LE CARROSSE DOR (1952, Jean Renoir) La carroza de oro
Tras llegar a una nueva cumbre –nunca igualada- de su cine con THE RIVER (El río 1951), la obra de Jean Renoir asumió un giro visual y expresivo que poco a poco devoró parte de su filmografía posterior. Esa asunción del vibrante color –incorporando un sesgo pictórico consustancial a su familia-, y un determinado grado de complacencia que iría alcanzando un creciente protagonismo, puede decirse que se atisba en muy poco en la estupenda LE CARROSSE D’OR (La carroza de oro, 1952), primera de las tres películas que el cineasta francés dedicó a diferentes contextos de la representación de los sentimientos. Puede que sea esta primera la que más vigencia mantiene, por diversas razones. La primera resida en la propia elección argumental del film, enmarcada en una indeterminada colonia española centroamericana del siglo XVIII, y extendida en un homenaje al mundo de la commedia dell’arte. Nos encontramos, por tanto, en un marco alejado de la complacencia francesa emanada en las posteriores FRENCH CANCAN (Idem, 1954) y ELENA ET LES HOMMES (Elena y los hombres, 1956), lo que permite que pese a los riesgos inherentes a una producción propia del film d’art, no evite que su degustación sea tan placentera como vitalista, en la que se incardinan con notable pertinencia dos de los elementos vectores del cine de Renoir. De una parte, el juego de la representación, es decir, el progresivo desplazamiento de las máscaras que ocultan el verdadero sentimiento humano. Por otro lado, y aunque se sitúe en un segundo término, aparece de nuevo ese planteamiento de lucha de clases que desplegó en buena parte de su obra.
LE CARROSSE D’OR asume en su inicio un planteamiento retomado de la estupenda HENRY V (Enrique V, 1944), la primera de las estupendas adaptaciones de Shakespeare firmadas por Laurence Olivier. Recordemos que en aquella ocasión la película se iniciaba con la presencia de un teatro isabelino, a partir del cual se iniciaba la obra plasmada en la pantalla. En esta ocasión, mayor simplicidad reviste ese plano de acercamiento al escenario teatral que, en buena lógica, se reiterará cuando la función esté casi dispuesta a su conclusión. En su devenir, Renoir despliega su considerable talento -como también algunos de sus pequeños vicios-, al servicio de una trama de tinte tragicómico, que combina el homenaje al mundo de la representación, insertándolo en un contexto vodevilesco que le permitirá, bajo los amables tintes que su trama ligera muestra en primer término, una nueva mirada en torno a los peligrosos límites del amor como representación máxima del sentimiento humano. Todo ello lo manifestará a partir de la incardinación de las pintorescas decisiones del culto y sensible virrey Ferdinand –un magnífico Duncan Lamont-, cuya última y llamativa muestra ha sido el encargo de una fastuosa carroza de oro. La llegada de la misma a la colonia será premonitoria de las intenciones del film, ligándola al advenimiento de una compañía de cómicos, cuya máxima figura es la atrayente Camilla (Anna Magnani). Muy pronto la poderosa égida que esta adquirirá, permitirá que las penurias de la compañía -que han de comenzar sus funciones en un recinto de condiciones deplorables-, se transforme en un contexto de riqueza, siendo deseada por el propio Ferdinand, así como por Ramón (Riccardo Rioli), el torero más famoso de la zona. La situación irá aparejada con el disfrute de una inesperada riqueza para nuestra protagonista, quien pondrá en peligro la estabilidad sentimental que hasta entonces mantenía con el joven Felipe (Paul Campbell). Por su parte, la fascinación que esta provocará en el virrey, levantará el escándalo de la corte y la nobleza, viendo sojuzgados esos pretendidos privilegios de clase que el mismo mandatario siempre ha mirado con lúcido distanciamiento, aunque en un momento dado se vuelvan en contra suya, hasta el extremo de estar a punto de costarle su cargo.
