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CINEMA DE PERRA GORDA

Cecil B. De Mille

THE CHEAT (1915, Cecil B. De Mille) La marca del fuego

THE CHEAT (1915, Cecil B. De Mille) La marca del fuego

Situémonos a más de un siglo atrás. En concreto, en 1915. Fue el mismo año en que David W. Griffith realizaba y estrenaba THE BIRTH OF A NATION (El nacimiento de una nación, 1915), obra tan polémica como fundamental en la evolución del lenguaje cinematográfico. Es decir, nos encontramos en un contexto de especial tensión en la maduración del hecho fílmico. El norteamericano Cecil B. De Mille había debutado el año anterior rodando una decena de títulos, en un periodo donde las películas se planteaban sin las sutilizas de producción de periodos posteriores. Sería una prolífica singladura anual que se prolongó al año siguiente, con títulos que demostraban un determinado grado de pericia narrativa, al tiempo que ya incorporaban elementos consustanciales a su cine. De ese periodo sólo he contemplado con anterioridad dos títulos tan estimables como CARMEN (Carmen, 1915) y la posterior JOAN THE WOMAN (Juana de Arco, 1916). Una reducida expresión a la que ahora incorporo THE CHEAT (La marca del fuego, 1915) en la que con apenas una hora de duración se plantea un apreciable melodrama, inicialmente descrito en un contexto de frivolidad, para alcanzar en su tramo final un cierto grado de intensidad. En él no quedará ajena esa plasmación de un lúbrico contexto sexual, que ejercería como destacado rasgo de identidad de un realizador destacado en su oposición por la adopción de planteamientos dominados por el puritanismo.

La película se inicia en el acomodado entorno acomodado del matrimonio Hardy. Mientras el esposo, Richard Hardy (Jack Dean) no deja de luchar por rentabilizar las inversiones que ha efectuado, y que en un momento determinado les llevarían a la riqueza, su esposa Edith (Fannie Ward) se ha convertido en una mujer frívola que no deja de derrochar el poco dinero del que disponen en esos momentos en objetos innecesarios, y que además no oculta la estrecha amistad que mantiene con el joven y acaudalado empresario nipón Hishuru Tori (un joven Sessue Hayawaka) quien apenas puede ocultar la atracción que le liga a la protagonista. Esta es tesorera de una fundación benéfica y tendrá que custodiar en la caja fuerte de su vivienda diez mil dólares. En una fiesta que ofrece en casa, entregará esos diez mil dólares a un asesor financiero que le hace dudar de los posibles beneficios de su esposo en sus inversiones, pero que asegura a Edith pingues beneficios en muy pocos días si alberga capitales para que este los incluya. Ella le entregará los diez mil dólares que custodia y que, para du desgracia, pocos días después el inversor perderá, máxime cuando por parte de la fundación se le reclama dicha cantidad. La inesperada situación le llenará de pánico, por lo que recurrirá a Tori, quien desde el primer momento se mostrará solícito al entender que con ello va a poderla tener atrapada. Una vez este le entregue ese dinero, y cuando Edith se dispone a devolver la cantidad recibirá la grata nueva de que su esposo se ha hecho repentinamente rico con sus inversiones, y no le costará nada darle esos diez mil dólares -que ella le ha pedido, mintiéndole al decirle que lo hizo en juego-. Pero cuando se dispone a devolvérselos a su amigo japonés, este mostrará la verdadera cara de su personalidad llegando a propasarse con ella, e incluso a marcarla con un sello de su propiedad. Aterrorizada, y buscando huir llegará a dispararle. El drama se ceñirá a su alrededor y, muy pronto, incluso sobre su esposo, que en los últimos momentos ha empezado a albergar sospechas sobre Mary.

THE CHEAT destaca, dentro de las limitaciones que implica su propia configuración -dentro de un relato de tan ajustada duración- al estar inmersa en un ámbito temporal donde el hecho cinematográfico carecía de la complejidad atesorada muy pocos años después, por la ondulación de su entramado dramático. Y es que de entrada destacaremos en su metraje su pintura de personajes. Dentro de una planificación centrada en su montaje, la ausencia de movimientos de cámara y el uso de tintados para describir sus diferentes escenarios, su discurrir poco a poco irá acercándose a un tono de comedia de raíz sexual, algo que De Mille practicaría con especial acierto pocos años después. Esa inclinación hacia un cierto grado de frivolidad al describir ese mundo superficial en el que la protagonista se encuentra como pez en el agua, poco a poco irá adquiriendo un alcance más sombrío, que tendrá su punto de inflexión cuando conozca la ruina que asumirá inesperadamente al perder esos diez mil dólares con los que pretendía obtener extraordinarios beneficios.

A partir de ese momento se sucederá lo mejor de un relato, hasta entonces, dominado por cierto esquematismo, y que desde ese momento se introducirá en esa atmósfera mórbida tan propia del cine posterior de su artífice. Será algo que comprobamos de manera sutil cuando Hishuru acceda a la desesperada petición de su ocultamente amada, pero se expresará de manera abierta en el impactante episodio en el que esta acudirá de nuevo a su lujosa mansión para devolverle el dinero prestado y pedirle saldar la deuda. Será el momento en que De Mille desplegará con enorme intensidad el deseo de Edith de escapar de las garras de su amante nipón, del que en ese momento descubrirá su verdadera cara. Serán unos minutos de desbordante tensión, que acentuarán el terrible instante en el que Tori marque la espalda de la desventurada joven, y que tendrán su continuidad en la respuesta de esta, al disparar contra el joven, al que dejará en las puertas de la muerte. Sin embargo, lo inquietante no cejará en su fuerza en unos momentos casi irrespirables, que más de un siglo después de su rodaje siguen mostrando una sorprendente garra dramática. Richard, el esposo, llegará hasta dicho marco e intuyendo la realidad del dramático escenario y demostrando un profundo amor a su esposa, no dudará en inculparse de lo sucedido sin defensa alguna. Todo ello propiciará una vista que culminará con un impactante anuncio por parte de Mary, al revelar públicamente y con una prueba inapelable su acción en defensa propia, ante un acusador hasta entonces callado, que tendrá que variar casi de un momento a otro, la condición de sujeto acusador -aunque por fortuna recuperado- a sortear un intento de linchamiento entre los asistentes -uno de los elementos que con el paso del tiempo sirvió para acusar de reaccionaria una propuesta de manifiesta ingenuidad-.

