SYLVIA (1965, Gordon Douglas) Sylvia
Poseedor de una vigorosa pero al mismo tiempo efímera fuerza, analizar la importancia de la obra de Gordon Douglas en la primera mitad de los sesenta, viene a describir a un cineasta que aparecía como una mixtura, en el tratamiento de géneros clásicos, y también en su incorporación al revisionismo de ámbitos como el melodrama o el denominado neonoir, en el que Douglas podría aliarse, por momentos, con cineastas como Blake Edwards o Richard Quine. Hay en varias de sus apuestas una elegancia y una melancolía en torno al cine del pasado, que creo aún no ha sido debidamente reivindicada, como si lo han sido por otra parte otros de los títulos del cineasta. Es bastante probable que dicha tendencia, tenga uno de sus epicentros en las dos películas que Douglas rodó en aquellos años, al servicio del efímero estrellato de Carroll Baker –mejor actriz de lo que se le reconoció en su momento, y a la que se planteaba como heredera de la égida de la ya desaparecida Marilyn Monroe-. Ambos fueron filmados en el mismo 1965, siendo más conocido el segundo de ellos, el estupendo y eternamente menospreciado HARLOW (Harlow, la rubia platino), biografía de la actriz Jean Harlow. Muy pocos meses antes, Douglas recrearía para la misma Paramount, el magnífico SYLVIA (Sylvia, 1965), contando para ello con el protagonismo de la Baker, y una base argumental que partía de un guión del experto Sydney Boehm, tomando como referencia una novela de Howard Fast.
Espléndida combinación de melodrama y neonoir, SYLVIA aparece de entrada, como una especie de “film encuesta”, al modo de lo que plantearía dos décadas antes el Orson Welles de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941), Tras unos títulos de crédito que avanzan esa condición de mirada coral en torno al pasado de la protagonista, se nos presentará al hilo conductor del relato; el joven detective Alan Macklin (George Maharis) acudirá a la llamada del multimillonario Frederick Summers (Peter Lawforrd). Este le mostrará unas imágenes de su prometida Sylvia (Carroll Baker), encomendándole una amplia investigación de su pasado, ya que duda de las afirmaciones que esta le ha formulado, antes de contraer matrimonio con ella. El encargo prácticamente habrá de partir de cero, ya que Macklin no cuenta con referencias significativas. Será, por tanto, el inicio de una búsqueda, que tendrá como punto de partida el análisis de un libro de poesías publicado por la joven, lo que remitirá al investigador a distintos ámbitos del pasado, trasladándonos a la repercusión que Sylvia fue dejando con cuantas personas se fue encontrando a lo largo de su vida desde que fue adolescente. Dicho recorrido será mostrado con un gran sentido de la elegancia, articulando un montaje que por momentos da la impresión de que el presente se sumerge en el pasado, y combinando en su trazado narrativo, el eco de ciertos elementos de las nuevas corrientes cinematográficas, con un decidido homenaje al clasicismo fílmico.
Ayudado con la impronta que le permite la magnifica fotografía en blanco y negro de Joseph Ruttenberg –esta misma película en color, hubiera perdida parte de su carácter-, no son pocos los comentaristas que han señalado el cierto parentesco que conserva con la magistral LAURA (Laura, 1944) de Otto Preminger -¿deliberada la impecable presencia de Daviod Raksin como compositor de su banda sonora?-. Sea cierta o no dicha ascendencia, lo cierto es que Douglas combina con verdadera inspiración los giros melodramáticos de su conjunto, con los ecos noir que plantean no pocas de sus set pièces, que por otro lado parecen extenderse, casi como un catálogo de diversas corrientes y subgéneros plasmados en el cine de género norteamericano, durante largo tiempo. A lo largo de dicha sucesión de flashbacks, podemos encontrar remembranzas del drama precode, ciertos toques exóticos en el episodio desarrollado en tierras mexicanas, la querencia sofisticada urbana, marcada en el fragmento que protagonizará Edmond O’Brien, mientras que otros nos evocarán esa inmediatez plasmada en las producciones dramáticas e incluso policíacas emanadas en la demonizada “generación de la televisión”. Sin embargo, más allá de la precisión de su montaje, del general acierto que preside su andamiaje dramático, resalta la capacidad narrativa esgrimida en aquellos tiempos por un Gordon Douglas, que se erigía como una especie de relevo profesional en aquellos años de transformación y muerte de Holywood.
