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CINEMA DE PERRA GORDA

Irvin Kershner

STAKEOUT ON DOPE STREET (1958, Irvin Kershner)

STAKEOUT ON DOPE STREET (1958, Irvin Kershner)

Envuelto en una extraña andadura fílmica, que se extiende desde finales de los cincuenta, hasta principios de los noventa, y una exploración profesional que se adentra con fuerza en el medio televisivo, no cabe duda que en Irvin Kershner (1923 – 2010), encontramos a uno de los más inclasificables realizadores norteamericanos de su generación. Algo que tuvo que sobrellevar a lo largo de su carrera -quince largometrajes-, en donde se entremezclaban títulos con determinadas inquietudes sociales y visuales, con otros insertos en el ámbito del mainstream. Y todo ello, sin que una u otra opción determinara un mayor o menor grado de entidad de su cine porque, lo que es incuestionable, es que en Kershner se dio cita un realizador dominado por una nada desdeñable personalidad, capaz de aunar en sus películas de un aura de singularidad que, desgraciadamente, no ha sido debidamente reconocida ni analizada con el paso del tiempo. Habiendo podido acceder hasta el momento a la mitad de su filmografía, confieso mi curiosidad a la oportunidad de visionar la película que supuso su debut en la gran pantalla. Se trata de STAKEOUT ON DOPE STREET (1958), con la que Kershner intenta conectar deliberadamente, con diversas corrientes y subgéneros, entonces muy en boga en el cine norteamericano.

De un lado, prolongar la corriente consagrada en REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray), destinada a ofrecer una visión desencantada de la juventud de su tiempo, crecida en un ámbito posterior a la II Guerra Mundial. Por otra parte, es uno de los primeros exponentes de la presencia temática de las drogas en el ámbito cinematográfico –tres años antes, Otto Preminger había sentado cátedra en la misma, con la estupenda THE MAN WITH THE GOLDEN ARM (El hombre del brazo de oro, 1955)-. Y, finalmente, Kershner aprovecha en su extraña, desigual pero atractiva mixtura, para conectar con esas corrientes rupturistas, que el cine norteamericano brindó en aquellos años el New American Cinema, y que englobó las obras iniciales de cineastas tan dispares como John Casavettes o Curtis Harrington. En concreto, STAKEOUT ON DOPE STREET contaría con la producción –no acreditada- de Roger Corman –es algo que emparenta su resultado, con algunos títulos rodados por el propio Corman en aquellos años-, y nos brinda la implicación de una argumentación policiaca, centrada en el inesperado tropiezo de tres jóvenes frustrados, con un maletín que se han encontrado, y que antes hemos contemplado, pertenecían a un traficante, conteniendo un bote con un kilo de heroína. Así pues, mientras estos dudan entre ir vendiendo dicha droga y, con su importe, ir mejorando sus limitadas expectativas de vida, sin que se den cuenta irán acercándose hasta ellos, por una parte, los enviados del gang, al objeto de recuperar la droga. Se trata, evidentemente, de una premisa argumental bastante leve, pero que sin embargo no deja de proporcionar una base suficiente, para que Kershner logre elevarse por encima de esa mínima estructura dramática, aunque justo es reconocer, lo haga de manera intermitente. Y es que si bien, analizada por separado en sus diferentes vertientes, el conjunto de STAKEOUT ON DOPE STREET aparece deslavazado, e incluso por momentos irrelevante. La presencia de esa chirriante música de jazz, o el desaliño que en no pocas ocasiones proporcionan sus imágenes, es evidente que condicionan el resultado de esta propuesta voluntariosa.

Y sin embargo, por encima de innegable desaliño, de lo convencional de su argumento, e incluso de la pobreza de sus personajes, si hay algo que finalmente logra elevar el interés de la propuesta de Kershner es, sin lugar a duda, la sinceridad de su enunciado y, de manera subsecuente, la voluntad de un aporte visual y narrativo, que denota la personalidad del hombre que tras la cámara, intenta y parcialmente logra, ofrecer una determinada densidad al conjunto. Es algo a lo que ayuda de manera notoria, la sombría iluminación de blanco y negro del gran Haskell Wexler –en su debut como operador de largometrajes, bajo el seudónimo de Mark Jeffrey-, que tiene su continuidad en la abierta búsqueda de un realismo, que por otro lado prolongaría Kershner en posteriores largometrajes filmados. En la sinceridad que aparece plasmada, en la frustrante relación entre el joven Jim (encarnado por Yale Wexler, hermano de Haskell), un muchacho confuso en sus anhelos cara su madurez, y su relación con Kathy (Abby Dalton). Una pareja en la que se plasma una frustrante proyección sobre el anhelo del American Way of Life, asumiendo con extraña sensibilidad un cierto alcance transgresor. Esa sensibilidad en las inesperadas ráfagas de sinceridad dramática, tendrá su prolongación en el dramático flashback, matizado por una planificación percutante, que describirá la agonía sufrida por el veterano camello Danny (estupendo Allen Kramer), evocando ante Jim el trauma que para él supuso su primera y, a la postre, inútil desintoxicación. Con ello, avalará la autodestrucción que supone adentrarse en el fácil consuelo de la droga, sobre todo para un joven como el protagonista, necesitado de un asidero existencial que canalice su frustración personal.

