Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

DAS ALTE GESETZ (1923, Ewal André Dupont) La antigua ley

DAS ALTE GESETZ (1923, Ewal André Dupont) La antigua ley

Aunque de manera muy lenta, la figura del alemán Ewal André Dupont (1891 – 1956) está viviendo un proceso de obligada reivindicación. Una obra que comprende más de medio centenar de títulos, engloba un cineasta que gozó de poderosos métodos en el periodo de su obra inserto n la UFA, desplegando su maestría para combinar vigorosas y audaces propuestas estéticas -claramente entroncadas con el movimiento expresionista-, con la imbricación en sus argumentos de elementos intimistas. No está de más recordar, como Dupont culminó su carrera de manera indigna, prestando su firma a exponentes de la más clara serie B, que de todos modos convendría revisar sin prejuicios, ya que entre ellos se encuentra un noir tan valioso como THE SCARF (1951). Pero mucho antes de llegar ese momento, nuestro cineasta desplegó una trayectoria destacable, en la que aunaba los parámetros antes señalados. Y aún antes de ello, es evidente que resta mucho por redescubrir, en una filmografía que se inicia en 1918, de la que intuyo no pocos de sus títulos se encuentren desaparecidos. Llegados a este punto, la posibilidad de contemplar DAS ALTE GESETZ (La antigua ley, 1923), al margen de descubrir un magnífico drama silente, nos permite contemplar las posibilidades dramáticas de un cineasta al que le restaban pocos años, para vivir el tremendo éxito que supuso VARIETÉ (Varietés, 1925). No cabe duda que encontramos en sus imágenes, a un cineasta maduro, consciente de las virtudes del lenguaje fílmico, en pleno contraste con el aporte que aquellos años brindaban cineastas punteros como Fritz Lang o F. W. Murnau -al que quizá en el futuro deba ser ubicado el propio Dupont, en función del necesario revisionismo que merece su obra-.

DAS ALTE GESETZ ofrece, en contraposición a las más célebres producciones conocidas por el cineasta, una clara inclinación por el drama intimista. Pero es interesante remarcar como ya se insertaba en su base argumental, una clara apuesta por la defensa de la expresión artística, como elemento de realización humana. Será algo que prolongará en sus títulos más célebres y espectaculares, y que en esta ocasión serán la base del tormento interior que vivirá el joven Baruch Laube (Ernest Deutsch), al sobrellevar una vida austera y recogida en un ghetto judío austriaco, caracterizado por un aura sombría y rural. Él es el hijo del rabino, y cuenta incluso con el compromiso sentimental de la hija del sacristán, pero la llegada de un untoso viajero, le tentará de manera inesperada con la posibilidad de convertirse en un actor. Será el momento en que se encenderá la luz a Barouh, pese a no contar con la aprobación de su cerrado progenitor -su madre siempre ocupará un lugar secundario como ser sufriente-, y decida separarse de ese microcosmos cerrado, que en realidad le oprime, acudiendo con secreta ilusión a ese reencuentro ante un contexto creativo, con la nada oculta ambición de formar parte del elenco del principal teatro de Viena. No será, ni mucho menos, fácil, intentar complacer sus sueños. El sendero será muy duro, pero el destino le pondrá al encuentro con la archiduquesa Elizabeth Theresia (magnífica Henny Porten) quien, encubriendo una secreta fascinación hacia él, ejercerá como su protectora, a la hora de abrirle camino en el mundo escénico vienés, en donde Baruch pondrá a pública exhibición su talento, logrando un abrumador reconocimiento. Sin embargo, pesará en él, el deseo de reconciliación con su progenitor, regresando a la aldea, pero encontrando una nueva prueba del desprecio de este, aunque Baruch se marche de su pequeño pueblo en compañía de su novia, en ese reencuentro con la profesión que llena su existencia. Su padre, que ha superado milagrosamente una enfermedad que parecía condenarle a la muerte, atenderá el requerimiento que le brindará su viejo amigo, viajando hasta Viena para comprobar el respeto que Baruch provoca en los espectadores vieneses, viviendo una angustiosa situación en medio de una representación que, sin embargo, le servirá como catarsis para, finalmente, entender que más allá del respeto a Dios, se encuentra la experiencia del amor en los corazones.

