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CINEMA DE PERRA GORDA

John Ford

THE WORLD MOVES ON (1934, John Ford) Paz en la tierra

THE WORLD MOVES ON (1934, John Ford) Paz en la tierra

Si ha existido un director cinematográfico despiadadamente distante y autocrítico con su obra, este fue John Ford. Nunca se sabrá si este reiterado escepticismo ante su cine era una pose, una faceta más de su predibujada personalidad o, quizá, estaba expresada con total sinceridad. En este contexto, uno de los títulos de los que el viejo maestro norteamericano siempre renegó, fue THE WORLD MOVES ON (Paz en la tierra, 1934), desdén en el que ha coincidido con la valoración dispensada por otros estudiosos de la obra fordiana –uno de ellos, el español Quim Casas, despacha con rapidez el a su juicio limitado alcance de la misma-. Sin embargo, y aún contando con contundentes referencias que deberían inclinarme en dicha valoración más o menos negativa, he de reconocer que poco a poco, de forma lenta pero inexorablemente, y pese a ese cierto estatismo de eco teatral casi consustancial el cine norteamericano de aquel tiempo, las imágenes de THE WORLD… van formando un círculo de casi ejemplar consistencia, erigiéndose como un valioso –y en un momento determinado, casi clarividente-, viaje a todo un siglo de historia, plasmado a través del recorrido vital efectuado por diferentes generaciones de familias como los Girard y los Warburton. Un recorrido que permite a Ford establecer a través del argumento brindado por Reginald Berkeley, todo un muestrario de sus obsesiones cinematográficas, integrando el relato dentro de la corriente de cine antibelicista de tanto apogeo en el cine norteamericano a partir del éxito comercial y crítico de ALL QUIET ON THE WESTERN FRONT (Sin novedad en el frente, 1930. Lewis Milestone).

 

Un travelling de retroceso a través de la imagen de un crucifijo ubicado en un pared, y un movimiento de cámara opuesto que finalizará con idéntica cruz, que se mantiene en el mismo emplazamiento algo más de un siglo después, serán las elecciones visuales destinadas para iniciar y concluir un relato que se detendrá en diversos espacios temporales, y que se abrirá en las primera décadas del siglo XIX –en concreto, 1825- en un New Orleáns de un periodo aún definido por la esclavitud. Un poderoso terrateniente del algodón muere, y su testamente decide distribuir sus pertenencias entre sus hijos y los más allegados. Allí mismo, ante el propio notario y en la presencia de todos los implicados, se comprometerán a un pacto familiar velando por el conjunto de la misma, y en detrimento de cualquier interés personal. Pese a esa aparente compenetración, pronto observaremos como se establecerá una rápida sintonía entre los jóvenes Mrs. Wasburton (Madeleine Carroll) y Richard Girard (Franchot Tone). Una afinidad que en apariencia solo se inserta en el carácter pacifista que une a ambos, pero que en realidad oculta un sentimiento que ninguno de ellos se atreve a sacar a la luz pública –aunque en un momento dado, Richard se bata en duelo por defender el honor de la joven-.

 

Discurren diversas generaciones, y nos detenemos a inicios de pleno siglo XX –el año 1914-. La película muestra el acierto de reiterar los actores en los roles de los lejanos descendientes, permitiendo con ello establecer una continuidad en el relato narrado. De nuevo se plantean situaciones de conflicto humano en el contexto de la unión de estas dos familias, que décadas después renovará sus votos de protección a la familia. Es así como encontraremos con los rostros de los jóvenes antes mencionados al descendiente de los Girard y a Mary Warburton Girard. Ambos igualmente se atraen, aunque ella se encuentra ligada a otro de los miembros de la familia. Todos ellos asistirán en Alemania a la boda que enlazará a sendos miembros de ambas familias. Será un instante de efímera felicidad para todos ellos –que Ford remarcará con unos atrevidos travellings laterales en torno a los comensales-, y a cuyo término una vez más se evidenciará la vinculación que une a Mary y Richard, aunque la primera de ellas se encuentre prácticamente comprometida con el joven Erik (Reginald Denny). El reconocimiento de la situación provocará el abandono del convite de la boda por parte de Richard, así como el reconocimiento posterior de Mary ante Eric de que no se encuentra preparada para casarse con nadie. Poco tiempo después, la estampa unida y familiar que ofreció dicha boda ha quedado totalmente oscurecida. La llegada de la I Guerra Mundial movilizará a los jóvenes de los países contendientes. La siempre siniestra cita bélica propiciará que los aparentemente unidos componentes de ambas familias, en la práctica se envuelvan en la ausencia de principios que marca toda contienda, eliminándose unos a otros tomando como base un supuesto patriotismo. La guerra será traumática para todos ellos, registrándose pérdidas dolorosas en el aspecto puramente físico, y especialmente profundas en la pérdida de la inocencia, de unos ideales y convicciones hasta entonces inalterables que han sido puestas en entredicho. La fe, el mantenimiento de unos ideales de pureza, de un plumazo se han borrado en este conflicto bélico que finalmente perderá Alemania. Para las familias protagonistas el periodo resultará especialmente doloroso, aunque brinde para nuestros jóvenes amantes la posibilidad de casarse en un permiso por recuperación de Richard. Otro de los Girard se convertirá en sacerdote, mientras que el esposo que pocos meses antes se había casado morirá en una lucha en el mar, formando parte de la tripulación de un submarino alemán. El tiempo pasará de nuevo y nos situamos a inicios de la década de los años veinte. Richard se ha convertido en un auténtico “tiburón” de las finanzas, aunque este triunfo material le haya despojado de su sensibilidad. Mary se resentirá de ello pero mantendrá su fidelidad hacia él, hasta que la llegada del crack de 1929 le permita erigirse como su mayor apoyo, al ver como la fortuna que su marido había amasado en los negocios se ha esfumado de la noche a la mañana. Poco tiempo después, y con presumibles dificultades, los dos esposos retornarán a la vieja mansión en la que sus antepasados forjaron el inicio de una saga familiar. Todo ha cambiado y el entorno ha envejecido, pero sigue ubicado el viejo crucifico, ante el que Mary implorará a Dios la siembre del buen juicio y la convivencia.

 

