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CINEMA DE PERRA GORDA

John Ford

HANGMAN'S HOUSE (1928, John Ford) El legado trágico

HANGMAN'S HOUSE (1928, John Ford) El legado trágico

Cuando uno contempla HANGMAN’S HOUSE (El legado trágico, 1928) se percibe con claridad que John Ford no era ya un novato en el terreno de la realización, y nos encontramos ante un título que no solo supone uno de sus primeros encuentros con ese entrañable universo irlandés que le acompañará de manera intermitente en el resto de su dilatada obra posterior, sino, ante todo, revela un estado de madurez narrativa más que encomiable. Por otro lado, cierto es que nos encontramos en 1928. Un año de excepcional brillantez para el Séptimo Arte, en donde se encuentran no pocas de las cimas del mismo alcanzadas hasta la fecha, e incluso prolongadas hasta nuestros días, y de las que el propio Ford ofreció en aquel contexto un título como FOUR SONS (Cuatro hijos), quizá su mejor obra en el periodo silente –un honor que compartiría con la previa THE IRON HORSE (El caballo de hierro, 1924), rodada cuatro años antes-. Dentro de ese contexto, sería fácil reducir el film que nos ocupa a un carácter “menor”, lo que en buena medida no dejaría de suponer una notable injusticia, ya que nos encontramos ante un título valioso, lleno de frescura e interés, combinando su metraje con una serie de elementos y pinceladas de índole expresionistas que, en su conjunción permiten otorgar personalidad propia al conjunto.

El film de Ford enseña muy pronto sus cartas de manera muy extraña, describiendo un cuartel de la legión en Argelia, en donde se encuentra como soldado Hogan (Victor McLaglen, posterior habitual intérprete del cine de Ford), a quien descubrimos confraternizando con otros compañeros. La llegada de una carta despertará en él una inesperada ira. El director insertará un impetuoso travelling de retroceso, junto al aviso de Hogan de su retorno a irlanda, su país de origen, para matar a una persona. La acción se traslada hasta el exterior de una mansión –de siniestra perspectiva-, de la que es dueño el ya anciano James O’Brien (Hobart Bosworth), un juez que se ha ganado la animadversión de sus convecinos por su dureza como juez, habiendo condenado a la horca a no pocos habitantes de la zona. O’Brien se encuentra a las puertas de la muerte, decidiendo saber de mano de los médicos la realidad de su enfermedad, entre los remordimientos que se interpondrán sobre su cabeza –esas imágenes de condenados y de horcas en plena efervescencia que se le van apareciendo por encima del fuego de su chimenea-. Como quiera que es consciente que se encuentra ante el fin de su existencia, decide dejar a su hija Connaught  (June Collyer) en una buena situación, para lo cual su deseo será ligarla en matrimonio con el acaudalado pero siniestro John D’Arcy (Earle Foxe), caracterizado en el entorno de los lugareños por haber sido un delator de numerosos irlandeses contrarios a la imposición británica. Y junto a ese elemento de conflicto, se insertará la auténtica historia de amor planteada entre Connaught y el joven Dermot (Larry Kent), íntimos amigos desde la infancia, acostumbrados a discurrir en carreras campestres a caballo, y entre los que de manera tan incipiente como rotunda se ha inoculado un sentimiento amoroso. Sin embargo, la decisión del padre de esta será asumida con resignación por parte de la muchacha, e incluso por el propio Dermot, dada la inminente muerte de O’Brien. La boda se celebrará de manera apresurada, y apenas la misma se consume el juez morirá, revelando pronto D’Arcy la crueldad de su personalidad –ni siquiera se inmutará con la muerte de su suegro-.

En medido de dicha circunstancia, la presencia de Hogan se centrará de manera precisa en el conocimiento que tiene de la presencia de D’Arcy, al que conoce por su maldad y actuación como delator, estableciéndose ante él una pugna con el deseo final de eliminarlo. Por su parte, este descubrirá al huido y perseguido irlandés, a quien no dudará en delatar, precisamente cuando se ha de celebrar una carrera en la que toda la comarca se encuentra pendiente. Pese a la detención de Hogan, la carrera dará como triunfador al joven amigo de Connaught, iniciándose una espiral dramática que culminará con el incendio de la mansión y la muerte en un incendio de D’Arcy, como paso único para que la muchacha pueda casarse con Dermot –ya que la ira que Hogan mantenía hacia su esposo, venía dada por el hecho de que este se había casado previamente con su hermana en Paris, dejando a su mujer abandonada y muriendo esta posteriormente-. Esta circunstancia previamente introducirá un elemento dramático en torno a la posibilidad de que se anule el matrimonio que en realidad nunca se ha consumado, pero no será hasta que el relato culmine con la catarsis del incendio de la mansión, cuando en realidad se vislumbre la luz para una pareja destinada en el amor.

