A WEDDING (1978, Robert Altman) Un día de boda
Fallecido en 2005, en medio de una a mi juicio desmesurada revalorización, en la que tuvo tanto que ver su longevidad como realizador como su aceptación por la Academia de Hollywood, lo cierto es que el norteamericano Robert Altman sobrellevó una andadura tan dilatada como dominada por las irregularidades. Altman inicia su trayectoria a finales de los cincuenta con cortometrajes y propuestas de bajo presupuesto y limitadas ambiciones, aunque en ellas no falten defensores, al tiempo que fogueándose en el ámbito televisivo. Retornando al largometraje con la simplemente correcta COUNTDOWN (1967), será con M*A*S*H (Mash, 1970) -Palma de Oro en Cannes-, cuando su figura y obra empezará a situarse como objeto de controversia. Para una determinada crítica de izquierdas -más dispuesta a valorar el contenido discursivo de las películas- era ensalzado como uno de los renovadores del nuevo cine americano, destacando en él su visión cáustica de su sociedad, e incluso de los géneros tradicionales. En su oposición, otro sector de la crítica, analista del hecho cinematográfico a través de la puesta en escena -con el que más me identifico- ponía en entredicho las debilidades de Altman como realizador.
Es curioso como mirar esta controversia con medio siglo de distancia puede mover incluso a la ternura, pero es cierto que la aportación del realizador se encuentra dispuesta entre enormes vaivenes profesionales. Pero ello no me impide reconocer que A WEDDING (Un día de boda, 1978) se encuentra bajo mi punto de vista entre lo más valioso de los quince títulos suyos que he contemplado hasta la fecha, y tan solo por debajo de la excelente SHORT CUTS (Vidas cruzadas, 1992). En realidad, el título que comentamos asume en su estructura, el que sin duda ha quedado como el rasgo más perdurable del cine de Altman; su apuesta por la coralidad.
A WEDDING se inicia de manera un tanto inesperada, con la hilarante celebración de la propia boda que da título a la película. Será el punto de partida con el que el cineasta nos introduce en esa mordiente satírica, a la hora de mostrar pequeños gestos, detalles o situaciones inesperadas. Todo ello dentro de un extraño equilibrio que revela ya en esos primeros instantes una capacidad de observación, el inicio de su mirada critica y, al mismo tiempo, ciertos detalles de mal gusto. Será una secuencia inicial, que servirá por un lado para conocer a la joven pareja de novios; Muffin Brenner (Amy Streker) y Dino Corelli (Desi Arnaz Jr.), y al mismo tiempo describirnos a la numerosa galería de personajes que, muy poco después, se asentarán en la mansión de la anciana Nettie Sloan (Lillian Gish), en realidad dirigida por el padre del novio -Luigi Corelli (un sensacional Vittorio Gassman)-, de oscuro pasado al parecer ligado por la mafia. Una circunstancia aparecerá inicialmente ajena a la generalidad de los invitados y residentes; Nettie fallecerá, y los pocos que se aperciban de dicho fallecimiento procurarán mantenerlo oculto para no deslucir la celebración prevista. Un convite que será organizado por Rita Billingsley (Geraldine Chaplin), y que muy pronto permitirá que durante la práctica totalidad de la película esta se desarrolle en el lugar del convite.
Ello de entrada permitirá que el espectador se familiarice muy pronto por una amplia residencia repleta de habitaciones y estancias, hasta el punto de erigirse casi como el principal personaje del relato -valiosa la dirección artística de Dennis J. Parrish-. Conscientes de dicha importancia, el diseño de producción de la misma define a la perfección esa aura de nuevo rico, paralela a una asunción de cierto mal gusto. Y es por ello que, en ciertos momentos, en la traslación de la amplia galería de criaturas que pueblan sus imágenes y, en líneas generales, la sensación de cierta libertad que transmite el deambular de todos ellos, en numerosas ocasiones me traen el recuerdo de la obra maestra de Blake Edwards THE PARTY (El guateque, 1968). Un cineasta que, como más adelante señalaré, resulta recurrente a la hora de comentar esta magnífica comedia.
