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CINEMA DE PERRA GORDA

Elliot Nugent

THREE-CORNERED MOON (1933, Elliot Nugent)

THREE-CORNERED MOON (1933, Elliot Nugent)

Definido en una polifacética andadura dentro del contexto cinematográfico –mediocre actor en su juventud, guionista, compositor-, el aporte más significativo de Elliot Nugent se cierne en una nada desdeñable filmografía de unos treinta títulos, abierta en los inicios de la década de los treinta, y prolongada hasta la de los cincuenta. No se puede decir que encontremos entre los títulos suyos que he podido contemplar, ningún rasgo de estilo. Ni siquiera el aporte de una especial singularidad en su cine, en líneas generales destinado al terreno de las adaptaciones o bien literarias o bien teatrales. En el primer ámbito podemos evocar su adaptación de THE GREAT GATSBY (1949), mientras que goza de especial prestigio en USA, la adaptación de la obra teatral de los hermanos Julius y Philip J. Epstein THE MALE ANIMAL (1942) –que confieso no haber contemplado hasta la fecha-. Sin embargo, entre sus títulos a los que he podido acceder, lo cierto es que me quedo con el sensible melodrama IF I WERE FREE (1933). Una película, que por otra parte se rodó a continuación del título que centra estas líneas; THREE-CORNERED MOON (1933), que permite a Nugent introducirse en el ámbito de una primitiva Screewall Comedy, introduciendo en ella los estragos de la Gran Depresión norteamericana.

La acción se desarrolla en el interior de la espaciosa vivienda de la familia Rimplegar, que comanda su matriarca, la alocada Nellie (Mary Boland). Los primeros compases del relato nos induce a pensar que nos encontramos ante una familia adinerada –la madre aparece lujosamente vestida-, pero muy pronto comprobaremos que en ellos ha hecho mella la enorme crisis vivida por su familia, caracterizada por un comportamiento alocado. Uno de sus hijos querrá ser actor, otro dedicarse a las leyes, mientras que la mente sensata del colectivo la marcará la joven Elizabeth (Claudette Colbert), prometida a un muchacho un tanto alelado, empeñado en consagrarse como novelista –Ronald (Hardie Albright)-. Sin embargo, mantendrán como hospedado al joven dr. Alan Stevens (Richard Arlen), que aparecer casi como el único ser cuerdo, en un microcosmos en el que todos van a ritmo de vértigo, la criada sigue sus labores sin poder cobrar sueldo, y casi nadie quiere ser consciente de la extrema situación en la que conviven día a día. Sin embargo, aunque en el fondo de su pensamiento seran plenamente conscientes de ello, en la medida que de manera cada vez más acuciante, no poseen casi ni para comer.

Así pues, el film de Nugent, beneficiado por el look del estudio que lo produce –la Paramount-, aparece como una curiosa y no excesivamente satisfactoria rara avis, equidistante a partes iguales del espíritu trasgresor de esa Screewall que iba a dominar la comedia americana poco tiempo después. Es más, solo en muy contados momentos, se atisba una cierta tendencia a trasladar el nonsense inherente el mundo cómico de los Marx brothers. Por otro lado, nos alejamos con la misma equidistancia, de esas comedias dramáticas que ya en aquellos años dirigía Gregory La Cava, en las que reflejaba con terrible serenidad las consecuencias de la depresión norteamericana. En su oposición, THREE-CORNERED MOON se queda a medio camino, como si los guionistas S. K. Lauren y Ray Harris, no fueran capaces de emerger del original teatral de Gertrude Tonkonogy. O, quizá, Nugent no propusiera sugerencias posteriores al material que se le entregara para rodar. Es más que probable que esa cierta cortedad de miras provenga en la anuencia de ambas circunstancias. Lo cierto es que, de una manera u otra, uno hecha de menos ese cierto “gramo de locura”, que inspiró una de las corrientes más perdurables jamás registradas por el género. Solo en ciertos momentos –cuando la acción abandona el diálogo y sus personajes discurren con un cierto sentido de la coreografía en el interior de esa vivienda que, paradójicamente, tampoco pueden vender-, la película parece elevarse de esa medianía que define su conjunto. O cuando el foco se centra en las miradas que denotan deseo, protagonizadas por la siempre excelente Claudette Colbert y el estupendo y olvidado galán que fue Richard Arlen. O cuando en la familia se va sintiendo en carne propia la acuciante presencia del hambre, la comida que tenían dispuesta se cae al suelo.