Sin embargo, si tuviera que quedarme con una sola secuencia de una película sencilla y hasta cierto punto esquemática pero siempre fluida, no tendría ninguna duda en destacar la que describe el encuentro de la visita a la celda de la prisión de Mary a su esposo allí confinado. La utilización de las sombras, la movilidad de los actores dentro del encuadre, y la propia dirección de estos intérpretes puesta a punto en estos instantes, revelan la condición de estilista de un director que aún tenía mucho que ofrecer al medio cinematográfico.

Calificación: 2’5

THE GODLESS GIRL (1928, Cecil B. De Mille) La incrédula

THE GODLESS GIRL (1928, Cecil B. De Mille) La incrédula

Nunca me cansaré de señalarlo. El primer año absolutamente glorioso de la andadura cinematográfica, lo constituyó ese 1928 en el que, de manera paradójica, se producía la -inoportuna- irrupción del sonoro, por medio de la insustancial THE JAZZ SINGER (El cantor de jazz, 1927. Alan Crossland). En dicha ocasión ofrecerán lo mejor de sí mismo, aportando alguna de las cimas absolutas del Séptimo Arte figuras como King Vidor, Friedrick W. Murnau, Frank Borzage, Charles Chaplin, Buster Keaton, Fritz Lang, Paul Leni, e incluso nombres de menor relevancia, como Paul Fejos o el británico Anthony Asquith. Pues bien, dentro de ese contexto temporal de enorme febrilidad creativa, cabe insertar, siquiera sea en un segundo plano, la magnífica THE GODLESS GIRL (La incrédula, 1928), última película silente dirigida por Cecil B. De Mille, que se estrenó inicialmente como tal, en el verano de 1928, y fue sonorizada y vuelta a exhibir en la gran pantalla durante los primeros meses de 1929. La copia que he podido disfrutar responde, por tanto, a las intenciones originales del realizador, ofreciendo, bajo mi punto de vista, una de sus obras más libres -temática y cinematográficamente- que le conozco, aunque bien es cierto que cerca de 80 largometrajes, no más de una docena de ellos.

Nos encontramos en una escuela donde la joven Judy Craig (Lina Basquette) actúa haciendo proselitismo en la propagación del ateísmo. Siempre de manera oculta y editando y distribuyendo pasquines. Los responsables del colegio detectarán dicha propaganda iniciando una campaña para buscar a sus responsables. El joven Bob Hathaway (Tom Keene) sí que conoce el origen de dichas acciones, ya que Judy coquetea con él, un muchacho criado en el cristianismo, que se ofrecerá como representante de los estudiantes para solucionar la presencia de esta insólita agrupación entre los propios alumnos. Para ello, junto a un grupo de compañeros acudirán de manera sorpresiva a la reunión convocada por la muchacha, en donde ella explicará las razones de su rechazo de la religión, e incorporando nuevos adeptos a la misma, aunque estos no lo hagan con demasiada convicción. La llegada de los compañeros de Bob, en un primer momento provocará la altanería de Judy pero, poco después, todo desembocará en una auténtica batalla campal, que culminará con la inesperada muerte de una de las amigas de esta, quien implorará en sus últimos instantes, la existencia de ese más allá que ha ido negando en su corta existencia, mientras Judy asume impresionada la inesperada y terrible circunstancia.

La llegada de la policía condenará a la pareja de jóvenes, así como un a atolondrado amigo de ambos. Inicialmente estos se odiarán sin remedio, aunque de manera paulatina se instalará entre ellos una creciente atracción. Todo ello, en medio de la extrema dureza de las condiciones de prisión, en la que Bob -dada su juvenil altanería- recibirá de manera muy especial la inquina del oficial de prisiones, encarnado por Noah Beery. Dicha circunstancia posibilitará episodios de especial tensión -en uno de ellos, el oficial pondrá en marcha la estructura eléctrica de la valla que separa a hombres y mujeres en el patio de la prisión, provocando que ambos jóvenes reciban heridas en sus manos-. Bob será incluso confinada en una de las celdas de castigo, aunque conseguirá de manera inesperada escapar de su celda, al dejar encerrado en la misma a su brutal vigilante, logrando fugarse junto a Judy. Contra todo pronóstico consolidarán su huida en un carro, de la que se detendrán cuando crean que han logrado vencer el rastro de sus perseguidores. Dormirán camuflados junto a una granja, en plena naturaleza, donde ambos consolidarán su amor, y la muchacha podrá vislumbrar, por vez primera, que hay un orden supremo en la existencia. Para su desgracia, la emboscada del personal de prisiones logrará capturarlos de nuevo, siendo reducidos y esposados en sendas celdas de castigo -por separado- situadas en el recinto. La grave situación tendrá un desenlace inesperado, puesto que se producirá un incendio -algo que, de alguna manera, había implorado Judy a la divinidad- pronto extendido al conjunto de la prisión. Los reclusos organizarán una rebelión de la que Bob quedará al margen, hasta que sepa por la presa fiel amiga de ambos, que Judy se encuentra encerrada y olvidada por todos. El muchacho arriesgará su vida para salvarla entre las llamas, pero, a requerimientos de esta, salvará igualmente la vida del fiero oficial de prisiones, que se encuentra inconsciente y a punto de perecer quemado en el dantesco incendio.