STAKEOUT ON DOPE STREET –que exhibe algunos atrevidos encadenados de secuencias, alternando los distintos emplazamientos de la acción- culminará con un atractivo episodio de acoso paralelo a los muchachos, por parte de los gangsters que desean recuperar la droga a toda costa –con ecos en algunos momentos, del TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957) de Welles-, recayendo finalmente en Jim la responsabilidad de huir entre la nocturnidad de unos oscuros marcos urbanos, hasta intentar huir y esconderse en una planta industrial, sobre la que se elevará en una de sus torres, defendiéndose del acoso de sus perseguidores, derramando sobre uno de ellos el tarro de heroína que este buscaba afanosamente, antes de caer abatido por las balas de la policía. Un fragmento lleno de fuerza expresiva, en donde ese aparente desaliño, revierte en un sesgo de autenticidad. En definitiva, pese a su modestia, sus desajustes e insuficiencias, hay suficiente convicción e incluso buen cine en esta puesta de largo, para un cineasta siempre interesante, al que quizá su propia modestia, impidió que se tuviera más en consideración, no solo dentro del ámbito de su generación sino, sobre todo, a la hora de efectuar un recorrido minucioso en el periodo de caída del Hollywood clásico.

Calificación: 2’5

UP THE SANDBOX (1972. Irvin Kershner) [Casada de Nueva York]

UP THE SANDBOX (1972. Irvin Kershner) [Casada de Nueva York]

Es probable que el hecho de cabalgar a caballo de dos generaciones bien opuestas de realizadores, máxime cuando nos encontramos ante la frontera del clasicismo cinematográfico, y la antesala de una nueva manera de entender el hecho fílmico, perjudicara y descolocara la figura del buen cineasta que fue Irvin Kershner (1923 – 2010). Quizá conocido por haber filmado la aventura más reconocida de las seis que formaron parte del universo STAR WARS –THE EMPIRE STRIKES BACK (El imperio contraataca, 1980)-, lo cierto es que la aportación cinematográfica de Kershner –previamente experimentado en el formato televisivo- se extiende en una quincena larga de largometrajes, de los cuales un tercio de los mismos apenas son conocidos. Su nombre empezó a cobrar cierta fuerza con el atractivo melodrama protagonizado por Don Murray THE HOODLUM PRIEST (Refugio de criminales, 1961), y alcanza su más alto grado de reconocimiento con dos insólitas comedias, en las que demuestra su apego al tratamiento de personajes iconoclastas. Me estoy refiriendo a A FINE MADNESS (Un loco maravilloso, 1966) y, sobre todo, THE FLIM-FLAM MAN (Un fabuloso bribón, 1967). En ambas se despliega su querencia por personajes insertos al borde de la marginalidad, luchando contra universos hostiles definidos en marcos alienantes.

Fue un sendero que Kershner siguió recorriendo, en modos ligeramente más escorados al drama, bebiendo de nuevas corrientes, pero al mismo tiempo proponiendo una mirada revestida de cierta personalidad, que ya quedó marcada en LOVING (1970) –una de sus propuestas más personales, lo que no quiere decir necesariamente que fuera la más redonda-. Y es quizá combinando el universo del mencionado título, con el aura irónica marcada en las dos comedias antes citadas, donde se podría emparentar con presteza UP THE SANDBOX (1972), una extraña y por momentos divertida comedia, que aúna en sus imágenes una visión poco menos que demoledora sobre la caótica sociedad estadounidense de aquella época. Sorprendentemente, y pese a estar protagonizada por una estrella entonces en un enorme apogeo como Barbra Streisand, esta variante femenina de referentes como THE SECRET LIFE OF WALTER MITTY (La vida secreta de Walter Mitty, 1947. Norman Z. McLeod) o BILLY LIAR (Billy, el embustero, 1962. John Schlesinger), apenas tuvo repercusión alguna, no llegándose a estrenar en nuestro país –solo con el paso de los años se ha emitido esporádicamente en pases televisivos, y ha conocido hace poco tiempo su edición digital con el título CASADA DE NUEVA YORK-. Es una lástima que así fuera, puesto que nos encontramos con una interesante combinación de géneros, quizá una de las más valiosas a la hora de enfrentarse a unas nuevas corrientes de la comedia, que muy poco después capitalizaría casi por completo la figura de Woody Allen.