El encanto del film de Ford reside de forma muy especial, en la clara demostración que el maestro tenía ya entonces para combinar elementos dramáticos con otros románticos o incluso ligados a la comedia. Esa capacidad para intercalar esos hermosos interludios amorosos entre la pareja de jóvenes, en medio de la campiña irlandesa. La  manera con la que se insertan aspectos, instantes y episodios dominados por un alcance casi bizarro –los exteriores de la mansión de O’Brian, su torturada manera de contemplar elementos de su pasado como implacable juez ante la chimenea poco antes de morir, la perversión casi deudora de Von Strohëim que manifiesta D’Arcy, la pelea entre los dos pretendientes de la joven, el incendio final de la mansión-. Y todo ello irá ligado con episodios en donde encontramos a ese Ford entrañable y ligado a la personalidad irlandesa, como la descripción de la carrera de caballos, donde el estallido del público aparecerá con un peculiar sentido del humor –incluso en esos instantes aparecerá fugazmente John Wayne rompiendo una valla del recorrido-, que tendrá aspectos tan divertidos como ese carro que se va venciendo hacia atrás por el peso de la gente que se encuentra situada encima del mismo.

Esa capacidad para plasmar lo tragicómico casi de un plano a otro, la sencillez y cotidianeidad de la vida irlandesa del periodo del relato, de mostrar exteriores campestres dominados por su placidez –en los que reflejará la relación mantenida entre los jóvenes amigos destinados a compartir su futuro-, con los interiores siempre dominados por ese alcance siniestro que caracterizará la mansión O’Brian. Ford despliega un encomiable sentido del ritmo, y aun reconociendo que en el resultado de HANGMAN’S HOUSE pueden encontrarse ciertas convenciones -sobre todo de raíz melodramática-, no es menos cierto que su conjunto deviene una lograda combinación de elementos, articulados con una pericia en buena medida previsible de manos de un cineasta ya sobradamente maduro y experimentado, y que quizá en estos años se mostrara más capacitado para expresar con la fuerza de la imagen ese mundo interior que ya se encontraba inmerso en su obra, más que en los primeros talkies que acometió con la llegada del sonido.

Calificación: 3

FLESH (1932, John Ford) Carne

FLESH (1932, John Ford) Carne

Después de una andadura silente en la que John Ford ofrece títulos tan espléndidos –y con facilidad ubicados entre lo mejor de su obra- como THE IRON HORSE (El caballo de hierro, 1924) o FOUR SONS (Cuatro hijos, 1928), cierto es que la llegada del sonoro no impide que su obra prosiga, aunque sí esta aparezca bajo un devenir zigzagueante. No es que se echen de menos buenos títulos –me gustaría destacar llegados a este punto su implicación dentro de la 20th Century Fox durante los primeros años treinta, bastante poco valorada-, pero sí que es cierto que se alternan con otros exponentes menos valiosos, ninguno de ellos carente de interés, aunque en algunas ocasiones se encuentran ausentes los estilemas de su cine, refugiándose en su condición de simple y ya experimentado profesional. FLESH (Carne, 1932) es uno de dichos ejemplos, erigiéndose como una muestra insólita, en la medida que supone una de las escasas incursiones de Ford en la Metro Goldwyn Mayer, asumiendo un encargo que ya había pasado por las manos de otros directores más ligados al estudio –y de menor entidad, todo hay que decirlo-, hasta que Ford asume su rodaje. En realidad, nos encontramos con un melodrama triangular que parte de una historia del notable realizador Edmund Goulding, que alterna no pocos ecos del muy cercano THE BLUE ANGEL (El ángel azul, 1930) y, ante todo, se erige como un producto destinado al lucimiento del a menudo molesto histrionismo de Wallace Beery, por aquel entonces una de las grandes estrellas del estudio –el año anterior recibiría un Oscar al mejor actor por THE CHAMP (El campeón, 1931. King Vidor) exaequo junto al Fredrich March de DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931. Rouben Mamoulian)-. Nada mejor para ello que plasmar un drama que se asentaba sobre dos características de éxito seguro, iniciado en una Alemania de inicios de los años treinta, donde la joven Laura Nash (una impecable Karen Morley) es puesta en libertad –más adelante conoceremos las causas por las que se le ha conmutado su condena, aunque una persona muy allegada a ella quede en prisión, pese a sus protestas. Totalmente arruinada –la persona con la que había cometido el delito –que tampoco conoceremos- que en teoría debía permitirle unos recursos económicos cometidos, la ha dejado abandonada a su suerte. Dentro de un panorama absolutamente desolador, encontrará la compañía de Polakai (Wallace Beery), una bestia de lucha dotado de un gran corazón, que desde el primer momento amparará a Laura, le ofrecerá un lugar en su habitación y, de forma paulatina, se irá encariñando con la muchacha. Será un sentimiento no correspondido por esta, aunque aprecie el cariño brindado por un hombre que se aleja de su concepción de las relaciones humanas. Es más, incluso rechazará su proposición de matrimonio, aunque en realidad haya sido exonerada de prisión por encontrarse embarazada de Nicky (Ricardo Cortez), el otro componente del trío de delincuentes que motivaron la estancia en prisión de la pareja. En la ilusión de la joven figurará emigrar hasta América, faceta esta que podrá cumplir no sin antes haberse reencontrado con Nicky, y este estafar a Polokai y viajar en solitario hasta el nuevo continente, aspecto que casi forzará a la muchacha a casarse con el veterano boxeador, que ha ganado el título de campeón de Alemania, y ha decidido también viajar hasta América para competir a más amplio alcance. Como es de suponer, una vez allí –en donde se encuentran los viejos amigos del luchador, que regentaban un local-, el reencuentro con el avieso Nicky será casi inevitable.

