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CINEMA DE PERRA GORDA

Alexander Hall

THE GREAT LOVER (1949, Alexander Hall) [El gran amante]

THE GREAT LOVER (1949, Alexander Hall) [El gran amante]

La reciente edición de las memorias de Woody Allen ha traído de actualidad no solo la pasión que el cómico Bob Hope suscitó en el joven Allen, sino sobre todo la inmensa popularidad del cómico, que tuvo un especial florecimiento en un periodo donde la comedia americana se encontraba en un periodo de transición. Cuando Hope protagoniza THE GREAT LOVER (1949, Alexander Hall) atesora ya una década larga de andadura cinematográfica, y se encuentra en el cénit de su fama alternando los comerciales títulos de la serie ROAD TO… junto a Bing Crosby, junto a otras comedias protagonizadas en solitario, en aquellos tiempos siempre dentro de la Paramount. En dicho contexto, las comedias de Hope venían a suponer variaciones en tono de parodia de distintos géneros o subgéneros en boga en aquellos momentos, y combinado en ocasiones con aspectos que implicaran sus resultados en un ámbito de comedia familiar. Todo ello se cumple, punto por punto, en esta agradable propuesta, beneficiada por la presencia tras la cámara de un ya veterano Alexander Hall, uno de esos especialistas del género, al cual habría que dedicar algo más que una simple crónica a pie de página -artífice de propuestas tan populares en su momento, como HERE COMES MR. JORDAN (El difunto protesta, 1941), y su remake musical DOWN TO EARTH (La diosa de la danza, 1947), aunque de los diversos títulos que he contemplado de su filmografía, no dudaría en destacar las atractivas I AM THE LAW (Yo soy la Ley, 1938), ONCE UPON A TIME (Érase una vez, 1944) y SHE WOULDN’T SAY YES (1945). Es evidente que, aunque no se sitúe entre sus títulos más destacados, THE GREAT LOVER alcanza una considerable agilidad en su trazado, al acertar en la incardinación de las dos vertientes de la película, además de controlar al máximo el histrionismo de Hope, hasta el punto de lograr una performance de este mucho más natural de lo habitual, sin dejar de poner en primer plano su personalidad cómica, guste ésta más o menos.

La película se inicia con una secuencia que podría estar extraída de cualquier título policiaco de la época en la que se nos mostrará, con excelentes maneras expresionistas, el estrangulamiento provocado, a sangre fría, por el refinado C. J. Dabney (inquietante Roland Young). Este huirá en un crucero de París, en el que se incorpora también el monitor de boy scouts Freddie Hunter (Hope), encabezando un equipo de siete muchachos, quienes no dejarán de hacer notar las faltas de disciplina de reglamento que este pone en práctica. Al crucero de regreso a USA se incorporará el inspector Higgins (Jim Backus) de la policía francesa, dispuesto a desenmascarar a Dabney aunque tenga que hacerlo en el preciso instante en que este ejecute otro crimen, ya que carece de pruebas para incriminarlo. También en el viaje tripularán el gran duque Maximillian (Roland Culver) y su hija, la duquesa Alexandria (Rhonda Fleming), envueltos en un aura de familia aristócrata y llena de riqueza, aunque, en el fondo, se encuentren al borde la ruina, y vayan a la busca de algún posible marido adinerado para ella. Pese a esta oculta circunstancia, el ladrón y asesino pondrá en padre e hija sus intereses vinculando en ello a Hunter, al que dejará fantasear por su inmediato flechazo hacia Alexandria. Una primera timba de cartas entre Hunter, Dabney y Maximillian dejará como ganador al último, al objeto de captarlo como cebo a una posterior cita, en la que en teoría lo despoje de su supuesta riqueza. Pero no todo resultará, en apariencia, según lo previsto. Es cierto que el aristócrata será vencido de manera humillante, pero también que entre el atolondrado protagonista y la bella aristócrata se establecerá una sinceridad en sus relaciones. Que los molestos boy scouts y su monitor llegarán a un enfrentamiento irresoluble. Y que el inspector se encontrará a punto de capturar al asesino, hasta que un siniestro giro de guion proporcione al argumento un sendero insospechado.

Anteriormente señalaba la fuerza que albergará en THE GREAT LOVER, esa dramática descripción del asesinato que nos mostrará la verdadera faz del elegante Dabney. Bastante metraje después, Alexander Hall insertará quizá el plano más memorable de la película, con esa inesperada y escalofriante panorámica que describirá al cuerpo estrangulado y sin vida de Higgins, y rompiendo con ello la lógica que iba a presidir la resolución del relato. Esa sorprendente anuencia de instantes dramáticos irá acompañada en ocasiones con pasajes en donde el aura romántica entre Hope y la Fleming llegará a resultar verosímil -la secuencia en la que ambos se sincerarán y confiesan encontrarse sin fondos-. Y todo ello acompañado por el estilo habitual en la comicidad de Hope, en esta ocasión encontrando en su trabajo una extraña y refrescante naturalidad, aspectos todos ellos en los que intuyo se encuentra la buena mano de su realizador, experto conocedor de los resortes de la comedia, e incluso de la presencia en sus películas de elementos procedentes de otros géneros. Esta argumentación basada de un ámbito de melodrama criminal, tendrá su contraposición en toda la subtrama relativa al colectivo y impertinentes boy scouts, en donde se encontrará presente esa querencia por la comedia familiar, y en la que cabe destacar la presencia como coguionista del temible Melville Shavelson, artífice con posterioridad de algunas de las muestras más temibles del género con el protagonismo de niños. Sin embargo, hay que reconocer que, en esta ocasión el contraste e incluso la presencia de esta pandilla de chavales proporciona no pocos momentos de regocijo, tanto en la manera con la que intentan controlar y censurar las indisciplinas de Hope -ese juego cómico que se establece con sus incontenibles ganas de fumar-, o provocar un divertido altercado, una vez que Hope se esconde en la cabaña donde se encuentra encerrado el galgo de los aristócratas, para huir de la acusación formulada por Dabney de haber asesinado al inspector -previamente contemplaremos otra divertida secuencia, en la que Hope logrará escaparse del camarote donde se ha encontrado el cadáver del policía galo-. Como suele suceder en este conjunto de comedias, la misma culminará con una apoteosis cómica centrada en esta ocasión en la accidentada caída de Hope junto al ancla del barco, en la que justo es reconocer que uno echa de menos ese sentido de la desmesura que podía aplicar incluso un primerizo Frank Tashlin, pero que no deja de suponer una divertida conclusión a esta simpática y desconocida comedia.