Como se puede intuir por esta rememoranza argumental, THE WORLD… plantea un recorrido arbitrario en el tiempo, detenido en situaciones y contextos de marcada referencia histórica, y que se establecen como auténticas paradas espirituales en las que ese nexo de unión y cooperación entre los miembros de las familias protagonistas del relativo, son sometidas a constante prueba y abierta demostración de la fragilidad y al mismo tiempo la grandeza del ser humano. Bien sea a través de la existencia de una pasión amorosa compartida pero finalmente escondida, a partir de la afloración de los sentimientos más terribles que aflora en la guerra, o al egoísmo que ofrece la apuesta más descarnada por el materialismo, lo cierto es que el relato de Ford puede ser representado con facilidad como un auténtico catálogo de situaciones de peligro para un elemento que el viejo maestro siempre asumió como parte de su mundo personal y expresivo. Es comprensible pensar que la ausencia de los clásicos secundarios fordianos pueden distanciarnos de esta apreciación –aunque bien es cierto que la labor de la Carroll y Franchot Tone resulta más que adecuada-, pero lo cierto y verdad es que THE WORLD… ofrece un marco adecuado para que el realizador pueda canalizar un relato, que sorprendentemente podría definirse como un extraño exponente de Americana, entremezclado dentro de la corriente de cine bélico habitual en aquellos años. Esta mezcla de géneros a mi juicio proporciona una extraña singularidad al conjunto, en el que no faltará la presencia del actor de color Stepin Fetchit, que encarna a Dixie, ofreciendo con su presencia un pequeño contrapunto humorístico, a un relato dominado por su alcance sombrío. Es evidente que esa expresión violenta y desencarnada tendrá lugar con la llegada de la contienda mundial. Un marco bélico que Ford sabe captar magistralmente, en secuencias como la que se desarrolla en el interior del submarino alemán. Allí se encuentra el joven que poco antes había contraído matrimonio ante todas las familias presentes, y teniendo la foto de su boda en su habitación. Instantes después, será el autor de los disparos que llevarán al hundimiento a un navío que porta en su interior a los patriarcas de la empresa, mientras que poco después un buque de guerra británico acabará con dicho submarino. No se puede hablar más claro; la violencia engendra a la violencia, y en una misma secuencia comprobaremos como personas ligadas por lazos de amistad e incluso de sangre, son aniquiladas unas a otras, en una escalada de destrucción. Se trata además, y siempre bajo mi punto de vista, del episodio más impactante, revelador y contundente de la película. En cualquier caso, lo cierto es que el discurrir de la película, y especialmente en este largo fragmento que toma como marco la I Guerra Mundial, está trufado de instantes cinematográficos dominados por una amarga delicadeza. Esa manera con la que el propio Eric manifiesta a su superior que no le importa atacar un determinado destino, aún a sabiendas que en su interior se encuentran un viejo amigo suyo. Todo ello marcará un amplio episodio en el que por lado se llega a obligar a Mary –que ha quedado como cabeza del negocio- a que fabrique materiales y objetos militares, petición que ella rechaza, aún siendo consciente de que con tan negativa, el gobierno británico va a requisarle sus instalaciones. Pero también es necesario destacar la brutal contundencia que tiene lugar en la batalla que se establece entre alemanes y miembros de otros países, desarrollada de noche y en un viejo cementerio. En este sentido, la espiral de violencia y destrucción tiene visos de ir in crescendo, quedando tales intenciones finalmente abortadas con la rendición de los alemanes –el crepitar de las campanas marca el inicio de una paz, que lamentablemente, jamás podría a retornar e ilusionar a los ciudadanos- mostrando a continuación el doloroso retorno de sus soldados a sus respectivos hogares.

 

Pero es más, de entre los elementos y sugerencias que ofrece esta producción de la Fox, se ofrece uno muy revelador en la abierta convicción que mantendrán en una tertulia diversos de sus familiares –especialmente el más joven de ellos; Jacques Girard (Barry Norton)-, quien se atreverá a anunciar una nueva contienda mundial. Llegados a este punto, Ford insertará una serie de breves secuencias de desfiles y manifestaciones de ejércitos europeos que, ya en aquellos años, se destacaban por su ebullición interna. Contemplaremos imágenes de Hitler y la iconografía nazi, de puestas en escena musolinianas, del afán bélico de los japoneses y otras muestras de diferentes países, destacadas en convulsiones, en cuya mayor medida participaron pocos años después en la II Guerra Mundial. Curiosa incursión de estas breves secuencias, aportando un alcance premonitorio. Solo por esta intuitiva elección formal, la audaz interrelación marcada en el conjunto del relato, y la delicadeza existente en sus momentos más intimistas –la misma que se realiza teniendo una parte de la iglesia convertida en hospital de heridos de guerra-, nos permiten considerar THE WORLD MOVES ON como un título no solo representativo del cine de su autor en aquella década de los años treinta. A ello cabría añadir la vigencia de los enunciados que postula, así como la vigorosa técnica fordiana, luchando en todo momento contra una cierta rigidez y envaramiento que, justo es reconocerlo, pronto abandonará el devenir del relato. En definitiva, un título de gran interés que, en algunas ocasiones, sus momentos más valiosos deberían poblar la amplia galería de grandes episodios del cine fordiano.

 

Calificación: 3’5

THE IRON HORSE (1924, John Ford) El caballo de hierro

THE IRON HORSE (1924, John Ford) El caballo de hierro

Que duda cabe que el paso de los años ha permitido a los aficionados poder acercarse en un grado bastante notable, al periodo mudo de la filmografía de John Ford. Más allá de los títulos perdidos que aún se consignan en la misma, lo cierto es que numerosos films silentes van apareciendo por parte de coleccionistas, engrosando las películas los foros de coleccionistas, y uniendo a todo ello las ediciones en formato digital que –especialmente en Estados Unidos-, están logrando la doble labor de restauración de ese tesoro cultural, al tiempo que ofrecerlo a los aficionados de todas las edades. En este sentido, partimos en España con cierta desventaja, aunque la loable iniciativa de la 20th Century Fox de editar THE IRON HORSE (El caballo de hierro, 1924), magníficamente restaurada, no es más que una piedra de toque que esperemos en un futuro más o menos cercano nos permita acercarnos a la obra muda del maestro norteamericano.

 

En este sentido, hablar de THE IRON HORSE supone hacerlo con una de las producciones más ambiciosas que acometió Ford en este periodo de su obra, pero al mismo tiempo tenemos que hablar de uno de los títulos más completos, reveladores y personales rodados por el viejo maestro en un periodo tan poco conocido de su obra de cara a las nuevas generaciones. Nos encontramos ante un exponente trepidante, que supone una excelente combinación de primitivo “western” y relato de aventuras, estrechándose sus límites genéricos para plantearse como una de las muestras más definitorias de Americana en el periodo silente. Esa peculiar combinación y dramatización de unos hechos históricos, tamizados por la presencia de unos personajes a los que el destino separa y volverá a unir, siempre en defensa de sus ideales, alcanza en esta realización fordiana una intensidad quizá entonces inusitada, pero que dentro de una mirada ofrecida por generaciones posteriores, muestran a la perfección la génesis de la mirada que su realizador prolongó –con diferentes matices y estados de ánimo- en el devenir de su cine.

 

A grandes rasgos, la película narra en esencia el proceso de construcción de la línea de ferrocarril que sirvió en la segunda mitad del siglo XIX para unificar las dos grandes líneas que previamente existían en suelo norteamericano –Union Pacific y Central Pacific-, permitiendo con ello que el territorio se mantuviera unido de costa a costa por medio del ferrocarril. Una iniciativa que certificó Abraham Lincoln al firmar el decreto que permitió la realización de dicha iniciativa, y que la película vaticina en sus imágenes de apertura, por medio de una melancólica y entrañable secuencia de herencia griffithiana, que servirá de presentación a los dos principales personajes. Se trata de los jovencísimos David y Miriam. Ya desde su infancia se revela la química existente entre ambos, destacando la capacidad que el muchacho alberga de investigar los terrenos. Ambos retozan y se divierten bajo la nieve, mientras los observa con cariño e intuición un Lincoln bastante más joven, aún lejos de alcanzar la presidencia de los Estados Unidos, pero que sirve en la película como premonición del devenir de los principales caracteres del film. Muy poco tiempo después, Dave se marchará con su padre, ya que este es uno de los decididos aventureros que intuyen la posibilidad de la realización de dicha línea de ferrocarril. Sin embargo, poco después de iniciar la singladura –y tras una dolorosa despedida del muchacho con Miriam-, este vivirá la trágica circunstancia del asesinato de su padre por medio de una extraña tribu india, comandada por un falso indio definido por una mano con solo dos dedos. Poco antes, su padre le ha hecho mostrar un desfiladero, vaticinándole que allí se encontraba el germen de una nueva y necesaria derivación en la línea viaria. Una vez más, la visión de aquellos pioneros es la que servirá a los intereses de esta epopeya fordiana que habla de progreso, de lucha, de esfuerzo, y de lealtad, todo ello expresado a través de uno de los elementos que forjaron el destino de esa nación que nadie como Ford trasladó con tanta convicción, intensidad y empeño en su cine.

