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CINEMA DE PERRA GORDA

Delbert Mann

DEAR HEART (1964, Delbert Mann) [Querido corazón]

DEAR HEART (1964, Delbert Mann) [Querido corazón]

El caso de Delbert Mann es uno de los más singulares del cine americano en la segunda mitad del siglo XX. Fue un inesperado y cuestionable triunfador a partir del éxito de MARTY (1955), que le reportó el Oscar al mejor director aquel año. Muy pronto aquel inmerecido plácet le desbordó en su consideración dentro de la denominada “Generación de la Televisión”, de la cual fue uno de sus exponentes menos valiosos a nivel estrictamente cinematográfico. Cronista de la mediocridad urbana, merced sobre todo a los guiones que le proporcionaba Paddy Chayefsky, lo cierto es que muy pronto su égida se oscureció, introduciéndose en una década de los sesenta, donde sobrellevó una andadura desigual, alternando comedias de cierta eficacia, melodramas de relativa efectividad, con otras propuestas más fantasmagóricas –como la desaprovechada MISTER BUDDWING (La mujer sin rostro, 1966). Y lo cierto y verdad, es que con Delbert Mann no había ni para tanto ni para tan poco. Como si fuera un curioso precedente del actual Steven Soderbergh –pero sin su pretenciosidad-, en su andadura se da cita un artesano medio, dotado de ciertas cualidades narrativas, y capaz de brindar títulos interesantes, solo en la medida de las posibilidades de su material de base. Es decir, que Mann era incapaz de arruinar una película por sí mismo, pero al mismo tiempo necesitaba un buen guión para que aflorar esa sensibilidad que, en sus mejores momentos, brotaba de su cine.

Pues bien, esa capacidad para introducirse en la sinceridad de sus personajes, es algo que aparece y se ofrece como el rasgo más valioso de un realizador humilde y artesanal, y que en DEAR HEART (1964) prolonga esa sensibilidad a la hora de trazar relaciones de personajes corrientes y vulgares, trasladando al espectador esa letra pequeña, esa cotidianeidad, esos sinsabores en los que se albergan a partes iguales dosis de felicidad e infelicidad de la vida cotidiana. Es algo que Mann había expresado en sus adaptaciones de Chayefski –en especial, la magnífica MIDDLE OF THE NIGHT (En la mitad de la noche, 1959)-, y cuyos ecos podemos detectar con facilidad en el encuentro que se producirá entre el mundano Harry Mork (Glenn Ford) y la delicada Evie Jackson (Geraldine Page) –estupendo el detalle de su decoración en la habitación de hotel-. Harry es ejecutivo de una firma de tarjetas de felicitación, caracterizado por su facilidad para las efímeras conquistas femeninas. Sin embargo, acude a Nueva York a un asunto de negocios, pero también para encontrarse con la que ha decidido sea su prometida –Phylis (Angela Lansbury)-. Por su parte, Evie es una solterona, empleada en una oficina de correos, que viaja a la gran ciudad para una convención, aunque en el fondo lo hace para desahogar su soledad. Utiliza toda clase de estériles estrategias para simular ser cortejada por caballeros. Incluso hará una llamada al hotel en que va a hospedarse, simulando un aviso que le entregarán cuando llegue al recinto, en una constante puesta en escena que tiene bastante de patetismo personal.

De forma inesperada, por medio del encuentro en un atiborrado restaurante, los destinos de Harry y Evie se entrelazarán. La circunstancia de tener que almorzar juntos para disponer una de las mesas en el recinto –lo que dará pie a una divertido instante al intentar buscar espacio-, supondrá para una mujer ya de cierta edad, la oportunidad de acercarse a un hombre atractivo, de corteses modales, y que para ella aparecerá como otro motivo para la ilusión. Una vez más, Delbert Mann despliega su considerable facultad para la dirección de actores, dentro de un ámbito intimista. Esa capacidad para transmitir un grado de verdad y sinceridad en las relaciones humanas, ha sido siempre una faceta en la que Mann proporcionó momentos de gran emotividad, en títulos como algunos de los citados, BACHELOR PARTY (La noche de los maridos, 1957), o SEPARATE TABLES (Mesas separadas, 1958). Esa delicadeza en la inflexión de los intérpretes, el pudor en el devenir de sus principales personajes, es algo que aparece de manera notable en la pareja protagonista de DEAR EARTH. A través de la sencilla historia propuesta por Tad Moisel, el realizador sabe insertarse con pericia en el marco de una convención, en la descripción de las soledades compartidas de la pareja, en las argucias de Harry para poder trabar relación con atractivas muchachas, y el perfil casi otoñal de una mujer educada y recatada, que quizá por ello no ha conseguido encontrar ese compañero sentimental que tanto anhela.

