TAKE ME TO TOWN (1953, Douglas Sirk)
A nivel puramente técnico, el rodaje de TAKE ME TO TOWN (1953) supone para Douglas Sirk, no solo su primera película en color si no, ante todo, su encuentro con el operador de fotografía Russell Metty, uno de los indiscutibles vértices en la configuración del periodo más reconocido de la obra del cineasta austriaco en Hollywood. También, con el productor Ross Hunter. Sin negar ambos enunciados -de cuya primera vertiente se beneficiarán visualmente las imágenes de este modesto relato-, lo cierto es que nos encontramos ante un film delicioso, que camina inicialmente bajo variadas premisas, y bajo los rasgos del Americana deja presentes diversas constantes temáticas -sobre todo la intolerancia de la sociedad- ante las que Sirk incidiría en algunos de sus títulos posteriores más célebres. Pero, por encima de ello, y dentro de su aparente modestia, nos encontramos ante una propuesta que a nivel cinematográfico revela la madurez de estilo de un cineasta que, apenas un año después, daría el salto a la primera división del melodrama, con una serie de títulos de enorme éxito comercial que, con el paso del tiempo, se han convertido en clásicos incontestables.
TAKE ME TO TOWN se inicia a ritmo de balada -que se prolongará en sus instantes finales, relatando el destino de los protagonistas- y presentándonos a Vermilion O’Toole (una espléndida Ann Sheridan), quien se encuentra esposada junto a Newton Cole (Phillip Reed), y escoltados ambos en tren por el alguacil Ed Dagget (el siempre estupendo Larry Gates). Ambos han sido acusados por delitos de los que la joven en realidad es inocente, y tan solo llevada por un amor equívoco hacia Cole. De manera inesperada, esta se fugará del tren tirándose por una ventana, algo que posteriormente secundará su compañero de manera más violenta. Vermilion se instalará como cantante en el salón de una pequeña ciudad, buscando equilibrar una vida hasta entonces dominada por la inestabilidad. Hasta allí, pasado el tiempo, se acercará Newton buscando que ella se ligue de nuevo a él, aunque recibiendo un sincero rechazo. Pero también lo hará de manera inesperada Dagget, quien intuirá que en dicho salón puede encontrarse la mujer que en su momento lo dejó en evidencia con su fuga y, sobre todo, el hombre sobre el que se centraba la acusación. De manera paralela conoceremos la intención de los tres hijos de Will Hall (Sterling Hayden), un pastor viudo a los que sus muchachos -en especial el mayor de ellos, Corney (Lee Aaker)- desean buscar una nueva esposa, que sobre todo no sea la antipática y puritana Edna Stoffer (Phyllis Stanley) empeñada en ligarse a él. El destino les llevará al salón y, sobre todo, a descubrir a Vermilion, ofreciéndoles ingenuamente la propuesta, máxime cuando por motivos laborales de su padre se encuentran viviendo solos en su cabaña. En principio, la protagonista se tomará con humor el envite, pero al comprobar que está siguiéndole el alguacil lo aceptará, viviendo y cuidando de los muchachos hasta que el padre regrese, y aprecie con reticencias la presencia de la mujer, en lo que tendrá mucho que ver los crecientes comentarios de la comunidad. Sin embargo, y según vaya creciendo la presión de los vecinos, poco a poco se irá desprendiendo un creciente sentimiento de atracción entre Will y Vermillion. La joven intentará un acercamiento hacia ellos, no sin oposición, para celebrar un festival artístico que logre importantes beneficios cara a edificar la deseada iglesia. Será el momento en el que la inesperada presencia, por un lado. de un Dagget ya retirado de sus tareas judiciales y enamorado de la veterana madame del salón y, por otro, del avieso Cole, empeñado de nuevo en que Vermillion comparta su vida con él.