 

Diversos son los elementos que hacen de THE IRON HORSE una película excelente. Me detendré en algunos de ellos, destacando en primer lugar la estructura discontinua que preside su relato. Con una clara influencia del cine de Griffith, la película se estructura en acciones paralelas, entrelazadas en la estupenda evolución cronológica que avanza su argumento. Esta circunstancia permite seguir la andadura de sus protagonistas, estableciendo ante el espectador una comprensión cercana del devenir de personajes que se han ido separando y han llevado vidas paralelas con el paso del tiempo. Indudablemente, y cuando la acción se centra en el presente de la narración, es donde se producirán diversas alternancias narrativas que permiten, de manera admirable, alternar en el conjunto de un “gran relato”, pequeñas historias o episodios que contribuyen a enriquecer y dotar de entidad el conjunto. Se trata, indudablemente, de una excelente combinación de momentos dominados por un alcance colectivo y otros definidos en un intimismo admirable. Una receta que Ford ya entonces manejaba con evidente destreza, y que permite abordar una dinámica excelente de progresión narrativa. Se trata, bajo mi punto de vista, de uno de los elementos que han permitido que nos encontremos ante un producto absolutamente vigente tanto en sus formas como en sus vericuetos argumentales. A partir de estas premisas, lo cierto es que la película se muestra ágil, ligera y llena de fuerza. Que duda cabe que, a más de ocho décadas de distancia, el hecho de que el malvado Bauman (Fred Kohler) esconda su mano derecha en el bolsillo de su americana, se ofrece como un recurso que hoy día carece de fuerza, destinado a que Dave descubra finalmente que se trata del asesino de su padre. Sin embargo ¡que fuerza expresiva tiene la secuencia en la que se produce ese crimen!.

 

Dentro de ese contexto de brío en el pulso cinematográfico, ni que decir tiene que Ford ya demuestra su destreza en la utilización e implicación del paisaje en el contexto de la acción –aunque no tanto, justo es reconocerlo, como lograría alcanzar en periodos posteriores-, logra ofrecer la presentación de un Dave ya convertido en aguerrido joven guía –bajo los rasgos rudos y al mismo tiempo sensibles de George O’Brian, que sin duda lograron captar la atención de F. W. Murnau, para algunos años después encarnar al protagonista masculino de SUNRISE: A SONG OF TWO HUMANS (Amanecer, 1927. Friedrich W. Murnau)-,  tras una secuencia de persecución por parte de los indios, subiéndose al tren en marcha y encontrándose frente a frente con Miriam (Madge Bellamy). El flechazo es instantáneo y Ford sabe captar muy bien la desorientación de los jóvenes, que en ese momento desconocen su lejana y añorada amistad. A partir de ese momento, se introduce un elemento de pugna amorosa, ya que la muchacha se encuentra prometida con el ingeniero jefe de la empresa de su padre. Pese a ello, la fuerza del amor será la que predomine en ese relato individual que servirá para perfilar el retrato colectivo de una empresa faraónica. Tras la confrontación de ambas vertientes, Ford despliega todo su talento e intuición cinematográfica –nunca deberemos olvidar el marco temporal en que se rodó la película-, a través de una epopeya en la que se detectan referencias escenográficas y dramáticas que posteriormente serían retomadas en su cine. Un ejemplo de ello nos lo proporciona la pelea final que disputará Dave y Barman. Una auténtica y escamoteada catarsis que se desarrollará bajo una barrera de maderas, que forma en su conjunción un marco de luz tras las tinieblas, que inevitablemente preconiza la célebre secuencia de THE SEARCHERS (Centauros del desierto, 1956). Planteamientos visuales que, por otra parte, tienen polos de expresión realmente magníficos en la película, insertándose el mencionado y otros, como esa sombra que se ofrece tras el telón que encubre los instantes finales de la pelea de Davy con el prometido de Miriam –que rasga la tela mostrando la realidad de la lucha-, como auténticas e inesperadas metáforas sobre la interacción de la ficción cinematográfica y la realidad de lo relatado. Esa capacidad de mostrar la expresividad y las propiedades del montaje cinematográfico, tendrán una rotunda expresión en la larga, angustiosa secuencia de preparación al previsible duelo que se establecerá entre el protagonista de la película y el débil y cobarde prometido, que concluirá con la secuencia antes reseñada.

 

Sin embargo, personalmente considero que si algo finalmente pervive en el admirable compendio que supone THE IRON HORSE, está esencialmente en esa pasmosa capacidad del maestro norteamericano para contraponer emociones totalmente opuestas en el devenir del relato. Esa intuición al insertar y combinar drama y comedia casi de manera consecutiva, de alcanzar la emoción y al instante la ironía que expresan momentos como la inserción de detalles plenamente dramáticos –la presencia de las tumbas de los muertos recientes tras una jornada de desenfreno, flanqueadas por la presencia dolorosa de sus viudas o familiares-, con otros absolutamente dominados por la ironía –los comentarios de los tripulantes del tren que se insertan a continuación, cuando estos se disponen a mudarse de ciudad-. Una cualidad esta, que tendrá en la secuencia final –la que describe la inauguración de las vías que unieron ambas líneas ferroviarias, y para las que se contaron con las locomotoras originales-, en la que la tonalidad y sinceridad con la que se expone la efemérides, transmite una sensación de autenticidad en la que el espectador olvida por un momento el hecho de encontrarse ante una reconstrucción de la misma, y llega a conmoverse y sentirse como partícipe de la misma. Era una casi milagrosa capacidad de emoción, que John Ford reiteraría a lo largo de su copiosa filmografía posterior, y que en esta ocasión logró plasmar con rotundidad. Estaba claro que nos encontrábamos ya ante un cineasta mayor.

 

Calificación: 4

FOUR MEN AND A PRAYER (1938, John Ford) [Cuatro hombres y una plegaria]

FOUR MEN AND A PRAYER (1938, John Ford) [Cuatro hombres y una plegaria]

Escondido dentro del amplio periodo de vinculación de John Ford con la 20th Century Fox de Zanuck –especialmente centrado en la década de los años treinta-, podría decirse que a tenor de lo que promete, FOUR MEN AND A PRAYER (1938) –estrenada definitivamente en DVD con la traducción literal de CUATRO HOMBRES Y UNA PLEGARIA-, se ofrece como un título que alberga en su línea argumental diversos de los elementos temáticos que ya en aquellos años caracterizaban su obra. Algo que estaría especialmente centrado en la evocación de un universo familiar expresado en la figura de esos cuatro hijos que buscan limpiar la memoria de su padre –un veterano oficial británico que ha sido degradado tras una acción militar en la India-, pero que también podría extenderse a elementos como la evocación de la vida militar, o incluso a la ocasional inclinación que Ford mostró en ocasiones al plasmar procesos judiciales en algunos de sus films –JUDGE PRIEST (El Juez Priest, 1934), THE SUN SHINES BRIGHT (1953) y, muy especialmente, la espléndida y menospreciada SERGEANT RUTLEDGE (El sargento negro, 1960)-.