La película se extiende en largas conversaciones entre ambos, en situaciones –la visita al piso que él tiene preparado para vivir con Phylis-, que en un momento dado Evie pensará que podría ser el germen de la definitiva relación entre ambos. En la incomodidad de la copa que ambos tomarán en la fria terraza de un café –lo que brindará otra divertida situación-. Hay en los mejores momentos de la película, una sensación de amargura contenida. De cierta decepción existencial, que en algunos instantes podrían emparentar la película con el magistral THE APARTMENT (El apartamento, 1960) de Billy Wilder. La melancolía que desprende el blanco y negro de Russell Harlan, o la banda sonora de un Henry Mancini en su mejor momento, se traslada a la percepción del espectador. Como lo hacen el cuidado puesto en los personajes secundarios –ese conductor de ascensor, que será testigo inesperado de buena parte de las vivencias de los protagonistas, el recepcionista del hotel que se encuentra presente, transmisor en sus miradas del conocimiento de las aventuras de Harry, las tres veteranas solteronas que desean que Evie las acompañe en sus rutinarias diversiones-, que brindan un contrapunto complementario a la amarga vivencia de un hombre que desea retirarse de su vida como conquistador, y una mujer que guardará una planta como recuerdo, por habérsela regalado ese hombre que tan grata impresión le ha producido.

Sensible y cotidiana, efímera en su traslación de un anhelo de felicidad compartida, convencional si se quiere en su grado de alcance, no se puede dejar de reconocer esa cierta humanidad que revisten las imágenes del devenir de pocos días para dos seres que hasta ese momento se han encontrado perdidos en su día a día. Dicho esto, hay que reconocer que no todo en la película se encuentra a la misma altura. Y en ello cabe señalar lo chirriante que resulta el personaje del hijo de Phylis –Patrick (el muy ineficaz Michael Anderson Jr.)-, y su compañera, intentando brindar personajes que conectaran con las tendencias de opinión y comportamiento representativos de las nuevas generaciones, aunque en realidad aparezca esquemático y carente de fuerza dramática o cómica.

Calificación: 2’5

MIDDLE OF THE NIGHT (1959, Delbert Mann) En la mitad de la noche

MIDDLE OF THE NIGHT (1959, Delbert Mann) En la mitad de la noche

Es curioso señalar como al hablar de los orígenes de la “generación de la televisión” o del propio alcance de la obra de ese irregular pero más que estimable artesano que fue Delbert Mann, se recurra al detalle historicista del éxito coyuntural que brindó su debut en la gran pantalla con MARTY (1955), una pequeña película en el momento de su estreno, que sigue igual de pequeña, humilde, modesta, discreta –táchese lo que no proceda- en nuestros días. Fue el inicio de una andadura que en sus primeros años se prolongó con la colaboración con el escritor y guionista Paddy Chayefsky, que dio como fruto la sombría THE BACHELOR PARTY (La noche de los maridos, 1957) y la posterior y más olvidada MIDDLE OF THE NIGHT (En la mitad de la noche, 1959). Y hasta cierto punto es comprensible dicho olvido, pese a resultar –creo que con cierta diferencia- no solo la mejor colaboración entre el director y Chayefsky sino sobre todo una de las obras más sensibles y logradas rodadas por Delbert Mann en su carrera.

