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CINEMA DE PERRA GORDA

E. A. Dupont

PICCADILLY (1929, Ewald André Dupont) Picadilly

PICCADILLY (1929, Ewald André Dupont) Picadilly

Cuando ya el Séptimo Arte, había vivido las primeras muestras de ese cine sonoro, que con tanta imprudencia interrumpió un periodo de extraordinaria madurez y sensibilidad para el lenguaje cinematográfico, el alemán Ewald André Dupont se traslada hasta Inglaterra, para firmar allí la que sin duda es una de las obras más importantes del periodo silente en dicha cinematografía -lamento no tener las suficientes muestras, para situar la misma con más precisión en dicho contexto-, como es PICCADILLY (Picadilly, 1929). Lo cierto es que Dupont concluye en suelo británico, esa inesperada trilogía de intensos dramas románticos, descritos en ambientes del mundo del espectáculo, iniciada en Alemania con la mítica VARIETÉ (Varietés, 1935), y prolongada en tierras francesas, con la inmediatamente anterior MOULIN ROUGE (Moulin Rouge, 1928). En esta ocasión, puede decirse que esa mirada iniciada en el contexto del mundo del espectáculo londinense, adquiere unas tonalidades menos desgarradas que sus dos precedentes, inclinándose por una visión no menos dramática, pero sí más sutil, quizá yendo en consonancia con ese lugar común de la característica flema inglesa.

El film de Dupont se inicia de manera muy ingeniosa, insertando sus créditos en los anuncios publicitarios que se insertan en los tranvías que discurren de noche, en la arteria principal del West End londinense. Muy pronto, la cámara se insertará en el interior del club Picadilly, mostrando con tanto acierto como sofisticación, el mundo frívolo de sus asistentes. Será el contexto, sobre el que el cineasta describirá el núcleo de conflicto inicial, centrado en las suspicacias que mantendrá el elegante y refinado propietario del recinto -Valentine Wilmot (un magnífico Jameson Thomas)-, al observar como su amante -Mabel Greenfield (Gilda Gray)-, pese a sus aparentes reticencias, no deja de mostrarse receptiva a los abusivos galanteos que le proporciona su compañero de número de baile -Victor Smiles (Cyril Ritchard)-, verdadera atracción a los espectadores de un recinto nocturno, que agota las reservas horas antes de la noche. Dupont despliega su capacidad descriptiva, acertando al plasmar ese trazado inicial de pugna sentimental, centrado en la estrella femenina del espectáculo. La ya forjada madurez narrativa del cineasta, se manifiesta en la precisión con la que traza ese enfrentamiento, en medio de la deslumbrante narración visual, de la actuación de la pareja de baile, sin dejar de mostrar la reacción de un público entregado. Es decir, plasmar un triángulo amoroso, dentro de un contexto ligado al mundo del espectáculo, y que en esta ocasión se cerrará al despedir Val al que considera -y en realidad es así- su oponente en el amor por Mabel. Las secuencias que ofrecen la vida del recinto, permitirá la presencia de un juvenil Charles Laughton como molesto comensal, quejándose al observar una mancha en uno de los platos, y demostrando que desde sus inicios, basó buena parte de su técnica, en unos tics interpretativos, que reiteró hasta sus últimos días como actor.

En todo caso, la ruptura de dicho triángulo, no dejará de suponer un quiebro argumental muy interesante, ya que la decisión del empresario, romperá las expectativas del espectador. Pero al mismo tiempo, el incidente con el cliente que representa Laughton, posibilitará en el guion la búsqueda por parte de Wilmot, de los culpables del desaguisado. Ello nos permitirá ir descubriendo el entorno laboral que encierra la entraña del establecimiento, que irá desligándose de la responsabilidad en la carencia de limpieza de la vajilla, hasta que este llegue al recinto donde efectúan su trabajo los fregadores. El reencuentro con estos -mayoritariamente orientales-, le permitirá contemplar el sucio garito en el que estos realizan sus tareas, en cuyo mostrador una joven china, se encuentra bailando de manera muy sensual. Irritado por su ligereza y falta de profesionalidad, la despedirá, pero al mismo tiempo, aquel será el inicio de una fascinación, en la que contribuirá ese extraño amuleto en forma de pequeño personaje oriental que mueve la cabeza, que se insertará de manera discreta, pero cada más inquietante, en la mesa del despacho del empresario. Lo depositará hasta allí la insinuante Sosho (intensamente sensual Anna May Wong), en la medida que para ella ha constituido un talismán de la suerte, tal y como le entregara el que hasta entonces ha sido su amante y proyector Jim (King Hou Chang), el cual le vaticinará, con no poco pavor, que la entrega de dicho amuleto, le granjeará mal augurio a su destinatario.