Lo primero que llama la atención en THE GODLESS GIRL reside en la modernidad de su tono. Confieso mi temor a que, al comenzar a contemplarla, De Mille ofreciera uno de esos sermones que caracterizaron parcialmente su cine. Por fortuna, desde el primer momento, la película asume el tono de una comedia estudiantil, predominando los pequeños destellos cómicos incorporados con efectividad. Y otro detalle curioso, en ningún momento se cuestiona esa opción de la muchacha. Por el contrario, De Mille no duda en caricaturizar la intransigencia del vetusto profesorado, ante la opción que marcan dichos pasquines. Dicha tonalidad se extenderá a la hora de describir la reunión librepensadora de Judy y la emboscada de Bob y sus compañeros, o insertando un magnífico plano de grúa ascendente que describirá el ascenso por esa escalera, que poco después definirá el primer punto de inflexión de la película. Lo ofrecerá la trágica caída de la joven amiga de Judy por el quicio de la misma descrita por una planificación de admirable, deslumbrante, que noquea al espectador al anticipar esos instantes tremendamente dolorosos, de sus instantes postreros, y el primer indicio de duda para nuestra protagonista.

Contra todo pronóstico, ese tono de comedia volverá al aparecer los primeros instantes y la inadaptación de la pareja en prisión. Ambos se encontrarán acompañados de ese otro joven -que por lo general se insertará como contrapunto cómico, aunque su presencia solo sirva finalmente para brindar una posibilidad de futuro a la otra reclusa, amiga de Judy, en los instantes finales del film-. Ese tono ligero irá tiñéndose de manera paulatina de tonos sombríos, al aparecer una mirada revestida de crueldad, en torno a las condiciones de la prisión. Fruto de ello aparecerá tanto el ya señalado y cruel episodio de electrocución de la pareja al aire libre -en el que, se quedarán las señales de las quemaduras en las manos de Judy ¡en forma de cruz!- como la previa, en la que una contestación y una inesperada mojadura con agua de Bob provocará por vez primera la cruel represalia de ese guardián, que arremeterá contra él con la fuerza del chorro de agua de una manguera, hasta dejarlo exhausto.

A esa espiral de crueldad -tan solo tamizada, por las ocasionales ocurrencias cómicas del amigo de Bob, por lo general bastante prescindibles- dará paso el magnífico episodio de la fuga perfectamente planificado, con una clara herencia del universo de Griffith, a la que sucederá el bloque más perdurable de la película, y que aún sorprende, en la medida de estar plasmado por un cineasta que no solía hablar de sentimientos amorosos y sí, por el contrario, de pasiones. Me refiero a esas horas en la que los dos jóvenes se encontrarán en plena naturaleza, dando rienda suelta, por vez primera, a esos sentimientos que hace ya tiempo los unen, en medio de una planificación en la que el cineasta incorporará una extraordinaria sensación de placidez existencial que Judy interpretará, feliz, al haber descubierto la armonía de un orden divino, expresada en su amor a Bob. Un episodio digno del más romántico y telúrico hombre de cine, que no dudaría en destacar como el más hermoso que hasta el momento he presenciado en toda su filmografía. Una extraordinaria sensación de plenitud que, por momentos, no dudo en emparentarla con lo más hermoso legado en esta vertiente, por figuras de la talla de los ya citados Murneu o Borzage, que culminará cuando los oficiales de la prisión lleguen al entorno de la pareja y, finalmente, los capturen de nuevo, y los encierren en sendas celdas separadas. Será el momento en el que, quizá, por intervención divina -Judy implorará dicha mediación-, el incendio de la penitenciaría formará otro bloque narrativo de deslumbrante fuerza. Un auténtico tour de force. Toda una catarsis, en la que se pondrá a prueba la angustia de la salvación en el último momento, la fe de la muchacha y, sobre todo, la capacidad de redención de una pareja que, en este recorrido físico y emocional, han encontrado el sendero de la madurez de unas vidas que, a partir de ese momento, y merced a su acción ejemplar de salvar a ese sádico guardián, forjarán un pasaporte al futuro. THE GODLESS GIRL supone la prueba evidente de un cineasta no solo engrasado en sus virtudes cinematográficas sino, lo que es más sorprendente, provisto en sus mejores pasajes, de un sorprendente grado de inspiración y emotividad.

Calificación: 3’5

NORTH WEST MOUNTED POLICE (1940, Cecil B. De Mille) Policía montada del Canadá

NORTH WEST MOUNTED POLICE (1940, Cecil B. De Mille) Policía montada del Canadá

En la confluencia de la conclusión de la década de los años treinta, y el inicio del decenio siguiente, se produjo en el universo del western cinematográfico una corriente que abordó no pocos exponentes del género expresados en un tratamiento del color de vertiente pictórica, caracterizados por una personalidad singular, y buscando en su implantación un anhelo de cierto grado de autenticidad, a la hora de representar en imagen real una traslación de los grabados que se pintaron en la segunda mitad del siglo XIX, e intentando con ello buscar un elemento de realismo en la adscripción al mismo. Sería una apuesta que ofrecería su puesta de largo de la mano de Henry Hathaway en THE TRAIL OF THE LONESOME PINE (El camino del pino solitario, 1936). Con el paso de pocos años, fue la 20th Century Fox la que apostó de manera más decidida por la incorporación del color en sus westerns, de la mano de realizadores tan valiosos como Henry King, Fritz Lang o el John Ford de DRUMS ALONG THE MOHAWK (Corazones indomables, 1939). Fruto de dicha corriente, aunque en el ámbito de la Paramount Pictures, es donde Cecil B. De Mille desarrolló buen parte de su andadura sonora, se establece NORTH WEST MOUNTED POLICE (Policía montada del Canadá, 1940) –en un periodo de especial implicación con dicho género por parte de su firmante-, que aúna con un notable grado de acierto el seguimiento de aquella corriente, insertándolo en ese estilo sobrecargado que caracterizó su cine, del cual considero esta película uno de sus exponentes más valiosos –al menos entre los que he tenido ocasión de presenciar-.