Figura especialmente diestra en la plasmación de los recovecos del melodrama y en la capacidad de observación demostrada en sus tratamientos dramáticos, podríamos decir que MIDDLE OF THE NIGHT se erige como una inesperada prolongación de la inmediatamente precedente SEPARATE TABLES (Mesas separadas, 1958). En efecto, parece que el rol encarnado de manera eminente por Fredrick March en el título que comentamos, aparece como ampliación y actualización del que interpretara de manera no menos memorable por David Niven en la adaptación de la obra de Terence Rattigan, con la que el gran actor inglés recibió el Oscar el mejor actor del año. Quizá conocedor del alcance del éxito de SEPARATE TABLES, Delbert Mann tuvo la suficiente intuición de llevar a la pantalla la que sería su última colaboración con Chayefsky –llevada a los escenarios newyorkinos de manos de Joshua Logan-, dejando de lado los servilismos tardo neorrealistas de los dos títulos antes señalados en la colaboración de ambos, dando más cabida a elementos ligados al melodrama clásico,   una mayor densidad en el tratamiento de personajes y, en consecuencia, una superior credibilidad y fuerza dramática en su enunciado. Porque, a fin de cuentas, lo que nos relata la obra de Mann, es la desesperada lucha de un hombre encaminado a la vejez, por intentar revertir un recorrido sin vuelta atrás, agarrándose al asidero de la proyección juvenil que puede proporcionarle la relación con una de sus jóvenes empleadas. Él es Jerry Kingsley (March), propietario de un próspero negocio de ropa, bastantes años viudo, viviendo con su posesiva hermana Evelyn –que siente por él una extraña relación que roza de manera latente lo incestuoso-. Jerry lleva una vida tan acomodada como rutinaria. Puede decirse que vegeta dentro de unos ciclos diarios dominados por la reiteración y carencia absoluta de vitalidad.

La evidencia de su soledad, el desapego de sus hijos, la carencia absoluta de estímulos emocionales y, por encima de todo, como una temible sombra latente, la irreversible cercanía de la mente. Casi como una versión más edulcorada del rol encarnado por Victor Sjostrom en la inolvidable SMULTRONSTÄLLET (Fresas salvajes, 1957) de Ingmar Bergman, Kingsley contempla con creciente incomodidad la imposibilidad de emerger de un contexto en el que sus compañeros solo hablan de los amigos que han fallecido o se encuentran hospitalizados, o un lecho familiar que le impide salir de establecido como conveniente y, como tal, a sus cincuenta y seis años de edad, jamás verá con buenos ojos cualquier desliz que lo aparte de su condición de viudo respetable. Pero ello tendrá lugar de manera inesperada con la joven Betty (Kim Novak), recepcionista de la empresa caracterizada por su atractivo y moderación. Contra lo que nadie podrá suponer, ambos intentarán en primera instancia una relación espontánea, que poco a poco irá profundizando, hasta que en muy pocos meses se plantee en ellos la posibilidad de la boda. Será el instante en que ambos tendrán que someterse a las reticencias de sus respectivas familias, de similar hostilidad aunque dispar expresión. Por un lado, la hermana y la hija de Jerry harán lo que puedan para disuadir a este de su decisión irrevocable. Sin embargo, será aún más lamentable la actitud demostrada por la madre, hermana y compañera de Betty, quienes ni siquiera por la posibilidad de asumir una comodidad económica, dejarán de exteriorizar su hostilidad a la relación entre nuestros dos protagonistas –la descripción que ofrece Mann del entorno familiar de la empleada es particularmente sórdida-.

