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CINEMA DE PERRA GORDA

THE HEIRESS (1949, William Wyler) La heredera

THE HEIRESS (1949, William Wyler) La heredera

Cuando se lleva a cabo el rodaje de THE HEIRESS (La heredera, 1949. William Wyler), el universo literario de Henry James, apenas había tenido un par de manifestaciones cinematográficas –entre ellas, la excepcional THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel)-. En esta ocasión, Wyler atisbó las posibilidades de este original literario, a través de la adaptación teatral que brindaron Ruth y Augustus Goetz, a partir de la novela Washington Square, de inmediato éxito escénico, tanto en Londres como en Broadway. Muy pronto, la actriz Olivia de Havilland intuyó las posibilidades que le brindaba el rol protagonista, y fue en definitiva la que logró trasmitir al realizador, las posibilidades de un proyecto, que por otra parte conectaba a la perfección con esa mano experta que el director había demostrado con anterioridad, a la hora de plasmar esos dramas de época, que ya habían entronizado su figura en el anterior decenio al amparo de la Warner. Pero es curioso señalar, que cuando acomete el proyecto de THE HEIRESS, Wyler llevaba un tiempo con la sombra del éxito de su extraordinaria THE BEST YEARS OF OUR LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946), y a continuación el corto bélico documental THUNDERBOLT (1947, codirigido con John Sturges). Es decir, nos encontramos con un cineasta que llevaba nada menos que ocho años, al margen de un ámbito de producción –el drama de época-, en el que había cosechado algunos de sus mayores éxitos.

La anuencia de dichas circunstancias, unidas al hecho de insertarse en un sentido tan singular en su configuración visual como fue la Paramount, es la que proporciona las mayores virtudes de este atractivo reencuentro de Wyler con el drama psicológico, entendido con su habituales rasgos visuales y temáticos, que quedan claramente emparentados con referentes como aquellos germinados en Warner Bros, al tiempo que poseen un cierto grado de autonomía propia. En realidad, y por definirla en pocas palabras, THE HEIRESS aparece en nuestros días como la triple manifestación de un sentimiento compartido de infelicidad, aunque descrito bajo perfiles totalmente contrapuestos. La infelicidad será la vivida por el dr. Austion Sloper (Ralph Richardson), viudo y añorante de su esposa, que contemplará con constante desagrado a su hija, a la que siempre opondrá como comparación de las supuestas virtudes de su fallecida. Infelicidad en la propia hija –Catherine Sloper (Olivia De Havilland)-, que no solo irá viendo acrecentada la desafección de su progenitor, lo que aumentará la carencia de su propia autoestima. E infelicidad al mismo tiempo, en el atractivo Morris Townsend (Montgomery Clift). Se trata de alguien que tiene lo que lo que los otros dos personajes carecen –juventud o atractivo-, pero se encuentra ausente de lo que para él –en realidad un arribista- supondría su anhelo de felicidad; el dinero. Así pues, THE HEIRESS aparece como una elegante, en ocasiones romántica y en otras dolorosa, crónica de costumbres sociales, en una Norteamérica de mitad del siglo XIX, donde tantos rasgos puritanos y oposiciones de clase, solo servían para impedir la felicidad de sus habitantes.

Más allá de lo conocida que aparece su base argumental –que vivió un nada desdeñable remake en 1997, dirigido por Agnieszka  Holland-, lo importante en el film de Wyler residen de entrada en su notable adaptación a los modos de producción de la Paramount, para lo cual se recurrió a la mano experta del en ocasiones interesante realizador Harry Horner. En el vigor que proporciona la banda sonora de Aaron Copland, o en la pulsión que brinda la excelente iluminación en blanco y negro propuesta por Leo Tover. Es evidente que se puede discutir con un cierto grado de fundamento, la carencia de ese mundo expresivo y temático que impida a Wyler ser considerado bajo esa esquiva consideración de “autor”. Sin embargo, no es menos cierto que se detectan con facilidad elementos comunes, sobre todo en aquellos títulos encuadrados en los vértices del melodrama de época, que una vez más, quedarían como los más característicos de su cine. De nuevo, encontramos en THE HEIRESS una enorme agilidad en el montaje. Una precisión en captar con la cámara la evolución de sus personajes, que en esta ocasión cuenta además con el extraordinario aporte de un trio protagonista, con los que el realizador sabe jugar, extrayendo de ellos sus posibilidades, y logrando trasmitir un enfrentamiento de caracteres, que por momentos llega a provocar chispas, aunque siempre dentro de las constantes de comportamiento caballeresco, que en todo momento presidía el entorno social de aquel New York de mediado el siglo XIX.

Y es curioso constatar como desde el primer momento, Wyler nos aporta una serie de detalles, que adelantan todo lo que la película propone en su ulterior desarrollo. De entrada, los títulos de crédito –teniendo como fondo el bellísimo tema de Copland-, se describen con un bordado del exterior de Washington Square en el que se desarrollará la película. Un detalle que nos anticipa el protagonismo de Catherine, cuya máxima virtud se centra en la maestría en dicha disciplina. Un rótulo nos señala “cien años atrás”, proyectando con ello una mirada crítica ante lo que vamos a contemplar. Y antes de adentrarnos en el interior de la mansión de los Sloper, Wyler intercalará sendos planos contrapuestos de la arteria sobre la que girará el eje del relato. Será una metáfora visual que anticipará el enfrentamiento que se producirá en dicha familia con la llegada del elegante, atractivo, refinado y arribista Townsend.

Sin embargo, por encima del magnifico diseño de producción, por las características narrativas antes señaladas, o incluso oponiendo un cierto grado de artificio en el uso de esa sempiterna escalera –como corazón de la mansión-, en donde quizá el realizador incida de menara demasiado enfática, con el uso de picados y contrapicados, en función del contraste dramático que se produce en el curso de las relaciones establecidas en los tres roles protagonistas. Por el contrario, uno se queda antes con el Wyler capaz de apelar al intimismo. En la complicidad que se establece entre Monty Clift en sus secuencias de cortejo hacia la protagonista. En la capacidad que alberga la De Havilland para conferir nuevos matices a su personaje, en función de la evolución de su relación con Townsend. Y, por supuesto, en la extraordinaria sutileza desplegada por Ralph Richardosn, en episodios como el elegante acoso a que somete a Townsend, en el instante de su viaje en Paris con su hija, donde asume que esta sigue amando a Morris o, sobre todo, en el conmovedor episodio –precisamente por su sobriedad-, en el que este descubre un mal incurable en sus propios pulmones, dictando órdenes para ser cuidado, y comprobando con tanto dolor como contención, como su hija, amargada por haber favorecido la ruptura del romance que mantenía con Townsend, al tiempo que someterla a una humillante descripción de su propia personalidad, ha roto cualquier relación de afecto con él. O la terrible y dolorosa elipsis que describirá la muerte del anciano doctor, plasmada desde el exterior de la calle, donde su hija se mantendrá impertérrita ante el aviso de la enfermera.

Lo reconozco. El excesivo énfasis que describe la conclusión del relato, a mi juicio rompe, y no para bien, ese equilibrio que sí se ha logrado mantener en el conjunto del relato. Ello no impide, sin embargo, dejar de valorar el conjunto de cualidades que esgrime esta dolorosa metáfora en torno a la infelicidad que podía transmitir una época en la que la apariencia y las buenas costumbres, en realidad, no hacían más que esconder la insatisfacción ante su libertad como seres humanos.

Calificación: 3

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