En definitiva, THREE-CORNERED MOON eleva considerablemente su vuelo, cuando la utilización del espacio escénico proporciona dinamismo a su ajustado metraje, o en el momento que se deja un poco de lado el respeto a sus convenciones teatrales, dando paso a una mirada sincera en torno a las relaciones de sus personajes –especialmente señalado en los que representan Colbert y Arlen-. Unamos a ello la presencia de esa joven casquivana, dominaba por un libérrimo espíritu hedonista, capaz de ligarse con cualquier miembro masculino de la familia en sus constantes aventuras nocturnas, y representando esa libertad en torno a la alusión sexual, inherente al periodo Precode, que casi de inmediato iba a concluir –por desgracia- en el cine norteamericano.

Calificación: 2

IF I WERE FREE (1933, Elliott Nugent)

IF I WERE FREE (1933, Elliott Nugent)

¿Cuantos tesoros nos depara aún el redescubrimiento del melodrama norteamericano de los años treinta? Da igual que este se inserte en el ámbito previo al Código Hays, como tras la implantación del mismo. Que provenga del ámbito de estudios tan contrapuestos como la Metro, la Warner, la Fox o la primitiva RKO. Que el paso de los años nos haya permitido rehabilitar y consolidar las aportaciones de extraordinarios cineastas como Frank Borzage, John M. Stahl, Clarence Brown, Gregory La Cava, John Cronwell, Mervyn LeRoy o Edmund Goulding. E incluso que permitiera consolidar las carreras de algunos de los intérpretes –sobre todo actrices- más célebres de la Historia del Cine, en un ámbito genérico que potenció la presencia de fuertes e independientes –al tiempo que sufridores- caracteres femeninos. Sin embargo, lo sorprendente es que, de manera muy especial en el denominado precode, aparezcan docenas de exponentes, en ocasiones firmados por realizadores con posterioridad poco apreciados, que hablan de la vigencia de unos modos narrativos, y unas bases dramáticas, que se incardinaron por dos vertientes transversales, permitiendo un conjunto de extraordinaria vigencia. De un lado la asunción de una señalada sobriedad narrativa, que canalizaba con general acierto la evolución a los modos del aún reciente periodo sonoro, introduciendo en su ámbito la personalidad de sus cineastas. La otra, evidentemente, hablaba de la presencia de aquellos primeros años treinta, en donde una mirada progresista en torno a las relaciones humanas aparecía en el cine norteamericano, trasladándose de manera casi documental, las consecuencias de la traumática Gran Depresión, a través de una sociedad en la que el paso del lujo a la miseria, casi se podía expresar de un plano a otro.

