IF I WERE FREE (1933, Elliott Nugent)
¿Cuantos tesoros nos depara aún el redescubrimiento del melodrama norteamericano de los años treinta? Da igual que este se inserte en el ámbito previo al Código Hays, como tras la implantación del mismo. Que provenga del ámbito de estudios tan contrapuestos como la Metro, la Warner, la Fox o la primitiva RKO. Que el paso de los años nos haya permitido rehabilitar y consolidar las aportaciones de extraordinarios cineastas como Frank Borzage, John M. Stahl, Clarence Brown, Gregory La Cava, John Cronwell, Mervyn LeRoy o Edmund Goulding. E incluso que permitiera consolidar las carreras de algunos de los intérpretes –sobre todo actrices- más célebres de la Historia del Cine, en un ámbito genérico que potenció la presencia de fuertes e independientes –al tiempo que sufridores- caracteres femeninos. Sin embargo, lo sorprendente es que, de manera muy especial en el denominado precode, aparezcan docenas de exponentes, en ocasiones firmados por realizadores con posterioridad poco apreciados, que hablan de la vigencia de unos modos narrativos, y unas bases dramáticas, que se incardinaron por dos vertientes transversales, permitiendo un conjunto de extraordinaria vigencia. De un lado la asunción de una señalada sobriedad narrativa, que canalizaba con general acierto la evolución a los modos del aún reciente periodo sonoro, introduciendo en su ámbito la personalidad de sus cineastas. La otra, evidentemente, hablaba de la presencia de aquellos primeros años treinta, en donde una mirada progresista en torno a las relaciones humanas aparecía en el cine norteamericano, trasladándose de manera casi documental, las consecuencias de la traumática Gran Depresión, a través de una sociedad en la que el paso del lujo a la miseria, casi se podía expresar de un plano a otro.
Como plena muestra de todas estas disgresiones, aparece IF I WERE FREE (1933, Elliott Nugent), que aparece con una insólita frescura, manteniendo casi inalterables sus cualidades, pese a trascurrir más de ocho décadas desde su rodaje, en el ámbito de la primitiva Radio Pictures. Reconozco que nunca he seguido con especial interés la andadura de su realizador, pero quizá convendría insertar su alcance, en el ámbito de cineastas, entre otros, como Philip Moeller, Alfred E. Green, Marion Gering o Paul Sloane, que desde una mirada contemporánea, aparecen como exponentes quizá merecedores de una atención más pormenorizada de la que, aún hoy, merecen. Revestida dentro de su ajustada duración de apenas setenta minutos –algo muy habitual en aquel tiempo, en donde la concisión era una práctica habitual en su eficacia cinematográfica-, el film de Nugent se abre focalizando la acción en Paris, donde en la puerta de un café, junto a su fiel amigo Héctor (Henry Stephenson), y con un aura muy cercana el Lubitsch de aquella época, pronto conoceremos al protagonista masculino. Se trata del elegante e irónico abogado británico Gordon Evers (magnífico Clive Brook), de quien pronto descubriremos su personalidad, al comprar unas fotos pornográficas que le ofrece un vendedor, que romperá para –según señalará a su interlocutor- evitar que corrompan el alma a algún norteamericano. Con unos diálogos afilados y una adecuada dosificación de sus secuencias, muy pronto la película destacará en su capacidad de indagación psicológica. Ello nos permitirá descubrir que Evers es un hombre mundano descreído de la vida, debido ante todo a la ausencia del sentimiento amoroso, al estar casado con una mujer de gran actividad a la que apenas contempla, y de la que ni se ha molestado en divorciarse –indica que no cree que tuviera tiempo ella para poderlo llevar a cabo-. Con una enorme capacidad de síntesis y una planificación, que combinará los planos fijos con la inserción de primeros planos de los rostros de los protagonistas, con ellos se expresarán los momentos más significativos del relato. Se ayudarán también de contados pero muy valiosos movimientos de cámara, a partir de reencuadres fundamentalmente de interiores, destinados a subrayar aquellos elementos que se desean destacar en la narración. Lo cierto es que IF I WERE FREE rezuma frescura y sinceridad, que se prolonga con la sorprendente manera con la que se presenta a la protagonista femenina –Sarah Cazenove (admirable Irene Dunne)-, viviendo una tensa situación con su esposo, el disoluto Tono (Nils Asther), que apenas oculta serle infiel. Muy pronto, mediante la invitación que le ha formulado Héctor, Gordon conocerá a Sarah, permitiendo que los frontales de ambos describan el impacto casi inmediato que se provocan. Muy poco después, y tras una tensa situación con su esposo, que se marcha, Sarah estará a punto de suicidarse, y la intuitiva espera del abogado en la sombra, permitirá que esta no solo se disuada de su intención, sino que inicie una noche con ese hombre que apenas ha conocido, en un pasaje descrito con tanta naturalidad como sensibilidad, comprobando ambos la semejanza de su soledad compartida. De inmediato, Sarah aceptará viajar hasta Londres, donde instalará una tienda de antigüedades, viviendo muy cerca de alguien a quien, al mismo tiempo, ha devuelto la ilusión por vivir. Todo ello es descrito por Nugent con un delicado sentido de la inmediatez y el intimismo, al que ayudará no poco la entregada química y labor que se establece entre la pareja protagonistas, transmitiendo al espectador esa rápida evolución en los sentimientos de ambos –el uso de la elipsis se revela impecable en la película-.