Sin embargo, lo que realmente pervive de MIDDLE OF THE NIGHT es, bajo mi punto de vista, la pudorosa mirada que tanto su realizador como el conjunto de elementos que ofrece la película, articulan en torno a esa relación contra corriente, que se establece entre este hombre maduro y acaudalado, y una mujer joven y bella, que en el fondo no ha conocido el amor ni siquiera cuando estuvo prematuramente casada. Hay una especial delicadeza a la hora de plasmar la gama de matices de una ligazón en la que no se sabe a ciencia cierta si realmente hay amor, o si en realidad estamos asistiendo a la mutua protección de dos seres solitarios y, en el fondo, desvalidos. Dos seres quizá provistos de una sensibilidad superior a la del resto de personas que lees rodean, y que se sienten impotentes a la hora de poder contar con la aprobación de todos ellos a la hora de hacer realidad ese deseo compartido de vivir el futuro unidos. Ese contraste que se establece en las secuencias de exteriores –dominadas por la fuerza casi abrasadora del blanco y negro de Joseph C. Brun-, con aquellas en las que sus personajes se desnudan de sus intimidades con la presencia de una cámara siempre estratégicamente situada, que sabe seguirlos como un confidente más de las mismas. Es algo que nos demostrará con especial perfección la secuencia “a dos” entre Jerry y su veterano compañero Walter Lockman (impagable Albeert Decker), siempre jactándose de sus conquistas amorosas con jóvenes, pero que no dudará ene confesar a su amigo la realidad de la terrible soledad que le ha acompañado la vivencia de más de un cuarto de siglo con una mujer que no le ha amado.

Unido a ello, el film de Mann destaca en la manera que tiene de dejar en la sugerencia del espectador aquellos momentos en apariencia más intensos, desplegando con encomiable acierto el uso de sutiles elipsis, que al mismo tiempo permiten que el fluir del relato prosiga el sendero buscado, de un drama tan intenso como delicado, tan hondo en sus sombras como sutil en su trazado, que culmina con un inesperado grito de rebeldía, del que serán testigos algunos pequeños vecinos que retozan por la escalera del viejo edificio de apartamentos en donde reside Betty junto a su familia. Una conclusión atrevida y vitalista, para una propuesta notable, dotada de un considerable calado, y merecedora de una consideración bastante más acusada que la que goza en nuestros días, que la ha despojado casi hasta el olvido.

Calificación: 3

MISTER BUDDWING (1966, Delbert Mann) La mujer sin rostro

MISTER BUDDWING (1966, Delbert Mann) La mujer sin rostro

La primera mitad de la década de los sesenta fue un periodo pródigo en el cine norteamericano para trasladar a la pantalla las paranoias de su sociedad, sobrellevando las últimas manifestaciones de la pesadilla del maccarthysmo, las consecuencias de su política exterior y una serie de elementos de índole casi psicoanalítica, que fueron expresados en bastantes películas entroncadas con el cine de suspense, un tardío eco del cine noir, un neto trasfondo urbano, e incorporando en ellas –de forma desigualmente acertada- elementos estéticos provenientes de fundamentalmente de la nouvelle vague o los nuevos cines europeos. Se trata en su conjunto de títulos rodados en un contrastado blanco y negro, definidos en un look sombrío, quizá caducos en algún momento en su expresión visual, y mostrando a través de sus imágenes un recorrido en ocasiones metafórico sobre los vicios más característicos del momento en USA, incorporando simbolismos y parábolas de desigual calado a través de rocambolescos argumentos que son plasmados con planteamientos estéticos que no desdeñan el uso del montaje, el plano corto, los zooms o toda la gama de elementos característicos del cine de aquellos días.

Puede decirse, que este subgénero tuvo su puesta de largo con la polémica THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962. John Frankenheimer), un film de culto al cual el muy cercano asesinato de Kennedy proporcionó un determinado malditismo, quedando fuera de circulación durante bastantes años, aunque dicha circunstancia quizá haya posibilitado una desmesurada mitificación posterior. Frankenheimer fue quizá el realizador que con mayor acierto practicó esta vertiente, con títulos como ya mencionado, la posterior y muy interesante SEVEN DAYS IN MAY (Siete días de mayo, 1964), o la algo más cercana y en su momento menospreciada SECONDS (Plan diabólico, 1966). Su compañero de generación Sidney Lumet, se sumó a esta corriente con otra propuesta infravalorada en su día FAIL SAFE (Punto límite, 1964). Personalmente –y aunque es una opinión muy poco compartida-, creo que la mejor muestra de aquella tendencia la ofreció Arthur Penn con la magnífica y pesadillesca MICKEY ONE (Acosado, 1965), que aunaba un rasgo kaffkiano, lograba mostrar un recorrido crítico coherente, y lo plasmaba asimismo con una brillante recreación visual, heredera del cine europeo de la época.