En su desarrollo argumental, se combina la clara intención por parte de De Mille de ofrecer uno de sus habituales frescos históricos, destacando en el mismo el tratamiento de la interrelación de sus personajes protagonistas, dando rienda suelta a sus obsesiones sexuales, y una visión visualmente intensa de esos retratos por lo general basados en el pasado de la vida americana, caracterizados por su turbulencia. La película se centra en la frontera canadiense de 1885. En aquellas tierras los asentamientos de mestizos se han ido adueñando de unas tierras ricas y aún salvajes, en las que se encuentran igualmente las tribus indias y la policía montada que salvaguarda el dominio del imperio británico. Sin embargo, para lograr soliviantar a los pobladores, se unirán el traficante y poco recomendable Jack Corbeau (George Bancroft, bastantes años después de protagonizar algunos clásicos silentes de la mano de Joseph Von Sternberg), unido a Dan Duroc (Akim Tamiroff, antes de de ejercer como uno de los característicos más populares del cine de Orson Welles). Ambos se proponen levantar dicha rebelión, para lo que lograrán la anuencia del más mesurado Louis Riel (Francis McDonald), respetado por su sentido de lo didáctico, aunque finalmente decida unirse a ellos, planteándose el objetivo de lograr el apoyo de las tribus indias de la zona, en cuyo esfuerzo común logren dinamitar el dominio británico.

A partir de dicho enunciado temático, el film de De Mille se articula en torno a dos visiones contrapuestas y complementarias. De un lado describe con presteza los pasos seguidos y encaminados a posibilitar dicha rebelión, y de otro seguir los retratos individuales de dos oficiales de la policía montada canadiense, conocedores de la temible situación que se va forjando. Ellos serán el sargento Jim Brett (Preston Foster), Ronnie Logan (Robert Preston), a los que se unirá de forma inesperada Dusty Rivers (Gary Cooper), un ranger de Texas que acude al lugar en la búsqueda de Corbeau, puesto que tiene una orden de detención por un asesinato cometido por este. Dentro del conjunto del relato, se intercalará la doble relación sentimental que vivirá, de un lado Logan con la joven y voluptuosa Louvette Corbeau (Paulette Godard), hija del citado y peligroso contrabandista y asesino, y de otra la atracción que sobre Rivers ejercerá April Logan (Madeleine Carroll), la hermana de Ronnie. Articulando con un adecuado grado de acierto las aventuras e incidencias marcadas en esa faceta colectiva que poco a poco irápropiciando la puesta en marcha de dicha rebelión, con las aventuras individuales de los cinco personajes antes señalados, De Mille logra componer un fresco en el que el eco histórico va aunado de la mano con la convención hollywoodiense, sin que una faceta vaya en menoscabo de la otra. Precisamente en el logro de un producto caracterizado por su combinación de episodios dramáticos –las dos visitas al jefe indio, una de ellas autorizando este la rebelión, y la segunda desistiendo de la misma, la batalla en la que los rebeldes comandados por Corbeau acribillan a los canadienses mediante una ametralladora de enorme potencia-, se intercalará con aspectos y detalles más dados a la comedia, como los matices que aplica el estupendo Gary Cooper en su performance, o incluso el contraste entre el maduro escocés que se pondrá de parte de los representantes de la corona británica, y su propia lucha, casi como un juego, con su íntimo amigo Duroc, que fallecerá de un tiro furtivo disparado desde otra arma.

Esa mezcla de elementos, ese sentido del ritmo, esa turbulencia de la imagen y de los conflictos narrados, la especial dureza que adquiere la tremenda batalla en la que los hombres de Corneau logran casi eliminar a los canadienses, son aspectos que enriquecen un relato que alcanza al mismo tiempo una enorme belleza en la aplicación de un Tecnicholor de notable perfección, utilizado con presteza por los operadores Víctor Milner y H. Howard Greene. Pero junto a todos estos matices, a esa combinación de intimismo y coralidad, de comedia y drama, que articula esta singular aportación al western, De Mille no dejará de aplicar en sus imágenes su condición de reconocido experto en obsesiones sexuales, que en esta ocasión queda aplicado de manera muy clara en el personaje encarnado por Paulette Godard, a la que llegará a vestir de manera anacrónica para acentuar su grado de atractivo erótico. En una de las secuencias más valiosas del film, al conocer esta que los hombres de su padre se disponen a ofrecer la ofensiva que culminará en la sangrienta batalla, intentará convencer a Ronnie para que se case con él esa misma noche –con la intención de salvarlo de la misma-. Pese a la renuencia de este a abandonar su lugar de vigilancia por unas horas, al final accederá, siendo atado y sometido por su amada, para evitar que escape y se implique en el combate. Es en esos instantes, donde ese grado de salvaguarda es convertido casi en una sumisión por parte de Louvette, manteniendo amarrado a su amado con las manos a la espalda y en una silla, y observándose en las muñecas las huellas sangrantes del constante intento de este por zafarse de sus ligaduras. Eran los subterfugios que el controvertido realizador logró introducir en los mejores momentos de su cine, permitiendo con posterioridad que Ronnie, una vez fallecido, evite ser considerado como un desertor y reciba todos los honores. Sin duda, uno de los aspectos que un realizador tan moralista, en algunos momentos jugaba el mismo terreno que otros de opuesta inclinación ideológica, como bien podría ser Erich Von Stroheim.