UP THE SANDBOX narra las tribulaciones sufridas por la joven Margaret Reynolds (una espléndida Barbra Streisand), casada con un prometedor escritor Paul Reynolds (David Selby). Ambos forman un matrimonio con dos pequeños, y  ella conocerá muy pronto que se encuentra embarazada de una tercera criatura, noticia que teme anunciarle a su marido. Muy pronto descubriremos que se trata de una mujer insatisfecha, relegada a la sombra de su esposo, e intentando ser dominada por su madre –Mrs.. Koerner (impagable Jane Hoffman)-. Esa creciente opresión, unida a la noticia de la llegada de su próximo hijo, propiciará la única manera que tiene de evadirse de la realidad; inventarse episodios de una vida paralela. He ahí donde se encuentran los instantes más divertidos del film de Kershner, bañados de un sentido del humor ácido y disolvente, y al mismo tiempo ligados en su mayor parte al contexto social en que se encuentran insertos. Entre sus diferentes “fugas”, podemos encontrar la presencia de un Fidel Castro (Jacobo Morales), quien poco a poco se confesará en la intimidad como ¡Una mujer camuflada!, el ataque de un grupo de Black Panthers a la estatua de la libertad –lo que nos permitirá contemplar un lado poco gratificante de la zona costera de las World Trade Center, al tiempo que un mensaje premonitorio de los conocidos atentados-, o el impagable episodio imaginado en la celebración del treinta y tres aniversario de sus padres, donde con la excusa de una filmación familiar, se distorsionará una celebración insoportable, para añadir en ella la ira que Margaret ha ido acumulando en torno a su madre. No serán las únicas disgresiones más o menos cómicas del relato, que tendrán su primera manifestación en el imaginado encuentro de nuestra protagonista con una compañera de trabajo de su marido, de la que supone es su amante. Esa mezcla entre la frustración de la realidad y la ira que se despliega en la ficción, incluso se extenderá a un episodio desarrollado en la propia África –donde contaremos con la presencia de Paul Benedict, un actor cómico bastante conocido en aquellos primeros setenta-, teniendo quizá su exponente más datado y menos convincente en el ambiente pesadillesco desplegado en el fragmento casi de conclusión, en el que Paul se enfrenta a la clínica abortista a la que su mujer ha decidido incorporarse para eliminar un pequeño que entiende puede ser letal para la continuidad del matrimonio.

En cualquier caso, más allá del grado de regocijo que proporcionan estos episodios, lo realmente interesante del film de Kershner, es la manera con la que el director equilibra su presencia, en el desarrollo de ese drama personal y al mismo tiempo cotidiano sufrido por Margaret. Nos encontramos en un periodo en donde la influencia del cine de Bergman es patente en todo el mundo, y lo cierto es que el director logra incardinar con agudeza el apunte irónico, la descripción de personajes y comportamientos, la facilidad con la que se nos inserta en un entorno reconocible –lo que con el paso de los años permite otorgar a la película un plus de crónica de un determinado aspecto de la sociedad USA de su tiempo- y, por encima de todo, la decidida actitud del cineasta por intentar no elevar el tono en ningún momento. Más allá de la ya señalada secuencia de pesadilla protagonizada por Paul cuando su esposa se encuentra a punto de abortar, lo cierto es que la película discurre con ese extraño sentido de la cotidianeidad –que no de placidez-, marca de fábrica de un cineasta que en lo mejor de su obra se caracterizó por una especial comprensión hacia sus personajes, por más que estos estuvieran insertos en el ámbito más extraño.