Aquello, no supondrá más que el inicio de una nueva ocurrencia a Wilmot ¿O aparecerá a partir de la influencia de ese inquietante amuleto, que se ha insertado sin que él lo sepa, en su entorno? Como quiera que el club asume crecientes problemas, dada la mengua de clientes, se le ocurrirá insertar un número de musical oriental, para lo cual citará a la muchacha, que acude vestida de manera andrajosa, quedando cada vez más hechizado por ella -mientras habla con ella, no deja de hacer bocetos de su rostro, provocando una situación incómoda ante la presencia inesperada de Mabel-. Acudirá incluso al sombrío restaurante chino -descrita mediante travellings frontales consecutivos, que transmiten esa sensación de traspasar una determinada frontera, por parte del protagonista-. Allí intentará rebajar las pretensiones económicas de cara al vestuario que Sosho desea utilizar en su número, ante lo que Val hará además de renunciar a su idea, aunque finalmente recule sobre sus deseos, dominado ante la fascinación que le produce la muchacha, y que la propia Sosho asumirá satisfecha, consciente de su ascendencia sobre este, y dejando que Jim se lo pruebe, en una inequívoca señal de sumisión por parte de este. El empresario preparará los pormenores y ensayos, consciente por un lado de tener ante sí, un recurso de seguro éxito, pero al mismo tiempo fascinado ante su nueva conquista, mientras que su hasta entonces indispensable Mabel, cada vez quedará más alejada de sus sentimientos.

Se produce el esperado estreno. Mable logrará alcanzar el reconocimiento en su nuevo baile, pero, en realidad, apenas importa ya. De hecho, Dupont no mostrará su actuación, más si la decepción de esta, al ver que en realidad se encuentra relegada en el mundo de su amado. No se equivoca. La debutante, escenificará su número, dominado por una deslumbrante sensualidad, en lo que constituye el auténtico prodigio de PICCADILLY, y uno de los grandes episodios del cine de Dupont. Insertada además en el ecuador de la película, destacará al acertar a describir todos los puntos de vistas que la presencia de esta provoca, sea en el público presente, que estallará finalmente en una salva interminable de aplausos, en la fascinación del empresario, que ve en Sosho algo más que un producto de éxito, e incluso en las personas que hasta ese momento, han forjado la vida de la muchacha. Su triunfo irrefrenable, provocará un síncope en Mabel, y a la propia Sosho le hará entrar en una nueva vida. A partir de ese momento, PICCADILLY se insertará en esa irrefrenable cuesta de un triángulo sentimental de imposible solución, sin que en él, deje de hacer acto de presencia el resentimiento, la tragedia y la redención.

Olvidada en la reseña de cualquier antología del cine silente, no cabe duda que nos encontramos ante una obra admirable, en la que el cineasta alemán fue depurando los estilemas de su pasional concepción del drama. Lo señalaba anteriormente, en su defecto, se inclina por un mayor grado de elegancia a la hora de plasmar el drama. Y lo hará en una película que, entre sus considerables logros, no dudará en insertar una mirada valiente en torno al racismo en la sociedad inglesa de su tiempo. Dotada de una enorme vigencia, lo que permite admirar la maestría de Dupont a la hora de utilizar todo un completo catálogo de recursos expresivas, quizá cabría destacar en la película, como ya sucedería en los títulos precedentes que señalamos, esa asombrosa capacidad de alternar intimismo y gran producción. De combinar esa mirada a elementos descriptivos, de diferentes facetas del mundo del espectáculo, con la enorme convicción, con la que se insertó reiteradamente, en los resortes más profundos del melodrama. Es muy lento, el proceso por el que se va desempolvando la obra de Ewald André Dupont pero, al mismo tiempo, muy placentera, ya que personalmente, me está ratificando, paso a paso, la confirmación de ver, a un cineasta esencial en la Historia del Cine

Calificación: 4

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LI) DIRECTED BY... Ewald André Dupont

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LI) DIRECTED BY... Ewald André Dupont

Una imagen de finales de los años veinte del pasado siglo, del gran y olvidadisimo director alemán E. A. Dupont.

 

EWALD ANDRÉ DUPONT... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(4 títulos comentados)

DAS ALTE GESETZ (1923, Ewal André Dupont) La antigua ley

DAS ALTE GESETZ (1923, Ewal André Dupont) La antigua ley

Aunque de manera muy lenta, la figura del alemán Ewal André Dupont (1891 – 1956) está viviendo un proceso de obligada reivindicación. Una obra que comprende más de medio centenar de títulos, engloba un cineasta que gozó de poderosos métodos en el periodo de su obra inserto n la UFA, desplegando su maestría para combinar vigorosas y audaces propuestas estéticas -claramente entroncadas con el movimiento expresionista-, con la imbricación en sus argumentos de elementos intimistas. No está de más recordar, como Dupont culminó su carrera de manera indigna, prestando su firma a exponentes de la más clara serie B, que de todos modos convendría revisar sin prejuicios, ya que entre ellos se encuentra un noir tan valioso como THE SCARF (1951). Pero mucho antes de llegar ese momento, nuestro cineasta desplegó una trayectoria destacable, en la que aunaba los parámetros antes señalados. Y aún antes de ello, es evidente que resta mucho por redescubrir, en una filmografía que se inicia en 1918, de la que intuyo no pocos de sus títulos se encuentren desaparecidos. Llegados a este punto, la posibilidad de contemplar DAS ALTE GESETZ (La antigua ley, 1923), al margen de descubrir un magnífico drama silente, nos permite contemplar las posibilidades dramáticas de un cineasta al que le restaban pocos años, para vivir el tremendo éxito que supuso VARIETÉ (Varietés, 1925). No cabe duda que encontramos en sus imágenes, a un cineasta maduro, consciente de las virtudes del lenguaje fílmico, en pleno contraste con el aporte que aquellos años brindaban cineastas punteros como Fritz Lang o F. W. Murnau -al que quizá en el futuro deba ser ubicado el propio Dupont, en función del necesario revisionismo que merece su obra-.

