RIO GRANDE (1950, John Ford) Río Grande
Como sucede en buena parte de las grandes obras de John Ford -y RIO GRANDE (Río Grande, 1950) lo es-, en sus imágenes funciona quizá incluso con más fuerza la evocación, el conflicto o incluso el recuerdo no deseado del pasado, que aquello que estamos contemplando ante la pantalla. Esto es algo que se percibe casi desde sus primeros instantes ante una película adscrita al western, pero por momentos con costuras de tragedia y desarrollo ligado al melodrama, y que durante décadas ha sido tratado con lamentable desdén. La presencia en primer plano de una base argumental que enaltece la educación de base militarista y establece dicho contexto para que un adolescente se haga hombre podría -y de hecho lo hizo durante muchos años- favorecer una mirada llena de prejuicios a esta magnífica película. Sin embargo, a cualquiera que comprenda las propiedades del cine, a quien haya seguido con una mínima atención la obra fordiana y ¡que caramba!, a quien tenga un mínimo de sensibilidad, muy poco le tendrá que costar adentrarse ante una película que, por momentos, parece dirimirse en el terreno de la duermevela -el estudioso Tag Gallagher la calificaba como un cuento de hadas-. En la que los hechos del pasado condicionan el presente de sus personajes. Donde los sentimientos de unos y otros se entrecruzan y enfrentan. Y en la que, finalmente, quedará abierto un sendero para la redención y la esperanza.
Desde el primer momento, con la inconfundible entrega de Ford a su Monument Valley que se describe como fondo a los títulos de crédito, envueltos en la evocadora melodía de Alfred Newman, nos adentramos en ese estadio dominado en primer lugar por la genuina emoción fordiana que desprende la bellísima secuencia del regreso al fuerte de la brigada de caballería dirigida por el ya veterano teniente coronel Kirby Yorke (un admirable John Wayne). Un retorno con aura de extraña ceremonia, envuelto en ese polvo que casi parecerá extenderse a su conjunto, reforzando esa idea en ensoñación que se establece entre sus personajes, y que muy pronto tendrá una nueva manifestación, con la conversación mantenida entre Yorke y el general Sheridan (J. Carroll Naish). Será el primer eco de esa vivencia traumática que se remonta a quince años atrás, y que entrelaza a esa familia rota formada por Kirby, su esposa y su hijo, a quien prácticamente no ha vuelto a ver desde que naciera. Una ruptura familiar esta, que se produciría a partir de la orden de este de incendiar unas plantaciones sureñas, entre las que se encontraba la de la familia de su propia esposa.
Por ello, el mundo del intachable y solitario militar parece revolverse de ese ámbito de sombra en el que se encuentra confinado, cuando Sheridan le comenta la expulsión de su hijo de West Point y su destino al entorno que él comanda. Será el punto de partida de una nueva lucha consigo mismo o, en definitiva, el exorcismo de un trauma personal latente en su interior. A partir de ese punto de partida, la entrada de RIO GRANDE se dirime en ese indeseado y, quizá, inconsciente reencuentro. Algo que se producirá en primer lugar con la incorporación del pequeño Jeff Yorke (un magnífico Claude Jarman, Jr., uno de los mejores actores adolescente que brindó Hollywood), ante el que padre e hijo, ambos resentidos por sus respectivas circunstancias personales, anteponen el rencor que les rodea, y se tratan desde el común respeto y seguimiento de la disciplina militar. Pero a ello se sumará el regreso de Kathleen (una sobrenatural Maureen O’Hara, en la primera ocasión en que trabajó junto a Wayne). Elegante y de rotunda personalidad, se trasladará al regimiento con la intención de forzar el traslado de su hijo -que en su secuencia de reencuentro, acentuada por la delicadeza del propio físico de Jarman, revela una mutua y sutil sensación de relación edípica-.
Todo ello conformará la tormenta perfecta. Un militar prestigiado pero vacío en una lejana relación que retorna. Una esposa alejada de él al haber impuesto la rotundidad militar y, con ello, romper en su momento el propio pasado familiar de esta. Y un hijo que contempla con tanto desapego a un padre con el que nunca ha mantenido el menor roce mientras con su madre alberga una estrecha relación, y que por otro lado quiere consolidar su personalidad a partir de su vocación militar. Será el contexto en el que se dirimirá una película en la que hay que dejar un poco de lado el esquematismo con el que se plantea la presencia de los indios, pero que a cambio acierta -y de que manera- a la hora de ofrecer un mar coral, plasmando una vez más una de las máximas del cine de Ford, que es la de brindarte como algo muy cercano, creíble e incluso emocionante, el ámbito más alejado de tu propia concepción de la existencia.
Será, por tanto, ese contexto de crisis militar, en el que se introducirá la catarsis de una familia rota que, casi sin ellos pretenderlos, encontrará en este ámbito la oportunidad para poder reestructurarse como tal. Lo harán en un entorno terroso, con numerosas secuencias intimistas descritas en tiendas de campaña, ante cánticos militares, y sufriendo, al mismo tiempo la amenaza de esos indios fugados de su encierro, que ejercerán como inesperado asidero a la hora de resolver ese conflicto latente entre los Yorke que, poco a poco, irá rompiendo sus inicialmente irresolubles murallas.