Arropada por una fotografía de Gordon Willis –posterior e inseparable operador de Woody Allen-, que se convierte en un singular aliado a la hora de apostar por ese grado de cotidianeidad y falta de glamour, UP THE SANDBOX finaliza de una manera inesperada… pero al mismo tiempo coherente con el resto de su metraje previo. Mientras Paul se encuentra ocupando un tiovivo con sus dos hijos, su esposa le comenta que se encuentra embarazada de nuevo. La expresión de sorpresa de este resultará sorprendente, pero más lo será su aceptación del tercer hijo, dejando de lado los temores que han provocado los desequilibrios de Margaret. Simple y contundente conclusión en plano fijo, para uno de los títulos más atractivos y al mismo tiempo menos conocidos y valorados de Irvin Kershner, que sin poder ser catalogado como un logro absoluto, sí debería ocupar un lugar de cierto peso, dentro de la transformación –y casi la disolución- de la comedia americana, en el inicio de la década de los setenta.

Calificación: 3

NEVER SAY NEVER AGAIN (1983, Irvin Kershner) Nunca digas nunca jamás

NEVER SAY NEVER AGAIN (1983, Irvin Kershner) Nunca digas nunca jamás

Al contemplar NEVER SAY NEVER AGAIN (Nunca digas nunca jamás, 1983. Irvin Kershner), he de reconocer que vienen a mi mente sensaciones contrapuestas, que exceden con mucho el valor intrínseco de su propio enunciado. La desfasada estética eighties que con tanta facilidad envejeció, dejando constancia de uno de los periodos más cuestionados del devenir cinematográfico, y al mismo tiempo ver en sus fotogramas una mirada entre nostálgica e irónica sobre uno de los mitos más ligados al público que acudió a las pantallas durante las décadas de los sesenta y setenta; el agente 007 James Bond. Nunca he ocultado que su figura no despertó en ningún momento un especial interés a la hora de acudir a los auténticos ritos que han ido provocando cada una de las citas sobre dicho personaje. Ello no me ha impedido, de manera fraccionada y desordenada, acercarme a buena parte de sus exponentes y, lo que es más curioso, apreciar quizá más algunos títulos que trasladaron a la pantalla determinados ecos de la estética aplicada por dicho personaje, que las propiamente determinadas por el mismo.

Dicho esto, el film de Kershner se determinó en su momento –además de cómo un remake de THUNDERBALL (Operación trueno, 1965. Terence Young) –que es uno de los escasos títulos de la “era Connery” que no he contemplado hasta la fecha-, como una curiosa respuesta a las producciones capitaneadas por el equipo Saltzman y Broccoli que en fechas paralelas estaban encabezadas por Roger Moore –si mal recuerdo en aquel tiempo, la franquicia “oficial” lanzaba OCTOPUSSY (John Glen, 1983)-. Por medio de un subterfugio se logró producir esta cinta que dejaba de lado algunos de los rasgos más populares de la serie. Desde la ausencia de una secuencia pregenérico, la presencia de los iconográficos títulos de crédito de Maurice Binder, el eterno y definitorio tema musical…-. Sin embargo, en su oposición se contó de nuevo con la presencia de Sean Connery, prestándose a un retorno de su personaje aportando en el mismo una mirada entre nostálgica y paródica. Es decir, años antes de que por propia inercia la corriente oficial se viera obligada a ir renovando los elementos de una franquicia que necesitaba perentoriamente de los mismos caso de prolongar su existencia. Justo es reconocer que el mero hecho de que su personaje se mantenga hasta nuestros días en plena vigencia, revela que aquella progresiva siempre ha dado sus frutos-.

NEVER SAY NEVER AGAIN se inicia con una secuencia, que evoca de forma bastante clara el universo de RAMBO (FIRTS BLOOD) (Acorralado, 1982. Ted Kotcheff), mostrándonos a un James Bond que intenta mantenerse como un héroe de acción, entendiéndolo tal y como se ejemplificaba en aquellos primeros años de la “era Reagan” en la pantalla. Muy pronto comprobaremos que el episodio vivido, que aparece como su presunto asesinato, no es más que una especie de ensayo para poner a prueba al célebre agente. Visto desde una pantalla, M (Edwatd Fox) lo destinará a un hospital donde pretende su recuperación. Mientras tanto, en acción paralela contemplaremos las intenciones de la organización Spectra –comandada por el siniestro y afilado Blofeld (Max Von Sydow)-, deseosa de llevar a cabo un atrevido plan para sustituir el contenido de dos cabezas nucleares que se lanzaban como prueba por parte del ejército norteamericano, por otros genuinamente radioactivos y, con ello, chantajear a las potencias mundiales con un millonario porcentaje de lo que recaudan con sus ventas petrolíferas. Establecido el conflicto al que se destinará a Bond, este se enfrentará a una compleja situación que pillará desprevenidas inicialmente a las autoridades británicos y, por extensión, al mundo occidental. Será el punto de partida que enfrentará a nuestro agente esencialmente con dos villanos. Uno de ellos será el multimillonario Maximilian Largo (Klaus Maria Brandauer), en apariencia un filántropo que reside en un espectacular buque, pero en realidad el auténtico ejecutor del plan a través de su sofisticado personal. Como gregaria de este se encuentra la atractiva y, al mismo tiempo, sádica Fátima Blusa (Barbara Carrera) –cuyo look por cierto serviría como referente de la Grace Jones de la posterior A VIEW TO A KIL (Panorama para matar, 1985. John Glen). En realidad, el devenir de las dos horas largas en las que se extiende el film de Kershner –al que unos quince minutos menos no le hubieran venido mal-, no supone más que un juego del gato y el ratón entre la astucia –más que la fuerza- de James Bond, contra el ataque de los que conoce de antemano sus modos de actuación e  intenciones.