DAS ALTE GESETZ ofrece, en contraposición a las más célebres producciones conocidas por el cineasta, una clara inclinación por el drama intimista. Pero es interesante remarcar como ya se insertaba en su base argumental, una clara apuesta por la defensa de la expresión artística, como elemento de realización humana. Será algo que prolongará en sus títulos más célebres y espectaculares, y que en esta ocasión serán la base del tormento interior que vivirá el joven Baruch Laube (Ernest Deutsch), al sobrellevar una vida austera y recogida en un ghetto judío austriaco, caracterizado por un aura sombría y rural. Él es el hijo del rabino, y cuenta incluso con el compromiso sentimental de la hija del sacristán, pero la llegada de un untoso viajero, le tentará de manera inesperada con la posibilidad de convertirse en un actor. Será el momento en que se encenderá la luz a Barouh, pese a no contar con la aprobación de su cerrado progenitor -su madre siempre ocupará un lugar secundario como ser sufriente-, y decida separarse de ese microcosmos cerrado, que en realidad le oprime, acudiendo con secreta ilusión a ese reencuentro ante un contexto creativo, con la nada oculta ambición de formar parte del elenco del principal teatro de Viena. No será, ni mucho menos, fácil, intentar complacer sus sueños. El sendero será muy duro, pero el destino le pondrá al encuentro con la archiduquesa Elizabeth Theresia (magnífica Henny Porten) quien, encubriendo una secreta fascinación hacia él, ejercerá como su protectora, a la hora de abrirle camino en el mundo escénico vienés, en donde Baruch pondrá a pública exhibición su talento, logrando un abrumador reconocimiento. Sin embargo, pesará en él, el deseo de reconciliación con su progenitor, regresando a la aldea, pero encontrando una nueva prueba del desprecio de este, aunque Baruch se marche de su pequeño pueblo en compañía de su novia, en ese reencuentro con la profesión que llena su existencia. Su padre, que ha superado milagrosamente una enfermedad que parecía condenarle a la muerte, atenderá el requerimiento que le brindará su viejo amigo, viajando hasta Viena para comprobar el respeto que Baruch provoca en los espectadores vieneses, viviendo una angustiosa situación en medio de una representación que, sin embargo, le servirá como catarsis para, finalmente, entender que más allá del respeto a Dios, se encuentra la experiencia del amor en los corazones.

Basado en las memorias de Heinrich Laube, transformado en guion por Paul Reno, DAS ALTE GESETZ se describe alrededor de siete actos de diferente duración, desarrollando en sus imágenes el recorrido existencial, que sería retomado muy pocos años después, para la película que supuso la puesta de largo del cine hablado. Me refiero a THE JAZZ SINGER (El cantor de jazz, 1927. Alan Crosland). Un ejemplo especialmente significativo de producción olvidable, y tan solo remarcable por esta propia circunstancia técnica. Es una paradoja que el film de Dupont sufre una circunstancia opuesta, en la medida que nos encontramos ante una obra magnífica, que carece del reconocimiento que merece. Una muestra especialmente valiosa del Kammerspielfilm alemán, caracterizado en un enfoque intimista de las relaciones humanas, buscando ante todo describir ese enfrentamiento latente vivido por el joven protagonista, que se debate en el respeto a su tradición, y orígenes religiosos, y sus deseos de realizarse como artista y como persona, aunque ello en ciertos momentos lo ponga en confrontación con sus orígenes judíos. En definitiva, la película propone en todo momento una pugna, entre lo que uno cree obligado  representar, en el rol que la sociedad ha designado, y lo que realmente intenta desarrollar en su interior. Y es algo que se desplegará en la galería de personajes que pueblan esta espléndida película. Desde ese sacristán que iniciará la misma, y que cumple con su rito discurriendo por las casas del guetto, anunciando la celebración judía, aunque no suponga más que una reafirmación de la tradición. El propio rabino, a lo largo del relato, dudará en su interior en su amor como padre, y el rechazo que le produce ese hijo que ha renunciado a sus orígenes judíos y familiares. O, más aún, en la sensible archiduquesa, que sin poder dejar de hacer cada vez más ostensible su atracción hacia el joven actor de creciente fama y reconocimiento, en el último momento deberá renunciara a él, siendo engullida por los convencionalismos de clase que, al mismo tiempo, sustentan su regia figura.

Todo ello, queda descrito en la película con tanta delicadeza como desesperanza. Las imágenes de DAS ALTE GESETZ están revestida de una profunda tristeza. Lo imprime la propia modulación de la cuidadísima planificación de Dupont, delicado orfebre en la composición de unos encuadres de raíz pictórica, que se toman su tiempo, por lo general descritos en interiores, y que extraen de sus personajes -y actores- una profunda y casi ritual sensación de verdad. Antes de que el cineasta incorporara a su cine esa simbiosis de espectacularidad fílmica, es evidente que en títulos como este, se encuentra el germen del cineasta para articular dramas intensos y de planteamientos oscuros, en los que no hay acción. En su lugar se plasmará la oposición de sentimientos. Sentimientos apenas ocultos, cuando la archiduquesa consulta en el tarot si Baruch va a acudir a la llamada de esta. Sentimientos en el propio intérprete, cuando mirándose al espejo, dudará unos instantes, antes de cortarse las rastas que lo identifican como el judío que es, y que podrían suponer un impedimento para el progreso de su carrera.