Bajo sus aparentes costuras livianas, TAKE ME TO TOWN supone una película de cierta hondura en sus líneas temáticas y, sobre todo, de insospechada madurez en su plasmación fílmica. De entrada, ratifica la pericia con la que Sirk se manejó en la comedia. Y, entre dicha aparente superficialidad, el guion de Richard Morris propone interiormente -y se nota la mano del propio realizador en el libreto- la radiografía colectiva de una búsqueda de una segunda oportunidad en los afectos. La práctica totalidad de sus personajes anhelarán dicho deseo, hasta el punto que puede señalarse que se trata de la auténtica entraña emocional de sus imágenes. En cualquier caso, el film de Sirk destaca en la precisión de sus formas. Pese a la nula calidad de la copia que he podido contemplar, resulta fácil percibir la comunión que se establece entre el cineasta y su recién asumido operador de fotografía, lo que permite una sucesión de encuadres caracterizados por su notable elaboración y su relativo barroquismo. A ello se sumará una precisa y al mismo tiempo en apariencia invisible modulación de la cámara, capaz de deslizarse en función de las necesidades del relato, y aunando con ello un equilibrio en el servicio a su base argumental. Pero al mismo tiempo, todo sucederá bajo el tamiz de un cineasta del que se percibiría ya la puerta a su muy cercano periodo de gloria.
De tal forma, desde el primer momento percibimos en la película un extraño equilibrio en esa búsqueda de una nueva oportunidad en el amor. Será la que representen esos tres niños ante la posible incorporación de una nueva figura materna, que Sirk describe de modo divertido y exento de caer en el terreno de la cursilería. O poco después en la atracción que sentirá la protagonista por el padre de estos, que la recibirá con sequedad. Sin embargo, esa búsqueda de relaciones se extenderá por todos aquellos que pueblen la película. Incluso el desalmado Cole buscará afanosamente su reencuentro con la protagonista. Como lo hará el inquisitivo y veterano alguacil que, de manera inesperada, se ligará con la madura propietaria del salón, buscando un nuevo modo para sobrellevar el ocaso de su existencia. Todo ello será mostrado con aparente ligereza por la cámara de un cineasta que ya evidenciaba el gusto por las composiciones recargadas a nivel pictórico, en plena comunión con un Russell Metty que, desde esta ocasión, se convertiría en uno de los mayores aliados -si no el que más- de su perdurable obra posterior.
TAKE ME TO TOWN funciona, pues, de manera tan liviana como vitalista. Tan aparentemente intrascendente, como dominada por una extraña lógica. Y tan cercana a sus personajes como, en ocasiones, presente en el dominio de la caricatura -la descripción que se ofrece de los personajes puritanos que dominan la pequeña población, en especial los femeninos-. Pero incluso llegados a este punto, la película acierta al describir el aliento de estos, de manera especial por el recelo de Edna al no ver correspondidos sus deseos de llamar la atención de Will. Es más, la confluencia de ambos mundos proporcionará al relato dos episodios magníficos, como serán aquel en el que Vermilion busca integrarse con este contexto y propone la fórmula de realizar un festival artístico para obtener cuantiosos ingresos para elaborar la iglesia. En unos instantes brillantísimos, la practica totalidad de todos ellos se despojarán de sus rostros habituales para, en su lugar, dejar paso a la ilusión de exteriorizar otra manera de buscar su autenticidad como seres humanos, precisamente al asumir diferentes maneras de simulación. Esa tensión se extenderá en otro episodio magnífico, durante los ensayos, donde aflorará tano el deseo de todos los participantes de exteriorizar sus talentos ocultos como, al mismo tiempo, el recelo del reducido entorno de Edna por que la iniciativa llegue a buen puerto.
Y en una película donde la relaciones y, sobre todo, la búsqueda de la autenticidad, se encuentra tan en primer plano, considero que lo mejor, lo más intenso, y lo más personal de cara al devenir posterior de la obra sirkiana, de esta apenas conocida TAKE ME TO TOWN, se encuentra en esas secuencias intimistas y ‘a dos’, establecidas entre Ann Sheridan y Sterling Hayden, en el interior de la cabaña del segundo. Momentos donde la planificación y, sobre todo el experto manejo de la duración del plano, desprende momentos intensos que, en algunas ocasiones se encuentran tomando como fondo una gran ventana, y expresando con ello la búsqueda de libertad en los sentimientos de ambos. Serán instantes en los que no resulta difícil vislumbrarlos como precedentes de instantes similares, más elaborados y más conocidos, presentes en la magnífica -y bastante cercana- ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955).
Unido a ello, la película ofrece una conclusión sorprendente, más cercana a determinados estilemas del western, retornando en su epílogo a ese envoltorio de comedia con el que se inició, y cerrando un relato vitalista, con más calado emocional del que, en un primer término, pueden inducir sus costuras y, sobre todo, una madurez cinematográfica que muy pronto revelaría todo su esplendor en la obra sirkiana.
Calificación: 3
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