Kershner ha sido en su andadura desde inicios de los sesenta, un interesante cineasta que supo introducirse en la industria de Hollywood, al tiempo que ofrecer productos bastante personales, entre los que cabe destacar dos insólitas comedias A FINE MADNESS (Un loco maravilloso, 1966) –su primer encuentro con Sean Connery- y THE FLIM-FLAM MAN (Un fabuloso bribón, 1967). Y es quizá esa insólita manera de afrontar la comedia, la que le hizo ser elegido por el intérprete –verdadero promotor del proyecto-, para ponerse tras la cámara en esta película que mira al mismo tiempo con nostalgia y sentido del humor un icono cinematográfico. Esa capacidad de Connery para reírse de sí mismo, de mostrar los primeros síntomas de su vejez, ironizar sobre su propio personaje –esa lucha contra un enemigo que resuelve arrojándole inesperadamente un tarro con su propia orina que tendrá el efecto de un ácido-. Todo ello en una aventura en la que primará su aspecto visual sobre unos diálogos por lo general escuetos –en no pocos momentos me dio la impresión de que Kershner traslada los modos narrativos de un Blake Edwards en sus aventuras del inspector Clouseau-, combinando en su desarrollo el elemento mítico del personaje y la clara intención de su protagonista por exteriorizar una visión distanciada y al mismo cómplice con ese desapego por la mítica que ha venido generando el mismo durante dos décadas –en aquel entonces- y que el propio intérprete zanjará en su rotundo diálogo al final –propuesto directamente al espectador-.

Al margen de esta clara intención, NEVER SAY NEVER AGAIN ofrece parte de lo que los aficionados siempre han estado buscando en los títulos de la serie. Carreras –como la que protagoniza Bond subido en una moto persiguiendo a Fátima-, siendo perseguido instantes después en una jugarreta de los villanos que esta comanda. Lugares lujosos y exóticos; como ese tango que bailará Bond con Domino (una aún no todavía madura Kim Basinger), comunicándole en el transcurso del baile la muerte de su hermano), el episodio que se desarrolla en una ruinas antiguas ubicadas bajo un túnel dentro del mar. Fragmento por cierto que se sucederá tras el del rescate de Domino en una fortaleza situada en el norte de África, que no dejó de recordarme la desopilante conclusión de la denostada MODESTY BLAISE (Modesty Blaise, agente secreto femenino, 1966. Joseph Losey). En definitiva, nos encontramos ante un extraño pero nada desdeñable corpúsculo dentro de la expresión cinematográfica de uno de los iconos más celebrados del cine de consumo, proponiendo un entonces cierto elemento de distanciación, dentro de una película festiva y que, en apariencia, respeta la idiosincrasia del personaje.