Como antes señalaba, en FLESH, los ecos de THE BLUE ANGEL de Sternberg se antojaban evidentes, ya no solo en la medida de tratar una historia iniciada en Alemania, sino en el hecho de la seducción de un ser veterano por parte de una joven atractiva. Sin embargo, y aún reconociendo todos los condicionamientos que limitan el posible interés de esta pequeña película, en la que es cierto que se ausenta en gran medida el casi siempre reconocible estilo del autor de STAGECOACH (La diligencia, 1939), hay que reconocer en la misma un notable sentido del ritmo. La utilización de los fundidos en negro y el adecuado uso de la elipsis, son elementos que el gran cineasta utiliza con destreza para aligerar un drama que en otras manos estoy seguro hubiera devenido pesado y caduco. Cierto es que en secuencias como aquellas que rodean los combates de boxeo, uno percibe ese mundo fordiano, en el que la lucha y la camaradería se dan de la mano –magnífico el instante en el que Polokai ofrece noblemente su mano al adversario que ha vencido en el combate-, y en su conjunto la película brinda una visión en la que un mundo degradado y revestido de dificultades, puede albergar un espacio para lo peor y lo mejor, prolongando esas descripciones de la condición humana que el no muy lejano Erich Von Strohiem plasmó en GREED (Avaricia, 1924). En esa capacidad para la ternura de Polokai ante el hijo que no es tuyo –aunque desconozca su no paternidad; un elemento quizá no demasiado creíble de guión-, o para asesinar a Nicky en el climax del film, al comprobar la villanía que se encierra en su personalidad, se encierra la capacidad de Ford para articular un drama que por momentos asume un alcance bizarro y que, junto a ese sentido del ritmo poco habitual en la producción Metro de la época, esconde sus mejores armas. La película concluirá con una llamada a la esperanza y la sinceridad, mostrando al luchador alemán encerrado en la cárcel, conociendo por boca de su esposa el clamor existente para que sea puesto en libertad, e iniciándose en medio del patio de visitas de la prisión, un nuevo punto de partida para el reinicio de la relación entre ambos. Esta vez sin engaños, con sinceridad, y con esa ternura que caracterizó el mejor cine del autor de THE SEARCHERS (Centauros del desierto, 1956), entre el cual no puede incluirse esta obra, tan menor como se quiera, pero no por ello desprovisto de atractivo y, ante todo, agilidad narrativa, al tiempo que permitiendo con ello completar los perfiles de una filmografía que en su dilatada extensión, debía permitir –como a todos los grandes cineastas del periodo clásico- no solo los lógicos vaivenes en la calidad de sus exponentes, sino en la propia expresión fílmica de la misma.

Calificación: 2’5

WHEN WILLIE COMES MARCHING HOME (1951, John Ford) Bill, que grande eres.

WHEN WILLIE COMES MARCHING HOME (1951, John Ford) Bill, que grande eres.

Rodada entre dos de sus reconocidas aportaciones al western – la extraordinaria SHE WORE A YELLOW RIBBON (La legión invencible, 1949) y WAGONMASTER (Caravana de paz, 1950), de la que conservo un recuerdo bastante más lejano-, WHEN WILLIE COMES MARCHING HOME (Bill, qué grande eres, 1951) fue filmada por John Ford a modo de compensación por su retirada en el rodaje de PINKY (1949, Elia Kazan) –un melodrama sureño que goza de una inexplicable mala fama, ya que me parece magnífico, y revelador ante todo de la valía del “estilo Zanuck”- para la 20th Century Fox. Lo cierto es que nos encontramos ante uno de los títulos más sorprendentes del cine fordiano en este periodo, en la medida que encierra no pocas de las constantes del maestro americano, pero cuyo tratamiento deviene bastante inusual. Es más, aunque asistimos a una comedia –y muy divertida, por cierto-, tampoco esa querencia por dicho género era algo extraordinario en un cineasta que ofreció numerosas muestras de conocimiento de sus resortes –presentes en casi todas sus películas, incluso en aquellas de tinte más dramático-, pero a la que se adscriben de manera más directa títulos tan míticos, atractivos –aunque algo sobrevalorados a mi juicio- como THE QUIET MAN (El hombre tranquilo, 1952)- u otros menos prestigiados pero que considero más disfrutables, como DONOVAN’S REF (La taberna del irlandés, 1963). Siempre he señalado –y no me cansaré de hacerlo-, que una de las virtudes supremas de la obra fordiana era esa capacidad de penetrar con pasmosa facilidad en los recovecos del alma humana, en donde lo trágico y lo cómico era expresado en muchas ocasiones casi en el mismo plano.

