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CINEMA DE PERRA GORDA

THUNDER BAY (1953. Anthony Mann) Bahía negra

THUNDER BAY (1953. Anthony Mann) Bahía negra

Aunque prácticamente desconocida por los aficionados españoles, el maestro de documentalistas Robert J. Flaherty rodaba en 1948, por encargo de la compañía petrolífera Standard Oil, la que quizá sea su obra cumbre LOUISIANA STORY. Un bello poema visual que intentaba insuflar una cierta mirada ecologista, y que resulta pertinente evocar, a la hora de adentrarnos en THUNDER BAY (Bahía negra, 1953). Y lo es, dado que el argumento se desarrolla -un rótulo nos lo anuncia en sus primeros fotogramas- en la Louisiana de 1946, apenas dos años antes del redaje de la maravilla de Flaherty. No sería quizá -o quizá no- más que una casualidad, en lo que supone una de las más insólitas propuestas del cine de aventuras de Hollywood de la primera mitad de los cincuenta. Ahí es nada, aunar un relato de camaradería y descubrimiento en lujoso y vibrante Technicolor, con ecos nada velados de western, y ligando la aventura con curiosos -para la época- tintes ecologistas.

Hasta las costas de Golfo de México, en el estado de Louisiana, llegan dos amigos con un objetivo. Steve (James Stewart) es el líder, y Gambi (Dan Dureya) su amigo y compañero en el sueño compartido; consolidar y dar vida un nuevo proyecto de plataforma petrolífera en plenas aguas. Para ello, lograrán embarcar a un veterano -y asediado- presidente de compañía; Kermit MacDonald (un magnífico Jay C. Flippen), para que financie el proyecto que constituye la auténtica razón de ser de Steve. Lograrán la financiación de MacDonald, con el compromiso de que en apenas tres meses construirán construir la plataforma y extraer el petróleo que aseguran se encuentra en la profundidad del mar. De inmediato se lanzarán a la tarea, pero no contarán con la creciente oposición de los pescadores de la zona -inicialmente indiferentes-, preocupados por que las actividades técnicas eliminen aún más la ya preocupante carencia de langostinos, modo de subsistencia de todos ellos. Pero junto a esa lucha exterior, la película sobrellevará otra interior, que supondrá el punto de inflexión de esos dos recién llegados, en contraste con los plácidos habitantes de la pequeña población. Este será la involuntaria relación que se establecerá entre las dos hijas de Dominique (el actor madrileño Antonio Moreno), el primer y amable pescador con quien contactaron, con los recién llegados. Gambi lo hará con la más pequeña de ella -Francesca (Marcia Henderson)-, abandonando por ello a Phillipe (Robert Monet) al acomodaticio novio que hasta entonces mantenía. Sin embargo, más compleja será la ligazón que se establecerá entre Stella (Joanne Dru), la hermana mayor de Francesca, hacia Steve. Máxime cuando una anterior y traumática experiencia amorosa en la ciudad, mantiene en ella una nada oculta aversión a los hombres.

Más allá de los anteriores rasgos genéricos que cincelan esta auténtica y placentera mixtura de géneros, lo cierto es que THUNDER BAY aparece en su metraje como un extraño cuento de hadas. Aunque en sus instantes más dramáticos exista la muerte de uno de sus personajes, lo cierto es que esta obra de Mann se degusta con la misma placidez que desprenden sus paisajes, enaltecidos por el cromatismo que le brinda la fotografía del gran William Daniels. O con esa extraña bonhomía e incluso la bobaliconería que imprime su fauna humana -la destartalada taberna aparece como el epicentro de las más alocadas peripecias del conjunto de pescadores y vecinos, empezando por ese impagable e inútil sheriff, encarnado por otro insólito actor español; Fortunio Bonanova-, que en algunos de sus instantes parecen preludiar el espíritu del DONOVAN’S REFF (La taberna del irlandés, 1963) de John Ford.

Nuestro cineasta acierta al bandear por las aguas argumentales que emergen a partir del guion escrito al alimón por Gil Doud y el experto John Michael Hayes, a partir de una idea del segundo. De un lado la idea de la oposición de mundos -progreso y tradición-. También, el choque de esos dos hombres que se adentrarán en un ámbito, donde muy pronto aparecerán como revulsivo a sus habitantes, como chispazo entre esas dos jóvenes hermanas que, en interior de su alma necesitan una nueva luz y, en definitiva, para sus propios protagonistas, que han ido deambulando en búsqueda de sueños, y que intentarán lograrlos en ese contexto de aparente placidez, que ellos mismos, indirectamente, contribuirán a dotar de una nueva mirada.

En ese contexto de oposiciones colectivas, Mann ofrece un relato cargado de ritmo, en el que la constante oscilación en sus diversas subtramas obedece a una lógica interna -es cierto que en el guion se cuela una ingenuidad, al dirimir el supuesto equívoco que Steve observa en Stella cuando se ha producido el trágico incidente durante la tormenta en la plataforma-. Y todo ello irá envuelto en un conjunto donde lo dramático -la ya citada tormenta y la víctima que se cobrará, la tensión en los momentos finales con los pescadores, instantes antes de que brote el petróleo emane de la plataforma- irá acompañado incluso de toques de comedia -la pelea en la taberna, lo que rodea al personaje encarnado por Gilbert Roland-. En donde la evolución de sus principales personajes, se encontrará centrada en esa doble pareja de seres, en el fondo errantes o insatisfechos, que en un momento determinado unirán sus vidas y sus anhelos, y que tendrá su elemento más intenso en ese abrazo que Steve y Stella exteriorizarán en la plataforma petrolífera, dejando atrás esa máscara de frustración y recelo que, hasta entonces, había presidido sus comportamientos. Cuatro seres que, de alguna manera, parecen preludiar las criaturas de los dramas de William Inge, y que se insertan en un relato vitalista, en el que por momentos el espectador llega a sentir la brisa del océano. En el que en ocasiones la combinación de la banda sonora de Frank Skinner, las transiciones y los fundidos encadenados proporcionan una constante sensación de dinamismo. Y en donde la contada presencia de primeros planos, aciertan a describir momentos o instantes dominados por confesiones o estallidos emocionales.

Debajo de su apariencia como simple relato de aventuras de contexto contemporáneo, THUNDER BAY esconde en su entraña bastantes más capas de lo que aparenta su exterior, abierto y desprejuiciado. Sobre todo, revela la voluntad de unos seres solitarios de encontrar otros con los que compartir sus soledades y, de manera esencial, expresar con sus comportamientos la voluntad por emerger de unos marcos sociales al que han sido impuestos. Que todo ello quede vehiculado en un exponente vitalista, inserto en las coordenadas del cine de aventuras, con ecos de otras vertientes temáticas cinematográficas, y que ofrezca un conjunto aún provisto de la garra con la que fue elaborado, solo es consecuencia de aquellos condicionamientos de producción del Hollywood de su tiempo. De la capacidad de albergar un equipo técnico y artístico de plena eficacia y, por supuesto, ser todo ello capitaneado por un cineasta que se encontraba en plena febrilidad creativa.

Calificación: 3

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