MOULIN ROUGE (1928, Ewald André Dupont) Moulin Rouge
Aunque no deja de aparecer en el ámbito de mis intuiciones, cada vez tengo más claro que el “caso” Ewald André Dupont (1891 – 1956), supone aún hoy día una de las más clamorosas injusticias en la historiografía cinematográfica. Perteneciente a la generación de cineastas alemanes huidos a Hollywood, en su figura se da cita uno de los casos más dramáticos, en la medida de pasar de superproducciones en el periodo silente, a finalizar su carrera en el seno de los estudios pobres del cine norteamericano –un poco, como pudiera suceder a Edgar G. Ulmer-. Sin embargo, si Ulmer hoy día se encuentra entronizado como el prototipo del cineasta “maldito” por excelencia, el caso de Dupont –como, por otro lado, podría ser el de Joe May-, sigue durmiendo el sueño de los justos. Es más, creo que Dupont solo merece una nota a pie de página en la Historia del Cine, merced al éxito –artístico y comercial-, de la magnífica VARIETE (Varietés, 1925). Sin embargo, su obra se extiende a más de medio centenar de largometrajes, la mayor parte de los cuales se encuentran perdidos / olvidados –táchese lo que no proceda-, que se inician en el lejanísimo 1918. Hechos estos preámbulos, lo cierto es que encontrarse, disfrutar y paladear MOULIN ROUGE (Idem, 1928), además de por el enrome caudal de cualidades que presenta su propuesta, solo nos impele a un seguimiento posterior de sus producciones, que personalmente solo me lleva hasta el momento, a la inesperada sorpresa que para mi supuso la tardía producción de serie B THE SCARF (1951). Solo tres títulos, que en este caos me sirven para seguir la pista de un cineasta personal y lleno de inventiva, por cuya única existencia merecería que su figura debiera tenerse en mucha mayor significación, en vez de la casi absoluta ignorancia que se le profesa.
Nos encontramos en las postrimerías del periodo silente, la madurez del lenguaje cinematográfico, permitirá un periodo, breve, que posibilitó un enorme ramillete de títulos inolvidables en todas las cinematografías del mundo. En aquel tiempo, el prestigio de Dupont estaba en su momento más álgido, rodando esta película bajo amparo británico, hasta el punto que no faltan voces que apelan a la consideración de esta, como la más valiosa producción silente rodada en tierras inglesas. No voy a entrar a valorar dicha circunstancia, en la medida de encontrar magnificas aportaciones en dicho periodo por parte de Alfred Hitchcock, o el propio hecho de tener pocas referencias para poder efectuar una comparación pertinente. Sin embargo, lo que deviene indiscutible, es señalar que nos encontramos ante una excelente película, a la cual el hecho de permanecer casi oculta, no propone más que una página vergonzante, y al mismo tiempo jubilosa, ante el placer de descubrir una propuesta mayúscula, que combina la gran producción y el intimismo con un equilibrio asombroso. Y es que, parte de la producción de Dupont en aquellos años, se centraría en dicha premisa. Es decir, proponer grandes espectáculos, tomando como referencias o bien ámbitos del mundo del espectáculo, o bien situaciones de alcance histórico, que permiten esa insólita simbiosis, que el realizador acierta al articular con pasmoso equilibrio. En esta ocasión, el marco del Moulin Rouge parisino, servirá para describir en su cuarto de hora inicial, asistiendo a un extraordinario documental, que permite a Dupont describir la pasión, el colorido, los rostros de los espectadores, la intensidad de los actuantes, la fuerza y al mismo tiempo el artificio de las coreografías. Todo ello es descrito con un extraordinario sentido del realismo, aunando un asombroso montaje con un especial cuidado tanto en la configuración de todos sus planos como en la duración de los mismos, y envuelto además de esos planos y situaciones exteriores –esa divertida estampa que nos describe la venta de postales de desnudos de las estrellas del recinto-. Será el contexto que nos servirá para presentar a el epicentro del relato; la figura de la máxima estrella del recinto, la espectacular Parysia (Olga Tschechowa). A partir de ella, de su sensualidad, conoceremos el atractivo de una