Calificación: 2’5

TORCH SINGER (1933, Alexander Hall & Georges Somnes) Sinfonías del corazón

TORCH SINGER (1933, Alexander Hall & Georges Somnes) Sinfonías del corazón

Viniendo de las manos de quien viene, la primera sensación que albergo al contemplar TORCH SINGER (Sinfonías del corazón, 1933), es la de la sorpresa. Sorpresa que no viene por las intrínsecas cualidades de su relato –basado en la historia de Grace Perkins “Mike, trasladado como guión a la pantalla por Lenore J. Coffe y Lynnn Satrling-, sino por el hecho de encontrarnos ante una película dirigida por Alexander Hall –un realizador especializado en la comedia por el que tengo una cierta simpatía-, y que en esta ocasión nos sorprende con una producción de la Paramount caracterizada en primer lugar por la precisión y ritmo interno alcanzado -apenas sobrepasa los setenta minutos de duración-, utilizando para ello la elipsis con una precisión en no pocos momentos admirable. Pero esa sorpresa viene dada de la mano de suponer una película en la que Hall apuesta por una claro melodrama Pre Code, caracterizado en no pocos de sus instantes por una dureza, que si bien es mostrada de forma sutil, y generalmente sin alzar el tono, no es menos cierto resulta inusual en las obras más conocidas del director –que se extienden sobre todo en la década de los cuarenta, y en la que se encuentran títulos bastante interesantes-. Ese contraste entre el Hall que muestra esta película, y el que caracterizó su faceta posterior más conocida, no impide reconocer en determinados momentos –sobre todo en su un tanto acomodaticia conclusión, que diluye la dureza que el metraje esgrime en no pocos de sus pasajes- ese cierto tono más o menos complaciente, que sin embargo nunca dejó de erigirle como uno de los realizadores de comedia –de los que podríamos denominar “de segunda fila”-, más perdurables de su tiempo. Quizá en ello influya la presencia como codirector del anónimo Georges Somnes.

No cabe duda que una película como TORCH SINGER no se podría haber producido apenas un año después, cuando Will Hays implantó ese nefasto código en el contexto de las producciones cinematográficas, apelando al moralismo y limando las aristas o la previsible dureza que se mostraban en muchas de sus producciones, la presencia de un erotismo más o menos soterrado, o incluso el protagonismo de retratos femeninos definidos en una clara personalidad, capaces de luchar contra la oposición de una sociedad machista. Esa es precisamente la génesis del film que comentamos, que ya desde el principio –el instante en que nuestra protagonista; Sally Trent (magnífica, como siempre, Claudette Colbert)- revela al contar el escaso dinero que posee, que se trata de una joven de escasos recursos, y se muestra nerviosa al no poder pagar el importe del taxi que le llevará a un hospital de caridad. La benevolencia del taxista, constrastará con la visión que el cineasta mostrará de la institución religiosa en la que Rally va a dar a luz a una niña. Sin cargar las tintas, y con un enorme sentido de la sutileza, el film no deja de aparecer patente la enorme rigidez de una institución religiosa encargada de poner en práctica la caridad, pero al mismo tiempo incapaz de mostrar la necesaria comprensión con una madre obligada a llegar a la situación por una circunstancia extrema –su novio la ha abandonado al marcharse a China; atención al detalle de la madre superiora al poner una interrogante cuando Rally se niega a revelar la identidad del progenitor de la pequeña-. Los instantes posteriores no serán menos sombríos, mostrando entre luces oscuras el doloroso parto de nuestra protagonista, quien iniciará una vida en común con otra de las jóvenes que acudió a dicha institución de caridad para dar a luz en este caso a un niño –Dora Nichols (Lydia Roberti)-. Ambas podrán durante un tiempo vivir juntas dentro de un ambiente de extrema austeridad, aunque sobrellevarán dicha circunstancia con sana alegría. Todo ello será mostrado por haal y Somnes –unido a la pertinencia de su montador: Eda Warren- con un encomiable sentido de la síntesis. Síntesis que repentinamente se hará dolorosa cuando Dora deje sola a su hasta entonces compañera. La cámara mostrará el rápido proceso que desahuciará a Sally, con apenas dos detalles; la nota dejada al lechero que llevará a este a no servirles más botellas –todo ello, en un plano rodado a ras de suelo-, y de otro, la nota de la casera del apartamento que impedirá a la joven y su hija volver a habitar el mismo por falta de pago. Ante un mundo que se le ha echado encima, y sin posibilidad de encontrar trabajo, Sally recurrirá a la familia de Mike, el padre de la pequeña y enamorado de nuestra protagonista, recibiendo el menosprecio por parte de la tía del joven –otra secuencia revestida de una especial severidad-, que se marchó a China sin dejar noticias. Acuciado por una situación sin solución posible, tendrá que retornar a la institución religiosa, en donde se recrudecerá esa visión sombría de una institución en principio puesta al servicio de los más necesitados. Allí se harán cargo de la niña, pero por el contrario Sally tendrá que renunciar por escrito a la custodia de la pequeña, en uno de los instantes más duros del relato.

