NO TREES IN THE STREET (1959, John Lee Thompson)
Cuando en 1959, el británico John Lee Thompson dirige NO TREES IN THE STREET, desconoce que la película cerrará el notable periodo inicial de su carrera, muy poco reconocido aún en nuestros días, pero trufado de magníficos títulos, que le hicieron acreedor de ser uno de los representantes más válidos del drama psicológico en diversas vertientes marcados en la segunda mitad de los cincuenta. Con posterioridad, Thompson no dejaría de ofrecer títulos de interés –algunos incluso brillantes-. Sin embargo, se observa una inclinación a la comercialidad, que a partir de finales de los sesenta, le iría descender en una pendiente de creciente mediocridad, hasta su pavoroso servilismo a los fascipolicíales, al servicio de Charles Bronson. Esta circunstancia, mucho más cercana a nuestros días, al tiempo que la escasa disposición a acceder a los exponentes de su primer periodo, es lo que ha permitido ese creciente desconocimiento, permitiendo que exponentes tan brillantes como el que motivas estas líneas, apenas merezcan la más mínima referencia en cualquier antología más o menos rigurosa del cine británico.
Y nos encontramos a finales de los cincuenta, cuando dicha cinematografía se encuentra sacudida por el impacto de las primeras muestras del Free Cinema y, con ella, una mayor permisividad en temas e incluso en la expresión de la sexualidad en las pantallas, lo que permitirá romper tabúes y favorecer una más sincera expresión de problemáticas y situaciones, hasta entonces vedadas o sutilmente expresadas en la producción inglesa. Planteada como un apólogo moral a través del guión de Ted Willis, profundo conocedor de los conflictos sociales y la lucha de clases inherente a la sociedad británica, la película se inicia con un poderoso picado sobre una serie de edificaciones de nueva creación, edificadas en un barrio obrero, sobre el que se observa no obstante el solar en el que, en teoría, se instalará una gran plaza. Sobre dicho solar discurre un adolescente corriendo, que es atrapado por el veterano Frank Collins (Ronald Howard). El muchacho –interpretado por un jovencísimo David Hemmings-, porta una herida de navaja en una mano, siendo reducido por el veterano agente, que actúa de paisano, y quien le relatará como era ese mismo entorno, dos décadas atrás. Ello propiciará una leve panorámica lateral, marcando un sorprendente flashback que deja noqueado al espectador, trasladándonos al contexto obrero, denso y miserable que marcaba dicho emplazamiento a finales de los años treinta. Así pues, como si fuera una prolongación del universo miserabilista descrito por la pluma de Charles Dickens, asistimos a un entorno superpoblado y dominado por la pobreza de Kennedy Street. Un ámbito que es descrito con unas vigorosas pinceladas, hasta adentrarnos en el contexto de la familia Martin, formada por su viuda –Jess (Joan Miller)- su hija mayor Hetty (espléndida Sylvia Syms) y su hijo menor, el joven de 17 años Tommy (Melvyn Hayes). Su casi ruinoso apartamento siempre se verá acompañado por el invidente Jess (soberbio Liam Redmond) y el festivo y decadente Kipper (un Stanley Holloway, prolongando su legendaria ascendencia con el vaudeville), dentro de unas composiciones visuales, caracterizadas por sobrecargados encuadres, acentuados por la física fotografía en blanco y negro de Gil Taylor, conformando en su conjunto una genuina atmósfera de irrespirable convivencia. Frente a ellos, se situará la figura del poco recomendable Wilkie (admirable Herbert Lom), que ha logrado poderío económico a través de prácticas mafiosas, granjeándose respeto en un ámbito tan convulso como el que forjó su vida precedente. Wilkie no esconde su interés por Hetty, pese a que esta detesta todo lo que él representa, mostrando su cercanía hacia ese Collins que ya ejerce como inspector de policía, y en cierto modo procura encauzar el buen sendero del pequeño Tommy. Sin embargo, la miseria y el desgarro es constante tanto en el conjunto de la fauna humana que se enracima en la calle, como en el de la propia familia protagonista, viviendo Tommy la tentación marcada por Wilkie, de trabajar para él. Será el inicio de una pendiente autodestructiva para el muchacho, al tiempo que la vivencia de unas dramáticas circunstancias, para el conjunto de este desestructurado y en realidad inexistente núcleo familiar.
