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CINEMA DE PERRA GORDA

FRENCH CANCAN (1954, Jean Renoir) French Cancan

FRENCH CANCAN (1954, Jean Renoir) French Cancan

La realización de la maravillosa THE RIVER (El río, 1951) –a mi modo de ver su obra cumbre, en dura pugna con la norteamericana THIS LAND IS MINE (1943), ambas ligeramente por encima de las excelentes LA GRANDE ILLUSIÓN (La gran ilusión, 1937) y LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939)-, imprimió elementos novedosos para la filmografía  de Jean Renoir. En primer lugar la normalización de una obra que se había interrumpido durante cuatro años tras su experiencia norteamericana –más valiosa de lo que se le suele atribuir-. Del mismo modo el descubrimiento del color en su cine –que de forma paradójica abandonó en sus últimos films-, ofreciendo una extraordinaria adscripción a un universo cromático que marcó los títulos realizados en estos años. Pero al mismo tiempo, Renoir iba conociendo la definitiva entronización de su cine –faceta en la que, con todos los matices que se le puedan ofrecer, siendo disentir de forma amable-. Unido a esa adscripción del color, se adueñaba de su obra una faceta contemplativa, que en el film que rodó en la India se resolvió de manera admirable, pero que quizá no alcanzó el mismo grado de acierto en los títulos rodados en Francia a continuación. No se me entienda mal, no quiero decir con ellos que se trate de obras desprovistas de interés –y en ello debo dejar de lado mi desconocimiento de ELENA ET LES HOMMES (Elena y los hombres, 1956)-, pero sí de un cierto apastelamiento en unas películas en las que ese tono afrancesado se adueñaba de forma acrítica, con un grado de complacencia plástica y temática que fue aplaudido por muchos, condicionando el devenir del último tramo de su obra.

 

Dentro de dicho contexto podemos calificar FRENCH CANCAN (1954), uno de los primeros y más significativos exponentes de esta corriente, y hasta cierto modo comprensible, en la medida que su temática es una visión amable de la creación de uno de los símbolos más extendidos del spirit francés; el Cancan. Cierto. Limitar a esta simple apreciación esta comedia musical, deviene injusto en cierta medida, ya que el film de Renoir supone una reflexión dentro del proceso de la creación artística y una visión a diferente alcance del mundo del espectáculo, que el director galo ya había explorado en la previa –y a mi juicio superior- LA CARROSSE D’OR (La carroza de oro, 1952), y prolongaría en la posterior y ya mencionada ELENA ET LES HOMMES. Se suele comentar –y no falta razón-, que se trata de una trilogía meditada en torno a diferentes vertientes del espectáculo en el pasado, y en este caso dicho marco está centrado en el proceso de recuperación de uno de los bailes más característicos de las clases populares galas, situando su historia en el Paris de 1880. La película queda articulada como una propuesta de libre inspiración, centrada en el papel creador mostrado por Henry Danglard (un Jean Gabin que desarrollará todo su carisma y también algunos de sus tics), un hombre dedicado por completo al mundo del espectáculo. Se trata de un ser que considera el ejercicio de esa profesión algo casi excluyente, con la que se realiza incluso a nivel vital, y a cuya intensa dedicación someterá incluso su irrenunciable atractivo con las mujeres, a las que utilizará incluso como objetos de esa creación global que constituye su existencia. En realidad, el film de Renoir se ofrece como un sofisticado, intenso en ocasiones,  delicado en otras, un tanto chusco en algún momento, vodevil a la francesa, por el que discurrirán amores contrapuestos, rivalidades en ocasiones excesivas –las que rodean al personaje encarnado por María Félix-, ofensas, lances lindantes con el folletín, entregas apasionadas… Toda una amalgama de sentimientos y emociones que, justo es reconocerlo, funciona de manera desigual en el relato. A grandes rasgos, pienso que la película chirría e incluso puede empalagar cuando se inclina por la vertiente coral, pero adquiere una notable sensibilidad cuando su radio de acción se centra al mostrar los sentimientos y emociones de pocos personajes –generalmente en parejas- o, en una vertiente complementaria, a la hora de describir esa trastienda de la creación teatral –en definitiva una muestra de expresión artística-, en la que quizá no proponga nada original sobre otras muestras del mismo tema, aunque no cabe dudar ni de su autenticidad, ni de la singularidad que proporcionan sus imágenes. Y cuando hablo de ello, es obligado destacar la increíble fuerza cromática que adquiere la película a través de ese Technicolor manejado por Michel Kelber, adscribiendo sus imágenes dentro de ese grado pictórico ligado al impresionismo, tan familiar a la pintura de Auguste Renoir. En cualquier caso, uno se queda dentro de dicha tesitura con esos tonos rosas de las paredes viejas y rugosas de la trastienda de la nueva sala, ese Moulin Rouge que logrará edificar Danglard contra viento y marea. Y ello aunque tenga que utilizar la variable influencia ofrecida por mujeres de diferentes edades que lo aman, y con cuyo apoyo más o menos consciente, logrará llevar a cabo un nuevo sueño, la incorporación de un espectáculo trazado a partir de manifestaciones artísticas emanadas de las clases humildes parisinas, para el disfrute de la burguesía francesa.