Tras una búsqueda de trabajo como corista, que el director solventará una vez con el uso de oportunas elipsis, TORCH SINGER describirá como aquel empresario que había señalado a Sally que sufriera en la vida para poder tener una voz más adecuada, finalmente la contratará cuando la descubra cantando en un club de medio alcance, bajo la nueva denominación de Mimi Benton. A través del contrato que le ofrecerá, la nueva Mimi se irá labrando fama dentro del mundo de la canción nocturna e insinuante –es revelador ir deteniéndose en la letra de las canciones que interpreta-, logrando la admiración del mundo masculino, y al mismo tiempo el desprecio de las mujeres bienpensantes y puritanas de la época. Dentro de este nuevo modo de vida, más cómodo, Mimi conocerá al joven Tony Cummings –un Ricardo Cortez mucho más amable y creíble de lo habitual en su limitado registro interpretativo-, con quien iniciará una relación que le hará olvidar aquel Mike que marcó su vida, y le dio como fruto a la pequeña Sally –hija-. Esta relación, entre amistosa y sólida, propiciará que la frívola cantante nocturna se interne de manera inesperada en el mundo de las retransmisiones radiofónicas, ejerciendo como exitosa protagonista de un breve programa de radio promocional, en un rol que entusiasmará a los pequeños, y que ella utilizará para intentar recuperar a su pequeña, puesto que encontrándose en una situación económica desahogada, ni la institución religiosa a la que acudió en su momento aceptará su donativo de quinientos dólares –quizá por venir firmados por su nuevo nombre- y también por la imposibilidad del detective contratado de dar con la más mínima pista de la pequeña, de la que solo se mantiene su nombre y fecha de nacimiento. A partir de su rol radiofónico –que combinará con sus actuaciones nocturnas- Mimi realizará una campaña para encontrar a todas las Sallys que la escuchen, llevándole a una secuencia conmovedora con una niña de color –que vive en una deteriorada cabaña- a la que obsequiará y ofrecerá su cariño.

Y como en todo melodrama que se precie, el concepto de la casualidad, permitirá que el regresado Mike –que del mismo modo ha intentado infructuosamente contactar con la antigua Sally, a la que escribió sin que ella recibiera sus escritos, y sin ser informado por su tía del momento en que llegó a su acomodada mansión cuando le pidió ayuda para su hija-, se encuentre con ella en plena actuación, recibiendo el rechazo de una mujer que despechada ha sufrido en su andadura vital, expulsándole del camerino. Sin embargo, la simiente de la resolución de TORCH SINGER ya está sembrada, aunque para nuestra heroína la imposibilidad de encontrar a su hija la lleve a una depresión que se extienda en varios días, dándose al alcohol y abandonando incluso sus compromisos radiofónicos. Tony y el veterano Juddy Judson (Charley Grapewin), la localización en pleno hundimiento moral e incluso etílico, llevándola hasta el lugar en que debería hacer la locución de su personaje, para la que está imposibilitada. Sin embargo, en un último esfuerzo, Mimi logrará hacer una última llamada, a la desesperada, que logrará el fruto apetecido, permitiendo un futuro unido a esa pareja que se interrumpió años atrás, y a la pequeña fruto de una relación que siempre ha quedado latente. Antes lo señalaba; la escasa credibilidad de la conclusión del relato ¿Cómo la madre no consigue la cusotidia de su hija y sí su padre, que en ningún momento se hizo cargo de la misma? ¿Cómo es posible que Tony renuncie con tanta facilidad como nobleza al auténtico sentimiento que siente por Mimi, al saber que esta ha retornado con Mike? ¿Es de verdad creíble que tantos sufrimientos entre ella y su antiguo pretendiente puedan ser solventados por el cariño que la madre ha mantenido siempre con su hija, incluso en esos años en los que no ha sabido nada de ella? Son, sin duda, inconvenientes y objeciones, que no impiden valorar el interés del conjunto de esta película, que en no pocos momentos nos acerca a los melodramas que John M. Stahl filmara en aquellos años para la Universal –alguno de ellos protagonizado por la propia Claudette Colbert-. Sin embargo, Hall apuesta antes por el uso de una narrativa ágil y recursos narrativos novedosos, que por la visión del mundo y de las relaciones sentimentales que Stahl aportó en sus producciones de aquellos años treinta, ligando dicha circunstancia con el contexto socioeconómico que definieran los convulsos años de la “Gran Depresión” norteamericana. En cualquier caso, la recuperación de TORCH SINGER sirve para completar los perfiles de un director más interesante de lo que se le ha venido a reconocer, al tiempo que confirmar el sentir que marcaba el cine USA de aquellos primeros años treinta, y que prácticamente de un mazazo sería eliminado debido a las tesis moralistas de un personaje indeseable para la evolución para un cine libre y sin cortapisas.