Calificación: 3

THE AFFAIRS OF ANATOL (1921, Cecil B. De Mille) El señorito primavera

THE AFFAIRS OF ANATOL (1921, Cecil B. De Mille) El señorito primavera

Cuando Cecil B. De Mille acomete la realización de THE AFFAIRS OF ANATOL (El señorito primavera, 1921), se encontraba prácticamente en el ecuador de una filmografía extendida en más setenta títulos, y en un periodo de especial febrilidad como cineasta, ya que su obra se iría relajando a partir de la llegada de los años treinta. Conocido en nuestros días por sus “colosales”, lo cierto es que la obra de De Mille alberga temáticas y propuestas de diferentes vertientes y, sobre todo, esconde en ella la enorme contradicción de un hombre de cine caracterizado por su extremo puritanismo, aunado por una serie de obsesiones de índole sexual que siempre estuvieron presentes en una trayectoria que incluyó “westerns”, films de aventuras y que, tengo de reconocerlo, nunca ha suscitado en mi un gran interés. Confieso que pesa en mi apreciación de sus films –en los que es indudable se da cita el talento de un pionero del cine-, más su vertiente negativa, y una cierta pesadez que a mi juicio nunca le abandonó, antes que valorar esos aspectos que, justo es reconocerlos, no conviene dejar de lado. Es por ello que ha supuesto para mi una grata sorpresa poder apreciar esta adaptación de la obra teatral del vienés Arthur Schnitzler, en la medida que supone uno de los exponentes más valiosos de un periodo prestigiado pero muy poco conocido de la filmografía de De Mille. Me refiero, por supuesto, a esas comedias sofisticadas y con una fuerte carga insinuante, que este firmó para la Paramount en torno a inicio de la década de los años veinte. Adaptada de la obra del mismo título de un dramaturgo caracterizado por el análisis de los comportamientos cuestionables y vacuos de las clases altas europeas, la base dramática de Schnitzler fue utilizada a lo largo del tiempo por cineastas que van de Max Ophuls -LA RONDE (La ronda, 1950)-, al mucho más cercano Stanley Kubrick de su póstuma EYES WIDE SHUT (1999). En estas y otras adaptaciones se aprecia un cuestionamiento de las apariencias que ocultan comportamientos hipócritas e insatisfechos, que tomaron sus superficiales privilegios de clase para enmascarar una profunda insatisfacción existencial.

Todo ello, retomado como comedia, es lo que asume con destreza un De Mille, dentro de un conjunto de títulos que habría que situar en el seno de cualquier antología de evolución del género, dentro de un periodo en el que la misma estaba centrada en el periodo dorado del slapstick. Por ese olvido ejercido en torno a la aportación del autor den THE TEN COMMANDMENTS (Los diez mandamientos, 1956), es quizá el primer motivo para destacar esta comedia que esconde bajo sus aparentes sencillas costuras y su presunto moralismo, una visión acre y por momentos desencantada de los sentimientos amorosos, escondiendo también en su metraje esa inclinación por las perversiones sexuales, que el famoso director dejó patentes en buena parte de su obra. THE AFFAIRS… se inicia de manera precisa, con unos planos de detalle que describen el nerviosismo de su protagonista –Anatol Spencer (un estupendo Wallace Reid, revelando su dotación para la comedia y sus atisbos como intérprete dramático), centrados en los movimientos de sus pies y manos, al esperar a su esposa Vivian (Gloria Swanson, en un rol de menor importancia en el relato), quien se está terminando de arreglar para asistir a una cena. En apenas unos pequeños apuntes, De Mille logra transmitir al espectador tanto la debilidad de la relación existente en la nueva pareja –apenas llevan unos meses como matrimonio-, como en la descripción de esos primeros años veinte, en los que el baile y la despreocupación fueron uno de sus rasgos más distintivos. A partir de esos momentos, y ayudado con la intención y divertido sentido moralizador expuesto en los títulos de crédito, descubriremos la voluntad de “arreglar el mundo”, esgrimida por el ingenuo esposo, empeñado en erigirse como salvador de mujeres supuestamente inmersas en situaciones comprometidas. Será una intención que pondrá en practica en una joven –Emile Dixon (Wanda Hawley)-, atenazada por la insistencia de su amante, un viejo y lúbrico productor teatral de pocos escrúpulos, quien provocará la intervención de un Anatol imbuido de su intención de erigirse como supuesto salvador de mujeres desvalidas –aunque ello le llevara a la desconfianza y decepción por parte de su esposa-. En la capacidad de De Mille a la hora de ofrecer credibilidad, sentido de la comedia elegante, juego con el doble sentido y cariño por sus personajes, es donde cabe valorar la vigencia de una comedia adulta, capaz de describir una serie de situaciones definitorias de la complejidad y escasa positividad en la condición humana. Personajes como la esposa de ese granjero que ha robado el dinero que su esposo albergaba para comprarse un vestido, y que llegará a intentar suicidarse, aunque el paso providencial por el río de Anatol y Vivian –que han decidido viajar al campo tras la azarosa experiencia vivida con Emile y su esposa con un atractivo mago, les llevara a un entorno supuestamente más tranquilo-, los lleve a su rescate… y a reanudar la inveterada condición de este de casi entrometido salvador de féminas, aunque en el caso de esta le haga aprender la lección de ser robado por la suicida –quien con el providencial rescate de este logrará salvar la situación generada ante su esposo-. Sin embargo, esta situación será contemplada por Vivian, cuando con la llegada de un médico compruebe con sus ojos como Anatol besa a la recuperada suicida, rechazándolo cuando este pretenda retornar a su hogar.