RIO GRANDE es, por tanto, una película en la que alcanza una especial importancia el intimismo, la evocación del pasado, las miradas, los cánticos. Todo ello irá configurando una entrañable y al mismo tiempo consistente tela de araña, por la que se irá deslizando el peso de un sentimiento interrumpido, pero, en última instancia, jamás diluido. Incluso en el caso del joven Jeff, quizá se transmita esa suma de sentimientos, intentando emular la dureza militar de su padre, pero asumiendo en su expresión y actitudes el resentimiento heredado de su madre, en torno a la actitud registrada por su progenitor, poco después de que él naciera. Y todo ello aparecerá enriquecido con nuevas subtramas, todas ellas complementarias y nunca excluyentes. Como ese joven soldado que ha sido acusado por el asesinato de alguien con quien luchó en defensa propia -Travis Tyree (Ben Johnson)-, y que tras su huida revelará su heroica capacidad para contribuir en la defensa de las mujeres y niños atacados. O como ese tan malhumorado como cómico sargento Quincannon (el siempre impagable Victor McLaglen), soportando en todo momento el desdén de Kathleen, y que en una secuencia intimista exteriorizará las razones por las que asumió dicha mirada despectiva, basada en unas órdenes que tuvo que cumplir en el pasado, incendiando las plantaciones sureñas de los padres de esta, uno de los motivos del enfrentamiento con su esposo.
Así pues, todo fluirá en un relato que ondea como la orilla de un río, en el que el polvo parece otorgarle cierta aura evocadora, y en donde lo intimista, lo cotidiano y al atavismo del pasado, se dará de la mano con episodios de gran tensión dramática e incluso. Fruto de ese primer enunciado nos quedan imágenes como la serenidad de la protagonista lavando la ropa de los militares, con la mirada discreta pero admirada de su hijo, o en esa pelea previa del propio Jeff con un compañero de aprendizaje, que se servirá para sellar la amistad entre ambos, o en como este asume su miedo ante otro joven soldado, antes de que asalten esa iglesia rodeada por indios, en donde se encuentran como rehenes las mujeres y niños procedentes del destacamento. Ello sin olvidar esas cabalgadas en la inmensidad del paisaje del grupo de caballería comandado por Kirby en donde, una vez más, se percibe el peso del polvo del camino.
De todos modos, y como no podría faltar en una gran obra fordiana, no se ausentan episodios donde la acción trepidante adquiera una enorme densidad emocional e incluso, en algún momento, hasta cierta originalidad en su plasmación. Lo proporcionará el magnífico episodio del asalto indio a la caravana que transporta a las ya señaladas mujeres y niños, que finalizará con ese plano casi fantasmal que mostrará una de dichas caravanas asaltada, quemada y casi irreconocible, en medio de la oscuridad de la noche. Sin embargo, aún revestirá más garra y maestría cinematográfica la descripción del asalto de los militares a ese fortín en que los indios, en despreocupada celebración, mantienen cautivos a los niños en el interior de una aislada iglesia. Un episodio en el que no se sabe si admirar más la perfecta combinación de elementos de tensión con otros cercanos a la comedia -los niños secuestrados se toman el rescate como una simple broma- o la sorprendente configuración del mismo, tanto en la interacción de los rescatadores con respecto a los pequeños, como en la propia definición de dicho rescate. Una exitosa operación, que al mismo tiempo servirá para ejercer como catarsis del definitivo reencuentro entre Kirby y su hijo Jeff, tras la herida recibida por el primero, que el muchacho se encargará de cauterizar.
En cualquier caso, en una obra donde lo externo y lo interno se combina en afortunada simbiosis, no puedo dejar de destacar dos momentos extraordinarios donde esa veta intimista adquiere una honda expresión emocional, siempre rodeando e los ecos del pasado de la pareja protagonista. Uno de ellos se producirá en ese plano de acercamiento sobre Kirby (extraordinario Wayne), cuando en la penumbra de un anochecer a la orilla del rio, los cánticos de los soldados le hacen pensar en una posibilidad de reencuentro con Kathleen. Será algo que aparecerá como respuesta a otra secuencia, protagonizada por su esposa, que bastante metraje previo hemos podido contemplar. No solo supondrá el mejor momento de la película, sino que me atrevería a señalarlo como uno de los instantes más estremecedores del cine de Ford. Me refiero a ese plano medio que se irá acercando al rostro de la O’Hara, mientras abre una caja de música en el interior de la tienda de campaña de Kirby, cuyo sonido hace remorar en ella -su expresión es conmovedora-, mientras Ford opta por un insólito y lento desenfoque, para fundir en negro una secuencia extraordinaria e íntima al mismo tiempo.
Calificación: 4
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