Dicho esto, cierto es que a partir del inicio de los cincuenta, el cine de Ford frecuentó la adscripción de títulos caracterizados por su intimismo, e incluso por unos diseños de producción muy limitados, en los que el realizador quizá mostró su inclinación por diversos elementos de su mundo personal, que podían ir desde su querencia irlandesa THE RISING OF THE MOON (1957), GIDEON’S DAY (Un crimen por hora, 1958), el estamento militar en la previa THE LONG GRAY LINE (Cuna de héroes, 1955), o incluso revisitando obras suyas de antaño –THE SUN SHINES BRIGHT (1953). Más allá del variable resultado alcanzado en este y otros exponentes de dicha tendencia, lo cierto es que WHEN WILLIE… desde sus primeros compases asume el inequívoco eco de su cine, pero al mismo tiempo advertimos la singularidad de una propuesta que parece suponer un extraño híbrido entre HAIL THE CONQUERING HERO (1944) de Preston Sturges –no soy el primero en detectar dicha afinidad, que al parecer se encontraba en la génesis del proyecto-, y títulos posteriores como THE SAD SACK (El recluta. George Marshall) –con Jerry Lewis-, o incluso OPERATION MAD BALL ( Richard Quine), ambas de 1957. La película narra la azarosa –por aburrida- andadura vivida por William Klugs (un estupendo Dan Dailey), uno más de los ciudadanos de la plácida Punxatwney, en el Oeste de Virginia, quien a partir del conocimiento del bombardeo de Pearl Harbor, será el primer voluntario de la localidad que se alistará, lo que supondrá su conversión en un héroe para la misma. Puesto en la práctica de sus posibles facultades en el combate, finalmente será destinado como entrenador de tiro –faceta en la que su anterior práctica de la caza le habría supuesto un inesperado marco de aprendizaje-. El azar querrá que sus tareas las desarrolle en su propia localidad, lo que en principio supondrá un elemento de comodidad. Sin embargo, dicha circunstancia se convertirá de forma paulatina en un auténtico tormento, ya que esos mismos vecinos que habían visto en él un héroe, poco a poco lo considerarán un haragán que ha huido del combate. Será una circunstancia que el propio protagonista vivirá con creciente incomodidad, intentando de manera reiterada ser enviado al frente solicitándolo a sus superiores, quienes con la misma reiteración irán denegándole la demanda… al tiempo que –detalle genial-, en cada una de dichas citas le recomienden para un ascenso y la enésima medalla por el buen comportamiento. Esta enojosa situación –que se prolongará durante más de dos años y hasta casi el final de la II Guerra Mundial-, se verá inesperadamente truncada cuando tras la baja de un enviado, William pueda ser enviado en avión hasta Inglaterra junto a un grupo de compañeros. Otra hilarante circunstancia –este se queda dormido cuando sus compañeros han abandonado el avión, que no puede aterrizar debido a la adversa meteorología-, llevará al deseoso pero desastrado soldado a aterrizar en Francia, en donde se encontrará con un grupo de resistentes, quienes tras asegurarse de sus auténticos orígenes, le encomendarán una crucial misión –de la que el protagonista parecerá ajeno-, que le devolverá su condición de héroe… aunque en realidad este la viva como un auténtico y por momentos desternillante calvario físico.

WHEN WILLIE… destaca en primer lugar por su condición de pequeña parábola en torno a la fragilidad en la mirada sobre el ser humano. La voz en off de su protagonista, y la propia ajustada duración que apenas alcanza los ochenta minutos, proporciona al relato una inusual importancia al montaje, para con su adscripción hacer avanzar la acción y otorgar a su conjunto un sentido del timming cómico, digno de figurar en cualquier antología del género. Este se irá manifestando de manera paulatina –la descripción de los padres de William en el servicio religioso, donde la presencia como padre del espléndido William Demarest nos evoca desde los primeros instantes la figura del mencionado Preston Sturges-, irá introduciendo al espectador en un marco descriptivo amable, pero en el que no faltarán las constantes puyas críticas en torno a la maleabilidad de una comunidad que muestra en todo momento una hipocresía congénita. Con gran habilidad, el relato en over del protagonista irá diluyéndose, dejando paso a una sucesión de secuencias en las que el fluido montaje tendrá un notable protagonismo, discurriendo las mismas con un claro predominio del plano general y americano. Esa gradación en el interés y lo disolvente del relato, se irá percibiendo sin alzar el tono, con el veneno del frasco de vitriolo bellamente envuelto en oropel. Esa heroicidad que por caprichos del destino se irá convirtiendo en auténtica tortura para Williamas, está expuesta en la pantalla con tanta impavidez como fluidez. Como esa odisea que sufre de manera progresiva el protagonista, se manifestara en un incesante y al mismo tiempo imperceptible goteo. Esa casi kafkiana lucha personal por intentar ser reclutado para el combate en el frente –que solo servirá para favorecer sus ascensos-, no es más que un ejemplo de los varios que asume el guión de Sy Gomberg y Richard Sale, y que Ford narra con una soltura y convicción envidiable. La manera casual con la que finalmente es reclutado, las circunstancias que le permitirán encontrarse con miembros de la resistencia francesa –quedarse dormido en el avión-. Y a partir de ese momento, se insertará el tercio final de la película, en el que el nonsense adquiere un carácter casi apoteósico, con la necesidad imperiosa de William de conciliar el sueño, que le será negada en todos aquellos lugares a los que acuda, recibiendo en cambio una casi imparable ingestión de bebidas alcohólicas, convirtiendo esta sucesión de secuencias en un delirante marco de situaciones, dignas del más disolvente contexto de los Marx Brothers, y de las que no dudaría en destacar la huída del protagonista del psiquiátrico al que por error se le va a destinar –en un plano inserto con implacable sentido del slapstick-, o los auténticos e involuntarios atentados físicos que recibirá cuando el militar regrese a su casa huyendo del recinto hospitalario, y una vez su misión de espionaje –en la que ha participado prácticamente de manera ajena- ha concluido con éxito.