Calificación: 3

MY SISTER EILEEN (1942, Alexander Hall) Los caprichos de Elena

MY SISTER EILEEN (1942, Alexander Hall) Los caprichos de Elena

Debo reconocer que el visionado de MY SISTER EILEEN (Los caprichos de Elena, 1942. Alexander Hall) me ha producido una cierta decepción. Decepción no basada en el hecho de que resulte un título olvidable –que no lo es-, sino en la medida de intuir en ella esa espléndida comedia que demuestra en su tramo inicial, a lo que habría que unir el relativo prestigio que atesora la misma, que algunos ubican por encima de los logros que más de una década después plantearía Richard Quine en su remake que, en clave de comedia musical, realizó en 1955 –MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena). Tengo bastante lejana en el recuerdo –y pendiente de una revisión- la película de mi admirado Quine, pero no cabe duda que supo insuflar al material elaborado a partir de la obra teatral de Joseph Fields, un dinamismo al que su estructura musical favorecía y enriquecía de forma considerable.

 

Lo cierto es que el film de Alexander Hall –ya experimentado dentro del género-, muy pronto prende el interés del espectador, planteando un divertido comienzo mostrando las desoladoras –e hilarantes- circunstancias que casi forzarán la huída de las hermanas Ruth (Rosalind Russell) y Eileen (Janet Blair) de su localidad natal de Columbus (Ohio). Ruth es una colaboradora de periódico y ha escrito una crónica triunfal sobre el debut de su hermana interpretando un personaje de la obra de Visen “Casa de muñecas”. La realidad es mucho más prosaica, ya que se trata de una simple función estudiantil, y para colmo de males, Eileen no llegará a participar en la función inicial. Ante el bochorno de ambas, y contando con la aprobación su padre y abuela viajarán hasta New York, donde intentarán desarrollar sus respectivas inquietudes por la escritura periodística y la escena. Hasta este momento, el film de Hall se revela poco menos que ejemplar. El ritmo de las secuencias y la originalidad del planteamiento de estos minutos iniciales, la verdad es que nos predisponen a contemplar un producto espléndido. Lo que sigue la verdad es que se encuentra casi a su altura. La despedida de las dos hermanas de su padre y abuela reviste la suficiente emotividad, y el episodio en el que estas buscan infructuosamente y finalmente encuentran un angosto apartamento ubicado en el subsuelo de un desvencijado edificio de Greenwich Village es muy divertido. La presentación de las argucias de su propietario –un excéntrico pintor de poca monta- y, sobre todo, la acumulación de incidencias que sufren las dos hermanas en su primera noche en el mismo –la dureza de las camas, el hecho de estar expuestos a un ventanal que no tiene ni cortinas, el trasiego constante de molestos peatones-, consolidan un fragmento hilarante, que sigue anunciando al espectador una pequeña joya del género.

 

De forma sorprendente esto no sucederá, y en lo sucesivo MY SISTER EILEEN decrece en su interés, sin lograr superar del todo la ascendencia teatral de la misma. Pese a la solvencia con la que se desarrollará hasta su conclusión, se echa de menos la presencia de un timming más genuino, ese grado de exceso que sí alcanzaron otras comedias de aquellos años, y que incluso asumiendo esa referencia teatral, llevara su resultado hacia un grado de inspiración más elevada que el que nos proponen sus imágenes. Sin duda aquí y allá se observan buenos pasajes y apuntes, pero en todo momento se tiene la sensación de que la carpintería teatral de MY SISTER... no ha logrado ser borrada en su traslación a la pantalla, con una estructura de secuencias finalizadas siempre con un apunte coral más o menos ocurrente, directamente heredado del referente escénico. Unamos a ello que episodios que en el film de Quine adquirían una demostrada eficacia –como el del desfile de marinos portugueses- en su referente fílmico aparecen desprovistos de brillo, quedando todos ellos como un conjunto dominado por la corrección, pero en donde se echa de menos una auténtica inspiración.

 

Hay un elemento que en la película de Hall adquiere una notable singularidad; no es otro que la excelente interpretación desarrollada por una Rosalind Russell en el mejor momento de su carrera. Con un registro gestual dotado de una asombrosa riqueza, capaz de resultar divertida, cómica y sensible apenas con la más mínima inflexión, lo cierto es que su aportación en el film de Hall supone uno de los baluartes más atractivos de esta entrañable pero un tanto desaprovechada comedia, en la que a mi modo de ver los personajes secundarios no se encuentran demasiado perfilados, quedando en su mayor parte como un conjunto en el que la medida de la extravagancia de todos ellos, no se traslada con el debido equilibrio en la función. Por cierto, que entre los mismos, no conviene omitir la presencia como atildado galán del mismo Richard Quine que trece años después llevaría de nuevo a la pantalla este mismo argumento para el mismo estudio -la Columbia-, y lo cierto es que no hace nada mal su papel.

