THE INTRUDER (1962, Roger Corman) [El intruso]
Con bastante probabilidad, THE INTRUDER (1962) sea el título más prestigiado en la filmografía de Roger Corman. Avalado por una cálida acogida en el Festival de Venecia de 1962, aunque al mismo tiempo sufrió un notorio fracaso comercial, algo por otro lado inusual en la andadura siempre fenicia de su director. Jamás estrenado en las pantallas españolas –la reciente edición digital supone en este sentido una valiosa apuesta-, el propio Corman destacó el riesgo comercial así como los riesgos asumidos en el rodaje del film, en pleno territorio sureño, llegando a utilizar a sus habitantes en sentido opuesto a los que ellos creían –la secuencia de la soflama del protagonista ante una multitud enardecida resultó paradigmática a este respecto-.
THE INTRUDER se centra en la andadura de un trabajador social de nada solapada mentalidad racista, que viajará hasta la localidad sureña de Caxton, donde muy pronto encontrará terreno abonado para dar rienda a sus tesis. Encarnado por un extraordinario William Shatner, que en todo momento sabe transmitir el atractivo exterior de este All American Boy de impecables y elegantes maneras exteriores, ocultando un interior detestable no solo en su convicción racista sino, sobre todo, en los modos y maneras que utilizará con total impunidad para materializar la completa manipulación del latente racismo existente en la población. Será algo que no obstante, aceptan de manera callada la Ley gubernamental que permite la convivencia de alumnos blancos y negros en los institutos. Será esta la base que asumirá Adam Cramer (Shatner), para poco a poco ir desarrollando su capacidad de manipulación, utilizando para ello su encanto, su propio atractivo físico, y su capacidad para discurrir no solo por encima de seres de escasa cultura –a los que manipula con facilidad, utilizando débiles argumentos demagógicos, e incluso llegando a mentir-, sino buscando como aliado al poderoso Mr. Shipman (Robert Emhardt), quizá el hombre más influyente de la población, al objeto de ir dando rienda suelta a sus planes segregacionistas. Será algo que irá alcanzando al propagar una espiral de violencia que la población negra aguantará de manera estoica, aunque en ello se encuentre el cruel asesinato del sacerdote negro de la población, al bombardearse la parroquia en donde estaba destinado.
Personalmente, con ser valioso e incluso en su proceso de rodaje valiente, a mi juicio lo más importante de THE INTRUDER no se encuentra en ese alegato antirracista, que con el paso del tiempo quizá aparezca algo simplista. Rodada con un admirable sentido de la inmediatez, ayudado para ello por la contrastada fotografía en blanco y negro de Taylor Byars, cualquier espectador más o menos avezado puede detectar ese cierto desaliño visual que caracterizó el cine de Corman –hagamos excepción de sus más cuidadas cintas para el “Ciclo Poe” y algunas de sus últimas obras-. De forma paradójica, en esta ocasión esas debilidades que forjaron algunos títulos sobre los que más cabe ubicar el olvido más piadoso, se alían en una película a la que favorece ese escaso refinamiento formal, que no dudará en mostrar en numerosas ocasiones a su protagonista en contrapicado, al objeto de resaltar ese poder de sugestión antes las masas.