Prolija en detalles -la casi obsesiva presencia de elementos religiosos, la descripción de los rituales y ambientes judíos-, en la escultura de unos planos que aparecen casi como lienzos en movimiento, y que hablan de ese magnífico momento que vivía el cine silente alemán. Hay momentos de extraordinaria fuerza e inventiva, a cargo de un cineasta que no solo supo ser grande, sino además atrevido estéticamente. Momentos como el que describe la representación de “Romeo y Julieta” en una corrala, con esa actriz que se encuadra en medio de los frágiles y deteriorados telones que simulan su torreón. O la retórica que transmite la audición teatral que protagoniza Baruch ante el director de la compañía teatral, al que ha sido recomendado por su benefactora. La tensión conducirá el fragmento, contraponiendo en plano – contraplano, el histrionismo del entusiasmado muchacho, con el rostro indescriptible del dirigente, sin que conozcamos realmente su pensamiento interior, hasta que finalmente decida cortar la exuberancia del intérprete, reconociéndole su talento. Sin embargo, en una obra prolija en momentos magníficos, hay uno especialmente memorable, que revela a mi juicio la inventiva de Dupont. Tras la descripción de la fuerza que reviste la representación de “Hamlet” `por parte del protagonista, Dupont frustrará al espectador compartir la reacción del público -que sería lo habitual-. En su lugar, veremos caer el telón desde dentro del escenario, contemplando a Baruch mirando por el pequeño agujero que se encuentra en el mismo, mientras el director de la compañía le dará la mano, complacido. No hará falta más.

Calificación: 3’5

MOULIN ROUGE (1928, Ewald André Dupont) Moulin Rouge

MOULIN ROUGE (1928, Ewald André Dupont) Moulin Rouge

Aunque no deja de aparecer en el ámbito de mis intuiciones, cada vez tengo más claro que el “caso” Ewald André Dupont (1891 – 1956), supone aún hoy día una de las más clamorosas injusticias en la historiografía cinematográfica. Perteneciente a la generación de cineastas alemanes huidos a Hollywood, en su figura se da cita uno de los casos más dramáticos, en la medida de pasar de superproducciones en el periodo silente, a finalizar su carrera en el seno de los estudios pobres del cine norteamericano –un poco, como pudiera suceder a Edgar G. Ulmer-. Sin embargo, si Ulmer hoy día se encuentra entronizado como el prototipo del cineasta “maldito” por excelencia, el caso de Dupont –como, por otro lado, podría ser el de Joe May-, sigue durmiendo el sueño de los justos. Es más, creo que Dupont solo merece una nota a pie de página en la Historia del Cine, merced al éxito –artístico y comercial-, de la magnífica VARIETE (Varietés, 1925). Sin embargo, su obra se extiende a más de medio centenar de largometrajes, la mayor parte de los cuales se encuentran perdidos / olvidados –táchese lo que no proceda-, que se inician en el lejanísimo 1918. Hechos estos preámbulos, lo cierto es que encontrarse, disfrutar y paladear MOULIN ROUGE (Idem, 1928), además de por el enrome caudal de cualidades que presenta su propuesta, solo nos impele a un seguimiento posterior de sus producciones, que personalmente solo me lleva hasta el momento, a la inesperada sorpresa que para mi supuso la tardía producción de serie B THE SCARF (1951). Solo tres títulos, que en este caos me sirven para seguir la pista de un cineasta personal y lleno de inventiva, por cuya única existencia merecería que su figura debiera tenerse en mucha mayor significación, en vez de la casi absoluta ignorancia que se le profesa.