En medio de todo ello, y aún asumiendo su condición de suponer una propuesta modesta y sin aparentes pretensiones, no cabe duda que WHEN WILLIE COMES… supone, además de una película muy divertida que se disfruta con auténtica placidez, uno de los ejemplos más remarcables dentro de las miradas críticas que, dentro de la comedia ofreció, más que el cine bélico propiamente dicho, lo absurdo del estamento militar. Ford no cuestiona ese patriotismo que –se mire con mejor o peor grado- supuso una de las piedras angulares de su cine, pero en esta ocasión pone en tela de juicio esa maraña burocrática que rodea los altos mandos del ejército de su país.

Lo dicho. No vamos a situar esta película entre las pobladas cimas de la obra fordiana, pero su resultado a mi juicio se encuentra por encima de otras propuestas más valoradas, demuestra la versatilidad de su gran director y, por encima de todo, es una pequeña delicia.

Calificación: 3

UP THE RIVER (1930, John Ford) Río Arriba

UP THE RIVER (1930, John Ford) Río Arriba

El que nadie en su cano juicio deje de considerar a John Ford como uno de los maestros indiscutibles del cine –y no solo norteamericano-, no impide el hecho obligado y comprensible que el conjunto de su obra ostente la lógica irregularidad de cualquier artista, máxime cuando su filmografía es lo suficientemente extensa para ello, y sus diferentes periodos comportan un grado de creciente madurez, que ya tuvo en los últimos compases del cine silente una serie de inolvidables propuestas fílmicas. La llegada del sonoro quizá pilló con el pie cambiado a Ford, que tuvo que asumir un rápido periodo de aprendizaje en una narrativa para la que la presencia de la palabra suponía –como a muchos otros cineasta de su tiempo-, una cierta rémora que tardó algún tiempo en asimilar. Ello no impide reconocer que en aquellos años, donde su producción se ciñó al ámbito de la Fox Film Corporation, se encuentran títulos atractivos como ARRROWSMITH (El Dr. Arrowsmith, 1931) y, sobre todo, dos auténticas debilidades, por lo general despachadas sin la menor atención, y en donde se recupera el mejor Ford silente –el de FOUR SONS (Cuatro hijos, 1928)-. Me refiero con ello a los casi consecutivos PILMIGRAGE (Peregrinos, 1933) y THE WORLD MOVES ON (Paz en la tierra, 1934). Evidentemente, y aunque no podamos despacharlo como un producto carente de interés, huelga excluir UP THE RIVER (Río Arriba, 1930) en este conjunto de títulos brillantes, aunque sí que podamos describirla como una extraña combinación de comedia, entremezclada como uno de los precedentes sonoros del cine gangsters, aunque ambas vertientes se encuentren ligadas de manera tibia e inconexa, y solo en contados instantes se pueda atisbar esa magia y emotividad que Ford marcó al conjunto de su cine. Al mismo tiempo, y aunque su base argumental difiera en notables matices, podría entenderse que en el título que comentamos se podría encontrar la referencia para que, seis años después, Ford filmara otra comedia del  mismo subgénero  –THE WHOLE TOWN’S TALKING (Pasaporte a la fama, 1936)-, demostrando en la década de los años treinta una considerable versatilidad, aunque justo es reconocer que no fue precisamente dicho periodo el más compacto de su cine.