 

Sin embargo, una vez entramos en su simpático aunque nunca apasionante metraje, creo que debemos olvidarnos casi por completo de estas apreciaciones previas, disponiéndonos a apreciar las moderadas cualidades de esta mezcla de comedia de aventuras, misterio y vertiente romántica, que funciona bastante más cuando en su desarrollo se impone casi un rasgo nonsense, que a la hora de seguir una trama argumental de misterio a mi juicio desprovista de interés. Dentro de dicho conjunto, es evidente que el inicio de la película resulta atractivo. Con apenas pocos planos se logra interesar al espectador en la desventura que sufre el veterano coronel Loring Leigh (el emblemático C. Aubrey Smith), al ser acusado de unos cargos que no ha cometido. Aceptando con estoicismo la acusación, muy pronto el hábil montaje nos lleva a la cita a sus cuatro hijos en Inglaterra, donde se reunirá para mostrarles las pruebas que acreditan su inocencia. Para ello mandará sendos telegramas a todos ellos, que se encuentran en diferentes localizaciones –uno de ellos incluso vive en Estados Unidos-, reuniéndose en la mansión familiar. Allí el patriarca será asesinado antes de que pueda mostrar las pruebas que ha reunido para avalar su inocencia –estas son robadas por el asesino-, no sin haber tenido oportunidad de indicar a sus hijos una serie de pistas orales que les llevarán a lugares tan exóticos como la India, Buenos Aires o una pequeña isla que es sometida a un proceso revolucionario. Aunque oficialmente el crimen será mostrado como asesinato, sus hijos se dividirán en dos grupos para lograr obtener los testimonios y las pistas pertinentes. La acción se centrará sin embargo en la andadura seguida por uno de ellos, el joven diplomático Geoffrey (Richard Greene), a quien le acompañará su hermano Christopher (David Niven), y junto al que girará la eterna persecución que sobre el primero llevará su prometida –Lynn (Loretta Young)-, una joven demasiado inclinada a seguir tramas detectivescas. A partir de estos parámetros, el film de Ford poco mantiene de rasgos personales con su cine, erigiéndose como uno de esos títulos de segunda fila en su larguísima filmografía –y por el que su propio realizador, siempre tan crítico con su propia obra, siempre manifestó su desdén-, aunque ello jamás debe llevarnos a despreciar las moderadas cualidades de su conjunto.

 

Y en ese sentido, lo cierto es que deberemos dejar de lado las arbitrarias y poco maduradas oscilaciones de su guión, empeñadas en un argumento de misterio y en donde aparecen crímenes en los momentos en los que sus personajes se disponen a aportar elementos decisivos en su esclarecimiento. En su oposición, creo que si se desea disfrutar de las moderadas cualidades del conjunto, tendríamos que hacerlo fundamentalmente en la insólita inclusión de momentos de gran dramatismo dentro de un conjunto amable, como el fusilamiento de los campesinos que sobrellevan la revolución en la isla en donde se centra el último tercio de la película, que de repente adquieren conciencia de que las armas que portan no llevan balas con las que responder a los represores. Pero más allá de esta secuencia concreta, y de la garra que presiden los instantes iniciales del film, lo cierto es que lo más perdurable de FOUR MEN… reside fundamentalmente en el elemento de comedia que sobrelleva en todo su metraje. A ello ayuda en algunos momentos la presencia esporádica de intérpretes habituales de la cantera fordiana, como John Carradine o Barry Fitzgerald, pero fundamentalmente lo hace la inclinación a la presencia de elementos y matices cómicos o irónicos ubicados como cierre de las secuencias, logrando con ello que el espectador se distancie de una línea argumental prácticamente sin interés. Matices y situaciones –como los diálogos que mantiene Christopher con un criado, imitando ambos acentos exóticos-, y de los que deviene especial portador David Niven, que ya en su juventud demostraba su destreza con la comedia, e incluso una Loretta Young, apostando por unas capacidades como comediante, que proyectó en otros títulos posteriores de su filmografía –recuerdo, a este respecto, la divertidísima A NIGHT TO REMEMBER (¡Que noche aquella!, 1943. Richard Wallace).

 

En su conjunto, FOUR MEN… es una película en la que hay que detectar con lupa la personalidad de Ford –quizá en sus planos finales se puede reconocer una cierta emotividad con los cuatro hijos y la novia de Geoffrey logrando el reconocimiento militar y la rehabilitación a la figura de su padre-, pero que dentro de sus cortos límites aporta una cierta frescura como pasatiempo amable y hasta cierto punto entrañable. Eso sí, para poder disfrutar de sus relativas cualidades, recomiendo fervientemente dejar de lado la mecánica de su guión.

 

Calificación: 2

STEAMBOAT ROUND THE BEND (1935, John Ford) [Barco a la deriva]

STEAMBOAT ROUND THE BEND (1935, John Ford) [Barco a la deriva]

Siempre es bueno para indagar en el conjunto de la personalidad de los grandes cineastas clásicos, intentar acercarse a sus títulos menos conocidos –al mismo tiempo quizá rodados con menos pretensiones-. En el caso de John Ford, esta circunstancia pudo manifestarse en numerosas ocasiones –esos siempre mencionados de forma tan cómoda como films “menores”-, logrando incluso en alguno de sus ejemplos colarse entre ellos algunas de sus propuestas más libres, personales y vitalistas. No puede decirse que este sea el caso de STEAMBOAT ROUND THE BEND (1935), pero no es menos cierto que nos encontramos con una película divertida, sin pretensiones, y que respira esa peculiar concepción del mundo tan genuinamente fordiana. Con ello lograba por un lado sobresalir de entre aquellos títulos enconsertados que, por otro lado, tanto prestigio proporcionaron a su realizador –y me refiero sobre todo a THE INFORMER (El delator, 1935)-, y de otra parte se brindan como comedias en las que se vislumbra esa mirada optimista que, de forma sutil, iría evolucionando en el cine del maestro americano.

 

STEAMBOAT… narra la azarosa búsqueda del doctor Pearly (Will Rogers) para lograr salvar de una condena de muerte segura a su joven sobrino Duke (John McGuire). Este ha matado a un hombre que se propasaba con su joven novia, decidiendo entregarse a la autoridad con la confianza de lograr un castigo benevolente. La intuición de una sentencia de muerte, es la que llevará a Pearly a integrar lograr inicialmente la contratación de un abogado de prestigio que defienda a su sobrino y más tarde, cuando comprueba que la condena está a punto de ejecutarse, protagonizará una carrera tripulando por el cauce del río su viejo y desvencijado buque. Esta se realizará con el objetivo de llegar hasta el gobernador del estado y lograr el indulto para su sobrino, llevando para ello a un testigo de la pelea; un viejo predicador que pregona su buena nueva por las orillas de dicho cauce.