Nos encontramos en las postrimerías del periodo silente, la madurez del lenguaje cinematográfico, permitirá un periodo, breve, que posibilitó un enorme ramillete de títulos inolvidables en todas las cinematografías del mundo. En aquel tiempo, el prestigio de Dupont estaba en su momento más álgido, rodando esta película bajo amparo británico, hasta el punto que no faltan voces que apelan a la consideración de esta, como la más valiosa producción silente rodada en tierras inglesas. No voy a entrar a valorar dicha circunstancia, en la medida de encontrar magnificas aportaciones en dicho periodo por parte de Alfred Hitchcock, o el propio hecho de tener pocas referencias para poder efectuar una comparación pertinente. Sin embargo, lo que deviene indiscutible, es señalar que nos encontramos ante una excelente película, a la cual el hecho de permanecer casi oculta, no propone más que una página vergonzante, y al mismo tiempo jubilosa, ante el placer de descubrir una propuesta mayúscula, que combina la gran producción y el intimismo con un equilibrio asombroso. Y es que, parte de la producción de Dupont en aquellos años, se centraría en dicha premisa. Es decir, proponer grandes espectáculos, tomando como referencias o bien ámbitos del mundo del espectáculo, o bien situaciones de alcance histórico, que permiten esa insólita simbiosis, que el realizador acierta al articular con pasmoso equilibrio. En esta ocasión, el marco del Moulin Rouge parisino, servirá para describir en su cuarto de hora inicial, asistiendo a un extraordinario documental, que permite a Dupont describir la pasión, el colorido, los rostros de los espectadores, la intensidad de los actuantes, la fuerza y al mismo tiempo el artificio de las coreografías. Todo ello es descrito con un extraordinario sentido del realismo, aunando un asombroso montaje con un especial cuidado tanto en la configuración de todos sus planos como en la duración de los mismos, y envuelto además de esos planos y situaciones exteriores –esa divertida estampa que nos describe la venta de postales de desnudos de las estrellas del recinto-. Será el contexto que nos servirá para presentar a el epicentro del relato; la figura de la máxima estrella del recinto, la espectacular Parysia (Olga Tschechowa). A partir de ella, de su sensualidad, conoceremos el atractivo de una mujer a punto de entrar en la madurez, pero que se muestra sorprendentemente atractiva, provocando la pasión de los espectadores. Será algo que percibirían una pareja de espectadores, que pronto conformarán el trío central de la película. Ellos son Margaret (Eve Gray) y Andre (Jean Bradin). Margaret es la joven hija de la artista, que retorna tras sus estudios en un internado, acompañado por su prometido, que no logra el permiso de su acaudalado padre para casarse con ella. Sin embargo, muy pronto el espectador percibirá que se ha producido un inesperado e inoportuno flechazo, fundamentalmente por parte de Andre hacia la que en teoría se habría de convertir en su suegra, pero solapadamente, también por parte de ella. Será el inicio de esa intensa apuesta intimista que presidirá la tensión interna de este drama que combina, una vez más en el cine de Dupont, las costuras de una gran producción, con la delicadeza interna de su entramado psicológico y romántico, utilizando para ello todo un catálogo de recursos cinematográficas, y apostando al mismo tiempo por una atrevida expresión de una sexualidad, que es mostrada con tanta audacia como sinceridad dramática. Y en realidad, esa será la entraña de esta magnífica MOULIN ROUGE, en la que por un lado se describirá la relación entre la joven pareja de enamorados, la extraña humanización que se brindará entre Parysia y el encuentro que mantendrá con el hasta entonces inflexible padre de Andre o, en última instancia, la irrefrenable pasión que se instaurará entre este último y la consagrada y mundana artista.

Todo ello tendrá una presencia intensa y llena de sensualidad en la película, con una sucesión de grandes momentos en los que, a fin de cuentas, se transmitirá esa pasión, que asumirá sobre todo el gran rol de la película –a mi juicio por encima del inicial protagonismo de Parysia-. Me refiero a ese Andre, del que Jean Bradin ofrece una creación, intensa y dolorosa, que llega a transmitir al espectador un auténtico drama interior. A este respecto, unido a la intensidad de los primeros planos, en los que se llegarán a mostrar sus lágrimas, algunos de ellos aparecen entre los más dolorosos e intensos logrado en aquellos años tan prolijos y valiosos para el arte cinematográfico. La manera con la que Dupont expresa la pasión oculta del joven –que ha comprado una revista con fotos de Parysia, que contemplará en la intimidad, mientras que de forma inadvertida tumbará la foto enmarcada de su prometida-. El beso carente de intensidad que este compartirá con Margaret, a la que imbuido en su pasión imaginará que está besando a su madre –maravillosa sobreimpresión en plano subjetivo-, lo que hará advertir a su novia la desconocida pasión que este le ha demostrado en esos momentos. Esa intensidad se hará manifiesta igualmente en las casi insoportables secuencias, en las que Pasrysia se verá obligada a actuar, presa de una desolación ante el futuro de su hija. Es tal el grado de sugerencias, de causas y de efectos, de inevitable sensación de pathos compartido por los tres personajes principales de MOULIN ROUGE –expresados de manera magistral en el denso y casi irrespirable episodio del rescate de Margaret, cuando está a punto de sufrir el accidente que Andre había preparado para describir su propio suicidio, o la propia operación de esta, para salvar in extremis su vida-, que uno no deja de sorprenderse que nueve décadas después de su realización, una obra tan admirable como este film de E. A. Dupont, aparezca casi desconocida, e incluso en páginas más o menos visitadas especializadas en el ámbito cinematográfico –pienso en la IMDB, en donde no han llegado a votarla ni cien aficionados-, el oscurantismo en torno a su análisis sea absoluto. A tiempo se está de reivindicar la grandeza de esta obra extraordinaria, sirviendo al mismo tiempo para intentar poner el foco en la figura de su artífice. Por mi parte, el placer que me ha proporcionado, me anima a adentrarme en otro de los títulos que se configuraron en estos rasgos de estilo de su autor, me refiero a la inmediatamente posterior PICADILLY (Idem, 1929).

Calificación: 4

VARIETÉ (1925, E. A. Dupont) Varietés

VARIETÉ (1925, E. A. Dupont) Varietés

Si bien es cierto que poco a poco vamos avanzando a la hora de intentar redescubrir la grandeza del periodo silente, no es menos evidente que son tremendas las lagunas que permanecen, y que van más allá de la triste constatación de la pérdida en apariencia irremisible, de buena parte de dicha producción. Sin embargo, y más allá de la esporádica aparición de títulos que se creían irrecuperables, y de la no menos periódica restauración de otros exponentes, poniendo en valor con ello la importancia de preservar en las mejores condiciones dicho legado, hemos de reconocer con cierta impotencia, que el conocimiento de la producción silente, se ejemplifica en unas pocas decenas de títulos, más allá de los cuales el interés sobre tan basto periodo, se antoja diluido para un puñado de escasos aficionados. Un ejemplo pertinente de este enunciado, nos lo proporciona la magnifica VARIETÉ (Varietés, 1925), por otra parte el título más conocido del alemán Ewald André Dupont (1891-1956). Superproducción de Erich Pommer, se inserta en una extraña y fascinante intersección entre el expresionismo y el kammerspiel, corrientes ambas bajo cuyo amparo la cinematografía alemana, se erigió durante aquellos años, en la vanguardia europea.