 

Calificación: 2’5

SHE WOULDN’T SAY YES (1945. Alexander Hall)

SHE WOULDN’T SAY YES (1945. Alexander Hall)

El paso del tiempo y la oportunidad de contemplar salteados algunos de sus títulos, me obligan a ubicar la figura de Alexander Hall (1894 – 1968) dentro de un lugar de cierta consideración dentro de la pequeña historia de la comedia norteamericana. Con una filmografía desplegada en dos periodos más o menos reconocidos –el primero de ellos, durante la década de los años treinta en la Paramount, y el posterior en el decenio siguiente para la Columbia-, lo cierto es que en su filmografía abundan títulos de notable interés, de entre los que prácticamente solo ha emergido del olvido HERE COMES MR. JORDAN (El difunto protesta, 1941) –sobre cuya historia realizó un remake en clave musical, protagonizado pro la mismísima Rita Hayworth-, del que guardo un recuerdo bastante lejano pero que a falta de una revisión no considero su aportación más valiosa. Y es que a la hora de acceder a la aportación de Hall cabe dejar en el aire una cierta capacidad de sorpresa, ya que la experiencia me ha permitido poder disfrutar de alguna que otra aportación a la comedia –género en el que se especializó, pero que no fue el único que desarrolló en su filmografía-, como la delirante ONCE UPON A TIME (Érase una vez, 1944), la extraña I AM THE LAW (Yo soy la ley, 1938), y en esta ocasión SHE WOULDN’T SAY YES (1945), que constituye como aquellas una pequeña delicia. Cabe señalar a este respecto que las comedias de nuestro protagonista, en líneas generales se desarrollaban en ámbitos más o menos familiares para el género en el marco que estaban insertas, pero esa relativa ausencia de originalidad no les impidió poseer unos planteamientos más disparatados, un timming bastante especial en el que se dejaba de lado la tendencia “screewall” –sin desdeñarlo- para apostar por un cierto tono melancólico y amable y, sobre todo, una excelente dirección de actores que tenía un apoyo de especial significación en la tipología y presencia de personajes secundarios.

 

Punto por punto son las características que presenta esta divertida comedia, partiendo de la tradicional oposición marcada en la “guerra de los sexos” que define la sofisticada y segura psiquiatra Susan Lane (una estupenda Rossalind Russell), desde su primer encuentro con el dibujante y voluntario de guerra Michael Kent (un ajustado Lee Bowman que en todo momento parece proyectar la sombra del ausente James Stewart). Ambos se oponen en sus personalidades, ya que Susan es una mujer segura, independiente y racional y Michael plantea en sus viñetas de prensa la presencia de un rasgo espontáneo en la personalidad de cada ser humano. Por supuesto, pese a un divertido calamitoso encuentro inicial –que bordea la frontera del slapstick-, para Kent estará muy claro que su destino sería poder ligarse a esa mujer que en principio lo rechaza, aunque no pueda desprenderse de su presencia pese a realizar todos los intentos inimaginables. La sucinta enumeración del planteamiento, estoy convencido que a cualquier aficionado le hará suponer como finalizará la función. Pero por si algo destaca SHE WOULDN’T... no es por lo previsible de esta conclusión, sino por el tratamiento que el realizador imprime al conjunto. Ayudado por un impecable montaje, Hall logra combinar diversos registros en una comedia que sabe articular secuencias cercanas al espíritu slapstick –el divertido aunque no enloquecido episodio desarrollado en el viaje inicial de los protagonistas en tren, las situaciones equívocas que genera la insólita boda entre los protagonistas-, con otros momentos en los que el registro sentimental resulta más acusado y, de manera paradójica, la película alcanza su máxima vitalidad. Con ello me refiero a breves secuencias como aquella en la que Kent se decide a besar por vez primera a Susan –estupenda Rosalind Russell-, o el melancólico instante en el que el viejo mayordomo tira arroz a la recién casada doctora, mientras esta se deshace en lágrimas tras separarse los dos recién casados.

 

Junto a ello, Alexander Hall mima con especial esmero la prestación de los intérpretes secundarios. Es algo que se manifestará en la pareja de viejos empleados del ferrocarril que unen por vez primera a los dos protagonistas en el tren, en el viejo mayordomo que encarna de manera maravillosa el siempre adorable Harry Davenport, quien por último se despedirá de su ama para volver a ser lo que siempre quiso; vagabundo, al padre de esta, encarnado por un divertido Charles Winninger, al propio juez, su esposa y la ayudante de esta, o a la propia secretaria de Susan. Toda esta galería humana se pone al servicio de la credibilidad y efectividad de una historia que sabe progresar a través de la introducción de elementos que posteriormente serán orillados –sin abandonarlos por completo-, para dar paso a nuevas situaciones.

 

Es así como la referencia inicial a la simbólica figura de ese duendecillo que Kent toma como protagonista de sus historietas –una especie del precedente de Jack Lemmon en HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965. Richard Quine)-, y que simboliza esa libertad del individuo que se contrapone al raciocinio de Katie. Esta dará paso a la delirante presencia de esa rubia devora hombres de ascendencia sudamericana, en cuya “curación” Katie establecerá una soterrada pugna a la hora de intentar apreciar las ventajas de una relación estable con un hombre, que hasta el momento ha desechado, y desoyendo por completo los consejos de su padre –Winninger-. Todo este conflicto es resuelto –todo hay que decirlo, con ciertas lagunas de guión-, con una adecuada planificación por parte de un Hall que sabe seguir con notable dinamismo en la cámara la evolución de los actores dentro del encuadre, logrando asimismo combinar el registro puramente cómico, absurdo incluso, con el contrapunto melodramático que delimitará los perfiles de una comedia, que incluso sabe sortear con habilidad ese posible sesgo reaccionario de claudicación de la protagonista en aras del matrimonio. La manera de simbolizar una libertad frente a la racionalidad que hasta entonces ha representado la vida de la psiquiatra, en esta ocasión supone un interesante contrapunto que aleja por completo la posibilidad de una conclusión conformista y burguesa.