“Aquí la gente no vive, existe” le dirá en un momento dado Hetty a Wilkie, simbolizando en esa sintética definición, el embrutecimiento que la sociedad londinense ha favorecido al permitir que en su extrarradio existiera la realidad de ese conjunto de seres que se enraciman, sin diferencias de edades ni sexos, y casi al margen de cualquier mirada humanista. Es más, en un momento determinado, un superior de Collins se referirá a este contexto de forma despectiva, tildando al comprensivo inspector de ‘rojo’ –algo sorprendente de escuchar en una película británica de su tiempo-. En cualquier caso, esa capacidad de denuncia del clasismo británico, aparece como telón de fondo para una historia que refuerza sus costuras dramáticas, a partir del férreo trabajo brindado en la planificación por Thompson, capaz de ofrecer una autentica sinfonía de tensiones soterradas en creciente presencia. Esos encuadres cincelados, a través de los cuales, casi podemos sentir la suciedad y decadencia moral y física de aquel ámbito, y los más turbios efluvios de un ámbito en donde se puede percibir el palpitar más oscuro de la condición humana. Será un contexto en el que su director revelaría una vez más su mano maestra para el tratamiento de los perfiles psicológicos, que alcanzará en esta película algunos fragmentos absolutamente magistrales. Pienso en esos intensos y casi fantasmagóricos primeros planos sobre el rostro del joven Tommy, disueltos en plena noche londinense, cuando se plantea robar a ese camionero que duerme y que está a punto de golpear con una llave inglesa. O en ese asombroso episodio en el que, con un extraordinario dominio de la puesta en escena, Thompson describe el sorprendente cambio en las relaciones existentes entre Hatty y Wilie, que oscilará desde un desprecio absoluto por parte de la primera al segundo, hasta un estallido de deseo y amor tras despertar de un inesperado exceso de bebidas alcohólicas, donde percibirá en este hombre duro, una sensibilidad hacia ella inesperada y conmovedora. Esa capacidad para modular un retrato tan complejo como el de Wilkie, revestido de constantes matices que avalan su despreciable personalidad, su vulnerabilidad e incluso su sensibilidad, es lo que en última instancia avala a un realizador, que sabe extraer de su conjunto de actores magníficas interpretaciones. Que permito que incluso los rostros de esos anónimos habitantes de la calle aparezcan revestidos de verdad cinematográfica. Que incluso los roles secundarios proporcionen instantes de lucidez –“Los titulares de los periódicos, en poco tiempo conducirán al olvido”, señalará Kipper al joven Tommy, cuando este haga ostentación de altanería en ese inesperado regreso a su hogar, cuando se encuentra perseguido por la policía. Todo ello, dentro de una catarsis, en la que su madre aparecerá como inesperada provocadora, y al mismo tiempo, víctima –ese plano memorable en el que contemplará por última vez a su hijo en la ambulancia-, de un mundo violento e inestable, que quizá no supo combatir a la hora de de criar a sus hijos, pero del que tampoco se puede considerar responsable, ya que las circunstancias, le vencieron por completo, cuando tuvo que abrirse a su existencia adulta.
Magnífico apólogo moral, dispuesto dentro de una sorprendente estructura que liga el pasado para proyectarlo en un convulso presente. Espléndida en el retrato de un contexto sombrío, que por momentos podría evocarnos el Buñuel de LOS OLVIDADOS (1950), NO TREES IN THE STREET es una nueva muestra del vigor que el cine británico mantenía a finales de los cincuenta, como consecuencia de su propia evolución fílmica, combinada con la fuerza de las nuevas corrientes imbricadas en su inmediato discurrir.
Calificación: 3’5
3 comentarios
Juan Manuel -
Juan Carlos Vizcaíno -
Juan Manuel -