Como plena muestra de todas estas disgresiones, aparece IF I WERE FREE (1933, Elliott Nugent), que aparece con una insólita frescura, manteniendo casi inalterables sus cualidades, pese a trascurrir más de ocho décadas desde su rodaje, en el ámbito de la primitiva Radio Pictures. Reconozco que nunca he seguido con especial interés la andadura de su realizador, pero quizá convendría insertar su alcance, en el ámbito de cineastas, entre otros, como Philip Moeller, Alfred E. Green, Marion Gering o Paul Sloane, que desde una mirada contemporánea, aparecen como exponentes quizá merecedores de una atención más pormenorizada de la que, aún hoy, merecen. Revestida dentro de su ajustada duración de apenas setenta minutos –algo muy habitual en aquel tiempo, en donde la concisión era una práctica habitual en su eficacia cinematográfica-, el film de Nugent se abre focalizando la acción en Paris, donde en la puerta de un café, junto a su fiel amigo Héctor (Henry Stephenson), y con un aura muy cercana el Lubitsch de aquella época, pronto conoceremos al protagonista masculino. Se trata del elegante e irónico abogado británico Gordon Evers (magnífico Clive Brook), de quien pronto descubriremos su personalidad, al comprar unas fotos pornográficas que le ofrece un vendedor, que romperá para –según señalará a su interlocutor- evitar que corrompan el alma a algún norteamericano. Con unos diálogos afilados y una adecuada dosificación de sus secuencias, muy pronto la película destacará en su capacidad de indagación psicológica. Ello nos permitirá descubrir que Evers es un hombre mundano descreído de la vida, debido ante todo a la ausencia del sentimiento amoroso, al estar casado con una mujer de gran actividad a la que apenas contempla, y de la que ni se ha molestado en divorciarse –indica que no cree que tuviera tiempo ella para poderlo llevar a cabo-. Con una enorme capacidad de síntesis y una planificación, que combinará los planos fijos con la inserción de primeros planos de los rostros de los protagonistas, con ellos se expresarán  los momentos más significativos del relato. Se ayudarán también de contados pero muy valiosos movimientos de cámara, a partir de reencuadres fundamentalmente de interiores, destinados a subrayar aquellos elementos que se desean destacar en la narración. Lo cierto es que IF I WERE FREE rezuma frescura y sinceridad, que se prolonga con la sorprendente manera con la que se presenta a la protagonista femenina –Sarah Cazenove (admirable Irene Dunne)-, viviendo una tensa situación con su esposo, el disoluto Tono (Nils Asther), que apenas oculta serle infiel. Muy pronto, mediante la invitación que le ha formulado Héctor, Gordon conocerá a Sarah, permitiendo que los frontales de ambos describan el impacto casi inmediato que se provocan. Muy poco después, y tras una tensa situación con su esposo, que se marcha, Sarah estará a punto de suicidarse, y la intuitiva espera del abogado en la sombra, permitirá que esta no solo se disuada de su intención, sino que inicie una noche con ese hombre que apenas ha conocido, en un pasaje descrito con tanta naturalidad como sensibilidad, comprobando ambos la semejanza de su soledad compartida. De inmediato, Sarah aceptará viajar hasta Londres, donde instalará una tienda de antigüedades, viviendo muy cerca de alguien a quien, al mismo tiempo, ha devuelto la ilusión por vivir. Todo ello es descrito por Nugent con un delicado sentido de la inmediatez y el intimismo, al que ayudará no poco la entregada química y labor que se establece entre la pareja protagonistas, transmitiendo al espectador esa rápida evolución en los sentimientos de ambos –el uso de la elipsis se revela impecable en la película-.

Con una encomiable agudeza, la película sabrá al mismo tiempo despegarse de un origen teatral que apenas se dibuja en su resultado cinematográfico, sin por ello abandonar esa mordiente crítica contra el puritanismo en este contexto inglés. Será algo que quedará patente en secuencias y episodios como el desarrollado en la fiesta benéfica auspiciada por la madre del abogado, en donde Sarah escuchará de boca de su amiga –y esposa de Héctor- Jewel, al comentar de manera inconsciente, y sin saber que lo está haciendo con la autentica amante de Gordon, los comadreos que en su entorno se deslizan en torno a sus aventuras infidelidades. Una decisión que le ha devuelto la ilusión por vivir, pero que al mismo tiempo se llegan a plantear como impedimento para que pueda prosperar su ascenso a juez en la carrera judicial. Esta circunstancia, unido al inesperado retorno de Tono, de que Sarah se había divorciado, pero que intentará chantajearla amenazando revelar la realidad de sus relaciones, provocará que decida una despedida seca con su amado, y una rápida huída. Hasta ese momento, la pareja habrá vivido un creciente aliento romántico, descrito en admirable pasaje, digno del posterior Leo McCarey de LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939), donde los dos amantes tendrán una fuga campestre, que los llevará hasta el sonido de un órgano interpretado por un anciano, al que contemplarán desde el exterior de una cristalera. En otro momento de la película, la propia presencia de un organista callejero servirá como detonante amoroso, e incluso de recuerdo de ese amor que casi estará a punto de perderse. Es más, como expresión máxima de esos sentimientos, Sarah cantará para su amado, en una de las escasas ocasiones en la que el melodrama de los años treinta apostó por esa querencia musical.