Calificación: 2’5

THE FLIM-FLAM MAN (1967, Irvin Kershner) Un fabuloso bribón

THE FLIM-FLAM MAN (1967, Irvin Kershner) Un fabuloso bribón

Artífice de una filmografía tan dispersa y desconcertante, como partícipe en sus mejores momentos por un especial interés, es probable que para la generaciones más jóvenes el nombre del norteamericano Irvin Kershner (1922), solo suponga ser el firmante de THE EMPIRE STRIKES BACK (El imperio contraataca, 1980) –considerada de forma consensuada como la mejor de las películas originadas en las dos trilogías rodadas hasta el momento a partir del éxito de STAR WARS (La guerra de las galaxias, 1977. George Lucas). Justo es reconocer también que en la filmografía de Kershner se dan cita no pocos títulos surgidos como secuelas o continuaciones de temáticas o personajes concretos de éxito precedente –que van desde el propio James Bond –NEVER SAY NEVER AGAIN (Nunca digas nunca jamás, 1983)-, los ecos de THE EXORCIST (El exorcista, 1973. William Friedkin) –EYES OF LAURA MARS (Ojos, 1978)-, hasta el aprovechamiento de “el hombre llamado caballo” –THE RETURN OF A MAN CALLED HORSE (El retorno de un hombre llamado caballo, 1976)-. Faltaría de todos modos comprobar si partiendo de esa condición de secuelas, en alguno de los casos se lograron frutos de cierto relieve, aunque lo que es cierto que en la andadura previa de Kershner –esencialmente dirigida a la televisión-, se encuentra un corpus cuanto menos interesante, discurriendo a modo de zigzag sin una continuidad acusada aunque, eso sí, nos encontremos con resultados atractivos. Films como HODLUM PRIEST (Refugio de criminales, 1961), A FINE MADNESS (Un loco maravilloso, 1966), LOVING (1970) o la ya citada THE EMPIRE STRIKES BACK (1980) revelan ese interés, como también lo hace el título que protagoniza estas líneas, que en estos momentos no dudaría –a falta de completar su filmografía- en considerar la mejor de sus películas; THE FLIM-FLAM MAN (Un fabuloso bribón, 1967).

 

Basado en una novela de Guy Owen, trasladada como guión para la pantalla por el experto William Rose, la película nos narra en tono de comedia desenfadada las pintorescas situaciones que se vivirán a partir del encuentro en un lugar indeterminado del sur de Estados Unidos, entre Mordecai Jones (George C. Scott), un veterano y conocido timador, y el joven Curley Treadaway (Michael Sarrazin), quien se encuentra perseguido como desertor del ejército. Ambos empatizarán desde el primer momento, adivinando el veterano timador una serie de cualidades en su nuevo amigo, que le permitirán asociarlo como ayudante en esos pequeños pero constates golpes, que ha efectuado siempre aprovechando la consustancial avaricia del ser humano. A partir de esta unión, iniciarán una divertida escalada de pequeñas estafas, huídas y persecuciones, siempre definidas dentro de un contexto picaresco y al mismo tiempo de aprendizaje –por parte del veterano estafador a su joven compañero- que les llevarán a estar bajo el punto de mira del Sheriff Slade (Henry Morgan) –acompañado en todo momento por su torpe ayudante-. La escalada de delitos que en realidad subvierten la rutina cotidiana del marco elegido, se irá completando con el flechazo que Curley sentirá, desde el primer instante con la joven Bonnie (Sue Lyon). Será el punto de inflexión que introducirá en sus intenciones el deseo de abandonar el marco de las insolentes transgresiones contra la ley que promueve Mordecai, al cual por otro lado el muchacho siente un profundo afecto.

 

Enérgica y vitalista, en apariencia festiva pero sobrellevando en su interior una mirada nada superficial sobre la codicia en el ser humano, THE FLIM-FLAM MAN aparece como una entrañable revisitación de la esencia de Mark Twain, una actualización del género Americana, y ecos nada solapados del slapstick mudo, emergiendo quizá por casualidad o quizá no tanto, como la mezcla de una propuesta tan dramática como THE CHASE (La jauría humana, 1966) y la posterior BONNIE AND CLYDE (Bonnie y Clyde, 1967). Ambos títulos están firmados por Arthur Penn, uno de ellos se rodó y estrenó con anterioridad al de Kershner, mientras que el protagonizado por Warren Beatty y Faye Dunaway lo hizo muy poco después. Pero es curioso constatar como el tono luminoso de su fotografía en color, la ambientación en el sur norteamericano, y también la visión desencantada de su galería humana, se muestran en la película que nos ocupa como un extraño enlace entre los dos referentes citados de Arthur Penn –al primero de los cuales llega a igualar, dentro de su disparidad de enfoque, bajo mi punto de vista-. Por encima de esa curiosa semejanza, lo cierto es que THE FLIM-FLAM… desprende una extraña y siempre refrescante sensación de vitalismo, de apuesta por el disfrute de aquellos elementos que conforman la esencia misma de la existencia, por encima de esa sensación latente en todo momento, representada en la mediocridad y conformismo que coartan la libertad del individuo. Es así, como entre las costuras amables que desprenden sus imágenes, en la capacidad hipnótica que nos brinda la extraordinaria fotografía en color de Charles Lang,  la complicidad que desprenden sus dos protagonistas –Scott está magnífico, como es habitual en él, pero el debutante y más adelante poco interesante Sarrazín logra una constante empatía con el veterano intérprete, brindando la que quizá sea su labor más perdurable en la pantalla-, o el cuidado dibujo de secundarios, todos ellos encarnados por característicos del más alto nivel, se logra un conjunto que va enganchando al espectador, al cual ofrece un producto de inagotable vivacidad