En medio de aquel contexto, hay que introducir MISTER BUDDWING (La mujer sin rostro, 1966. Delbert Mann), con la que otro de los componentes de la denominada “generación de la televisión”, se sumaba tardíamente a este tipo de cine. Y lo hacía a partir de la historia emanada de la novela de Evan Hunter y trasladada como guión cinematográfico por Dale Wasserman, que comparte en su aspecto exterior –e incluso entre los componentes de algunos de los personajes secundarios del reparto- similares rasgos con algunos de los títulos mencionados. Lamentablemente, no todo estriba en las intenciones, ya que MISTER BUDDWING transita con muy poca fortuna por estos senderos, erigiéndose finalmente en una crónica escasamente interesante, de la búsqueda de un hombre aquejado de amnesia, a su auténtica personalidad, encontrándose en ese rápido pero angustioso proceso con un recorrido plagado de estereotipos simbólicos de diferentes rasgos de la sociedad urbana y el pregreso estadounidense.

La película se inicia de forma atractiva, con unos extraños planos subjetivos que nos trasladan la sensación de desamparo que proporciona ir descubriendo los elementos identificativos de una personalidad que descubres en el mismo momento que empiezas a vivir. En un parque newyorkino, con una planificación angulosa y sin fondo sonoro, la cámara de Mann –con la impecable ayuda del director de fotografía Ellsworth Fredericks, que se erige como el principal baluarte de la función-, logra transmitir un estado de desasosiego y de soledad urbana, dando paso a la imagen del protagonista –encarnado por un poco adecuado James Garner- reflejada en un cristal, dando paso a los títulos de crédito.

Personalmente, creo que el posible interés de la función se diluye a partir de esos primeros minutos, ya que el argumento que sostiene la película carece de interés, dispersándose en elementos críticos desaprovechados –alusiones a la religión, a la influencia de los judíos, el poder represor de las fuerzas del orden o el racismo-, en medio de una trama en la que el protagonista irá encontrándose con diversas mujeres, con las cuales retrocederá en el tiempo y recordará situaciones reales de la vida que no acierta a evocar por completo-, hasta que finalmente tal esfuerzo le lleve de forma apresurada y escasamente convincente, a acceder a su auténtica personalidad y al motivo que le llevó a sufrir dicha amnesia –su auténtica esposa, a la que no llegaremos a contemplar su rostro, ha intentado suicidarse-. Todo ello no es más que una excusa para favorecer el lucimiento de un reparto de conocidas actrices, entre las cuales me gustaría destacar la buena labor de la olvidada Suzanne Pleshette, o el lamentable histrionismo de una sorprendentemente overacting Jean Simmons –y digo eso, por que me parece una actriz formidable por lo general-. Estos encuentros y extraños y entrecortados flash-backs serán mostrados de forma caprichosa incorporando fotos fijas, grandes angulares de cámara o diversos de los rasgos visuales característicos de este tipo de cine. Lo peor de todo, es que estos momentos se encuentran totalmente en desajuste con aquellos otros que apuestan por un tono de comedia sofisticada o rasgos melodramáticos. Ni hay un tono general de pesadilla, ni el apunte crítico va más allá de lo meramente anecdótico, quedando el conjunto en un gris “tierra de nadie” del que solo merecen destacarse esos instantes en los que la ya demostrada facultad de Delbert Mann rodando exteriores urbanos, logran transmitir un entorno gris, alienado y carente de atractivos, por localizaciones que nos remiten de forma puntual por medio de sus posters, a algunos de lo éxitos que Broadway mantenía en cartel en el periodo de rodaje del film –como por ejemplo THE ODD COUPLE de Neil Simon, dirigida por Mike Nichols-. Un elemento de mero interés coyuntural, dentro de una película decepcionante y merecedora de un justo olvido.