Será el elemento límite para que nuestro elegante y atolondrado protagonista se someta a la catarsis de vivir una noche de supuesta lujuria con la devora hombres Satan Synne (encarnado por la popular Bebe Daniels). Una artista de variedades definida en una escenografía de atractivos siniestros, que acogerá a Anatol por la necesidad perentoria que tiene de tres mil dólares. Para ello, emplazará a este en su lujosa vivienda –caracterizada por elementos sensuales –el dormitorio con la presencia de un tigre- e incluso macabros –ese esqueleto que ve reflejado Anatol en un espejo-. Será de entrada una catarsis, que muy pronto se revelará en una petición de esta de dinero, convencida de la entrega brindada por el esposo… y casi de inmediato se revelará la necesidad de tal cantidad; sufragar una operación dedicada a su joven esposo, que desde que regresara de la I Guerra Mundial se encuentra afectado por la metralla. Será sin duda este el fragmento más brillante de la película, a través de la inflexión dramática y sincera propuesta por los sentimientos expresados por la vamp –que recibirá de este el talón con dicha cantidad, demostrando en ese momento la absoluta sinceridad de su comportamiento-. Es en fragmentos como este, a partir de la aparente frivolidad, donde se llega a insuflar en el relato la sinceridad de un personaje que puede parecer el epítome de la perdición, atisbando la talla que podía reflejar Cecil B. de Mille en sus mejores instantes. La realidad que le brinda Satan a Anatol, hará regresar a este hasta su mujer con la intención decidida de salvar su matrimonio, pero para ello intentará utilizar los servicios del hipnotizador, intentando descubrir si ella le ha sido fiel. Solo será la insistencia del amigo de la pareja para que confíe en ella, el detonante para que renuncie a cualquier desconfianza hacia su esposa, apostando por la continuidad de un matrimonio puesto a prueba, en realidad, por la ausencia de una verdadera sinceridad entre ambos.

Esa capacidad para saber expresar con la mezcla de drama y comedia, su acierto en la descripción de la contradicción de sus personajes, y la intuición para lograr desviarse de la senda del fácil moralismo, es la que otorga la definitiva vigencia a una película que, más de noventa años después de ser realizada, mantenga intacto su considerable interés.

Calificación: 3

THE PLAINSMAN (1936, Cecil B. De Mille) Búffalo Bill

THE PLAINSMAN (1936, Cecil B. De Mille) Búffalo Bill

Dos son los elementos que sobresalen y proporcionan carácter a esta finalmente curiosa y apreciable THE PLAINSMAN (Búffalo Bill, 1936. Cecil B. De Mille) -mal titulada en España en el momento de su estreno-. Estos se centran en la presencia de cierto estatismo heredado del cine mudo que se aprecian en varias de sus secuencias –especialmente aquella que sirve de presentación al malvado Lattimer (Charles Bickford)-, mientras que en muchos otros de sus momentos se observa una extraña inclinación hacia la comedia, a la que quizá no sería ajena la presencia como pareja protagonista de unos Gary Cooper y Jean Arthur recién salidos de MR. DEEDS GOES TO TOWN (El secreto de vivir, 1936. Frank Capra),  y ya consagrados como dos de los más valiosos intérpretes del género en los años de la screewall comedy. Sin embargo, esa mirada tamizada en la comedia no se centra única y exclusivamente en los rasgos y tics aportados por sus protagonistas, sino que se extienden igualmente en la visión que se tiene de los indios, en ocasiones dominados por un alcance burlesco casi entroncado con el slapstick.

 

Son matices y elementos que sirven para enmarcar esta insólita producción de la Paramount, que podríamos determinar se encuentra a medio camino en todas y cada una de las vertientes a las que apuntan sus imágenes, sin que por ello debamos hablar de fracaso, ya que el film de De Mille se inclina en esta ocasión por una vertiente intimista, contrastando con ello su sempiterna mirada revestida de impostura historicista y engolada. Es en esa cuestión donde nos encontramos con una película que aparenta las formas de un grand western, deslizándose paulatinamente por el sendero de la mirada sobre el trío central de personajes, y abandonando cualquier aspecto más o menos relacionado con el seguimiento importado de la historia –aunque en su desarrollo se planteará de manera completamente elíptica el asalto de Little Big Horn-. Es un eje de referencia sin embargo, que si que se utilizará en los momentos iniciales, planteando la decisión de Abraham Lincoln de buscar apaciguar las fronteras existentes del país debido al retorno masivo de soldados tras la guerra civil, que preludiaría una saturación de la oferta de mano de obra laboral. Por ello apostará por la inserción de un porcentaje de estos soldados en la vida del Oeste, abriendo con ello una posibilidad de progreso. En pocos instantes se acertará en describir esa situación, intercalando en ella el asesinato del presidente y la presencia de unos aviesos negociantes empeñados en difundir la venta de un nuevo fusil, para lo cual no dudarán en negociar con las tribus más pacíficas de indios.

 

A partir de dicha premisa, la película centrará su atención en la relación que se mantiene entre Wild Bill Hickok (Gary Cooper), Buffalo Bill (James Ellison) y Calamity Jane (Jean Arthur). Una vinculación que, de manera solapada, no excluye el matiz homosexual, en la medida en encontrarnos con un auténtico triángulo sentimental en el que su vértice femenino queda expresado en una mujer de maneras masculinas –Calamity-, la propia definición física de Bill se expresa con un aspecto aniñado y en algunos elementos femenino, mientras que resultan evidentes las suspicacias que la recién comprometida esposa de Bill –Louisa (Helen Burgess, fallecida prematuramente al año siguiente, con apenas veinte años de edad)- expresa hacia la figura absorbente de Hickok. No sería nada nuevo, por otra parte, la presencia de matices de esta vertiente en el cine del puritano De Mille, en la medida que la expresión cruda de la sexualidad fue siempre una de las vertientes más conocidas y perdurables de su filmografía, manifestándose reiteradamente en el devenir de la misma. Es más, esa inclinación del realizador por secuencias dotadas de un especial alcance perverso, tendrán diversas manifestaciones y detalles de alcance incluso macabro, alcanzando su cénit en la secuencia en la que Hickok es sometido a la terrible tortura de ser colgado en una viga de madera, siendo ubicado encima de una hoguera, para lograr con ello la confesión de él o de Calamity sobre el lugar donde los hombres de Custer están realizando una misión estratégica que iría en menoscabo de la actividad de los indios.