De todos modos, lo realmente valioso, lo que en última instancia proporciona a SYLVIA sus mejores cualidades, reside a mi modo de ver en la capacidad que esgrime su director, en hacernos creíbles e incluso emocionantes, cercanas y sinceras, esas secuencias “a dos”, en las que los episódicos personajes que se van sucediendo en dicho recorrido, van confesando sus intimidades con ese investigador, que ejercerá como inesperado demiurgo a la hora de proporcionar esa magdalena proustiana, a todos los que convivieron en el pasado con esa muchacha que siempre caminó por el filo de la navaja, pero que en el fondo describió una personalidad recta y coherente, centrada en un inesperado cultivo a través de la lectura. Esa cercanía y sinceridad se plasmará, ayudado por un extraordinario casting de secundarios, que tendrá su punto de partida en la admirable performance de Viveca Lindfords como la bibliotecaria que antes pudo vislumbrar el aura especial de Sylvia –atención a la expresión de su rostro, cuando acierta a descubrir la persona que le reclama Mackin-, en la serenidad que desprende el relato del pobre y sabio sacerdote mejicano –Gonzales (maravilloso Jay Novello)-, en la hondura que manifiesta Edmond O’Brian, al confesar al detective la oportunidad que tuvo Sylvia para cambiar su vida. En el patetismo que describe la decadente alcohólica Grace Argona, (Ann Sothern), al recordar la dignidad que en todo momento caracterizó su convivencia con la muchacha. En la sordidez con la que se describe el encuentro de esta con el sádico y psicótico Bruce Stamford III (Lloyd Bochner), en un episodio descrito con tanta brutalidad como sentido de la elipsis. O, finalmente, en la conmovedora defensa que ofrecerá de su comportamiento Jane (Joanne Dru), compañera de prisión de Sylvia años tras, convertida tiempo después en una mujer de muy acomodada condición.
Serán todos ellos, perfiles complementarios, que acentuarán el interés del investigador, hasta el punto de provocar un creciente interés por percibir en carne propia su impresión sobre esa joven mujer a la que ha estado investigando en su pasado. Una de las grandes virtudes de SYLVIA, reside igualmente en la lógica de ese proceso, que se desarrollará sin recurrir ni a la sorpresa ni a la mítica –y en ello se separa del precedente el film de Preminger-, y que permitirá afrontar la cercanía del joven detective, hacia a esa mujer sobre la que ha ido indagando en su pasado. Y con ello se describe en su parte final, una sensible apuesta por el melodrama, revestida de modernidad y sencillez al mismo tiempo, en la que la mirada de Maharis –que en todo momento actúa con naturalidad, aunque al mismo tiempo ocultando a Sylvia la situación de privilegio en la que se encuentra-, tiene su contraprestación en ese progresivo acercamiento de una joven, que quizá por vez primera en su vida, se va sintiendo progresivamente cómoda, realizada e incluso atraída, hacia alguien que la escucha, la valora y demuestra sentir muy pronto la llamada del flechazo. Culminada con ese abrazo que aparecerá como necesaria catarsis, SYLVIA es una esplendida y escasamente evocada película, inserta por derecho propio en unos peculiares y poco analizados derroteros del melodrama cinematográfico USA, en el que podríamos encontrar exponentes que van del admirable Samuel Fuller de THE NAKED KISS (Una luz en el hampa), al Delmer Daves de la tristemente olvidada YOUNGBLOOD HAWKE (Una mujer espera), ambas de 1964. Hablamos de títulos en los que una mirada contemporánea en torno a diferentes elementos de la sociedad de su tiempo, irán aunados con la importancia activa de sus roles femeninos, y la franqueza en el tratamiento de la sexualidad. Si a ello unimos una nada solpada nostalgia por el clasicismo cinematográfico, nos dará como resultado esta, para mi, una de las mejores obras, que Gordon Douglas, dirigió en su fértil y desigual andadura en la década de los sesenta. Toda una pequeña delicatessen.
Calificación: 3’5
2 comentarios
Juan Carlos Vizcaíno -
Angel Hernando -