Con una encomiable agudeza, la película sabrá al mismo tiempo despegarse de un origen teatral que apenas se dibuja en su resultado cinematográfico, sin por ello abandonar esa mordiente crítica contra el puritanismo en este contexto inglés. Será algo que quedará patente en secuencias y episodios como el desarrollado en la fiesta benéfica auspiciada por la madre del abogado, en donde Sarah escuchará de boca de su amiga –y esposa de Héctor- Jewel, al comentar de manera inconsciente, y sin saber que lo está haciendo con la autentica amante de Gordon, los comadreos que en su entorno se deslizan en torno a sus aventuras infidelidades. Una decisión que le ha devuelto la ilusión por vivir, pero que al mismo tiempo se llegan a plantear como impedimento para que pueda prosperar su ascenso a juez en la carrera judicial. Esta circunstancia, unido al inesperado retorno de Tono, de que Sarah se había divorciado, pero que intentará chantajearla amenazando revelar la realidad de sus relaciones, provocará que decida una despedida seca con su amado, y una rápida huída. Hasta ese momento, la pareja habrá vivido un creciente aliento romántico, descrito en admirable pasaje, digno del posterior Leo McCarey de LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939), donde los dos amantes tendrán una fuga campestre, que los llevará hasta el sonido de un órgano interpretado por un anciano, al que contemplarán desde el exterior de una cristalera. En otro momento de la película, la propia presencia de un organista callejero servirá como detonante amoroso, e incluso de recuerdo de ese amor que casi estará a punto de perderse. Es más, como expresión máxima de esos sentimientos, Sarah cantará para su amado, en una de las escasas ocasiones en la que el melodrama de los años treinta apostó por esa querencia musical.
Uno de los aspectos más atractivos de IF I WERE FREE, reside en la capacidad que esgrime para describir –con el sentido de la síntesis que caracteriza su conjunto- el recelo que provocará en la fría esposa de Gordon, la presencia de esa amante, que suscitará en ella no solo su recelo a acceder a un divorcio, al que con anterioridad no hubiera tenido objeción en autorizar. Llegará, en el cénit del relato, a prohibir a Sarah acercarse a su amado, cuando este se haya sometido a una extrema operación, para poder sobrevivir de la cercanía de una muerte que asumirá sin embargo con el estoicismo que le caracterizará. Sarah no conocerá dicha circunstancia, pero al saberlo de manos de su madre acudirá sin reservas al hospital, donde pese a recibir el rechazo de su esposa, esta finalmente se tendrá que rendir a la evidencia. El encuentro de los dos amantes, mientras Gordon apenas recobra el conocimiento –sensacional en esos instantes Clive Brook-, nos permitirá unos instantes dignos del mejor Borzage, en donde el esforzado cántico de Sarah atendiendo la petición del enfermo, permitirá una admirable ascesis dramática, que de inmediato fundirá, casi como si fuera un sueño, en el discurrir de los ya convertidos esposos, discurriendo por las plácidas aguas del lago en esa canoa, conducida por un incómodo Héctor, en medio de una cálida jornada veraniega. Quizá dicha conclusión aparezca algo superficial, al situarse a continuación del intenso episodio vivido, o probablemente el personaje encarnado por el pesado de Nils Ahster devenga esquemático e incluso antipático en su configuración. Son ambas, objeciones opinables. Sin embargo, ello no impide poner en valor este sensible melodrama, una más de esas pequeñas perlas que siguen nadando en el océano de los tesoros del cine americano de su tiempo, y que recuperamos como un acto de justicia.
Calificación: 3
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