 

Ni que decir tiene que pese a encontrarnos como guionista del film a Dudley Nichols, eterno colaborador fordiano, no es en la vertiente dramática en donde podemos encontrar las mayores virtudes de la película. Por el contrario, desde el primer momento lograremos detectar en sus imágenes, esa placidez y mirada desprejuiciada de la vida sureña, en la que un sheriff –encarnado por el magnífico Eugene Pallette- no duda en entregar las llaves de su celda al propio prisionero, con la confianza que le proporciona la amistad con este, o incluso en la escenificación de la boda del encausado que se encuentra al poco de morir en la horca, se muestra una placidez en la descripción de un modo de vida en el que la amistad, el respeto al contrario y la confianza, es expresada con tal convicción que, en muchos momentos, esa circunstancia llega a traspasar la pantalla, para adherirse al sentimiento del espectador. Por supuesto, ello no impide reconocer que la película en realidad carece de línea dramática, que sus secuencias avanzan casi sin progresión, y que todo está plasmado como un divertimento en el que el devenir de sus personajes apenas importa, y sí por el contrario esa capacidad descriptiva que se nos logra transmitir. Dicha circunstancia, es la que permitirá valorar los mejores momentos de STEAMBOAT…, llegando a plantearse elementos argumentales quizá no demasiado bien explotados –como ese extraño museo de personajes históricos que se integran en el viejo buque del protagonista-, aunque otros sí alcanzarán una notable eficacia, como puede ser la carrera final en la que los tripulantes del boque de Pearly deberán destrozar todos los elementos combustibles del mismo para lograr que su discurrir no amaine –una idea heredada de THE GENERAL (El maquinista de la general, 1927. Buster Keaton y Clyde Bruckman)-, debiendo recurrir finalmente a esas botellas de elixir que Pearly salvaguardaba para venderlo entre los navegantes del río como un inesperado carburante.

 

Fue este, por otra parte, el último de los títulos que John Ford filmó contando con el  protagonismo del entonces popularísimo Will Rogers. En todos ellos encarnó variantes del personaje que le hizo famoso; un hombre tranquilo, bonachón, irónico e inteligente, como representante de ese rasgo norteamericano entroncado en el mundo rural y en la propia entraña del país. Es probable que la mejor de estas películas fuera JUEZ PRIEST (El juez Priest, 1934) –de la cual el propio Ford filmó un remake en la década de los cincuenta; THE SUN SHINE BRIGHT (1953), que tenía como una de sus películas favoritas-, pero pese a su corto alcance y a su relativo estatismo, STEAMBOAT… se erige como un título tan pequeño como entrañable, que logra transmitir ese vitalismo consustancial al cine de Ford, y que tuvo en la personalidad de Rogers un aliado de ocasional importancia. No me gustaría dejar de señalar, para finalizar, el instante más hilarante de la función; en su loca carrera fluvial en búsqueda del gobernador, los acompañantes de Pearly vislumbran al autoproclamado profeta que puede testificar a favor de Duke. Ni cortos ni perezosos y para no perder el ritmo, deciden echarle un lazo y capturarlo tras recogerlo del curso de la corriente del río. Un instante delirante, propio del slapstick más desaforado.

 

Calificación: 2’5

THE GRAPES OF WRATH (1940, John Ford) Las uvas de la ira

THE GRAPES OF WRATH (1940, John Ford) Las uvas de la ira

Estamos en un tiempo lleno de inquietud y en los que las aparentes ventajas de la globalización dejan discurrir por sus crecientes grietas las desigualdades de pueblos que chocan en sus carencias con la opulencia de sociedades más avanzadas. Por eso las imágenes comprometidas, sentidas, emotivas, sobrias y casi emanadas de la conciencia y la dignidad de los personajes que retrata con cariño John Ford en THE GRAPES OF WRATH (1940) –LAS UVAS DE LA IRA en España, adaptada de la conocida obra de John Steinbeck- resultan tan cercanas como provocadoras para todos nosotros, hombres y mujeres que vivimos en una sociedad del bienestar y apenas recordamos como pocas décadas atrás, de una u otra manera, todos los grandes pueblos del mundo occidental sufrieron periodos de crisis, carencias, limitaciones y privaciones, y gracias al coraje de nuestros antepasados y al esfuerzo común se logró llegar a ese aparente bienestar que también apunta fisuras por medio de inquietantes presagios.

Pocas películas como esta –ya digámoslo- obra maestra del cine social, del cine norteamericano, del cine a secas, mantienen ese poder perturbador en sus imágenes. Una inquietud que se transmite ya desde el inicio del film, con ese caminar de su protagonista Tom Joad (un Henry Fonda creando uno de sus iconos del cine americano), discurriendo por unas polvorientas carreteras en búsqueda de transporte para llegar al hogar de su familia, en una granja de Oklahoma. Joad ha cumplido cuatro de los siete años por los que fue condenado al matar en una pelea a un individuo en defensa propia. El contraste del medio rural y la llegada del progreso es ya una clave que se manifestará en diversas ocasiones de la película, y que bajo mi punto de vista producirá sutilmente los momentos más conmovedores de la misma.

Muy pronto con la llegada a la que fue su granja familiar se dará de la mano la presencia de lo fantasmagórico y el recuerdo de algo que fue su modo de vida. La contrastada, expresionista y muy oscura iluminación de Gregg Toland resalta de forma admirable. En ocasiones la presencia del polvo, del viento que azota las hojas de los árboles o las propias tinieblas ejercen su incidencia en ese aire de decadencia, de tiempo ya pasado e irrecuperable que transmiten las imágenes de la antigua granja ya abandonada, y en el que tiene el contrapunto del relato la presencia del alucinado Muley (John Qualen), que prácticamente ha perdido su sentido de la realidad pero que permitirá relatar a Joad –y con él, al espectador, por medio de unos breves flash-backs- las circunstancias que concurrieron a desalojar de vida un territorio trabajado y raíz de varias generaciones de granjeros. En ese mismo terreno polvoriento y deshabitado, Joad logrará la amistad y la compañía de Casy (John Carradine), un extraño personaje que fue predicador y ha perdido la fe quizá viendo y viviendo la realidad que le rodea.

Ambos acudirán a la casa de los abuelos de Tom, en donde está concentrada toda su familia a punto de partir hacia California y allí se iniciará para nuestro protagonista el proceso de emigración que les llevará a recorrer con enorme dificultades numerosos estados del país, sufriendo la penuria y en buena medida el anacronismo que las gentes del campo ofrecen con respecto a ese nuevo norteamericano urbano que empieza a proliferar en sus contornos. Ford narra ese éxodo con la fuerza, serenidad y aliento poético de sus westerns más característicos. Y es que en este caso nos encontramos –al igual que sus muestras del género que le hizo más popular-, con un retazo, aquí contemporáneo, de la historia de un país del que se erigió –y en este creo que no cabe duda alguna en admitirlo- como su más profundo cantor cinematográfico. Este largo fragmento que discurre como una road movie muestra momentos casi dolorosos –como la muerte de la abuela de los Joad que ha de disimular ma (una inconmensurable Jane Darwell, que da vida al que ha quedado como prototipo de la madre fordiana), para que los vigilantes que detienen el desvencijado vehículo no ordenen que finalice el viaje, o la brusca interrupción que unos lugareños hacen a la caravana de los Joad para impedir que se introduzcan en su territorio como trabajadores, ya que entre ellos sobra la mano de obra-. En su conjunto, THE GRAPES OF WRATH nos muestra de forma directa y al mismo tiempo delicada, la complejidad de la evolución del pueblo americano ente la necesaria y al mismo tiempo convulsa situación que se produce con la ya mencionada gran depresión, fundamentalmente centrada en ese mundo rural al que esta crisis acogió en toda su debilidad. Pero al mismo tiempo esta adaptación de la emblemática novela de Steinbeck penetra más allá de esa circunstancia histórica, e incide en la crisis de la familia y al mismo tiempo que valora la fuerza que la misma tuvo en la historia norteamericana, especialmente en ese matriarcado que ciertamente constituyó su principal valedor.