Calificación: 1

MARTY (1955, Delbert Mann) Marty

MARTY (1955, Delbert Mann) Marty

Hay varias maneras de contemplar MARTY (1955, Delbert Mann), una de las cuales es desde el punto de vista de la sorprendente acogida que tuvo en el momento de su estreno, y que le llevó a lograr el Oscar a la mejor película de aquel año. No vamos a descubrir nada si señalamos que fue un éxito coyuntural y los galardones obtenidos no son más que uno más en la larga relación de discutibles premios de la academia de Hollywood –la lista tiene, sin embargo, títulos mucho peores-, granjeándole un lugar inmerecido en los manuales cinematográficos, al ser la avanzadilla cinematográfica de la denominada “generación de la televisión”, y suponer un aparente contraste a los modos del cine – espectáculo americano de la época.

Pero es que en este mismo sentido, MARTY no aporta nada nuevo en su visión sobre la soledad del hombre urbano, que no lo hicieran con mucha mayor contundencia intelectual y dramática, películas de la categoría de THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928. King Vidor) o LONESOME (Soledad, 1928. Paul Fejos) –estas en el periodo mudo- o A TREE GROWS IN BROOKLYN (Lazos humanos, 1945. Elia Kazan) –en una distancia mucho más cercana en el tiempo-. La ventaja de estos títulos –especialmente en los encuadrados en el periodo silente- es que los modos cinematográficos eran infinitamente más creativos, y la mirada revestía tintes más románticos y al mismo tiempo duros, que esta visión finalmente complaciente sobre la integración y los ritos sociales de las clases populares. Es una tendencia que hizo célebre a Paddy Chayefsky, que el tiempo hizo envejecer en sus fórmulas, y que llevó un par de años después a repetir con Delbert Mann en un título tan discursivo como apreciable –THE BACHELOR PARTY (La noche de los maridos, 1957. Delbert Mann)-.

Medio siglo después de su estreno, cuando las propuestas emanadas por MARTY han quedado tan superadas, y cuando al mismo tiempo el lenguaje cinematográfico se ha deteriorado tanto, es quizá donde se pueden apreciar mejor las virtudes y defectos que se alternan en esta película del desigual y eficaz artesano que fue Delbert Mann.

Marty (Ernest Borgnine) es un carnicero de treinta y cuatro años, físicamente poco agraciado, bondadoso y algo simple, que todavía no se ha casado. De hecho, las chicas lo rehuyen, y su vida se desarrolla junto a su anciana madre, viuda y de ascendencia italiana. Sin embargo, una noche y casi de forma casual conocerá a una joven –Clara (Betsy Blair)-. Sucederá en una sala de baile, y tras comprobar que la muchacha ha sido abandonada por su efímero acompañante. El encuentro será el inicio de una velada en la que ambos se conocerán, descubriendo sus rasgos en común, y advirtiendo uno en otro una serie elementos de atracción mutua. La primera noche en que Marty y Clara se divierten, charlando y caminando, revelará el rechazo de la madre del protagonista –temerosa de que la relación la relegue en su vinculación maternal- y también de su mejor amigo. Ello hará dudar a Marty sobre la continuidad de la misma, hasta que finalmente influya finalmente su decisión totalmente personal.

Más allá de su condición de “reliquia para la historiografía cinematográfica”, creo que con el paso del tiempo MARTY se revela como un título tan modesto como apreciable. Esa ausencia de trascendentalismo, el aire de historia sencilla, permite que dejemos de un lado su escasa enjundia dramática –lo que peor ha envejecido en el film-, y quede una eficaz descripción de determinados ambientes populares y, sobre todo, una historia realizada con bastante sensibilidad por Delbert Mann. Cierto es que posteriores muestras del cine de esta generación de cineastas fueron más atrevidas en esta vertiente, pero no es menos evidente que en otros tantos ejemplos, el efectismo o lo discursivo tuvo una mayor presencia en la pantalla.

