CAST A DARK SHADOW (1955, Lewis Gilbert) La silla vacía
CAST A DARK SHADOW (La silla vacía, 1955. Lewis Gilbert), aparece fundamentalmente como una actualización, de una de las corrientes más populares del cine inglés desde los años cuarenta, heredada al mismo tiempo de no menos populares argumentos escénicos en dicho país; el melodrama de ascendencia criminal, desarrollado en hogares de cómoda y tradicional sesgo burgués. Evoquemos referentes tan conocidos, y de tan valiosa resolución fílmica, como el GASLIGHT (Luz de gas, 1940), puesto en escena por Thorold Dickinson, adaptando la obra teatral de Patrick Hamilton, que muy poco después sería sometida a un remake americano en el seno de la Metro Goldwyn Mayer, dirigido por George Cukor en 1944. Esa circunstancia de revisitación de un tipo de cine, característico de tiempos pasados, en cierto modo proporciona una extraña patina, a esta combinación de drama psicológico y grand guignol, que funciona mucho más cuando su realizador potencia sus secuencias de terror –aun utilizando elementos tan enfáticos como de sobrada eficacia-, que en el entramado dramático que rodea su propuesta, por otro lado caracterizada por una ajustada duración de menos de ochenta minutos.
La película se inicia, casi como un adelanto de los gimnicks que muy poco tiempo después, haría popular en USA Wiliam Castle, en sus producciones para la Columbia. En este caso, se parte de una obra teatral de Janet Green, con posterioridad muy ligada a los argumentos policíacos del cine de Basil Dearden, y especialmente destacada en los créditos del film, que curiosamente se extienden más tras la conclusión del relato. Ese grito de terror de la ya madura Mónica Bare (Mona Washbourne), nos introduce a una brillante secuencia desarrollada en el interior de la casa del horror de una feria, mostrándonos entre sombras la clásica imaginería de dichas instalaciones, mientras discurren los títulos de crédito, y el vehículo en el que discurre la anciana, que disfruta aterrorizándose, va acompañado del luego conoceremos es su esposo. Él es Edward Bare (Dirk Bogarde), quien la mirará en el interior de recinto de forma aviesa, en unos gestos que serán sublimados en su amenaza, por los contraluces de la fotografía en blanco y negro del posteriormente hammeriano Jack Asher, uno de los principales aliados que Lewis Gilbert albergará, para proporcionar esa necesaria atmósfera, mórbida y bizarra, que elevará los principales pasajes de la película. Ambos son un insólito matrimonio, que han asumido tal condición, al parecer contando con la desaprobación de su lejana hermana, y de cuantos la rodean. Edward encuentra una vida cómoda con su esposa, a la que ha acostumbrado a la bebida, y que mima con tanto encanto como superficialidad. Una vez regresen a su vieja mansión, este escuchará parte de una conversación de su esposa con su abogado –Philip Mortimer (Robert Flemyng, el futuro Dr. Hitchcoch de Freda)-. Pensando que se trata de un cambio que le puede perjudicar –una percepción errónea-, pondrá en practica un plan sencillo y diabólico para asesinar a su esposa, que intuimos ha mantenido en mente tiempo atrás –las miradas contempladas en los primeros instantes de la película inducen a pensar en ello-.
Tras el crimen, que se definirá como un accidente, y aunque Mortimer en todo momento estime ha sido realmente cometido por su esposo, Edward se trasladará de vacaciones a la costa, donde se acercará a otra viuda, en este caso adinerada, caracterizada por su temperamento optimista y unos modales toscos –Freda Jeffries (Margaret Lockwood)-. Poco después, ambos consentirán en casarse, dejando claro que cada uno será responsable de sus pertenencias, sin conocer ella que en realidad su nuevo esposo solo es heredero de la vetusta mansión, más ningún efectivo. Será una relación extraña la de ambos, sobre todo en la poderosa personalidad que Freda despliega en cada momento, que logrará desarmar cualquier intención amenazante por parte de Edward. En un momento dado, se producirá un encuentro con Charlotte Young (Kay Walsh), una mujer adinerada que quizá propicie los negocios con Richard. Poco a poco se irá planteando entre ellos una cierta relación, que de manera insólita levantará los celos de Freda, que en un momento dado no podrá evitar manifestar que en realidad quiere a Edward.
La principal limitación que personalmente encuentro en CAST A DARK SHADOW –que preludia una corriente de thrillers de desenlace inesperado, como pueden ser CHASE A CROOKED SHADOW (Sombras acusadoras, 1958. Michael Anderson), es la escasa conexión que se establece entre su propio componente inquietante, con el menguado bagaje psicológico que aportan sus imágenes. Llegados a este punto, el film de Gilbert destaca de forma poderosa en aquellos episodios en donde se acentúa la plasmación de las inquietantes intenciones de Edward, dominados por una apuesta por el claroscuro fotográfico y una planificación cortante, potenciando ese lado bizarro y numinoso, que tendrá su expresión más lograda en el enfrentamiento final entre el protagonista y Charlotte, dominada por un magnífico tour de force narrativo e interpretativo de ambos. Sin embargo, si hay algo que a mi modo de ver aparece perdurable, en esta cinta de argumentos gastados pero efectivos, reside sobre todo en la descripción y espléndida interpretación que Margaret Loockwood brinda en el rol de esa avispada, áspera y vitalista Freda, supone el mayor soplo de vida de una película que, en algunos de sus pasajes, deja intuir una extraña relación de dependencia entre Mónica y Edwrad –que se llaman entre ellos Moni y Teddy-, que se prolongará incluso después de producirse el crimen que la matará. Así pues, la habitación de esta será escrupulosamente reservada por Edward. Mantendrá en su lugar la butaca que la anciana ocupaba, frente a la chimenea o, como elemento desatacado, mantendrá diálogos en el aire con ella en situaciones especiales. Un elemento psicoanalítico interesante, pero que no se encuentra tratado con la suficiente hondura, en la una película que –coincido con la apreciación de un buen amigo mío- tuvo que tener en mente Karel Reisz, a la hora de rodar la esta vez sí, extraordinaria NIGHT MUST FALL (1963) –de la que recuperaría ciertos elementos de su escenografía de interiores, y la presencia de la magnifica Mona Washbourne-, verdadero exorcismo de este subgénero, integrando en esta versión Reisz un enorme aporte psicoanalítico, al tiempo que el componente del enfrentamiento de clases, inherente a las propuestas del Free Cinema, y que en el momento del rodaje del film del apreciable Gilbert, aún se encontraba por llegar.
Calificación: 2’5
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