Y viene a colación esa aseveración, al comprobar como VARIETÉ, que se referencia en todas las historias del cine casi por inercia, ha aparecido durante décadas como un título casi oculto, lo que ha imposibilitado su necesario reconocimiento. Es probable, que no estar avalado por uno de los cineastas de primera fila de aquel ámbito –Lang. Murnau-, haya sido una de dicha razones. Es algo que sigue extensible a la obra de otros cineastas, que siguen estando pendientes de una casi obligada rehabilitación –viene a mi mente con rapidez el nombre de Joe May-, y que incluso se extiende a la obra silente del tan irregular como interesante William Dieterle. Condenado en sus últimos tiempos en Hollywood a un ámbito de producción de serie B, por lo general poco estudiado y valorado –aunque entre la misma se encuentre una propuesta tan interesante como THE SCARF (1951)-, creo que aún tendrá que transcurrir demasiado tiempo para intentar vislumbrar si en su obra se encuentra un estilista de primera fila, o un profesional competente, demasiado dependiente de las circunstancias de producción. Mi intuición me hace inclinarme por el primer enunciado, aunque he de reconocer que me faltan elementos de juicio para demostrarlo con rotundidad. De momento, lo que vale en este caso es disfrutar con este VARIETÉ, admirable simbiosis de gran espectáculo con melodrama intimista, con el que Dupont asumió un proyecto diseñado inicialmente para Murnau, combinando en su desarrollo las dos tendencias antes señaladas. Como en tantas otras producciones de dicho periodo, con el paso del tiempo han ido discurriendo diferentes copias, siendo la comentada la procedente de la cuidada restauración del Instituto Murnau, realizada en 2015, con una duración de unos noventa y cinco minutos.

La película se inicia de manera sombría, mostrando de espaldas y casi en estado catatónico a un ya envejecido preso, dispuesto ante un juez que intenta escuchar algún descargo suyo para ofrecerle una libertad condicional, ya que ha cumplido diez años de condena. Este se niega, y solo la referencia del letrado al llamamiento de su esposa y su hijo, hará que recapacite, e inicie un relato que se remonta a ese tiempo atrás, en Hamburgo. La cámara de Dupont, nos retrata la cotidianeidad y la rutina, de la pareja formada por Boss Hutter (Emil Jannings), su esposa Frau (Maly Delschaft) y el pequeño hijo de ambos, aún bebé. Muy pronto percibiremos el desapego existente en una pareja que ha perdido todo el aliciente –fueron trapecistas, pero un accidente de él le obligó a abandonar la profesión-, teniendo que sobrevivir dirigiendo una siniestra atracción de feria, en donde se utiliza el reclamo sexual de un concurso de belleza femenino. Una situación en la que solo el cariño sentido por el bebé servirá para transmitir a Hutter una cierta alegría, y que se romperá con el inesperado ofrecimiento de una hermosa joven, que ha sido rescatada por los responsables de un barco. Ela asumirá el nombre de Bertha-Marie (Lya de Putti) –carecía de nombre y asumió el del barco que la recogió-, y poco a poco hará encender, en su inocencia, la pasión hasta entonces apagada de Boss, mientras es utilizada con éxito como reclamo de la atracción del feriante. Ambos huirán hasta Berlín, donde se establecerán con éxito como trapecistas en un parque de atracciones, mientras que la estabilidad defina una relación, en la que cada vez Boss adquiera un papel más pasivo y sumiso. Paralelamente, el famoso trapecista Artinelli (Warwick Ward), se encuentra desolado por el accidente que ha sufrido su hermano en Londres, en el que ha perdido la vida, e impidiendo que su dúo de trapecistas se mantenga. Su representante le informará de la posibilidad de contratar a la pareja, visitando a nuestro protagonista, y contemplando Artinelli a Bertha, con la que de inmediato se sentirá atraído. Muy pronto esta decidirá seguir el camino de la infidelidad, hasta que llegue el momento en que Hutter se entere y se sienta humillado, planteando una venganza que inicialmente imaginará como un provocado accidente en plena actuación, perp que finalmente dirimirá en una lucha a dos en la propia habitación del trapecista. Una vez cometido el asesinato, su autor se entregará a la policía. La acción vuelve al tiempo presente, donde el juez invocará a la misericordia de Dios, otorgando la libertad al reo, que podrá ver la luz del día.