 

Estoy convencido que Kershner supo desde el primer momento que tenía bajo su alcance los mimbres necesarios para alcanzar un resultado magnífico, y es por ello que su labor de puesta en escena se centra en potenciarlos sin introducir en ellos el más mínimo rasgo de autoría. En ese manejo y orquestación de un equipo técnico y artístico del más alto nivel,  no cabe duda que el realizador no deja de introducir instantes que revelan el alcance su personalidad cinematográfica, por lo general transparente y entregada al devenir de sus personajes. Son pequeños destellos que revelan a un realizador con inventiva, como ese fundido que liga a Curley balanceándose en su improvisada hamaca situada en pleno campo, con la mecedora en la que lo hace en otro lugar su deseada Bennie, o el plano sostenido sobre el mismo Curley –mostrando una extraña incomodidad- al comprobar como el paleto codicioso al que han estafado, huye corriendo creyendo que ha hecho un negocio con los dos compenetrados timadores. Esa capacitación del realizador, se mostrará asimismo en el delicioso episodio cómico desarrollado en la huída de Mordecai y Curley con el coche robado a la familia Packard, en el que provocarán una insuperable e hilarante estela de destrucción, que no dudo sería tomada como referente para que poco tiempo después Peter Bogdanovich la reutilizara –actualizando su contexto- en la divertida WHAT’S UP DOC? (¿Qué me pasa, doctor?, 1972).

 

Dotada de una frescura contagiosa, un admirable, riguroso y al propio tiempo invisible sentido de la progresión, una jubilosa autenticidad en la interrelación de sus protagonistas, y erigiéndose como una propuesta atípica dentro del contexto temporal en que se inserta, no puedo por menos que considerar THE FLIM-FLAM MAN como una propuesta magnífica y, con probabilidad, uno de los últimos exponentes relevantes de un periodo dorado para la comedia, que en aquellos momentos estaba casi, casi, a punto de abandonarnos para siempre. Que lo hiciera además alguien que no estaba familiarizado con su manejo –aunque inmediatamente antes ofreciera otra propuesta, ésta más urbana, tan atractiva como la mencionada  A FINE MADNESS, otorga a la labor de Irvin Kershner un reconocimiento más plausible si cabe.

 

Calificación: 3’5

HOODLUM PRIEST (1961, Irvin Kershner) Refugio de criminales

HOODLUM PRIEST (1961, Irvin Kershner)  Refugio de criminales

En la historia del cine norteamericano –como en cualquier otra cinematografía- han coexistido de manera pacífica grandes y pequeños títulos. Y no hago esta manifestación como algo revestido de gratuidad. Hollywood sabía alternar productos de mayor o menor entidad, con otros definidos y gestados dentro de una reconocida limitación previa de su alcance. Indudablemente, no siempre se producía la debida equivalencia entre las pretendidas calidades de un título ambicioso y otro en apariencia de cortos vuelos, ya que cualquier antología cinematográfica mostraría numerosos ejemplos que invertirían su interés a partir del previsible grado de atractivo de sus elementos de partida. De todos modos atendiendo a uno u otro enunciado, no cabe duda que HOODLUM PRIEST (Refugio de criminales, 1961. Irvin Kershner) –una especialmente equivocada traducción española del título original- entraría de lleno en el segundo apartado, el de los títulos modestos, aunque el paso de los años ha permitido que el cómputo de sus virtudes específicamente cinematográficas, emerjan dentro del temible ámbito en el que su propuesta se inserta de lleno. Y es que resulta bastante espinoso adentrarse en el planteamiento casi hagiográfico de la figura del sacerdote jesuita Charles Dismas Clark (Don Murray), persona decidida en la casi quijotesca tarea de la redención y dignificación en el trato social hacia la figura del delincuente. Una tarea en la que se empeñó a nivel personal ese excelente actor que siempre ha sido Don Murray, una especie de hermano tardío de Montgomery Clift, cuyas aportaciones a títulos tan valiosos y variopintos como BUS STOP (1956, Joshua Logan), FROM HELL TO TEXAS (Del infierno a Texas, 1958. Henry Hathaway), THESE THOUSAND HILLS (Duelo en el barro, 1959.Richard Fleicher) o ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962. Otto Preminger), debería permitirle figurar por derecho propio como uno de los mejores actores jóvenes norteamericanos surgidos entre la segunda mitad de los cincuenta y la primera del decenio siguiente. Sin embargo, la especial conciencia del actor en el terreno moral y religioso fue la que finalmente le relegó de este estrellato que en tantos momentos rozó, dirigiendo su carrera cinematográfica a través de la encarnación de personajes más o menos ejemplarizantes. Su rol protagónico en esta película es uno de los más representativos, en la medida que coprodujo esta película y participó activamente en su gestación.