Por el contrario, en este caso predominará la sencillez, realzada por una excelente fotografía en blanco y negro de Joseph LaShelle y una brillante escenografía que se centra en el hogar de Marty, la sala de baile y unos exteriores urbanos nocturnos que son brillantemente utilizados por el director, al cual es evidente le sobró la famosa estatuilla lograda en aquella ocasión, pero que en sus primeros años en la profesión revelaba una capacidad innata para la dirección de actores y una especial sensibilidad para la expresión de situaciones dramáticas de matiz psicológica, que alcanzó su mayor exponente en SEPARATE TABLES (Mesas separadas, 1958). Ello se produce en los mejores momentos de MARTY, en los que con verdadera elegancia se plantea una conversación entre la madre y la tía del protagonista, donde reflexionarán ante su cercana decrepitud, los choques de Marty y su madre -con el latente rechazo de esta a la chica que el protagonista ha conocido-, los paseos de Marty y Clara en los que ambos buscan un encuentro en quien tienen enfrente, el instante en que este le pide por primera vez a Clara –que ha salido al exterior y llora al comprobar que la han dejado plantada- que baile con él, la alegría de nuestro protagonista -casi bailando en medio del tráfico al sentir que una chica se interesa por él-, o esetravelling que nos muestra a Clara en su aburrido entorno familiar, contemplando la televisión y con su semblante lleno de lágrimas al ver que Marty no le ha llamado para confirmar la cita que quedó pendiente el día anterior.

No todo en MARTY tiene la misma delicadeza, la pareja que provocan que su tía vaya a vivir a casa de la madre de nuestro protagonista, se nos antoja demasiado formularia, como esquemática es la galería de amigos de este –que dentro de sus similares características, estuvieron mejor definidos en la ya citada y posterior THE BACHELOR PARTY. Sin embargo, con la brillante labor de todo su cast, aunque en ciertos momentos se observe una cierta sumisión al show personal de Borgnine, y con esa mirada limitada pero sensible, concluye en una película pequeña, sencilla, nada grandiosa, pero finalmente atractiva.

Calificación: 2’5

 

DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann) Deseo bajo los olmos

DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann)  Deseo bajo los olmos

Es bastante probable que tanto entre crítica como en buena parte de los aficionados se tenga en escasa estima ese determinado bloque de adaptaciones literarias que dentro de la Paramount se ejecutaron especialmente durante la segunda mitad de los cincuenta. No fue un elemento exclusivo de este estudios –todas las majors siguieron caminos similares- pero lo cierto es que en él se dio cita a una producción que aunó obras de realizadores como George Cukor, pero que en este estudio se centró en realizadores procedentes del teatro o la propia televisión, como fueron Delbert Mann, Daniel Mann o Joseph Anthony. Como antes señalaba en su momento sus resultados fueron rechazados por ser fundamentalmente “teatro filmado”, definiéndose como películas de qualité en una aseveración que no dejaba de tener cierta razón –en la película que nos ocupa ciertamente este origen no se oculta en absoluto-, pero no es menos cierto que un visionado desapasionado de varias de esta producciones permiten detectar una serie de virtudes quizá hoy perdidas en la posterior evolución del lenguaje cinematográfico.

Es por ello que una revisión de DESIRE UNDER THE ELMS (1957, Delbert Mann) –DESEO BAJO LOS OLMOS en su literal traducción española- nos puede revelar la relativa vigencia de este bloque de adaptaciones. Tomando como base la célebre obra de Eugene O’Neill –que supongo no logra traspasar en la severidad y hondura de su dramatismo-, es evidente que en todo momento al menos se nota la intención de los responsables de la película por dotar a la misma de una contextura cinematográfica que emerja precisamente de un deliberado recurso a la teatralidad, que se extiende tanto en la interpretación de buena parte del reparto, sus caracterizaciones, como en la presencia de exteriores rodados en estudio y que proporcionan una extraña sensación de fantasmagoría inherente al espíritu de O’Neill. A partir de ahí la cámara de Delbert Mann –que no era aquel descubrimiento que tanto se alardeó pero finalmente sí se reveló como un competente hombre de cine; un artesano emanado en aquellos años- se despliega en planos de larga duración y desarrolla la mayor parte de la acción de la película en el entorno de la granja de Ephriam Cabot (Un Burl Ives excesivamente maquillado). Es curioso a este respecto incidir de nuevo en la existencia de exteriores rodados en estudio, que inciden en el drama presentado a partir de la figura del cabeza de familia. Un Ephriam de tanta fuerza física como ausencia de sentimientos y humanidad, que se casará nuevamente con Anna (Sophia Loren), una joven de explosiva belleza que muy pronto observará el encanto y la apostura de Eben (Anthony Perkins) el único hijo que decide quedarse en la granja. Aunque inicialmente las relaciones de estos estarán llenas de frialdad, el poder del sentimiento y el deseo les llevará a convertirse en amantes.