En realidad, UP THE RIVER relata la historia de una serie de amistades e incluso un romance contrapuesto, desarrollado dentro de un grupo de amigos que comparten la condición de presidiarios, aunque no todos ellos coincidan en la presencia en dicho recinto penitenciario. Más bien, este parece ejercer como epicentro de una coralidad que se extenderá a personajes secundarios como el propio alcaide del mismo, su pequeña hija, o la pléyade de puritanas que visitan el recinto con sus altivos e hipócritas semblantes. Una de las singularidades que plantea esta en última instancia humilde película de Ford, es la que observar un mundo penitenciario que es expuesto con esa familiaridad y campechanería tan habituales al cine de su artífice, por completo alejado de la dureza que planteaban otros títulos coetáneos como THE BIG HOUSE (El presidio, 1930. George W. Hill). En su oposición, en realidad nos encontramos con un argumento familiar en esa concepción arquetípica que ya entonces mostraba el gran director sobre la amistad. Una amistad que se puede resolver entre puñetazos y resentimientos pero que en última instancia dejará entrever los elementos más hondos del ser humano. Y es que en su obra quizá se encuentre el cineasta paradigmático de la amistad –incluso por encima del amor-, en una faceta que en esta ocasión se manifiesta con claridad, ya desde los primeros compases que muestran el enfrentamiento que vivirán dos íntimos amigos como son Saint Louis (Spencer Tracy) y Dannemora Dan (Warren Hymer). Ambos se fugarán de la penitenciaría en los fotogramas iniciales, dejando el primero al segundo tirado en medio del campo, hasta que en un posterior encuentro en plena ciudad, ambos la emprendan a puñetazos –en realidad parece el primero lo busca ex profeso-, llevando a la detención del segundo. Sin embargo, aunque acompañado de abogados y vestido de manera atildada, Saint Louis también será condenado de nuevo a presidio, viviendo de manera paralela el mismo la joven Judy Fields  (Claire Luce), condenada por varios meses por unos delitos de colaboración cometidos de manera inesperada al estar al servicio de un vulgar estafador. Esta conocerá en la cárcel a Steve Jordan (Humphrey Bogart), a quien confundirá con uno de los asistentes del recinto, hasta que este le revele que también es otro presidiario, al que solo restan tres meses de presidio. Así pues, entre partidos de fútbol americano, una cotidianeidad que solo se verá alterada por la llegada de nuevos reclusos, algunas intentonas de mantener la relación con Judy por parte de quien la llevó a presidio, y el creciente amor que se establece entre la atribulada presidiaria y Steve, discurre esta historia plácida, sin grandes momentos ni, tampoco, demasiados baches en su ritmo.

El film de Ford posee la virtud de la humildad y al mismo tiempo la rémora de una ausencia más contundente en la implicación de los diferentes elementos que conforman su engranaje dramático. En muchos momentos –y eso que su metraje apenas supera los ochenta minutos-, se tiene la sensación que cierta anarquía que, justo es reconocerlo, en otros se torna en libertad formal y, lo que es más importante, en algunos apuntes de esa emotividad que siempre impregnó a su cine. Así pues, también en esta ocasión tendremos ocasión de contemplar –aunque, justo es reconocerlo, de forma mucho más menguada que en los títulos que he mencionado al inicio e incluso en algunos otros de estos años-, esa mirada sincera en torno al papel de la familia –en especial la madre, uno de los ejes vectores de su cine-, centrada en las secuencias que se desarrollan tras el regreso de Steve a la suya, en donde se llegará a inmiscuir el impresentable galanteador que llevó a la cárcel a Judy, o posteriormente a los dos presos que se fugarán de nuevo –en medio de una representación de atracciones para todos los condenados-, como si se dispusieran en calidad de ángeles protectores para preservar el amor que Judy –que aún se encuentra en prisión- mantiene con Steve, viviendo por unas fechas la hospitalidad de la madre de este. Pero, con todo, si tuviera que destacar un instante en el conjunto de este título menor de la filmografía fordiana, no dudaría en evocar esa panorámica en primer plano que ofrece sobre los presos que se encuentran contemplando el espectáculo, añorando su pasado en libertad al escuchar una canción nostálgica que entona de manera emocionada. Es en pasajes como este, en apariencia intrascendentes, pero introducidos con mano maestra por un hombre que ya había ofrecido al cine obras mayores, donde se encuentra una de las claves para entender un modo de entender el cine y la vida, que durante décadas forjó una de las filmografías más apasionantes del cine norteamericano, y que, cierto es reconocerlo, en esta ocasión se muestra de manera sencilla, casi como si nos encontraremos entre un juego de amiguetes. Aún así, y reconociendo un resultado final liviano e incluso discreto, se pueden atisbar los destellos de un genio que entonces aún no era consciente de la grandeza de sus posibilidades como tal maestro de la imagen y poeta de la vida de su país.