 

Afortunadamente, en las intenciones de todos cuantos participaron en la misma, estuvo bien presente la oportunidad de ofrecer un producto más o menos verista. Algo que con el paso de los años permite que el film de Kershner mantenga vigente sus rasgos de frescura y, sobre todo, unas capacidades específicamente cinematográficas que, en bastantes de sus momentos, logren trascender el alcance discursivo de la propuesta. Y este en este sentido, donde quizá cabría insertar HOODLUM… como una especie de prolongación de la en su momento prestigiosa y hoy tan estimable como olvidada I WANT TO LIVE! (¡Quiero vivir!, 1958. Robert Wise), y un tímido precedente de la excelente IN COLD BLOOD (A sangre fría, 1967. Richard Brooks). Puede parecer notablemente exagerada esta última comparación, pero algo hay de ello en las precisas imágenes captadas por la cámara por momentos asfixiante del magnífico operador Haxkell Wexler, en la precisión de la puesta en escena orquestada por un casi debutante Kershner –de trayectoria posterior tan errática como, por lo general apreciable en sus resultados-, en la vigencia de su textura visual, emergiendo en sentido positivo del fácil efectismo de otros títulos similares –y recuerdo con ello la coetánea THE YOUNG SAVAGES (Los jóvenes salvajes, 1961. John Frankenheimer-, y permitiendo de manera perceptible la confluencia de dos películas diferentes que en sus mejores momentos confluyen en instantes magníficos, mientras que en los más débiles dejan entrever lo estereotipado de sus perfiles. Con sinceridad, creo que esa duplicidad fue algo que asumieron los responsables del film, apostando casi de manera inadvertida por intereses contrapuestos. Digamos que la lectura inicial de la película sería articular el elemento hagiográfico en torno a la figura del jesuita a quien se dedica la historia. No obstante, en muchos de sus momentos HOODLUM… se atisba e intuye la historia de un fracaso existencial y una mirada bastante desasosegadora en torno a la incapacidad de remontar el destino de la condición humana. Es probable que quizá estemos apelando a la presencia de un planteamiento excesivamente ambicioso, probablemente inadvertido por los propios artífices del film. Sin embargo, no me cabe duda que la intención –visualmente evidente- de Kershner, es la de ofrecer un testimonio que sobrepasara la blandura del planteamiento inicial. Para ello no solo apostó por la filmación en los escenarios reales de la historia, sino que en muchos momentos queda clara esa desesperanza y, sobre todo en las secuencias que muestran la ejecución del joven Billy Lee Jackson (el intenso debut cinematográfico de Keir Dullea), la película alcanza una tensión y un alcance demoledor no solo en su intento de denuncia social –ese solitario manifestante que inútilmente apuesta por la conmutación de la pena capital-, sino en la medida que describe la inutilidad de la tarea del sacerdote protagonista.

 

Con estos elementos plausibles y la presencia de un buen número de situaciones estereotipadas –el romance de Billy con una joven y guapa heredera; la manera con la que Dismas intenta recaudar fondos pronunciando proclamas a señoras adineradas-, lo cierto es que HOODLUM PRIEST se mantiene con fuerza por la destreza con la que su joven director lograr aplicar una puesta en escena clásica y fresca al mismo tiempo, la espléndida labor de su cast y también, y antes lo hemos mencionado, la fuerza que Haskell Wexler aporta con una fotografía en blanco y negro de notable fisicidad. Todo ello me ha permitido revisar con buen resultado una película que dos décadas antes me pareció un cúmulo de convenciones discursivas, y hoy aparece como un producto que convive con dichos estereotipos, pero cuya textura propiamente cinematográfica deviene francamente valiosa.

 

Calificación. 2’5