Uno de los aspectos más atractivos de IF I WERE FREE, reside en la capacidad que esgrime para describir –con el sentido de la síntesis que caracteriza su conjunto- el recelo que provocará en la fría esposa de Gordon, la presencia de esa amante, que suscitará en ella no solo su recelo a acceder a un divorcio, al que con anterioridad no hubiera tenido objeción en autorizar. Llegará, en el cénit del relato, a prohibir a Sarah acercarse a su amado, cuando este se haya sometido a una extrema operación, para poder sobrevivir de la cercanía de una muerte que asumirá sin embargo con el estoicismo que le caracterizará. Sarah no conocerá dicha circunstancia, pero al saberlo de manos de su madre acudirá sin reservas al hospital, donde pese a recibir el rechazo de su esposa, esta finalmente se tendrá que rendir a la evidencia. El encuentro de los dos amantes, mientras Gordon apenas recobra el conocimiento –sensacional en esos instantes Clive Brook-, nos permitirá unos instantes dignos del mejor Borzage, en donde el esforzado cántico de Sarah atendiendo la petición del enfermo, permitirá una admirable ascesis dramática, que de inmediato fundirá, casi como si fuera un sueño, en el discurrir de los ya convertidos esposos, discurriendo por las plácidas aguas del lago en esa canoa, conducida por un incómodo Héctor, en medio de una cálida jornada veraniega. Quizá dicha conclusión aparezca algo superficial, al situarse a continuación del intenso episodio vivido, o probablemente el personaje encarnado por el pesado de Nils Ahster devenga esquemático e incluso antipático en su configuración. Son ambas, objeciones opinables. Sin embargo, ello no impide poner en valor este sensible melodrama, una más de esas pequeñas perlas que siguen nadando en el océano de los tesoros del cine americano de su tiempo, y que recuperamos como un acto de justicia.

Calificación: 3

THE GREAT GASTBY (1949, Elliot Nugent) El gran Gatsby

THE GREAT GASTBY (1949, Elliot Nugent) El gran Gatsby

Confesando de antemano mi limitada vinculación hacia la literatura, justo es reconocer que siempre me ha fascinado la presencia de uno de los personajes más atractivos que quizá se haya fraguado en la literatura del siglo XX. Me refiero a la importancia que en la novela de Francis Scott Fitzgerald “El gran Gatsby”, adquiere la figura del narrador. Ese Nick Carraway que aparece como elemento crítico y mirada moral, ante una novela que fascina mucho más por lo que sugiere, por su atmósfera melancólica y decadente, que en una base argumental bastante limitada, que no pocos expertos han considerado como prácticamente infilmable. Pese a dicha circunstancia, la obra de Francis Scott Fitzgerald asumió una versión muda, dirigida por el olvidado Herbert Brenon. No será sin embargo hasta prácticamente medio siglo después, cuando la Paramount orquestará la operación auspiciada por el productor Robert Evans, que forjaría la muy popular y esteticista THE GREAT GASTBY (El gran Gatsby, 1974), dirigida sin personalidad por el británico Jack Clayton. Sin referirnos a posteriores invocaciones fílmicas a dicha novela, lo cierto es que entremedias de los dos títulos citados, queda la producción asimismo Paramount, protagonizada en 1949 por Alan Ladd en el rol del misterioso y acaudalado Jay Gatsby, y dirigida por un realizador funcional pero no demasiado inspirado, como fue Eliot Nugent, que limita sus planteamientos narrativos a una planificación por lo general transparente, centrada en planos medios y americanos, sin intentar explorar las posibilidades y complejidades que tal historia permitía. Una base argumental que, por cierto, no solo utilizaba el referente literario de Fitzgerald, sino también la herencia de la obra teatral escrita en base a la novela por Owen Davis, contando como coguionista con el posterior especialista en argumentos del ciclo James Bond, Richard Maibaum.

Lo cierto es que personalmente lo que más hecho de menos en esta adaptación, es la importancia que el apólogo moral de Carraway proporcionaba al conjunto del relato, logrando de entrada una cercanía crítica del lector / espectador, y que en esta ocasión se encuentra ausente en los fotogramas de la película. En su defecto, son numerosos los cambios que la misma adquiere en torno al conocido referente, no siendo entre ellos el menos importante, esa rápida descripción del pasado de Gatsby, como un individuo engrandecido económicamente tras un pasado turbio como contrabandista en los convulsos años veinte. Es decir, que se rompe esa aura, entre misteriosa y fantasmagórica, inherente a la descripción del relato, desvelando un oscuro pasado, que en algunos pasajes se intercala con una vena aventurera –su andadura como marino y su servicio como voluntario en la I Guerra Mundial-.