 

Antes señalaba esa sensación de que THE PLAINHMAN se queda en un agradable medio camino de las vertientes que apunta. Como relato de ascendencia histórica, De Mille sirve los mínimos apuntes de guión necesarios para lograr insertarlo en la mirada retrospectiva del mismo. Como western propiamente dicho, la película ciertamente no alcanza el debido dinamismo, escorándose de manera más acusada en una mixtura de melodrama, comedia y relato aventurero, en el que la cotidianeidad de su desarrollo, el acierto parcial en el planteamiento de ciertas secuencias destacadas en su matiz descriptivo y cierto estatismo formal, se darán de la mano en una visión finalmente reveladora sobre la muerte del antiguo Oeste. Una mirada que de alguna manera sirve como conclusión natural el relato, pero que prosiguiendo con esa nuance gay que a mi modo de ver muestra claramente el film de De Mille, podría establecerse como única manera de asumir una relación imposible entre los dos protagonistas masculinos del relato. Y es que es la única manera con la que se podría asumir claramente el sacrificio personal del rol encarnado por Cooper, es precisamente entendiendo la imposibilidad de una realización personal con su viejo e incondicional amigo. Ahí tenemos un claro exponente en los que tras la superficie de un relato hagiográfico, se escondía la plasmación de una amistad más próximo a los dobles sentidos que pocos años después, sería moneda corriente en el cine de Howard Hawks. También en los rígidos códigos del cine de Hollywood de aquellos años, en ocasiones las apariencias engañan.

 

Calificación: 2’5

CLEOPATRA (1934, Cecil B. De Mille) Cleopatra

CLEOPATRA (1934, Cecil B. De Mille) Cleopatra

Probablemente una película como CLEOPATRA (1934) pueda servir para mostrar de forma paralela las cualidades y elementos caducos del cine de su realizador, Cecil B. De Mille. Un nombre que quizá merecería un análisis más completo de su real aportación al cine. Figura poco evocada en los últimos tiempos, enormemente popular y respetado en su día –era uno de los pocos directores considerados como “autores”, cuando en el cine norteamericano los realizadores no tenían la consideración que posteriormente alcanzaron sobre todo en la crítica europea-, lo cierto es que el paso del tiempo no ha discurrido precisamente a su favor. En ello, obvio es señalarlo, influyó por un lado la caducidad de buena parte de sus aportes estéticos, y por otro el férreo reaccionarismo que caracterizó su figura, su vida pública y las elecciones temáticas de no pocas de sus películas. Personalmente lo confieso, no ha sido la obra de De Mille un elemento que haya suscitado en mí excesivo interés, pero este relativo desapego no debería inducirme a dejar de reconocer la intermitentes cualidades que, más de siete décadas después de su realización, siguen adornando una película como la que nos ocupa, en la que aciertos y elementos absolutamente periclitados, se dan de la mano de una manera sorprendente. Sería fácil destacar en la segunda vertiente, todos aquellos rasgos grandilocuentes y de inspiración casi zarzuelera que adornan la acción, e incluso el tono extremadamente ampuloso de aquellas secuencias que plantean la revisión historicista, además acompañadas por lo general de un hieratismo trasnochado. Son, evidentemente, apuestas hoy día hasta risibles pero que en su momento quedaron como una de las marcas de fábrica de De Mille, perjudicándolo en su valoración postrera.

 

De todos modos, junto a estas obviedades cinematográficas, no sería justo dejar de apreciar aquellos elementos que siguen mostrándose eficaces en su cine, y que podemos detectar en esta extraña CLEOPATRA, que se inicia de manera vulgar, y poco a poco, logra alcanzar una cierta temperatura, centrada fundamentalmente en el dominio que el realizador mostraba en la comedia romántica, y su inclinación por las alusiones sexuales, de una presencia tan visible que sorprenden en la medida que estaban expuestas incluso después de la aplicación del restrictivo Código Hays. Es evidente que, en este sentido, buena parte de los virtudes que, pese a todo, sigue manteniendo la película de De Mille, se centran en los recovecos que va planteando la relación que se establece entre la protagonista del film (interpretada por una impecable Claudette Colbert), reina de Egipto, a partir de su encuentro con el atractivo, mujeriego y dominador Marco Antonio (Henry Wilcoxon). Es precisamente cuando la película abandona la reconstrucción más o menos espectacular, y se adentra en un terreno de comedia de los sexos, cuando su metraje comienza a alcanzar un interés, que cierto es nunca llevará a conseguir de este un título especialmente reseñable, pero sí al menos permitir que mantenga una cierta vigencia. Será incluso una vertiente que permitirá unos minutos finales provistos de cierta intensidad melodramática, y que permitirá concluir la función con un impresionante plano general de Cleopatra cuando ha culminado de manera majestuosa su sacrificio por amor.

 

En medio de este contexto, es probable que contemplar esta lujosa producción de la Paramount nos permitirá atender al esfuerzo de producción, e incluso a compararla con la posterior y más compleja versión filmada –dentro del largo y traumático rodaje que todos conocemos-, a inicios de los sesenta por Joseph L. Mankiewicz. Secuencias como la de la llegada a Roma de la protagonista del relato, es evidente que siguen manteniendo su fuerza, aunque adquiere más sobriedad comparado con la versión posterior, y en cierto modo vista con los ojos de nuestros días, parezca un lujoso boato de los desarrollados en cualquier celebración mediterránea de moros y cristianos. En este aspecto concreto, hay que señalar que en CLEOPATRA se da de la mano el porcentaje de mal gusto y la trasnochada ampulosidad, con una planificación que por momentos demuestra su agilidad, sabiendo utilizar y trascender esos elementos propios de un diseño de producción, y con una planificación ágil que integra los mismos en el contexto de la narración. Es algo que en esta película se manifestará en la secuencia coral que sirve para situar la presentación del personaje de Marco Antonio en medio de una fiesta desarrollada entre la elite romana. De todos modos, justo es reconocer que es a partir del momento en que se encuentran los dos personajes que formarán el principal elemento de conflicto, cuando la película adquirirá su auténtico timbre de personalidad. Una vertiente en la que De Mille inicialmente irá aplicando tintes de comedia que tienen en la labor de la Colbert un apoyo de primera magnitud –véase la secuencia en la que Cleopatra idea toda una puesta en escena para lograr atraer al heroico, mujeriego y conquistador guerrero romano-. Todo un cúmulo de momentos que funcionan en su vertiente intimista y alcanzan una notable temperatura por más que, justo es reconocerlo, queden envueltos en esa ampulosidad que, de una forma u otra, siempre tendrá acto de presencia en la película. Quedémonos por tanto con la relativa vigencia de su grado de intimidad, que de alguna manera nos permite evocar un rasgo que el realizador, presumiblemente, practicó con relativo éxito en su etapa muda. Algo es algo, entre tanto cartón, oropel y adulteradas lecciones de historia.