La obra de Ford se erige como una crónica épica y cercana al mismo tiempo. No deja de introducir algunas notas de su ya acostumbrado sentido del humor, pero cierto es que en esta ocasión está más mitigado que en buena parte de sus films, no tanto por el hecho de resultar este un producto “de prestigio” de la Fox, sino por la especial implicación que el maestro americano aplica en la narración de este auténtico poema contemporáneo. Una crónica evidentemente pesimista pero en la que no faltan momentos para la esperanza, centrados fundamentalmente en la fuerza del individuo –tal y como resalta su grandiosa conclusión- y la operatividad de determinados elementos reformistas –ese campamento que se mostrará para los Joad como un auténtico oasis de dignidad para vivir-. Cierto es que quizá consciente de la deliberada gravedad del tono adoptado en este caso, Ford filmara poco después una relativa continuidad de la película en la excelente –y esta sí, divertida- LA RUTA DEL TABACO (Tobacco Road, 1941).

En cualquier caso, con la sincera solemnidad con la que ejecuta con absoluta inspiración esta crónica nacida del alma americana, es evidente que Ford sabe ser social siendo primordialmente humanista. Logra plasmar un drama colectivo atendiendo a la intimidad, al gesto, a la compenetración y la convivencia de una familia que en sus contradicciones y su inquebrantable unidad representa el sentir medio del norteamericano del mundo rural. Quizá THE GRAPES OF WRATH es una obra maestra de la que se ha hablado tanto, que quizá ante ella la única vía posible para la implicación del espectador, es dejarse llevar por esa odisea narrada por el maestro norteamericano en la que tiene tanta importancia el sentir del viento, la fuerza de las inclemencias del tiempo, la imagen del polvo del camino, y que constituye no solo una de las obras cumbres de su realizador, sino una de las mas indiscutibles, sinceras y hondas meditaciones sociales que el cine ha recogido a lo largo de sus historia.

Una película que está llena de momentos e instantes inolvidables, pero de la que me gustaría retener dos quizá no muy comentados pero que a mi juicio revelan esa innata humanidad que Ford sabía ofrecer en su narrativa y que en este caso concreto hablan mucho de la nobleza del pueblo norteamericano y el contraste de un mundo rural lleno de privaciones y ese urbano que llega en la antesala del american way of life. Me estoy refiriendo en primer lugar al momento en que pa Joad entra con sus nietos a un café de carretera para comprar diez centavos de pan. En primer lugar los camareros y clientes se muestran esquivos, pero finalmente una de las operarias demuestra su sensibilidad con el anciano, disimulando su actitud para que la dignidad del viejo no sufra ningún quebranto. Mas adelante, cuando la caravana de los Joad llega a ese inesperado campamento que les ofrecerá una serie de necesidades para ellos casi vedadas, advertiremos la emoción de Tom cuando su responsable le menciona la existencia del algo tan simple como agua corriente. Será en ese momento cuando este –maravillosa expresión de Fonda- le comentará a modo de confesión que permanecerán tiempo en dicho recinto, ya que a su madre “hace tiempo que no la llaman señora” –aludiendo al trato que dicho responsable ha brindado a la matriarca de los Joad-.

Calificación: 5

WHAT PRICE GLORY (1953, John Ford) [El precio de la gloria]

WHAT PRICE GLORY (1953, John Ford) [El precio de la gloria]

Rodada en 1952 entre la mitificada EL HOMBRE TRANQUILO (The Quiet Man, 1952) –que personalmente nunca he tenido en mi lista de grandes logros fordianos pese a su grata visión- y la muy poco conocida THE SUN SHINE BRIGHT (1953, de grato recuerdo en un lejano pase televisivo), el primer argumento con el que cabría definir WHAT PRICE GLORY –nunca estrenada comercialmente en España y recientemente editada en DVD bajo el título de EL PRECIO DE LA GLORIA-, es el de la extrañeza. Esta nueva adaptación de una obra teatral de Maxwell Anderson –el lastre escénico es uno de los elementos que más pesan en detrimento del film-, que ya tuvo su versión cinematográfica en pleno cine mudo de la mano de Raoul Walsh no deja, pese a su enormemente desequilibrado resultado, de resultar desconcertante.

Nos encontramos en la Francia de 1918, en pleno fragor de la I Guerra Mundial. El capitán Flagg (un James Cagney para el que quizá se concibió esta película, aunque al parecer Ford deseaba a John Wayne) dirige una compañía de marines en la que destacan los veteranos picarones y el aporte de jovencísimos y casi escolares componentes. En medio de este panorama Flagg recibe como sargento primero a Quirt (Dan Dailey) viejo y al mismo tiempo entrañable enemigo en la tradición de las películas fordianas. Los dos nuevamente se enfrentarán cuando llega a plantearse la repentina boda del segundo con Charmine (Corinne Calvet), hija del dueño de la taberna. Cuando la boda está a punto de consumarse todo el destacamento acude en misión de guerra con la intención de capturar a oficiales alemanes y cumplir con ellos su misión en la guerra. En estas órdenes la muerte, el sentido de la responsabilidad y la heroicidad se pondrán de nuevo de manifiesto hasta que una vez finalizada la misión de nuevo se retomará el enfrentamiento de los dos viejos rivales al intentar nuevamente lograr los favores de la encantadora francesa. Será de nuevo su acendrado sentido de la responsabilidad militar el que finalmente los vuelva a unir en la continuidad de las nuevas órdenes recibidas.

Antes señalaba la extrañeza y el desequilibrio que me produce el visionado de WHAT PRICE GLORY. Intentaré explicar las razones que me motivan la aplicación de esta definición. Por un lado hay un elemento que impregna esta extraña producción de la Fox y es la expresionista irrealidad que le proporciona el tono fotográfico aplicado por el gran Joe MacDonald y que tiene su mayor grado de belleza en los bellos y al mismo tiempo artificiosos –y escasos- exteriores que se ofrecen, mientras que en otros momentos se aplican incluso tonos casi místicos como en los últimos momentos del asedio al refugio de los heridos, en donde sobre las dos salidas se aplican unas llamativas luces rojizas.

Al mismo tiempo y aunque pueda parecer lo contrario, WHAT PRICE GLORY es fundamentalmente una comedia de ambiente militar –por más que en ella no se omitan elementos trágicos-. Y es en ese elemento donde ciertamente se constatan sus mayores elementos chirriantes. Quizá la forzada ascendencia teatral de buena parte de sus secuencias, el carácter formulario de la “amistosa enemistad” de los dos personajes protagonistas y la escasa química que se establece entre un James Cagney que no parece encontrarse excesivamente cómodo en su papel y un Dan Dailey como siempre lleno de gesticulaciones, impiden que se albergue esa sintonía que en pocas ocasiones se manifiesta en la pantalla pese a la presencia de veteranos secundarios fordianos como Henry Jones.

