BAD COMPANY (1972, Robert Benton) [Pistoleros en el infierno]
Cuando su carrera cinematográfica puede decirse que se encuentra conclusa, y pese a los botafumeiros hollywoodienses con que ha sido acogida la misma, sobre todo en la década de los ochenta, lo cierto es que con BAD COMPANY (1972), su debut en la realización, ya se podía dar la medida de las auténticas cualidades como realizador de Robert Benton, injustificado triple ganador al Oscar, en su momento justamente prestigiado en el tándem de guionistas ejercido con David Newman. Habiendo contemplado hasta el momento seis de sus once largometrajes, lo cierto es que, en líneas generales, su cine se ha caracterizado por unas formas clásicas -en lo positivo- pero en sus instantes menos felices dotadas de cierta morosidad narrativa. Entre ellos, me gustaría destacar el cierto grado de intensidad registrado por la poco apreciada BILLY BATHGATE (Billy Bathgate, 1991) o la posterior y crepuscular TWLIGHT (Al caer el sol, 1998).
Pues bien, buena parte de las virtudes y limitaciones de su cine se da cita en esta, con todo, apreciable BAD COMPANY -solo estrenada en nuestro país con pases televisivos y ediciones digitales, bajo el título ‘Pistoleros en el infierno’-. Planteada por sus propios guionistas -Benton y Newman- y el realizador, como una curiosa ‘precuela’ de lo que sería una posterior pareja de bandoleros, nos encontramos ante un singular western, que no deja de adherirse a la corriente revisionista que empezaba a proliferar en aquellos años -recordemos el ejemplo de la coetánea THE GREAT NORTHFIELD MINNESOTA RAOID (Sin ley ni esperanza, 1972. Philip Kaufman)-. Una corriente inserta en otra que florecería con mayor fuerza aún, como sería la querencia con lo retro. A ambas vertientes se adhiere esta singular tragicomedia en torno a un grupo de jóvenes y pobres diablos, que se iniciará describiendo las maneras con las que se inicia en dicha aventura el verdadero protagonista del relato. Se trata de Drew Dixon (Barry Brown). Un muchacho procedente de una familia metodista establecida en una pequeña localidad de Ohio, durante 1863, que ha logrado ocultarlo en la casi violenta filiación, dado que se está desarrollando la guerra civil norteamericana. El joven huido viajará hasta una localidad de Missouri, con la intención de hacerlo con posterioridad hasta Nevada -fuera de la Unión- y, una vez allí, poder hacer realidad sus sueños de prosperidad. El destino le cruzará con otro adolescente, Jake Rumsey (Jeff Bridges), un pillo que lidera una paupérrima banda de muchachos compuesta por desertores e inadaptados, y que se sorprenderá de la fiereza con la que Drew le ataca, al reencontrarse con él tras haber sido asaltado previamente en su primer encuentro entre ambos.
Todo ello dará el inicio de la vinculación del recién llegado -mediante la simulación de una lucha- con ese grupo de pillos que apenas alcanzan con sus robos para poder comer miserablemente, y que se empeñarán en un largo viaje para llegar al Oeste. El trayecto irá discurriendo con relativa placidez, pero en el camino se irán sucediendo penalidades, asaltos de forajidos, deserciones de algunos de sus componentes, e incluso trágicas pérdidas de otros. Sin embargo, y pese a vivir situaciones límite entre todos ellos, ni siquiera enfrentamientos casi a vida o muerte harán remitir la estrecha relación establecida entre Drew y Jake, tan opuestos a primera instancia y, quizá por ello, tan complementarios.
BAD COMPANY alberga en su seno una cierta rémora; pese a su ajustada duración le cuesta empatizar con el espectador. Esa propia voluntad de desdramatización es quizá la circunstancia que impida una mayor cercanía emocional. Se trata de algo que sufre incluso su principal personaje, ese joven de buena educación y mesuradas maneras, que al mismo tiempo nos servirá como narrador en off con esas breves anotaciones en su diario. La magnífica performance que le brinda el prematuramente desaparecido Barry Brown, logra sin embargo vencer esa pequeña muralla y lograr muy pronto establecer una pronta comunicación con el espectador, al tiempo que con su mirada y lenguaje corporal acierta a traducir la deriva existencial de ese grupo de criaturas a las que acompaña. Todo ello se irá conformando a modo de pequeña y accidentada balada, punteada por el apropiado fondo sonoro de Harvey Schmidt y, de manera muy especial, la brillante fotografía en color de Gordon Willis. Son elementos que, unidos a la veracidad del vestuario utilizado, obra de Anthea Sylbert, transmiten a este relato minimalista, sereno, aunque punteado con inesperados estallidos de violencia, casi como una traslación del universo de la picaresca española, en el marco del anhelo por el Oeste americano.
En esa tesitura y de manera paulatina, BAD COMPANY va adquiriendo una extraña temperatura emocional a partir de esos accidentes vividos por la pandilla, el robo inicial en su penosa andadura, la inesperada -y divertida- huida, de uno de sus componentes en una diligencia. El asesinato del más pequeño de sus componentes, cuando apenas ha robado una tarta que se encuentra en la ventana de una granja, o la huida de otros dos de los componentes, dejando solos a la pareja protagonista. En ese recorrido revestido de miseria, resentimiento, frustración y de muerte, la cámara de Benton se deja de llevar por esa actitud contemplativa y desdramatizada, en ocasiones embellecedora -esos planos generales en medio de las agrestes tierras-, en otros dominados por la aridez -esa secuencia en la que los muchachos contemplan con asco como Jake despelleja un conejo, que servirá para saciar pobremente su hambre-. Y en otros por un extraño dramatismo -el propio Benton destacaba una secuencia en la que dos de los componentes dejaban solos a los protagonistas y se llevaban sus caballos, y estos, tiraban piedras al arroyuelo como única protesta; el instante posterior en que estos contemplarán los cadáveres ahorcados de los dos huidos-. Y en otras caracterizados por una catárquica violencia -la manera con la que Jake y Drew responden y asesinan a los bandidos que están dispuestos a acabar con sus vidas.
Sin embargo, a mi modo de ver, lo mejor y lo más perdurable de esta pequeña y finalmente plácida película, se encuentra en las pequeñas conversaciones, en los destellos de complicidad establecido entre estos dos jóvenes tan apuestos en orígenes, educación y objetivo. Dos jóvenes que, pese a todo, y a los motivos que -sobre todo Drew con respecto a Jake- podrían establecerse para destruir su extraña relación, mantendrán sin embargo una complicidad basada en confidencias, en actitudes incluso contradictorias. Momentos y gestos que reafirman una amistad casi a corriente, en la que se dirimen los mejores pasajes de este finalmente entrañable relato, que finaliza, precisamente, donde otros se iniciarían.
Calificación: 2’5
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