeronáutica- pero que, en último término, se brinda casi como una tragicomedia romántica sobre el poder regenerativo del autentico amor. Sutileza insospechada venida de la mano de un cineasta por lo general caracterizado por su grisura, extraordinariamente respaldado por un diseño de producción en el que, justo es reconocerlo, el riesgo de fracaso era casi mínimo. Una vez más ¡Enhorabuena Mr. Zanuck!
Calificación: 3
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