En su conjunto, la obra de Corman no deja de aparecer inmersa dentro de ese conjunto de producción que tuvo una amplia presencia en el cine de los primeros sesenta, como inesperada continuidad a la antigua serie B. Un tipo de cine de marcado rasgo independiente, bajo cuyo amparo se dieron cita no pocos exponentes llenos de frescura fílmica, de los que quizá el título que comentamos no podamos situar en su cima, pero que no por ello debemos despojar en su notable atractivo. No pocos han hecho referencia a los ciertos ecos que su propuesta mantiene con el ELMER GANTRY (El fuego y la palabra, 1960) de Richard Brooks, a partir de la novela de Sinclair Lewis. Nada sería de extrañar, máxime cuando en no pocas ocasiones el astuto Corman ha bebido de éxitos anteriores para tomarlos como base en posteriores títulos suyos. En cualquier caso, por encima de ese componente racista que quizá en el momento de su estreno suscitó no poco polémica, lo más atractivo que perdura en esta obra que parte de un libreto del excelente Charles Beaumont –que encarna en la película al tolerante sr. Paton, el responsable del instituto-, es sin duda la vertiente psicológica que se establece en el mismo. Lo hace muy por encima del posible simplismo que puede emanar de esas masas embrutecidas –paradójicamente asumidas por vecinos reales-, a través de los principales roles del film. Entre ellos, que duda cabe que el retrato que se efectúa del protagonista –aunado por un Shatner en estado de gracia-, deviene esencial. Su manera sinuosa de ir ganándose las simpatías de los lugareños, hasta poco a poco ir adquiriendo una sensación de poder que, sin que él mismo lo advierta en un momento dado, le superará. Hay un instante magnífico a este respecto, como es ese largo travelling frontal acercándose a los ojos encendidos del joven racista, fundiendo con otro que parte de la misma posición, para retroceder y adentrarnos en esa asamblea, en la que el poder incendiario de su palabra logre extenderse al conjunto de una población hasta entonces adormecida y resignada a mala gana a esa convivencia dictada por la Ley.
Hay numerosos matices a la hora de delimitar el perfil manipulador y casi demoníaco del personaje. Entre ellos su acercamiento a la mujer de Sam Griffin (Leo Gordon) –Vi (Jeanne Cooper)-. Su esposo es un vendedor de bolígrafos que se encuentra hospedado con su mujer en la habitación contigua, no dudando Adam en someter a esta a su influjo, hasta que esta –que después sabremos ha tenido problemas psicológicos en anteriores relaciones con hombres- no pueda resistir la atracción carnal que le ofrece el atractivo Cramer –en uno de los momentos más intensos del film-, demostrando que detrás de su aparentemente intachable moral blanca, se esconde un ser que no duda en dar rienda suelta a sus más bajos instintos. Será precisamente su marido quien, en el tramo final de la película dará en la diana –aplicando el sentido de la psicología callejera que ha ido adquiriendo en su profesión-, a la hora de adivinar la debilidades que rodean al en apariencia imbatible Cramer. A su incapacidad de controlar el polvorín que ha provocado se unirá una profunda cobardía, que en los planos finales dejará a nuestro protagonista noqueado, abandonado por todos, y sin salida posible.
Sin embargo, y aún resultando un rol en apariencia secundario, el gran retrato que ofrece THE INTRUDER es a mi juicio el del periodista Tom McDaniel (espléndido Frank Maxwell), inicialmente renuente a la integración racial aunque respetuoso con las leyes. La evolución de su pensamiento, el intento de soborno para que acepte implicarse en el proceso de radicalización promovido por Shipman –accionista mayoritario del rotativo-, irá derivando en una mirada de creciente indignación al percibir la manipulación realizada a sus convecinos. Ello le costará sufrir una paliza que tendrá como consecuencia la pérdida de un ojo, pero al mismo tiempo esta situación límite le irá granjeando la identificación de su esposa, hasta ese momento totalmente contraria a la convivencia entre negros y blancos en el instituto.
Algo discursiva en su carácter de denuncia en el torno al racismo aún imperante en la Norteamérica de aquellos primeros años sesenta –poco tiempo después se alcanzarían valiosos objetivos en este sentido-, interesante en su descripción física de unos modos de cine aún llenos de frescura, y magnífica en el tramado psicológico y las relaciones establecidas entre sus principales personajes, ni que decir tiene que THE INTRUDER es uno de los títulos a tener en cuenta en la filmografía de un Roger Corman, sorprendentemente imbuido en una mirada revestida de denuncia de uno de los males endémicos de su país.
Calificación: 3
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