Calificación: 2

THREE BAD MEN (1926, John Ford) Tres hombres malos

THREE BAD MEN (1926, John Ford) Tres hombres malos

Que en 1926 el lenguaje cinematográfico se encontraba en una notable madurez, es una evidencia. Que ya había atesorado no pocas obras maestras, resulta de Perogrullo. Incluso que el propio John Ford ya había rodado con anterioridad títulos de especial relevancia, e incluso superiores a este –THE IRON HORSE (El caballo de hierro, 1924)-, aparece como un hecho. Sin embargo, ello no nos ha de servir como excusa para dejar de destacar los valores que atesora THREE BAD MEN (Tres hombres malos, 1926), que muestra una de las más hermosas cualidades del cine fordiano –en mi opinión la que aprecio de forma más cercana-. Me estoy refiriendo a su capacidad –compartida con cineastas como Leo McCarey o Frank Borzage, con los que mantenía una enorme afinidad- para oscilar en sus registros del drama a la comedia con una pasmosa facilidad, sin forzar nunca la inclusión de su narrativa en uno u otro género. Esa capacidad tiene en THREE BAD… uno de sus primeros y más rotundos exponentes dentro del contexto de su obra silente, logrando el gran maestro norteamericano una enorme soltura al incorporar diversos registros casi de un plano a otro, dentro de una narración que al mismo tiempo atesora varias propuestas argumentales, entremezcladas entre sí con una agilidad admirable.

Inserta dentro de su amplio periodo ligado a la Fox, la película aparece como una mirada a ras de tierra, después de abrirse como una visión generalizada sobre la colonización que por parte de colectivos de diversas nacionalidades y orígenes, se ofrecieron en tierras norteamericana –en este caso del estado de Oregón-, una vez el decreto del presidente Ulyses F. Grant confinó a los indios a nuevas reservas, y permitiendo que las que hasta entonces habían sido sus tierras pudieran ser colonizadas, en especial por aquellos que veían en la búsqueda del oro la solución a su futuro. A partir de esa misión de conjunto, el devenir de sus imágenes –surgidas a partir de la adaptación de la novela de Herman Whitaker Over the Border-, se centra en una serie de personajes que irán entrelazándose, hasta configurar una narración tan relajada como vitalista, de ese Oeste que iba configurándose casi a jirones, entre la ilusión y la avaricia, las ganas de vislumbrar un futuro y la implícita tarea de colonizar con rapidez un país de enormes terrenos y posibilidades. Entre ellos, destacará el protagonismo adquirido por tres ya veteranos bandoleros, buscados en todos los estados, pero que se sumarán a ese nuevo proyecto y serán contratados por Lee Carlton (Olive Borden), una joven colonizadora que ha quedado huérfana tras el asalto de unos cuatreros. Los tres bandidos demostrarán su capacitación, al tiempo que observarán la necesidad de que la muchacha encuentre un novio. Para ello activarán la búsqueda, hasta encontrar el candidato perfecto en el joven, primitivo y atractivo irlandés Dan O’Malley (George O’Brian), al que Lee ya había conocido –e incluso deseado- cuando había ayudado a su padre a reparar la rueda del carruaje que portaban. Junto a esta línea argumental –caracterizada por su afectivo tono de comedia-, THREE BAD… mostrará un lado más siniestro en las crecientes tropelías efectuadas por el sheriff Hunter (Lou Tellegen), quien no dudará en asesinar a un viejo minero para saber donde se encuentra el tan deseado oro, iniciando una espiral de destrucción que culminará en el asesinato de una joven, que resultaría ser la hermana de uno de los tres bandidos recuperados para la sociedad. Será un trágico punto de inflexión –que tendrá su preludio en el desalmado incendio provocado por las hordas del presunto mandatario de la ley-, que no impedirá el despliegue de una gigantesca caravana encaminada a la búsqueda de oro, aunque en ella se inserten los primeros indicios indicativos de la facilidad con la que estos colonos encontrarían un futuro más próspero trabajando la tierra. Será también el momento de la venganza por parte de estos tres veteranos forajidos, que de alguna manera entenderán que ya no tiene lugar en un Oeste encaminado a una nueva configuración, en la que sí que podrán establecerse como pareja Dan y Lee.

Una de las virtudes que desde el primer momento esgrime THREE BAD MEN, es su capacidad para atrapar al espectador “descendiendo” desde su generalizada visión inicial. Con apenas pocos planos y una serie de insertos de pertinente alcance didáctico, la cámara de Ford nos acercará a ese mundo primitivo, enfrascado en caravanas que se dirigen, procedentes de Dakota en 1876, con destino a un futuro marcado por la búsqueda del oro como elemento de riqueza. Ford ofrecerá un lenguaje depurado, combinando con gran destreza el uso de una planificación llena de dinamismo y, sobre todo, articulando la progresión de su relato con un notable sentido de la relajación, en la que tendrá un especial predominio la comedia. Serán bajo mi punto de vista las dos principales características, que han permitido que la película se haya conservado tan bien más de ocho décadas después de su realización. Esa capacidad para mostrar la humanidad de sus personajes con apenas pequeñas pinceladas –el beso que Lee y Dan estarán a punto de ofrecerse, visualizado desde un plano ubicado en la parte trasera de la caravana, mostrando únicamente los pies de los dos jóvenes-, la propia configuración de esos terribles bandidos, que en realidad son veteranos y curtidos hombres libres del viejo Oeste, permitirá que sus imágenes vayan prendiendo en la retina del espectador, hasta ir acercándonos a los sentimientos más íntimos que emanan de ellos. Será algo que expresará de forma conmovedora ese largo primer plano compartido por la pareja protagonista, cuando ella le anuncie a Dan la muerte de su padre, lo que propiciará el primer beso de los dos ya reconocidos enamorados –mientras el vaquero acaricia su rostro con su mano enguantada-. En la película, O’Brian aparece como un precedente de la tipología que pocos años después caracterizaría a Gary Cooper en sus primeras apariciones en el western, recreando el vaquero rudo pero atractivo, de buen corazón y nobles sentimientos.