Calificación: 2

CARMEN (1915, Cecil B. De Mille)

CARMEN (1915, Cecil B. De Mille)

Personaje tan extravagante como reaccionario –rozando los límites del fascismo ideológico-, lo cierto es que la figura cinematográfica de Cecil Blount De Mille (1881 – 1959) suscita en nuestros días no pocas reticencias. Es bien cierto que buena parte de lo que hemos podido ver de su cine resulta por lo general ampuloso, grandilocuente y poumpier, pudiéndose afirmar que sus películas en ningún momento se adscriben a cualquier tipo de intimismo. Sin embargo, lo cierto es que su nombre va ligado a la representación más ajustada del “hombre espectáculo” que lo consagró como uno de los directores estrella de Hollywood durante varias décadas. Confieso que la imagen más entrañable que me queda de la figura de De Mille, lo proporciona su magnífica –y lo digo con sinceridad- interpretación en SUNSET BOULEVARD (EL crepúsculo de los dioses, 1950) de Billy Wilder, o su breve cameo en SON OF PALEFACE (El hijo de Rostro Pálido, 1952) de Frank Tashlin.

Sin embargo, los historiadores –de quienes hay que mantener reservas en cuanto a sus apreciaciones-, siempre han destacado la etapa muda del realizador, algunos de cuyos éxitos reeditó en la pantalla en su periodo sonoro –sería el caso de THE TEN COMMANDAMENTS (los diez mandamientos) dirigida en 1923   y reeditada en 1956-. Dicha circunstancia es la que me permitió contemplar con interés una de sus primeras producciones, que además se inserta en el periodo inicial del cine mudo norteamericano, antes de que su gramática se consolidara con la aportación de numerosos realizadores conocidos por todos. La experiencia no ha sido baldía, puesto que CARMEN (1915) resulta en sí misma una película bastante estimulante, planteándose como una adaptación de la conocida obra de Próspero Mérimée que, pese a situarse muy lejana en el tiempo de su rodaje, y a los tópicos folkloristas que desprende la misma, sigue despertando un cierto encanto y grado de frescura.

La historia que desarrolla en un metraje que no alcanza la hora de duración, es sobradamente conocida. Cuenta a grandes rasgos la pasión amorosa que se desarrolla en el joven oficial don José (Wallace Reid), a partir de su encuentro con la cigarrera Carmen (Gearldine Farrar), que se ha propuesto seducirle, para lograr con ello el botín de una banda de contrabandistas. El oficial queda absolutamente prendado de la sexualidad que emana de la protagonista, pero ella prefiere ligar su pasión a la figura de un conocido torero que la llevará hasta Sevilla. José por su parte, después de sufrir la deshonra de haber matado a un compañero suyo de cuerpo a causa de una pelea provocada por Carmen, no dudará en incorporarse a la banda de contrabandistas para seguir a su amada y, cuando esta huye hacia Sevilla, la buscará con afán hasta desembocar en el final trágico de la relación de ambos.

No se puede decir que a nuestros ojos pueda sernos ni remotamente original el argumento que presenta el film de De Mille. Han sido tantas las versiones que se han efectuado de este argumento envuelto en pasiones, descripciones folkloristas y tópicos de guardarropía, que contemplar las imágenes de esta película resulta en cierto modo un ejercicio de benevolencia en este sentido. Pero no puede decirse que acceder a esta muestra casi centenaria de cine pueda resulta un mero esfuerzo de carácter arqueológico. Lo cierto es que la película se conserva bastante bien como un producto folletinesco que no decae en su ritmo, acierta en la descripción de sus secuencias y juega bastante bien con los recursos con que entonces contaba el lenguaje cinematográfico –uso de objetivos circulares y primeros planos, incipientes travellings frontales, e incluso un montaje bastante adecuado-. Es evidente que se observa en la película el esfuerzo de producción de la Paramount, y que tiene una especial significación en la primera secuencia que tiene como marco la ciudad de Sevilla. Un gran plano general nos ofrece una descripción del entorno folklorista que podría deducirse a las entendederas de la época, definido en un gran despliegue de medios. Al mismo tiempo, en varias de sus secuencias se detecta esa inclinación de De Mille por la incorporación de momentos caracterizados por su fuerte sexualidad e intensidad.

Pero por encima de todas estas consideraciones, personalmente acceder a esta película me ha permitido contemplar el encanto que tenía el que fuera una de las primeras grandes estrellas masculinas de Hollywood; Wallace Reid. Y es que el overacting de Geraldine Farrar, afortunadamente tiene un contrapunto valioso en la frescura, el magnetismo y la pasión que ofrece intuitivamente este entonces joven intérprete, que logró muy pronto una fama legendaria, y fue pocos años después una de las víctimas del abuso de la morfina y las drogas a partir de una accidente que sufrió. Solo el hecho de poder mantener la memoria de esta olvidada y más que apreciable estrella cinematográfica, merece la pena recordar la película de De Mille, con el que por cierto colaboró el actor en numerosas ocasiones, especialmente en comedias de doble sentido de índole sexual. En resumen, y con todo el esquematismo revestido de ingenuidad que le rodea, esta versión de la obra de Mérimée me parece mucho más viva y valiosa que las firmadas por Charles Vidor en 1948 –THE LOVES OF CARMEN (Los amores de Carmen)- y la muy reciente y mortecina de Vicente Aranda en 2003.

Calificación: 2’5