 

SHE WOULDN’T... se inserta, por otra parte, de lleno en aquellas comedias realizadas en tiempos de guerra o posguerra, entre las cuales quizá la más conocida y transgresora sea I WAS A MALE WAS BRIDE (La novia era él, 1949. Howard Hawks). Sin llegar a su altura, pero tampoco sin desmerecerla, lo cierto es que el título que nos ocupa debería servir como referencia para un acercamiento más profundo a la filmografía de un hombre conocido por su aportación al arte de hacer reír a través de la pantalla, y que en sus mejores momentos propuso obras si no memorables, si notables y en algunos casos más valiosas que las aportadas por otros realizadores más reconocidos –por ejemplo, George Cukor- que en sus horas menos felices dieron como fruto exponentes quizá sobrevalorados en su auténtica valía.

 

Calificación: 3

I AM THE LAW (1938, Alexander Hall) Yo soy la ley

I AM THE LAW (1938, Alexander Hall) Yo soy la ley

Pese a la relativa estima que me merecen las obras que Alexander Hall realizara a lo largo de su extensa carrera, generalmente escorada en la comedia, lo cierto es que esta actitud de partida no me impide reconocer la relativa decepción que me produjo el reciente visionado de THE DOCTOR TAKES A WIFE (El doctor se casa, 1940), así como la existencia de títulos de inferiores calidades, como pudieran ser el por otro lado agradable musical DOWN TO EARTH (La diosa de la danza, 1947). En cualquier caso, no es menos cierto que en la figura de Hall encontramos a un profesional competente, esencialmente ligado a la Columbia, estudio al cual legó sus obras más logradas.

 

Valga esta digresión como preludio al comentar la extraña I AM THE LAW (Yo soy la ley, 1938. Alexander Hall), en la que inicialmente nos aventuramos en un terreno de comedia familiar, aunque pronto el discurrir del film nos llevará a unos derroteros que podrán oscilar entre el melodrama, la crónica policial, y el sustrato de un film social de discutibles planteamientos éticos, a la hora de intentar atajar la plaga de delincuencia y extorsión existente en la ciudad donde se desarrollará su planteamiento argumental. Un proceso violento y de grandes tensiones sociales, que permitirá que las autoridades locales encarguen para solucionarlo a profesor de derecho John Lindsay (un estupendo Edward G. Robinson), en realidad una oferta puesta en juego por algunos de los altos responsables de esta cadena de extorsiones, al objeto de que con dicha elección, al menos se eliminen bandas de poca monta. Lindsay iniciará su proceso de investigación, dejando de lado el crucero vacacional que iba a realizar con su esposa –Jerry (Barbara O’Neil)-, e introduciendose en el terreno de la investigación con gran entusiasmo, aunque muy pronto de dará cuenta del enorme miedo que existe entre los vecinos, que se niegan a actuar como testigos para denunciar a los chantajistas, asesinos y grupos que llenan de terror una sociedad pacífica. A partir de dicho reconocimiento, se producirán diversas circunstancias, algunas de ellas cuales reveladoras del ingenio y capacidad de observación de Lindsay, mientras que en otras el contraataque hacia su figura lo llevarán a dimitir del cargo de fiscal que había asumido.

 

Sin embargo, nuestro protagonista no cejará en su empeño, aunque en un momento determinado un acontecimiento trágico enturbiará el buen desarrollo de su cometido. Cuando había logrado que uno de estos ciudadanos agraviados actuara como testigo, el chivatazo de la llamada por parte de un funcionario ligado a los especuladores –aunque esta acción no se advierta directamente en la película, sí se intuye la procedencia de la misma-, provocará al asesinato de este, dejando viuda y dos hijos. La dramática circunstancia forzará a la destitución del fiscal, aunque ello no logre amedrentarle para proseguir en su labor, contando para ello con la ayuda desinteresada de un buen grupo de sus más destacados alumnos de la facultad. La imparable racha estrechará el cerco en torno a la figura del acaudalado y aparentemente respetable Eugene Ferguson (Otto Kruger), con el agravante de que su hijo Paul (John Beale) es el más brillante y sincero colaborador de Lindsay. Todos estos inconvenientes les llevarán a efectuar –en una prórroga in extremis por parte del gobernador-, a una poco ortodoxa redada hacia los extorsionadores de la ciudad, en la que finalmente los presumibles testigos lograrán –venciendo los miedos que manifiestan en una sincera conversación con el promotor de la acción-, finalmente atreverse a declarar en contra de ellos. Sin embargo, la perseverancia y eficacia de Lindsay llegará más lejos; logrará grabar una situación que comprometerá la aparente inocencia de Ferguson, provocando de este un reconocimiento que culminará incluso en su sacrificio en beneficio de su hijo, al tiempo que evitará la muerte de quien le ha llevado hasta dicha situación, e incluso facilitando el futuro de la viuda e hijos del testigo asesinado cruelmente en el desarrollo de esta lucha contra clanes de extorsionadores.