mujer a punto de entrar en la madurez, pero que se muestra sorprendentemente atractiva, provocando la pasión de los espectadores. Será algo que percibirían una pareja de espectadores, que pronto conformarán el trío central de la película. Ellos son Margaret (Eve Gray) y Andre (Jean Bradin). Margaret es la joven hija de la artista, que retorna tras sus estudios en un internado, acompañado por su prometido, que no logra el permiso de su acaudalado padre para casarse con ella. Sin embargo, muy pronto el espectador percibirá que se ha producido un inesperado e inoportuno flechazo, fundamentalmente por parte de Andre hacia la que en teoría se habría de convertir en su suegra, pero solapadamente, también por parte de ella. Será el inicio de esa intensa apuesta intimista que presidirá la tensión interna de este drama que combina, una vez más en el cine de Dupont, las costuras de una gran producción, con la delicadeza interna de su entramado psicológico y romántico, utilizando para ello todo un catálogo de recursos cinematográficas, y apostando al mismo tiempo por una atrevida expresión de una sexualidad, que es mostrada con tanta audacia como sinceridad dramática. Y en realidad, esa será la entraña de esta magnífica MOULIN ROUGE, en la que por un lado se describirá la relación entre la joven pareja de enamorados, la extraña humanización que se brindará entre Parysia y el encuentro que mantendrá con el hasta entonces inflexible padre de Andre o, en última instancia, la irrefrenable pasión que se instaurará entre este último y la consagrada y mundana artista.
Todo ello tendrá una presencia intensa y llena de sensualidad en la película, con una sucesión de grandes momentos en los que, a fin de cuentas, se transmitirá esa pasión, que asumirá sobre todo el gran rol de la película –a mi juicio por encima del inicial protagonismo de Parysia-. Me refiero a ese Andre, del que Jean Bradin ofrece una creación, intensa y dolorosa, que llega a transmitir al espectador un auténtico drama interior. A este respecto, unido a la intensidad de los primeros planos, en los que se llegarán a mostrar sus lágrimas, algunos de ellos aparecen entre los más dolorosos e intensos logrado en aquellos años tan prolijos y valiosos para el arte cinematográfico. La manera con la que Dupont expresa la pasión oculta del joven –que ha comprado una revista con fotos de Parysia, que contemplará en la intimidad, mientras que de forma inadvertida tumbará la foto enmarcada de su prometida-. El beso carente de intensidad que este compartirá con Margaret, a la que imbuido en su pasión imaginará que está besando a su madre –maravillosa sobreimpresión en plano subjetivo-, lo que hará advertir a su novia la desconocida pasión que este le ha demostrado en esos momentos. Esa intensidad se hará manifiesta igualmente en las casi insoportables secuencias, en las que Pasrysia se verá obligada a actuar, presa de una desolación ante el futuro de su hija. Es tal el grado de sugerencias, de causas y de efectos, de inevitable sensación de pathos compartido por los tres personajes principales de MOULIN ROUGE –expresados de manera magistral en el denso y casi irrespirable episodio del rescate de Margaret, cuando está a punto de sufrir el accidente que Andre había preparado para describir su propio suicidio, o la propia operación de esta, para salvar in extremis su vida-, que uno no deja de sorprenderse que nueve décadas después de su realización, una obra tan admirable como este film de E. A. Dupont, aparezca casi desconocida, e incluso en páginas más o menos visitadas especializadas en el ámbito cinematográfico –pienso en la IMDB, en donde no han llegado a votarla ni cien aficionados-, el oscurantismo en torno a su análisis sea absoluto. A tiempo se está de reivindicar la grandeza de esta obra extraordinaria, sirviendo al mismo tiempo para intentar poner el foco en la figura de su artífice. Por mi parte, el placer que me ha proporcionado, me anima a adentrarme en otro de los títulos que se configuraron en estos rasgos de estilo de su autor, me refiero a la inmediatamente posterior PICADILLY (Idem, 1929).
Calificación: 4
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Luis -