 

A partir de dichas premisas, cierto es que en el film de Renoir se aprecia una cierta tendencia a la sensiblería. Hay una especie de casticismo “a la francesa” que –curioso es señalarlo- los exégetas del director no perdonarían supongo si procediera de manos de otro realizador –y me viene a la mente comparar su galería humana, con la presentada en tantas producciones españolas de tiempos paralelos-. Hay un exceso de bonhomía, una ausencia de dramatización, parece como si todos sus personajes se resignaran a aceptar sus destinos, una vertiente acrítica que deja de lado cualquier contraste dramático, en beneficio de una narración en la que prima lo contemplativo. Es evidente que se trataba de una elección consciente, y como tal hay que respetarla y, en cierto modo, defenderla. No es habitual encontrarse con una visión encauzada en dichos parámetros, aunque el discurrir del tiempo sí que es posible que haya hecho mella en la vigencia de su enunciado. Es por ello que, aún reconociendo la convicción con la que Renoir trazó esa especie de “ruleta de los sentimientos” que constituye su propuesta, uno prefiera detenerse en el apunte sincero –la manera con la que aparece esa vieja artista convertida en una mendiga-, o en la sensibilidad que demuestra todo el episodio de la frustrada y apasionada relación que mostrará el príncipe Alexandre (Giani Esposito) hacia la joven y por todos deseada Nini (Françoise Arnoul). A pesar de establecerse la misma por medio de parámetros más o menos convencionales, la elegancia del director galo se manifiesta en todos sus exponentes y ocasiones en las que un sentimiento de resignación se cierne sobre al aristócrata, incapaz de lograr ver correspondidos sus nobles sentimientos por una muchacha a la que venera –llevándole incluso a un frustrado intento de suicidio-. Será algo que, de manera más complaciente, se complementará con el desengaño sufrido ante Nini por Paolo (Franco Pastorino), el joven panadero, que en el último tramo del film encontrará una posible nueva relación amorosa, acorde a sus características y alejado de la imposibilidad que le brinda la sensible Nini, una muchacha condenada a ser una artista venerada por todos.

 

FRENCH CANCAN culmina con un estallido cromático en función de las diversas actuaciones citadas en el estreno. Pero antes sufriremos el desengaño vivido por Nini ante Danglard y la sincera declaración de este, confesando que todas sus amantes no son más que muestras y expresiones de su pasión por la creación a través del espectáculo. Y así será. Con tanta ilusión como complacencia, el perseverante hombre tras las bambalinas, se reunirá con su público de manera anónima, viviendo junto a ellos el placer que les proporciona lo que ha creado, y de modo furtivo atisbando entre el auditorio otra joven muchacha que, quien sabe, podría ser un nuevo material moldeable para la expresión de su arte popular.

 

Calificación: 3

1 comentario

Sergio Sánchez -

Es una debilidad mía, seguramente por muchos de los motivos que señalas como defectos. En general me gusta mucho esa trilogía de Renoir. En cambio debo reconocer, y en eso estoy en aplastante minoría, que a pesar de admirar las imágenes de "El río", el off literario de Rumer Godden me molesta enormemente y me impide apreciarla tanto.