 

No se puede negar que I AM THE LAW mantiene en su metraje ciertas imprecisiones, y en algunos momentos deja de lado elementos que pudieran definir mejor su progresión dramática. No obstante, creo que son detalles secundarios en la medida que finalmente el film de Hall logra despegarse de su condición de ser un producto centrado en el lucimiento del protagonismo de Edward G. Robinson –faceta que cubre sobradamente sus objetivos, y que tiene otros ejemplos, como el de la fordiana THE WHOLE TOWN’S TALKINGN (Pasaporte a la fama, 1935)-, erigiéndose como un relato que combina con casi admirable precisión los registros de comedia casi familiar, su faceta como relato de crímenes y su condición de apólogo moral –aspecto este en el que debemos de ser un tanto condescendiente, a la hora de justificar los pocos ortodoxos métodos del protagonista para restablecer la ley-. En cualquier caso, nos encontramos con un relato dotado de un ritmo ligero pero siempre adecuado y que, paulatinamente, va derivando sus objetivos de forma sutil, hasta inclinarse hacia un sendero puramente dramático, sin que por ello pierda su condición de comedia. Esta circunstancia es sobrellevada con esa mirada naturalista hacia lo relatado, y recurriendo de manera clara a la elipsis, para con ello soslayar y desdramatizar aquellos elementos de índole más trágica –el mismo hecho del asesinato del testigo que iba a servir para actuar legítimamente contra los extorsionadores, el previsible chivatazo que el espectador intuye se va a producir para eliminar a este testigo padre de familia-, e intentando mostrar una mirada divertida a ciertas situaciones ligadas a la tensión del thriller; el intento de asesinato de Linsday, que este responde de forma inesperada al ensayar con la pistola que acaba de regalarle su esposa, y que se prolonga en la secuencia siguiente, en la que este detiene al autor del atentado, acusándole de ¡ejercer la medicina! –él mismo se ha curado la herida en la mano que le ha proporcionado el disparo de réplica del fiscal-

 

Esa alternancia de detalles de comedia –como la sempiterna pipa encendida que quema todos los abrigos del protagonista, y que delata el rasgo despistado de su personalidad-, con la presencia de una creciente tendencia a la tensión argumental, alcanzará en los últimos minutos verdadera intensidad mediante la presencia de esa pantalla que permitirá al protagonista acusar definitivamente a los principales cabecillas de la red, y al espectador asistir a un singular flash-back sin tener que recurrir directamente al mismo –es sin duda la situación formal más atractiva de la película-. Lo que sigue es aún de superior entidad, el diálogo en que Lindsay y Ferguson padre se sinceran tiene bastante de muestra de cariño de un padre hacia un hijo que afortunadamente ha inclinado su existencia del lado de la ley, y de un profesor que admira la misma cualidad de integridad en el que es su alumno más destacado. Es por ello que Ferguson renuncia moralmente a esa lucha –y la mirada de este hacia Lindsay, quien le responde “todos hemos de morir pronto”-, prácticamente llevan en su semblante la idea del suicidio. Lo pondrá en práctica precisamente viviendo en carne propia el atentado que estaba destinado para poder liquidar de una vez por todas a ese hombre despistado pero convincente, que finalmente había logrado poner en jaque la estabilidad de una ciudad. Una vez más, el dramatismo de la situación se mostrará de forma sutil e incluso emocionada, ya que la capacidad de intuición y complicidad que se establece entre dos personajes tan contrapuestos como Ferguson y Lidsay, permite ante todo comprobar el lado humano de alguien hasta entonces dominado por su afán de enriquecimiento ilícito, y la capacidad de comprensión de quien ve en él fundamentalmente, al padre de su discípulo más admirado.

 

Una singular combinación de géneros manifestada en I AM THE LAW, que da como resultado un título amable, atractivo e intrigante a partes iguales, en un periodo en donde la comedia de tintes sociales tuvo un cierto acomodo en Hollywood –por ejemplo, podría citarse THE MALE ANIMAL (1942. Elliot Nugent)-.

 

Calificación: 3

THE DOCTOR TAKES A WIFE (1940, Alexander Hall) El doctor se casa

THE DOCTOR TAKES A WIFE (1940, Alexander Hall) El doctor se casa

Cuando en algunas ocasiones evocamos los ecos de la screewall comedy y, supongo, al recordar con excesivo alcance acrítico cualquier mirada centrada en el cine de Hollywood previo al desmonte del sistema de géneros, nos olvidamos que junto a grandes títulos reconocidos y otros quizá de similares cualidades pero menos valorados, se aunaba otro montante que podría ir de lo absolutamente prescindible a lo simplemente aceptable. Estamos hablando de ese compendio de producción que por lo general intentaba explotar las fórmulas de un éxito reciente, imitando algunos elementos argumentales o de cualquier otra índole, bajo los cuales quedara expuesta alguna película real planteada sin mayor pretensión que la de completar un programa doble. En el ámbito de la comedia screewall pienso que un ejemplo pertinente sería THE DOCTOR TAKES A WIFE (El doctor se casa, 1940. Alexander Hall). Ofrecida dentro del marco de producción de la Columbia, es indudable que nos encontramos ante un título que por un lado bebe fuentes de éxitos recientes y ejemplos canónicos como BRINGING UP BABY (La fiera de mi niña, 1938. Howard Hawks) –el protagonista hasta cierto punto despistado y vocacionalmente ligado a la ciencia, la presencia de un triángulo con dos vértices femeninos-, y en buena medida aún siendo un film Columbia, se inclina a retomar rasgos de producción cercanos a la oferta de la Paramount en este género –a lo que no es ajena la presencia de Ray Milland-. Sin embargo, aún contando con esa base más o menos estimulante y resultar un conjunto moderadamente eficaz, no es menos cierto que el film de Hall apenas sobrepasa la barrera de la discreción, sin alcanzar jamás ese “gramo de locura” indispensable para que un título de estas características pueda permanecer en la memoria, más allá de sobrellevar con él una velada distraída.