Por todo ello, y como sería muy fácil destrozar esta película, en función del pacato tratamiento dispuesto de una novela que en aquel tiempo se encontraba a punto de su definitivo reconocimiento como un auténtico referente en la novela norteamericana, mejor será hacerlo a partir de lo que la misma nos sugiere, que sin ser nada deslumbrante, si al menos proporciona ciertos elementos de interés, incardinándola dentro de la producción del estudio en aquellos años. Y es que, de entrada, THE GREAT GATSBY versión Nugent, aparece como una cuidada producción dentro de lo que el melodrama podía proporcionar en aquel tiempo en la Paramount, una de las productora más equilibradas a la hora de ofrecer un determinado diseño de producción. Es por ello que sus imágenes, por momentos nos evocan producciones inmediatamente posteriores, como la célebre SUNSET BOULEVARD (El crepúsculo de los dioses, 1950. Bily Wilder), o incluso CAPTAIN CAREY USA (1950, Mitchell Leisen). Es decir, esa sensación de fantasmagoría que proporcionan los escenarios elegidos, la presencia de esa fachada con los inquietantes ojos y las gafas anunciadoras del anuncio luminoso o, sobre todo, los interiores de la mansión de Gatsby. Son elementos que, a mi modo de ver, sirven de manera convincente para destacar, esta vez si, el aspecto misterioso de la figura del protagonista, al que Alan Ladd proporciona una convincente prestancia, apareciendo casi como una consecuencia narrativa, a ese marco ampuloso y al mismo tiempo decadente, del que se rodea.

En cualquier caso, desgraciadamente no todos los intérpretes están a la misma altura, y dos son los que a mi modo de ver limitan esa necesaria identificación con sus personajes. Por supuesto, una es la Daisy que encarna sin contundencia, en un desafortunado miscasting Betty Field, que años después sin embargo se convertiría en una admirable actriz de carácter. Por su parte, Macdonald Carey representa a un Nick Carraway sin sustancia –se me permitirá señalar que nunca he visto a mejor encarnación de dicho rol, que la proporcionada por Paul Rudd en una adaptación televisiva de la novela, datada en 2000-, destacando sin embargo la presencia de competentes secundarios como Barry Sullivan, Howard Da Silva, Henry Hull, o una jovencísima Shelley Winters. En cualquier caso, y pese a todas sus deficiencias, lo mejor a mi juicio de THE GREAT GASTBY, proviene de esa atmósfera artificiosa y sombría, que en sus mejores momentos proporciona a su metraje personalidad propia, aunque siempre integrada en los modos de producción tan peculiares de dicho estudio. Esos falsos exteriores, esa iluminación contrastada y por momentos fúnebre –la breve y triste secuencia del entierro de Gatsby-, son elementos en buena medida dependientes de un contexto de producción, pero que se adhieren con fuerza a las costuras de un relato que no alberga demasiadas sorpresas y salidas de tono –a destacar el puntual y atractivo envoltorio dramático que describe el desasosiego de la Mirtle que encarna la Winters-, pero que si brindará un episodio tan hermoso, como la plasmación del reencuentro de Gatsby y Daisy, orquestado por Morgan en la vivienda de Carraway. Es ahí donde si se perciben las posibilidades románticas de la historia, en un fragmento en donde las miradas, las emociones tanto tiempo ocultas y la cadencia de la narración, se trasladará a la mansión de Gatsby, donde quizá se describan los pasajes más elegantes y melancólicos de la película. Una producción esta a la que su condición de haber permanecido oculta durante décadas, quizá haya favorecido una cierta aureola de culto. Es por ello que dicha circunstancia puede propiciar una determinada decepción, aunque no por ello debamos dejar de lado sus puntuales cualidades, emanadas ante todo de un determinado contexto de producción.

Calificación: 2’5

STRICTLY DYNAMITE (1934, Elliot Nugent) [Un escritor en Nueva York]

STRICTLY DYNAMITE (1934, Elliot Nugent) [Un escritor en Nueva York]