Y es que además –y en ello no debemos dejar de aceptar la posible incidencia de la obra teatral que le sirve de base-, WHAT PRICE GLORY despide un cierto tufillo apologético a las virtudes del militarismo, que si bien no omite los aspectos trágicos de la guerra sin duda se encuentra muy lejos de lo expuesto por el propio Ford en bastantes obras anteriores y posteriores de su filmografía. No es por ello que el maestro tuviera que demostrar en cada película que abordara temas similares un sentido antibelicista que manifestó con enorme complejidad en títulos de sobra recordados, pero no deja de ser –una vez más- “extraño”, encontrarse con esa relativa complacencia dentro de unas imágenes que de antemano aparentan un sentido de lo siniestro –el film se abre con una panorámica en plano general del destacamento desfilando entre unas onerosas brumas-.

Finalmente, no cabe duda que pese a todas estas enormes limitaciones, la película adquiere sus cotas de interés y revela en no pocos momentos el inequívoco sello del maestro. Desde la emotiva bajada de Charmine ataviada con su traje de bodas por las escaleras de la taberna o la divertida secuencia de comedia que se desarrolla alrededor de la boda no consumada con Quirt. Sin embargo, por encima de ambos instantes y pese a lo estereotipado de sus personajes –el joven y emprendedor militar que interpreta con aplomo Robert Wagner y la alumna lugareña de la que se enamora-, ambos ofrecen algunos de los momentos más intensos de la película, esos sí, basados en su vertiente trágica y que nos permiten olvidar la un tanto cursi canción que la joven le dedica en un momento determinado: la despedida que esta le brinda cuando su amado se va con el destacamento y finalmente se queda sola en el encuadre; la propia y casi absurda muerte del joven soldado tras haber capturado a un oficial alemán –Ford logra quizá el momento más intenso de la película al mostrar la repercusión de las lágrimas de Cagney y el resto de oficiales encuadrándolos de espaldas y sin mostrar sus rostros-. Y es evidente que en la súbita y algo estereotipada pasión de estos dos amantes Flagg ve reflejados lejanos sentimientos que fue aparcando conforme fue transcurriendo su larga trayectoria militar que se ha adueñado por completo de su vida, hasta hacerlo la única razón válida de su existencia.

Calificación: 2’5

MOTHER MACHEE (1928, John Ford) Madre mía

MOTHER MACHEE (1928, John Ford) Madre mía

Realmente al referirme a MOTHER MACHEE (1928) –MADRE MIA es España- lo tengo que hacer a las tres bobinas que se conservan de una duración final de poco más setenta minutos. Es decir, que he podido contemplar una media hora de película, en una copia regrabada de VHS y además con los rótulos en inglés y sin subtitular –tampoco es tarea muy difícil adivinar su contenido-. En cualquier caso y aún con todas estas dificultades, siempre es gratificante encontrarse con un material de tan difícil accesibilidad y al mismo tiempo sirve para comprobar la enorme madurez narrativa con que ya contaba John Ford en las postrimerías del cine mudo, algo que según consta ya había manifestado sobradamente años atrás –lamento no haber tenido la ocasión de ver sus títulos mudos más prestigiosos-.

MOTHER MACHEE demuestra ya la afinidad del maestro por las temáticas de añoranza irlandesa y describe un personaje que se señala como la primera gran madre de su cine. Nos encontramos en una aldea irlandesa de 1899 y en ella reside Ellen McHugh (Belle Benneth) junto con su pequeño hijo Brian. Ambos se despiden de su padre –un pescador- y reanudan su vida normal. Por la noche sobreviene una tormenta de la cual saldrá muerto el padre, iniciándose para madre e hijo la senda para sobrellevar su situación llevarandoles a intentar el éxodo a América. Por el camino se encontrarán con un hombre de aspecto rudo, un gigante de buen corazón –Terrence O’Dowd: Victor McLaglen- y otros dos singulares personajes pertenecientes al mundo del circo.

Una vez llegan a la ciudad madre e hijo se dan cuenta que por su condición no pueden acceder a un viaje a Estados Unidos. Sin embargo, ello les permitirá reencontrarse con sus amigos circenses y a la madre encontrar un trabajo en el circo.

Los fragmentos que no se conservan relatan como Brian –el hijo- es arrebatado a su madre y las azarosas circunstancias que sobrellevan. En los salvaguardados vemos ya a un Brian crecido –un jovencísimo Neil Hamilton- que visita la mansión en la que su madre -ya casi anciana-, trabaja como criada. Allí entona una canción –que se sonoriza en el film- y que permite a la madre el reencuentro con el hijo, el cual tiene un futuro prometedor ya que se encuentra a punto de casarse con una acaudalada joven.

Pese a la reducida base que nos resta si que se puede revelar la emotividad y sentido del humor que Ford impregna a los pasajes iniciales en la aldea irlandesa, la expresividad que reviste el momento en el que el sacerdote le comunica a la protagonista la muerte de su esposo en medio del azote de la tormenta o la muy adecuada sincronización existente en su aspecto sonoro.

Ese elemento de sonorización contribuye igualmente a dotar de un especial halo mágico al momento del encuentro en pleno bosque de la madre y el niño con tres personajes pertenecientes al mundo del circo: el gigante que encarna McLaglen, otro joven con rostro monstruoso y un tercero que toca el arpa, imprimiendo con sus sones un extraño toque bucólico e irreal. De tono completamente diferente es la secuencia que se desarrolla con posterioridad, en la que la madre comprueba las dificultades para viajar a América, ascendiendo y descendiendo por una escalera –un poco como ofrecería King Vidor en la memorable secuencia de John Sims niño de ...Y EL MUNDO MARCHA (The Crowd, 1928, el mismo año que esta película)-.

Poco después comprobaremos las habilidades de la madre como artista de circo –imita una especie de actuante- y ya las imágenes que podemos ver de MOTHER MACHEE nos muestran la emotiva secuencia del encuentro en una lujosa mansión en la que Ellen se percata de la presencia de su hijo convertido ya en un apuesto joven, cuando este canta una canción que al parecer se había compuesto en su honor. Neil Hamilton la interpreta con su voz, integrándose muy bien dentro de este film mudo. En esta escena de nuevo se pone de manifiesto la delicadeza de Ford en su planificación y la sencillez de su dirección de actores logrando esa textura visual y esa sinceridad consustancial a su cine y que solo otros realizadores como Leo McCarey sabían imprimir con verdadero corazón.

Con franqueza, es una pena que la película no se conserve completa, por que lo que de ella podemos intuir realmente te deja con muy buen sabor de boca.

