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CINEMA DE PERRA GORDA

CHIENS PERDUS SANS COLLIERS (1955, Jean Delannoy)

Dentro de la nómina de realizadores franceses, demonizados en su momento por las hordas de Cahiers du Cinema -con especial virulencia por parte del posteriormente académico François Truffaut-, denostando literalmente el corpus de profesionales cualificados en aquellos años cincuenta, probablemente el más denostado fue Jean Delannoy (1908-2008). Artífice de una filmografía que se prolonga en medio centenar de largometrajes entre la segunda mitad de los años treinta y la de los noventa, lo cierto es que apenas pudo resistir la dura diatriba que ennegreció su obra. Obra que, por lo demás, aún en nuestros días se encuentra poco revisitada, y que, en mi caso personal, apenas me ha permitido contemplar algo más del 10% de su producción. Pero lo curioso de ello es que ese muestreo me permite percibir la irregularidad de la misma. Y es que si, por un lado, recuerdo lejanamente la pesadez académica de NOTRE DAME DE PARIS (Notre Dame de París, 1956), en su vertiente opuesta hay que destacar la singularidad y sensibilidad que desprende LES AMITIÉS PARTICULIÈRES (1964) -quizá su mejor película-.

Pues bien, mucho más cercano a este último título -aunque paradójicamente muy ligada temporalmente a la desdichada adaptación de la obra de Víctor Hugo- y con una previa querencia del realizador por el universo infantil y juvenil, nos encontramos ante un relato que aparece como adaptación de la novela del mismo título de Gilbert Cesbron, que centra su mirada por un lado en un juez de apariencia seca -Julien Lamy (Jean Gabin)-. Sin embargo, pronto le descubriremos su preocupación por pequeños y adolescentes a punto de discurrir por el mal camino. A su través, la película se centrará en tres de dichos muchachos. Uno es Alain Robert (Jimmy Urbain), que alberga instintos pirómanos y mantiene la ilusión de encontrar a sus padres. Otro es el ya adolescente Francis Lanoux (Serge Lecointe), que vive en condiciones muy adversas, con unos abuelos poco recomendables, y que mantiene una relación con la joven Sylvette Villain (Anne Doat), a la que ha dejado embarazada. Finalmente, en un lugar más secundario se encuentra el pequeño Gérard Lecarnoy (Jacques Moulières), quien ocasionalmente vive con una madre poco responsable. Ellos serán el núcleo de una película que acierta al bascular por esas dos vertientes. De un lado el análisis de la compleja personalidad del juez Lamy, que se sirve de la espléndida personalidad cinematográfica de su protagonista, un Jean Gabin de cuya entrega, hay que reconocer que la película se beneficia considerablemente. De otro, nos encontramos ante un retrato de ese universo infantil marginal que se desprende a partir de los tres pequeños protagonistas. Todo ello, siempre inserto en esa Francia entre rural y urbana de un tiempo que aún no ha abandonado, de facto, la posguerra.

Esa capacidad para describir un contexto que va entre la frustración y la melancolía, supone una de las mayores cualidades de este relato de un inspirado Delannoy, ayudado por la fría iluminación en blanco y negro de Pierre Montazel, y la ocasional y oportuna banda sonora de Paul Misraki. Esa capacidad de extraer el máximo partido tanto de exteriores como de interior elegidos, ya se muestra en la propia secuencia de apertura, mientras discurren los títulos de crédito, donde un largo plano secuencia nos muestra la sucesión de los niños que aparecerán de manera secundaria en el relato. Ello nos dará pìe a un inicio sorprendente -claramente heredado del estupendo JEUX INTERDITS (Juegos prohibidos, 1950) de René Clément-, donde en el cobertizo de una granja se nos presenta al pequeño Alain, del que descubriremos su sensible personalidad, viviendo una solitaria fiesta con un tocadiscos en el que se entona música clásica, culminando la misma con el deliberado incendio del recinto, y huyendo del mismo con un camión a la ciudad. De inmediato se nos trasladará a la peripecia judicial de Francis y su cercanía con Sylvette, dando paso al protagonismo del veterano juez. Es decir, la cámara de Delannoy y el guion que lo envuelve acierta al introducirnos en el entramado psicológico de sus principales personajes, de los que poco a poco iremos acercándonos en sus debilidades y tribulaciones, amparados por esa extraña mezcla de sabiduría, rigor y sensibilidad demostrado por ese veterano juez que, quizá, en el fondo, encubre en esa capacidad de servicio y protección hacia los más pequeños y desplazados de la sociedad, el anhelo de una paternidad jamás alcanzada -algún diálogo nos inclinará en dicha vertiente-.

Todo ello, acusando quizá un cierto exceso de diálogos, nos inclina a un relato dominado por un aura de autenticidad. Que sabe combinar la dureza con un cierto grado de esperanza. Lo trágico con la apuesta con el futuro. Y todo ello, a través de una formulación dramática estructurada a modo de episodios, en ocasiones entrelazando personajes -la unión que se estrecha entre Alain y Francis-, y en otras inclinados hacia otros que aparecen de manera independiente -todo lo que acontece en torno a Gérard y su entorno maternal-. A ese dinamismo dramático cabe unir la destacada agilidad de Delannoy tras la cámara, muy lejos de esa calificación de ‘académico’ con que fue definido con tanta ligereza. Con ello, nos encontramos ante una película que, pese a ciertos desajustes, discurre con tanta desdramatización como fuerza dramática -el trágico destino de Francis y Sylvette deviene tan doloroso como ejemplar a este respecto-. En la que lo cotidiano y la miseria se da de la mano de manera admirable. Donde percibimos esa vitalidad en la Francia de unas clases bajas que aún no han emergido del trauma de la guerra. Y en donde pese a todo, aún hay lugar para el optimismo y la realización personal.

Dicho trasfondo se encontrará salpicado de algunas brillantes secuencias, demostrativas del buen hacer y la implicación emocional y narrativa de su realizador, capaz de extraer de su fauna humana un cierto grado de verdad. Hablo por ejemplo de esa escena en la que el juez y Francis suben a un autobús, y este último logra un fugaz encuentro con Sylvette, y el espectador percibe la sinceridad y el conflicto de su relación -ella se encuentra embarazada de él-. Un instante que en la aparente distancia nos permite comprobar que el juez es consciente de este fugaz encuentro. También, la crueldad que reviste el momento en que Alain se dispone a comerse una lombriz, y con ello conseguir unos cigarros para Francis -con el que comparte internado-, en un contexto que nos acerca a la crueldad infantil del universo literario de William Goldman. No olvidaremos la visita del juez al lúgubre domicilio de la madre de Gérard para buscar a este, que se encuentra escondido debajo de la cama, por lo que la secuencia se encuentra encuadrada desde el suelo. Sin olvidar el brillante pasaje de la fuga nocturna de los dos muchachos del internado, dominada por una serie de sorpresas narrativas y argumentales, una de las cuales será dejar noqueado a uno de los responsables del recinto, y prolongado por unos vibrantes travellings laterales en los boscosos exteriores del recinto. Sin embargo, y pese a adquirir una presencia algo episódica, creo que el personaje más atractivo de CHIENS PERDUS SANS COLLIERS es el femenino de Sylvette -no olvidemos nunca la comprensión que muestra la veterana ayudante del juez-. Existe en torno a ella una valiosa mezcla de inocencia y madurez, que tendrá quizá su momento más valioso en la visita nocturna que manifestará al domicilio de ese veterano hombre de Ley que, bajo su apariencia hosca, esconde en su interior tanta sabiduría como instinto paternal.

Calificación: 3

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