Completamente olvidada en nuestros días, sin grandes cualidades y al mismo tiempo conservando una cierta simpatía, STRICTLY DYNAMITE (1934, Elliot Nugent) es una de las numerosas muestras que Hollywood brindó, prolongando una corriente de comedia, que combinaba cierta herencia del slapstick mudo, aunando en ella un componente musical y de vaudeville. Un ámbito en el que se podrían introducir incluso determinados títulos de los cómicos más célebres –estoy pensando en obras sonoras de Laurel & Hardy e incluso Buster Keaton, con sus interludios musicales-, pero en el que encajaría de manera más definitoria la producción de los Marx Brothers. Algo de ello aparece en esta pequeña producción de la Radio Pictures, centrada en el mundo del espectáculo newyorkino, y en la que uno echa de menos un mayor alcance en su articulación disolvente. En esa capacidad subversiva, que sí alcanzaban por lo general las muestras cinematográficas de Groucho y sus hermanos. Aquí, en su lugar, nos encontramos con dos parejas que viven paralelamente una situación por completo divergente. Por un lado tenemos a la famosa estrella del espectáculo Moxie (Jimmy Durante) y su compañera Vera (la exótica Lupe Velez). En su oposición encontramos a otra pareja, en este caso de jóvenes, más escoradas en el entorno de las limitaciones de la Gran Depresión norteamericana. Me refiero al incipiente escritor Nick (encarnado por el posterior realizador Norman Foster, que hizo bien en abandonar la interpretación) y su novia Sylvia (Marian Nixon). La crisis creativa y de guiones sufrida por el egocéntrico Moxie, será la inesperada circunstancia que permitirá –mediante las ardides de su novia y el manager del escritor-, que sus textos lleguen a las manos del desesperado cómico, un hombre incapaz de atender a la realidad, y que de manera inesperada logrará encontrar en esa mezcla de escritos, aderezado con esos viejos manuales de chistes utilizados por los gagman, convertir a Nick en un cotizado escritor para el mundo del espectáculo, siendo acosado por numerosos clientes, en el despacho que ha montado.

Dicho cúmulo de circunstancias, hará que este joven de débil voluntad se vera invadido de esa erótica, que incluso facilitará que se vaya acercando a la alocada Vera, aunque para ello deje de lado el normal desenvolvimiento de su despacho y, lo que es peor, el trato debido a su novia, una cada vez más decepcionada Sylvia. Así pues, pronto llegará la decadencia del joven escritor, seguido al mismo tiempo por los esbirros de Moxie, siempre temeroso de que su chica lo abandone por este. No obstante, todo acabará de forma amable, ya que al final aflorará el auténtico talento de Nick –la poesía-, que será recibida con entusiasmo por la excéntrica estrella, como material para servir de base a un nuevo rumbo en su andadura artística. Elliot Nugent dirige sin preocuparse en exceso por emerger de una cierta nerviosa teatralidad, intentando combinar el elemento de comedia sentimental que se brinda en los desprecios de Nick por su novia, con una mayor inclinación a la hora de mostrar los manejos y entretelas del mundo del espectáculo de su tiempo. Desde la pobreza que los patrocinadores del programa radiofónico que protagonizan Moxie y su chica, observan en el material que les proporciona Bailey (Franklin Pangborn). La recurrencia que observamos en la utilización por parte de todos los cómicos, de viejos manuales de chistes, que tan solo se han de molestar en actualizar. Los recelos de Moxie por compartir sus actuaciones con Vera –esto parece como algo heredado de títulos canónicos como la coetánea TWENTIETH CENTURY (La comedia de la vida, 1934. Howard Hawks), y que tendría su continuidad en el Joseph Tura de la impagable TO BE OR NOT TO BE (Ser o no ser, 1942. Ernst Lubitsch)-. Es más, el film de Nugent nos reservará una escena rodada en el suntuoso y al mismo tiempo recargado y kitsch dormitorio de la estrella, presidido en la cabecera con una estridente “M” de gran tamaño, viendo al mismo tiempo como la pareja de guardaespaldas son, en realidad, dos payasos que en todo momento hacen prueba de fe de su inquebrantable adhesión a su jefe –y de paso recordándonos la pasión de nuestra patria Belén Esteban por su hija-. Sin embargo, los episodios más suculentos de una película que por su propia modestia y previsibilidad deviene finalmente simpática, son aquellos en los que el manager de Nick logra enredar al verborreico y, en el fondo, poco lúcido Moxie, engatusándolo en una catarata de cifra en un supuesto regate para comprar material para sus números, que finalmente le llevarán no solo a elegir la cifra más elevada sino, lo que es peor, concluir la negociación creyendo que ha logrado el acuerdo más ventajoso posible. Es quizá la situación en la que la película da la medida del ámbito del absurdo que podría haber logrado asumir –tomando como referente la comicidad no solo de los Marx, sino de figuras tan exitosas en el aquel momento del género, como W. C. Fields-. Lamentablemente, su discurrir sigue senderos más previsibles, aunque ello no limite su discreto margen de encanto.

Calificación: 2