THE DOCTOR… se inicia de manera atractiva, insertando los títulos de crédito en las losetas de unas aceras, que terminan con el rótulo del realizador cuando está a punto de ser terminado de pintar. A partir de ahí conoceremos el repentino éxito logrado por la joven escritora June Cameron (Loretta Young), quien ha triunfado –como décadas después la Renée Zellweger de DOWN WITH LOVE (Abajo el amor, 2003. Peyton Reed), publicando un libro no de carácter feminista, sino en defensa de la mujer soltera. Cuando se dispone a iniciar un nuevo relato espoleada por su manager y secreto enamorado –John R. Pierce (Reginald Gardiner)-, un inesperado encuentro con el joven dr. Timothy Sterling (Ray Milland) permitirá el equívoco de plantear que June –la defensora americana de las solteras- se ha casado. Que duda cabe que nos encontramos con un inteligente planteamiento de comedia –uno de cuyos artífices será el futuro realizador George Seaton-. Sin embargo –y es algo bastante perceptible en todo momento-, la película casi nunca apura sus posibilidades ni su alcance transgresor, revelando las limitaciones con la que su realizador trabaja el material disponible. Resulta hasta cierto punto curiosa esta circunstancia cuando, sin ser un profesional puntero en el género, Alexander Hall se solía defender bastante bien dentro del ámbito de la comedia. En realidad se encontraba a punto de rodar su película más recordada –HERE COMES, MR. JORDAN (El difunto protesta, 1941)-, aunque personalmente entre su producción prefiera con mucho la por momentos delirante ONCE UPON A TIME (Érase una vez, 1944), divertida aventura de un Cary Grant como manager de unas ¡¡orugas danzarinas!!.

Por el contrario, en el título que nos ocupa encontramos una serie de convenciones o situaciones jamás explotadas con la eficacia debida, que por momentos nos podrían hacer pensar en un desgaste de los modos de hacer comedia que tantos logros habían ofrecido al género hasta entonces. Personalmente, el hecho de que durante ese mismo año, el cine norteamericano brindara un título tan espléndido como MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1040. Garson Kanin) o que muy poco tiempo después, nombres como Lubistch, Hawks, McCarey, Leisen y tantos otros lograran mantener y renovar el prestigio de la comedia en el inicio de los años cuarenta. Sin embargo, a la hora de formular cualquier comparación al respecto, lo cierto es que el referente de Preston Surges aparece con fuerza, y siempre con desventaja para este modesto film de Alexander Hall. Esa sensación de insuficiencia viene dada por un lado al constatar como en líneas generales no se aprovechan las situaciones que, teóricamente, deberían provocar el impacto cómico en la función. Desde el lejano eco al humor de Laurel & Hardy, hasta los intentos de comedia coral –la fiesta con la que los compañeros de universidad reciben al recién casado Sterling- o física –la secuencia en la que el protagonista atiende una cena de recepción y en el apartamento de al lado a su prometida-, lo cierto es que nos encontramos con una comedia amable que en estos intentos no alcanza el necesario timming. Un elemento aparentemente fácil de aplicar cuando se aprecia en pantalla, y para el que en esta ocasión Alexander Hall no logró alcanzar la debida medida. En parte pienso que ello se debe a esa ausencia de desmesura y también a la inadecuación de Milland en un terreno que quizá no era el mejor dentro de sus características como intérprete. Pero, por encima de todo, creo que en THE DOCTOR… se echa de menos la presencia de un componente de transgresión, que inicialmente dejaba entrever el planteamiento inicial de esa escritora que alcanza el éxito al ofrecer un libro exaltando el papel de las solteras –que no el de una mujer independiente-. A poco de iniciarse el relato esa premisa argumental queda totalmente soslayada, derivando progresivamente la película hacia un canto a la mentalidad conservadora y las virtudes de la vida matrimonial.

Estas limitaciones no impiden que nos encontremos ante un producto moderadamente simpático. En él observamos un eficaz dibujo de personajes secundarios –el padre del protagonista encarnado por Edmund Gwenn, el avieso manager de la escritora, cortesía de Reginald Gardiner, o el rígido decano de la universidad en la que trabaja Sterling, encarnado con aplomo por Edward Van Sloan-. Precisamente en su entorno discurre el mejor momento de la película; un pequeño travelling lateral describe la acumulación de libros de materia psicológica que los compañeros de Timothy han ido regalando –con escaso sentido de la imaginación-, al recién casado, finalizando la acumulación de estos con una foto enmarcada del propio decano. Un chispazo de verdadero ingenio, en un conjunto discreto en el que en ocasiones se brinda una mirada amable, pero jamás los atisbos de verdadero genio.

Calificación. 2