Anna logrará ser madre de un hijo –aquel que le había pedido Ephrian-, pero todo el mundo sabe que su verdadero padre es Eben. La tragedia llegará cuando este descubra las intenciones iniciales de Anna, motivando en ella matar al hijo recién nacido en prueba de amor hacia él. La tragedia se materializará pero pese a ello, el amor entre los dos jóvenes se hará manifiesto cuando sean portados por agentes de la justicia en camino hacia una muerte segura.

Creo que son numerosos los elementos a reseñar en esta película, y que parten inicialmente de la impecable ambientación y dirección artística, que nos permite “entrar” al mundo de los Cabot, ya desde la secuencia inicial –ubicada en la Nueva Inglaterra de 1840-. Allí la madre de un entonces pequeño Eben señala a su hijo el lugar donde el padre guarda sus dineros. Años después el entonces niño se convertirá en un joven sensible, al cual su padre no tiene en demasiada estima, puesto que ve en él el recuerdo de su difunta esposa.

En estos fragmentos iniciales podemos destacar esa ambientación en estudio de los exteriores en los que se ubica la hacienda de los Cabot. Da la impresión de que Delbert Mann busca potenciar el sesgo puritanista de la narrativa de O’Neill, al tiempo que ofrecer un sentido de adaptación teatral sin que por ello deje de detectarse una cuidada puesta en escena de raíz clásica. No olvidemos que en aquellos momentos estaba en su mejor momento profesional y a punto de filmar la que quizá sea su mejor película –MESAS SEPARADAS (Separate Tables, 1958)-. Que duda cabe que para ello se rodea de excelentes técnicos cuya labor contribuye al resultado final. Desde Irvin Shaw como guionista, Elmer Bernstein como compositor de su banda sonora o Daniel L. Fapp en la excelente y contrastada fotografía en blanco y negro. Lo cierto es que la labor del conjunto de técnicos y la fineza del Vistavisión logran que en un balance general, DESIRE UNDER THE ELMS adquiera una notable fuerza, fluidez, densidad y romanticismo, en aquellos elementos que retratan la relación existente entre el hijo del hacendado y su madrastra.

En cualquier caso, la película tiene una parte final en la que los elementos que la han caracterizado hasta entonces pierden buena parte de su efectividad, con una fiesta final en exteriores caracterizada por su –en este caso sí- desmesurada teatralidad y pobre aliento cinematográfico, y unos minutos de cierre en los que casi era obligado mostrar un crescendo en ese sacrificio por amor que brindan los dos jóvenes y la subsiguiente soledad del patriarca de la familia. Quizá por la blandura en la labor de Anthony Perkins o por falta de arrojo en la realización de Mann, lo cierto es que la conclusión se diluye en su efectividad, lo que no impide que en su conjunto siga manteniendo una cierta vigencia. En cualquier caso, uno recuerda la rotundidad expresiva y dramática del que sigue siendo quizá el mejor film de William A. Wellman –me estoy refiriendo a TRACK OF THE CAT (1954)-, en el que muchos vieron ecos cercanos del mundo temático de O’Neill sin tener referencias directas. Pero claro está, es la diferencia del empeño de un veterano realizador en plasmar un título absolutamente contracorriente, al de una cuidada adaptación emanada de un estudio a la hora de introducir estrellas provenientes de Europa –en este caso Sophia Loren-.

Calificación: 2