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CINEMA DE PERRA GORDA

LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957, Luigi Comencini)

LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957, Luigi Comencini)

Aunque conoció una efímera fama, a partir del éxito alcanzo con la brillante TUTTI A CASA (Todos a casa, 1960) -dentro de uno de los ámbitos temporales de mayor riqueza del cine europeo-, lo cierto es que el destino no ha deparado una especial consideración hacia la figura del lombardo Luigi Comencini (1916 – 2007). Es cierto que en una filmografía que sobrepasó los cuarenta largometrajes, se encontraban títulos abiertamente alimenticios, entre ellos, algunas incursiones en la sucesión de comedietas PANE, AMORE, E… Pero, con todo, me atrevo a afirmar que el conjunto de su obra tiene bastantes más atractivos de los que se pudiera considerar a primera vista, incluso en ese periodo previo al de 1960, en donde el destino me ha permitido descubrir dos propuestas llenas de interés. Una de ellas, el emotivo y sorprendente homenaje al cine silente italiano, que brindaría la casi ignota LA VALIGIA DEI SOGNI (1953). Y la otra, lo ha supuesto el visionado de LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957). Dos títulos que no solo carecieron de estreno comercial en nuestro país, sino que nunca han provocado la más mínima referencia, dentro de la historiografía del cine popular italiano y que, antes que nada, revelan una especial sensibilidad, en un realizador todavía aún hoy día no analizado en profundidad.

En el último de los títulos citados, nos encontramos con un melodrama descrito en el extrarradio de esa Roma que se debate entre la miseria y el progreso, contando de entrada con dos factores que le proporcionan una extraña singularidad. De una parte, la presencia de una base argumental del propio Comencini, contando igualmente con la gran argumentista del cine italiano; Suso Cecchi D’Amico. Con esa premisa no se podía fallar. De otra, se acentuaría ese rasgo de neorrealismo perdido, con la anuencia de un reparto de intérpretes apenas conocidos, con los que se proporcionaría una sensación de rara autenticidad. Pero la película, tarda muy poco en noquear al espectador. En apenas dos planos -uno ascendente y descendente de grúa-, y otro fijo hacia el que se acercarán aterrorizados los familiares de la víctima. Será la terrible y punitiva expresión cinematográfica, que describirá la muerte, atropellada por un camión, de la joven Ada (Guilia Rubini). De inmediato asistiremos a su sepelio, plasmado en una secuencia oscura y sombría -el aporte de la iluminación en blanco y negro de Armando Nanuzzi, resulta esencial, para acentuar esa tensión interna del relato-, en la que aparecerá Aldo (Gastone Renzelli). Se trata del ya viudo, que ha estado varios años trabajando en África, al objeto de conseguir una solvencia económica, aunque ello le haya llevado a alejarse de su esposa y de su hijo, el pequeño Mario (Giancarlo Damiani). Ya en esa dolorosa secuencia tras el sepelio, podremos intuir el alejamiento del niño, que se distancia de su padre, y en cambio muestra su cercanía con el bondadoso Righetto (Pierre Trabaut). Muy pronto vislumbraremos el desapego de Aldo en un entorno que abandonó por voluntad propia, el alejamiento de su familia, y, con ello, la casi nula comunicación que establece con Mario, siendo ambos incapaces de romper un muro de incomunicación establecido por la ausencia prolongada del primero, dejando que el pequeño vaya sobrellevando una difícil escolaridad, que en apariencia encubre su dificultad intelectual. Sin embargo, solo Righetto conocerá a ciencia cierta a ese chavalín, actuando casi como esa figura paterna ausente en él.

A partir de estas premisas, el sensible film de Comencini se articula en cuatro vertientes, imbricadas en el relato con notable armonía. Una de ellos, es quizá la más perceptible; la plasmación del reencuentro de Aldo entre sus orígenes, representado en la figura de su pequeño hijo, con el que no acierta a consolidar sus lazos como padre, llegando incluso a plantear internar al muchacho en un orfanato, para poco después marcharse de nuevo a África. Otra mirada se extiende a partir de la inocencia de Mario, incapaz de evadirse del apego emocional sentido hacia Righetto, a quien considera en todo momento un modelo, por más que este siempre respete la autoridad de su padre. Aparecerá igualmente una muy interesante subtrama, narrada en un inesperado flashback por el propio Righetto, tras una pelea disputada con Aldo, en la que se plasmará algo que el segundo ha ido almacenando casi de inmediato; su sospecha -infundada- de que el primero mantuvo un romance con su esposa.

Y finalmente, surgirá el que para mí supone el elemento más palpable de la película -sin desdeñar los anteriores-. Este es el de saber describir un vivo documental, de esa Italia que se encontraba a punto de abandonar la miseria de la posguerra, aunque aún no había dado el salto para el desarrollismo y el progreso urbano. Ese contraste con las frías y nuevas edificaciones, asentadas solitarias sobre calles asfaltadas en las que apenas pasan vehículos, en su contraste con vertederos y vetustas y polvorientas viviendas, que parecen indeseados ejemplos de un triste y olvidable pasado. O esa feria nocturna, que parece erigirse como clavo ardiendo, para una población que desea evadirse de su frustrante rutina diaria. Todo ello confluye sin demasiados altibajos, en una película que sabe orillarse con naturalidad en los perfiles del melodrama, destacando en él las secuencias en las que el espectador, junto con el viudo y el pequeño Mario, “sienten” físicamente, la ausencia de Ada. Ese reencuentro con la vivienda, en el que Aldo y el niño, contemplan los vestidos que usaba, la foto que aparecía en su tocador. El instante en el que el viudo evoca un par de fotos que tenía de Ada… Hay también una mirada de menor intensidad, que se centra en la miseria de esa sociedad para la que no ha llegado una mejora en su bienestar. Las penurias de la familia de Aldo, la dureza de las condiciones de trabajo de Righetto en un vertedero, el chismorreo de esa vecina que espolea a su hija y su novio, para comprar la casa del viudo, cuando este en principio va a retornar a África…

No obstante, en el devenir de LA FINESTRA SUL LUNA PARK, hay una extraña sensibilidad, que nos hace olvidar la escasa entidad que adquiere esa joven de vida alegre que, por un momento, hemos pensado podía haberse ligado al viudo. No importa, con sus pequeñas limitaciones, nos encontramos con una obra llena de autenticidad, que ratifica el interés en la obra de un realizador, al que convendría ir redescubriendo en el grueso de su filmografía.

Calificación: 3

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