Como no podía ser de otra manera, el film de Renoir combina el elemento narrativo, para ir encaminándose hacia lo descriptivo e incluso en lo contemplativo, ligándose de forma definitiva al estudio de personajes. El propio hecho de que su formulación dramática devenga como una misma representación, nos permite aceptar ciertas afectaciones en las interpretaciones –aunque ello no impida reconocer lo chirriante que resulta la pobrísima labor del mencionado Riccardo Boll-, en un relato en el que siempre ha aparecido polémica la elección de la gran Anna Magnani como protagonista, hasta el punto de que la propia existencia de la película aparece como un declarado homenaje a la protagonista de ROMA, CITTÀ APERTA (Roma, ciudad abierta, 1945. Roberto Rossellini). No seré yo quien cuestione, pese a la madurez que despliega y a su ya respetable edad, la idoneidad de su personaje. Personalmente me creo la fuerza que proporciona su personaje, inyectado de la pasión que podía brindar la actriz, y supliendo con ello la belleza exterior de la que carecía. El paso de los años, es el que quizá ha permitido que aquello que podría quedar en un primer término en la película -ese elemento de confrontación entre realidad y representación-, quede de alguna manera de lado. En su lugar, estimo que la vigencia de esta estupenda obra renoiriana, reside en la apuesta por el intimismo, en esos momentos incorporados en un segundo término, que poco a poco han ido adquiriendo un protagonismo especial en la función –valga la definición en este caso-, y que emergen casi como una prolongación de aquellas secuencias confesionales de la recordada LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939). Me refiero con ello a los secuencias “a dos” mantenidas por Camilla y Ferdinand, en las que se advierte una sinceridad en sus emociones y diálogos, o en el encuentro que se ofrece entre la protagonista y Felipe, cuando este se reencuentra con ella, ofreciéndole una nueva vida junto a los indios -¿Ecos de la previa THE RIVER?-, alejados de una civilización que estiman cruel e injusta. Son pasajes en los que emerge la autenticidad de la película, la esencia de su planteamiento dramático. Como lo harán esas miradas de complicidad del virrey hacia la actriz, cuando esta entregue al obispo la carroza de oro con la que ha sido obsequiada, para servir a partir de ese momento como transporte sacramental a todos aquellos en peligro de muerte.
La verdadera grandeza de LE CARROSSE D’OR no se expresa en secuencias pretendidamente irónicas, pero de forzada funcionalidad en la película, como el episodio de la asamblea de nobles convocada por Ferdinand, en el que este tendrá que atender la misma y la provocación de dos de sus amantes, una de ellas Camilla. En su lugar, el film de Renoir brilla en esos azulados nocturnos, en el primer plano lleno de pasión de la protagonista, cuando se pruebe sobre su cuello el collar que le ha regalado el virrey, esgrimiendo ante Felipe que después de tantos años pasando hambre, justo es que pueda disfrutar de la riqueza. Serán constantes destellos de inventiva, como la despedida de Felipe en plena representación, dividiendo el encuadre el telón de la misma, delante del cual la actriz ofrece su actuación, mientras que detrás se encuentra el atribulado joven sosteniendo a un pequeño, despidiéndose de dicho entorno. Pero dentro de este capítulo, personalmente destacaría un extraordinario instante de puesta en escena, que se puede considerar la escena más perdurable de la película. Me refiero a ese primer plano de Camille, mientras asiste a la corrida de toros, escuchándose en el fuera de campo el peculiar sonido de las corridas. Una vez se produce el triunfo, la cámara irá retrocediendo en grúa, mostrando el entusiasmo de esta en medio del estallido colectivo de todos sus actores y del público en general, en ese momento en el que una turbada protagonista lanzará a Ramón el collar que poco antes le había regalado Ferdinand. Pasiones y sentimientos, convenciones y realidades subvertidas, entremezclados en una notable propuesta renoiriana.
Calificación: 3’5
1 comentario
Sevisan -
"importantes", y por tanto hoy día más valoradas. Son tantos los maravillosos momentos que acumula esta película: el estallido de color y vida cuando toda la troupe parte en la carroza a la corrida, abandonando la falsedad de la corte; la conversación entre Camilla y Felipe con Vivaldi de fondo acerca de la vida con los indios (que a mí siempre me hace brotar las lágrimas); la coincidencia de los tres pretendientes en casa de Camila, con el abrir y cerrar de puertas y la profundidad de campo; el plano (que tú justamente señalas) de Felipe entre bastidores con el niño en brazos; Camila y su rival escondidas en habitaciones opuestas y viéndose por las ventanas; el conmovedor final con Camila sola en el escrnario; etc., etc. etc. En fin, me he dejado llevar por el entusiasmo y podría seguir escribiendo mucho más a pesar de la incomodidad del espacio disponible, pero es que "La carroza de oro" es una película inagotable, un tanto olvidada y absolutamente a reivindicar.