Admirable combinación de espectáculo visual y drama intimista. De relato pasional y deslumbrante propuesta plástica, VARIETÉ deslumbra en el virtuosismo técnico que despliega la apuesta de su realizador y el operador Karl Freund, al describir la magnificencia de las actuaciones del trío de trapecistas, utilizando el plano subjetivo y, con ello, proporcionando una extraordinaria movilidad a la cámara, y una asombrosa modernridad en el uso de lentes y encuadres. Y es algo que se traducirá en numerosos ejemplos. Ese vertiginoso acercamiento de la cámara a la oreja de Artinelli, pendiente de la escucha de la llegada de Bertha a su habitación. La austeridad en el uso de los intertitulos, apostando de manera decidida por la fuerza de la imagen. En la importancia que tienen los fondos sobre los que se proyecta la acción –los diseños de la carteleria, ese payaso dibujado, que describe las intenciones de Hutter, con respecto a Artinelli-. Pero al mismo tiempo, este morality play tan ligado al ya mencionado kammerspiel, adquiere sus más altas cuotas de hondura, en esa mirada intensa y a ras de tierra que brinda en torno a los recovecos más contradictorios, sinceros y oscuros al mismo tiempo, del alma humana. Esa capacidad para oscilar de lo sombrío a lo entrañable –la secuencia de presentación de la aspereza de la vida matrimonial de Hutter, modificada al percibir el cariño que este manifiesta a su pequeño-, para mostrar la progresiva sumisión de este en torno a la muchacha que cambiará su vida –el conmovedor pasaje en el que este le cose una media rota, que prefigura por completo DER BLAUE ENGEL (El ángel azul, 1930. Joseph von Sternberg)-. En la casi sobrecogedora intensidad con la que Dupont utiliza los rostros de los actores para transmitir emociones, y que tiene en el inmenso Emil Jannings a un aliado de excepción –unamos a ello, la fría sensualidad de Lya de Putti. En la capacidad descriptiva que adquiere en todo momento el relato, al mostrarnos la crudeza de la vida en los barracones de feria, en la noche urbana…

Y dentro de un relato que rezuma fatalismo por todos sus foros, y en el que los instantes de felicidad aparecen como prestados, dentro de un conjunto además, inserto en un marco en donde se adivina ese aura sombría de una sociedad que muy poco tiempo después marcaría una peligrosa deriva, dos son los aspectos que me gustaría señalar para finalizar, después de visionar esta restauración ofrecida por la Fundación Murnau. La primera se ciñe a la incorporación de un controvertido fondo sonoro, protagonizado por el grupo inglés The Tiger Lillies, centrado en temas musicales que, a mi modo de ver, distancian desafortunadamente en el conjunto de esta magnifica película. Un conjunto lleno de pasajes inolvidables, en los que sin embargo, personalmente me quedo con el extraordinario cariño que Dupont muestra en torno al mundo del espectáculo, y que quizá fuera el germen de sus posteriores y casi ignotas MOULIN ROUGE (1928) y PICADILLY (1929). Fruto de ello, aparece tras la primera hora de metraje, un episodio meramente descriptivo, cuya belleza formal no dudaría en destacarla entre las más elevadas del cine silente. Me refiero a esa sucesión de breves pasajes, conformando una pequeña sinfonía en la que su musicalidad y la pertinencia de su montaje y composición visual deviene perfecta, que describirá una sucesión de actuaciones de variedades, con la correspondiente reacción del expectante público. Un fragmento insuperable que, lo confieso, me hubiera gustado se hubiera prolongado, asistiendo deslumbrado y de manera contemplativa a ese auténtico alarde de belleza.

Calificación: 4

THE SCARF (1951, E. A. Dupont)

THE SCARF (1951, E. A. Dupont)

Quizá no sea la mejor manera de acercarme por vez primera a la obra del cineasta alemán Ewald André Dupont (1891 – 1956), que hacerlo a través de uno de los últimos títulos que compusieron su filmografía. Una andadura cinematográfica que en el terreno de la dirección se inició en 1918 –en pleno periodo silente-, concluyendo a mediados de la década de los cincuenta una filmografía que rondaba el medio centenar de títulos. Es más, estoy convencido que de no haberse producido su inesperada muerte, Dupont hubiera seguido prolongando su andadura como realizador. Una faceta que en lo referente a su figura, se centra de forma esencial en dos títulos. El primero de ellos es VARIETÉ (1925), mientras que pocos años después legaría PICADILLY (1929). De manera lamentable, parece que el resto de su filmografía haya quedado oscurecida en la niebla del olvido, hecho este al que hay que añadir la nula distribución o recuperación de ninguno de sus títulos –incluso los dos ya señalados-. En definitiva, que Dupont es uno de esos claros ejemplos de profesional inventivo citado en todas las enciclopedias del cine, pero del que apenas el aficionado ha tenido ocasión de contemplar nada de su obra. De alguna manera, eso era lo que a mi me sucedía hasta que he tenido la oportunidad de contemplar THE SCARF (1951), inoculando en una mirada desprejuiciada, la posibilidad de contemplar un título por completo a contracorriente, alejado de todas las modas y géneros existentes, y que con precisión podríamos considerar como una auténtica fantasmagoría, que emparenta en extrañeza propuestas de más o menos similar calado, auspiciada por cineastas fluctuantes tan al margen del sistema, como el veterano Allan Dwan. Ida Lupino o el mismísimo Edgar G. Ulmer.