Calificación: 3

DRUMS ALONG THE MOHAWK (1939, John Ford) Corazones indomables

DRUMS ALONG THE MOHAWK  (1939, John Ford) Corazones indomables

Realizada por John Ford en 1939 y entre dos de los grandes títulos de su filmografía –EL JOVEN LINCOLN (Young Mr. Lincoln, 1939) y LAS UVAS DE LA IRA (The Grapes of Wrath, 1940)-, ciertamente CORAZONES INOMABLES –título español de DRUMS ALONG THE MOAWK- puede señalarse como una película que roza el altísmo nivel de los títulos antes citados, aunque paradójicamente no goce del prestigio de los mismos. No es de extrañar que una mirada aparentemente miope quiera dejar de lado esta excelente producción de la Fox. Ya se sabe: se trata de una película de indios malos y americanos buenos, y acaba con la izada de la bandera norteamericana... Apostar por eso es reaccionario y más vale acudir a la taquilla a ver como nos “venden la cabra” en Europa diciendo que el ALEXANDER de Oliver Stone ha sido rechazada en USA por que trata a su personaje principal de bisexual. Los tópicos y prejuicios cinematográficos que se basan en la apariencia y en el fondo por dirigirnos hacia donde pretenden, sin permitir contemplar con mirada serena la intención de un cineasta. Este es el caso de CORAZONES INDOMABLES y la intención real que Ford transmite en ese aparente discurso simplista y reaccionario.

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Pero por encima de todo y tras la contemplación de este film habría que destacar sobre todo su fabulosa impronta visual de reminiscencias pictóricas. No es la primera vez que la Fox apostaba por la incorporación de una fotografía en color en algunas de sus grandes producciones, pero no olvidemos que si es esta la primera vez que Ford se empleó en su cine abandonando el blanco y negro –que luego retomaría en su filmografía-. La belleza y el cromatismo de unas imágenes dominadas por tonos azules es asombrosa –obra de Bert Glennon y Ray Renahann- y se impone y al propio tiempo se integra en las intenciones puestas por el maestro norteamericano a partir de un estupendo guión.

Ya desde su imagen inicial –ese ramo de flores de una novia que nos lleva a la ceremonia entre Lana (Claudette Colbert) y Gil Martin (Henry Fonda)-, muy pronto nos emplea en esas clásicas escenas familiares propias del cine de Ford; la fuerza de sus mujeres, de sus madres: la precisión de sus planos; la combinación de su emotividad y los momentos de comedia. Enseguida nos adentramos en ese viaje del matrimonio hacia la Nueva Inglaterra de 1776 pronto descubriremos la inicial inadecuación de Lana –que procede de una acomodada familia-, con el entorno rural que ofrece Gil –esa pobre cabaña, la presencia de un indio amistoso son elementos que provocan en ella un ataque de histerismo-. Pese a esos inconvenientes el joven matrimonio encuentra la aparente felicidad hasta que un grupo de conservadores atacan y queman su pobre vivienda, motivando que tengan que trabajar al servicio de la enérgica pero en el fondo entrañable Mrs. McKlennar (Edna May Oliver), con quien pronto entablarán una gran relación familiar.

A partir de esos ejes se establece la evolución del matrimonio Martin –ella pierde el primer hijo de su embarazo, aunque más adelante logrará dar a luz otro-, en el conjunto de la lucha entre los conservadores que comandan a un amplio grupo de indios en plena lucha por la confederación que dará lugar a los Estados Unidos. Al margen de este elemento central, cabe señalar en esta magnífica película numerosos motivos de interés. Por una parte la excelente integración entre el detalle y la colectividad; la mezcla de géneros existente -western / aventuras / film de primitivos / melodrama / comedia-. Uno se atrevería a señalar que pese a la propia singularidad que presenta, CORAZONES INDOMABLES es un ejemplo del género “John Ford”. En él ya se encuentra presente el poder de evocación en apenas una secuencia de un par de planos –el momento en el que los Martin regresan a las cenizas de su primera cabaña y Lana encuentra un objeto del ajuar que allí permanece ennegrecido; la invocación que la esposa pronuncia en un momento de extrema felicidad, pidiendo a Dios que les dejen en ese estado-, el perfecto montaje que juega con las elipsis y en modo alguno carga las tintas de momentos de extremado dramatismo. Instantes además en los que no deja de implicar elementos de comedia incluso en aquellos de más terrible calado –como puede ser el momento en el que tiene que amputársele la pierna al General tras el regreso accidentado de sus tropas acabando finalmente con su vida-.

DRUMS ALONG THE MOHAWK brilla además por su nada velado discurso contra el horror de la guerra y que una mirada desprejuiciada debería ver de forma muy evidente. Y para ello no hay más que evocar determinados detalles que refutar dicho discurso; desde la invocación de ese sacerdote de tintes integristas que en pleno púlpito llama a sus hombres a la guerra bajo la pena de ser ahorcados si no acuden a esa llamada (al final del film el propio pastor comprobará con horror la experiencia de haber matado a un hombre); la invocación de la veterana Mrs. McKlennar teniendo como fondo en la ventana la marcha de los alistados al comentar lúcidamente la inutilidad de acudir a la guerra para matar o ser matados; el relato horrorizado de Gil de su experiencia en el frente cara a cara con la muerte mientras su conmocionada esposa le cura sus heridas. Pero al mismo tiempo y para los que puedan señalar el aparente maniqueísmo de los indios que pueblan el film, a nadie se le esconde que se encuentran manipulados y comandados por un puñado de conservadores a cuyo mando está el malvado Caldwell (John Carradine) –en cuyos primeros pasajes se encontrará con los protagonistas en plena luna de miel de estos-.

Al mismo tiempo CORAZONES INDOMABLES ofrece una perfecta galería de secuencias corales fordianas –como esos bailes, esa constante y campechana ironía ante la vida del ejército, la presencia de la fortaleza de las mujeres-, muestra una esplendida utilización de la profundidad de campo y la presencia de techos –antes que los tan cacareados de CIUDADANO KANE (Citizen Kane, 1941. Orson Welles)- y emerge especialmente en el maravilloso retrato de sus tres principales personajes. De la inocencia y seguridad con la que Henry Fonda encarna a Gil pasaremos a la pasmosa evolución que sufre el personaje de Lana, del cual Claudette Colbert ofrece un trabajo magnífico –hay que descubrirse ante su rostro completamente transfigurado en los instantes finales resistiendo el ataque de los indios en el fuerte-. Sin embargo y aún por encima de estos dos grandes personajes e interpretaciones, surge el memorable reatrato de Mrs. McKlennar, que quien Edna May Oliver compone un trabajo sencillamente memorable (fue candidata al Oscar a la mejor interpretación de reparto en aquel año). Es precisamente teniendo a ella como protagonista, donde se sucede la secuencia más sorprendente del film y sin duda una de las más asombrosas de toda la filmografía de Ford. Contra lo que pudiera parecer se trata de un pasmoso fragmento de comedia insertado en un entorno terrible: dos indios se dirigen a incendiar la casa de la viuda y esta se encara a sus atacantes logrando que estos la saquen con su propia cama y negándose a dejar su casa ya incendiada sin abandonar el que fue lecho con su desaparecido esposo. Hay que ser todo un maestro como John Ford para que una secuencia así provoque una sensación tan extraña –un elemento hilarante y divertido insertado en un contexto plenamente dramático-.

Pero así era el gran director, un hombre que una vez más emociona con los planos finales cuando se iza la bandera norteamericana ante sencillos planos de ciudadanos de diferentes razas que conviven de forma armoniosa en aquellas tierras. Con sencillez y humanidad una vez más el viejo maestro lograba conmoverme con aspectos historicistas que muchos otros hombres de cine hubieran provocado mi escepticismo. Era la magia eterna de un hombre que de un plano a otro podía llegar a emocionarte y al siguiente y con lágrimas en los ojos abrirte una sonrisa. Y bastante de ello existe en esta magnífica DRUMS ALONG THE MOHAWK.

Calificación: 4