Basado en las memorias de Heinrich Laube, transformado en guion por Paul Reno, DAS ALTE GESETZ se describe alrededor de siete actos de diferente duración, desarrollando en sus imágenes el recorrido existencial, que sería retomado muy pocos años después, para la película que supuso la puesta de largo del cine hablado. Me refiero a THE JAZZ SINGER (El cantor de jazz, 1927. Alan Crosland). Un ejemplo especialmente significativo de producción olvidable, y tan solo remarcable por esta propia circunstancia técnica. Es una paradoja que el film de Dupont sufre una circunstancia opuesta, en la medida que nos encontramos ante una obra magnífica, que carece del reconocimiento que merece. Una muestra especialmente valiosa del Kammerspielfilm alemán, caracterizado en un enfoque intimista de las relaciones humanas, buscando ante todo describir ese enfrentamiento latente vivido por el joven protagonista, que se debate en el respeto a su tradición, y orígenes religiosos, y sus deseos de realizarse como artista y como persona, aunque ello en ciertos momentos lo ponga en confrontación con sus orígenes judíos. En definitiva, la película propone en todo momento una pugna, entre lo que uno cree obligado  representar, en el rol que la sociedad ha designado, y lo que realmente intenta desarrollar en su interior. Y es algo que se desplegará en la galería de personajes que pueblan esta espléndida película. Desde ese sacristán que iniciará la misma, y que cumple con su rito discurriendo por las casas del guetto, anunciando la celebración judía, aunque no suponga más que una reafirmación de la tradición. El propio rabino, a lo largo del relato, dudará en su interior en su amor como padre, y el rechazo que le produce ese hijo que ha renunciado a sus orígenes judíos y familiares. O, más aún, en la sensible archiduquesa, que sin poder dejar de hacer cada vez más ostensible su atracción hacia el joven actor de creciente fama y reconocimiento, en el último momento deberá renunciara a él, siendo engullida por los convencionalismos de clase que, al mismo tiempo, sustentan su regia figura.

Todo ello, queda descrito en la película con tanta delicadeza como desesperanza. Las imágenes de DAS ALTE GESETZ están revestida de una profunda tristeza. Lo imprime la propia modulación de la cuidadísima planificación de Dupont, delicado orfebre en la composición de unos encuadres de raíz pictórica, que se toman su tiempo, por lo general descritos en interiores, y que extraen de sus personajes -y actores- una profunda y casi ritual sensación de verdad. Antes de que el cineasta incorporara a su cine esa simbiosis de espectacularidad fílmica, es evidente que en títulos como este, se encuentra el germen del cineasta para articular dramas intensos y de planteamientos oscuros, en los que no hay acción. En su lugar se plasmará la oposición de sentimientos. Sentimientos apenas ocultos, cuando la archiduquesa consulta en el tarot si Baruch va a acudir a la llamada de esta. Sentimientos en el propio intérprete, cuando mirándose al espejo, dudará unos instantes, antes de cortarse las rastas que lo identifican como el judío que es, y que podrían suponer un impedimento para el progreso de su carrera.

Prolija en detalles -la casi obsesiva presencia de elementos religiosos, la descripción de los rituales y ambientes judíos-, en la escultura de unos planos que aparecen casi como lienzos en movimiento, y que hablan de ese magnífico momento que vivía el cine silente alemán. Hay momentos de extraordinaria fuerza e inventiva, a cargo de un cineasta que no solo supo ser grande, sino además atrevido estéticamente. Momentos como el que describe la representación de “Romeo y Julieta” en una corrala, con esa actriz que se encuadra en medio de los frágiles y deteriorados telones que simulan su torreón. O la retórica que transmite la audición teatral que protagoniza Baruch ante el director de la compañía teatral, al que ha sido recomendado por su benefactora. La tensión conducirá el fragmento, contraponiendo en plano – contraplano, el histrionismo del entusiasmado muchacho, con el rostro indescriptible del dirigente, sin que conozcamos realmente su pensamiento interior, hasta que finalmente decida cortar la exuberancia del intérprete, reconociéndole su talento. Sin embargo, en una obra prolija en momentos magníficos, hay uno especialmente memorable, que revela a mi juicio la inventiva de Dupont. Tras la descripción de la fuerza que reviste la representación de “Hamlet” `por parte del protagonista, Dupont frustrará al espectador compartir la reacción del público -que sería lo habitual-. En su lugar, veremos caer el telón desde dentro del escenario, contemplando a Baruch mirando por el pequeño agujero que se encuentra en el mismo, mientras el director de la compañía le dará la mano, complacido. No hará falta más.

Calificación: 3’5

0 comentarios