En esta ocasión, el veterano cineasta alemán traslada a la pantalla un relato centrado en la figura de John Howard Barrignton (un magnífico y sensible John Ireland), fugado del pabellón de reclusos dementes de la prisión de Atlanta, tras dos años de sufrir condena de cadena perpetua por el asesinato de una joven, y a la que solo sus problema psiquiátricos le libraron en su momento de ser condenado a muerte. La fuga le llevará a la aridez del desierto –ya plasmado en los títulos de crédito del film, presididos por la imagen de ese árbol adusto que se convertirá en auténtico leiv motiv de la función-, en donde tras una accidentada huída tendrá la suerte de ser rescatado por el veterano Ezra Thomspon (magnífico James Barton). Pese al inicial recelo que se establece entre ambos, muy pronto un atisbo de confianza se impondrá en el veterano y solitario criador de pavos, quien aún sabiendo la búsqueda e incluso la recompensa de doscientos dólares que han propuesto por la captura de Barrington, su intuición le hará confiar en él, instalándose entre ambos una enorme complicidad.. El fugado viajará hasta Los Angeles para cerrar una compra que debía efectuar Ezra, transportando en el camino a una autostopista. Se trata de Connie Carter (Mercedes McCambridge), una mujer aún joven y de azarosa existencia, por lo general ligada a clubs, que porta un pañuelo –el título del film- que a nuestro protagonista le permitirá evocar aspectos de ese crimen que está convencido ha cometido y por el que ha sido condenado, pero del que no tiene constancia en su recuerdo. Del mismo modo que sucediera con Ezra, también Connie confiará en la franqueza que le ofrece John, que se extenderá incluso cuando conozca el hecho de la condición de fugado que sobrelleva, e incluso supere la tentación de denunciar su presencia ante la importante recompensa que –aportada por el padre adoptivo del condenado-, se elevará a cinco mil dólares. A partir de ese momento, y aunque parece que Connie se va a apartar definitivamente de la vida de ese fugado que parece tener la “ternura de un cervatillo”, su apoyo unido al de Ezra, será crucial para que una vez detenido se revele la verdad de ese crimen por el que se le condena de forma injusta.

Será precisamente la resolución del mismo en la pantalla, uno de los aspectos más insatisfactorios de esta, pese a ello, sorprendente y magnífica película, que combina su condición de singular parábola bíblica –es curiosa esa negación que proporciona el veterano granjero a la figura del perdón-, apelando a esa importancia de la fe como elemento de enriquecimiento del ser humano, con ese grado de primitivismo que nos retrotrae al mejor cine mudo. Ese alcance se muestra en muchos momentos, como en la manera en la que el espectador contempla el encuentro del fugado con Ezra –una imagen borrosa en plano subjetivo del protagonista, que poco a poco se va haciendo más nítida, con esos planos de detalle; el violín, que nos va permitiendo acceder a la personalidad del viejo granjero-, la descripción que se ofrece del entorno desértico en que está enclavado el solitario hogar de Ezra, detalles tan ingeniosos y directos como esa superposición de los cinco mil dólares de recompensa sobre el rótulo de un club nocturno, que contempla Connie exteriorizando la imagen el pensamiento de la joven, la manera con la que esta se entera de la detención de John –se encuentra cantando una canción y visiona una página de periódico que mueve el pianista-. Todo en THE SCARF proporciona una sensación de extrañeza, de salirse de las convenciones existentes en el cine de aquellos tiempos. No cabe duda que el caso de Dupont no fue el único que decidió proseguir por senderos paralelos dentro de un cine realizado con bajo presupuesto –el ejemplo ya citado de los cineastas mencionados con anterioridad es similar al que nos ocupa-. Sin embargo es perceptioble una sensación de que el cineasta, también guionista y artífice de un proyecto que intuyo asumió con entusiasmo, decidió responsabilizarse de un título contracorriente –como lo podrían ser ejemplos como THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton) o DER VERLOENE (1951, Peter Lorre)-, en el que quizá no era tan importante el seguimiento de una base argumental simple, sino trasladar  a la expresión de los mismos la máxima autenticidad como tales sentimientos. Es por ello que las miradas de complicidad de Ezra tienen tanta fuerza, como lo tiene esa conversación entre John y Connie en plena noche en el campo, en donde el fugado se siente libre por completo–y que incluso permitirá un pequeño juego de falso suspense en torno al pañuelo que la joven porta, levantando el lado oscuro de nuestro protagonista-. Se percibe en THE SCARF una insólita sensación de libertad creativa –amparada por la United Artists-, de película rodada fuera de cualquier marco genérico –por momentos aparenta ser cine noir, en otros un desaforado melodrama, no faltan toque de humor-, a la que contribuye no poco ese asombroso contraste que se ofrece del contexto árido –y aparentemente anclado en el pasado- del desierto, con la actualidad de un Los Angeles... Sin duda nos encontramos ante un título con ciertas imperfecciones, pero al mismo tiempo es cine en estado puro, a lo que contribuye no poco lo sorprendente de su conclusión –en el que la previsible relación de Connie y John queda como un hermoso recuerdo, enaltecido por la canción que ella brinda en su sempiterno club-, mientras que el protagonista una vez libre de todo cargo, decidirá prolongar su sendero por la vida junto al viejo Ezra, y apartado por completo de un mundo que probablemente no le gusta y del que desea permanecer al margen de su rutina cotidiana. Extraña conclusión para una propuesta inclasificable, realzada por la fuerza fotográfica proporcionada por el veterano Franz Planer, que queda en las fronteras del marco cinematográfico en que fue inserta, y que a nivel personal me deja el regusto necesario para ir redescubriendo el cine de su artífice, el olvidado y reivindicable E. A. Dupont.

Calificación: 3’5