En todo caso, la mirada que brinda Altman resulta por momentos demoledora, acertando al trasmitir un microcosmos social en el que puede decirse que nadie sale bien librado. Ni la apenas oculta rivalidad entre las dos familias protagonistas, la cáustica visión que de la ceremonia avanza Nettie, en la que la veteranísima Gish nos deleita con la fuerza de su paradójicamente frágil presencia física. Ni el oculto lesbianismo de la organizadora del evento -apenas intuido en los últimos tramos del relato-. O la condición de pichabrava del novio, al que a punto se le colará el embarazo de su nueva cuñada Buffy (Mia Farrow) -introduciendo con considerable crueldad la hipocresía social en torno al aborto-. Ello sin dejar el insólito e inesperado romance de la madre de ambas -Tulip (una descomunal Carol Burnett)- con un ya veterano casado procedente de la familia de la novia. Toda esta conjunción de personajes es mostrada en sus pequeñas intimidades, en sus miserias morales y en su afán de mantener la apariencia social, dentro de un rito que es descrito en la realidad de su anacronismo e incluso en la esencia de su mal gusto. Todo ello quedará aderezado por la constante presencia de diálogos irónicos e incisivos y, sobre todo, con la indiscreción de una cámara que huye del glamour pero en todo momento se muestra eficaz y puntillosa, acertando al tejer una inesperada tela de araña, al describir las miserias, hipocresías y frustraciones, y de una fauna humana que adquiere la suficiente autenticidad en la película, tanto en su representatividad social como en la definición de todos estos personajes.
Antes señalaba la figura de Blake Edwards, y es que por momentos A WEDDING se acerca en su cinismo a algunas de las comedias rodadas por Billy Wilder en aquellos años, pero de manera más decidida tengo la impresión que Edwards utilizó la referencia de esta película, a la hora de dar vida ese extenso y brillante ciclo de comedias corales que satirizaban a las clases altas californianas, y que iniciaría al año siguiente con la exitosa 10 (10, la mujer perfecta, 1979). La propuesta de Altman triuinfa al poner su mirada y su cámara funcional en un primer, segundo e incluso tercer plano, a lo que ayudará el brillante uso del formato panorámico. Con ello, brindará una constante sucesión de pasajes que oscilarán de lo transgresor -la presencia de ese lienzo con la imagen de la recatada novia con los senos al aire-, otros ligados casi con el slapstick -la inesperada presencia del hermano italiano del padre del novio, que propiciará una pelea entre ambos-; esa rana indiscreta que romperá el artificioso protocolo del convite… Y brindará otros dominados por un extraño -e hilarante- patetismo, como ese baile mantenido por Tulip y ese otro invitado que le declarará apasionado su amor, iniciando una efímera relación amorosa entre ambos de apenas unas horas.
Hay en A WEDDING momentos para el regocijo, como lo habrá para un inesperado -e impactante- doble giro de guion en sus minutos finales, actuando los responsables de la película a modo de inesperados demiurgos, y jugando con nuestras expectativas, en lo que en algunos de sus instantes finales aparece, quizá, como una variante norteamericana del transgresor Luis Buñuel en EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962). Y hay, por supuesto, en una obra tan libre, una extraordinaria compenetración de un reparto perfectamente elegido y de admirable brillantez en sus respectivos cometidos. Y entre ellos, por pura nostalgia cinematográfica, me gustaría destacar el impagable rol del despistado y desnortado obispo, encarnado por ese gran director cinematográfico que fue, entre los años treinta y cincuenta; John Cromwell. Por ello, y al margen de su propia valía cinematográfica, la secuencia en la que Cromwell se encuentra inesperadamente con el cadáver de Lillian Gish -sin advertir que se encuentra sin vida-, adquiere para cualquier aficionado una especial significación.
Calificación: 3’5
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