Del mismo modo, sus imágenes encierran suficientes elementos que con posterioridad conformarían el mundo temático fordiano. Uno de los más curiosos lo ofrece la curiosa presencia de estos tres vaqueros, cuya tipología reutilizaría dos décadas después en la estupenda e insólita THREE GODFATHERS (1948), otro la herencia irlandesa del joven protagonista, la plasmación de ese Oeste en transformación, o la incorporación de roles tan queridos al universo del gran realizador, como ese sacerdote que ofrecerá en la función el peso de elemento moralizador. Lo cierto es que con la presencia de estos matices, la película destaca en un tercio final admirable, repleto de aciertos narrativos, y cuyo contexto puede ubicarse sin duda entre los fragmentos más valiosos de todo el cine de su artífice. En el desarrollo del mismo la tragedia asume por sus costuras, a partir del terrible incendio que Hunter propiciará a la humilde iglesia que ha logrado establecer el párroco, repleta de feligreses –en especial mujeres y niños-. Allí será herida de muerte la joven –y hasta entonces desconocida hermana de Bull Stanley uno de los “hombres malos”-, que se ha situado delante del pastor para salvar su vida, recibiendo los disparos de las hordas de Hunter. Las imágenes adquirirán en esos instantes una asombrosa expresividad, alcanzando una catarsis a partir de los deseos de venganza de Stanley, quien no cejará en perseguir al corrupto sheriff, protagonizando una pelea en el saloon revestida de una brutalidad física y cercana –pocas veces he visto en el cine tal credibilidad en la manera de destrozar puertas-. Junto a esa sed de venganza particular, la película mostrará la grandeza del inicio de la caravana, en unas imágenes majestuosas que tendrán el preludio con esa asombrosa panorámica que mostrará el número incontable de carromatos dispuestos a salir al galope, siguiendo las órdenes gubernamentales. El alcance de superproducción del film tendrá su máxima expresión en este fragmento, mostrando el inicio de ese multitudinario desplazamiento, por medio de un montaje de imágenes soberbio –atención al plano de ese pequeño que ha sido dejado casi a pie de la caravana-, y que quizá tenga su instante más hermoso en el carro  que se quede rezagado, y cuyos dos ya maduros ocupantes oscilarán de la desolación a la esperanza, al comprobar la esposa que la tierra que están pisando podría ser el germen de su futuro si la trabajaran.

A partir de ese instante, queda el momento de la venganza, o quizá de forma inconsciente la constatación de ese trío de ya experimentados hombres del Oeste, de que su tiempo ha pasado. Adelantándose cuatro décadas al cine de Peckimpah, John Ford supo plasmarlo de forma admirable en sus diálogos finales –en donde ambos asumirán su propia desaparición física-, teniendo como único objetivo una mirada teñida de esperanza hacia esa nueva sociedad representada en la joven pareja, que años después no dejarán de recordar a aquellos bondadosos bandidos, que un día dieron lo más noble de sus vidas apostando por lo que ellos representaban. La evocación a su figura concluirá esta hermosa película, en la que Ford demostraba de forma sobrada ser ya un primerísimo cineasta.

Calificación: 3

FOUR SONS (1928, John Ford) Cuatro hijos

FOUR SONS (1928, John Ford) Cuatro hijos

Tras una traumática experiencia alistándose en el ejército norteamericano para luchar en  la Francia de la I Guerra Mundial, el bávaro Joseph Bernle (James Hall) regresa ilusionado a esa próspera New York que le abrió sus puertas, y en la que ha logrado prosperidad económica e incluso casarse y tener un pequeño. Sorprendido, comprueba que en su ausencia su negocio ha prosperado gracias a los buenos oficios de su mujer, que ha ejercido de gerente. Cuando llega a su hogar abrirá la puerta y verá a su hijo ya crecido, en un instante en el que la sensación de efímera felicidad llegará a hacerse casi físico. Su esposa también aparece y se abrazan los tres. Sin embargo, en ese momento íntimo y tan deseado hay un elemento que ninguno de ellos se atreve a mencionar. Al final, será el pequeño quien lo manifestará con su inocencia “Te falta algo, papá. Quiero que traigas a la abuela”. Son muchos los instantes que podrían elegirse dentro de un conjunto tan delicado, sentido y frecuentemente conmovedor, como el que logró plasmar John Ford con la que suele ser reconocida como una de sus obras más valiosas inscritas en el periodo silente; FOUR SONS (Cuatro hijos, 1928). Sin embargo, estoy convencido que la mayor parte de sus espectadores elegirían otros de sus instantes –quizá más dramáticos y hondos en su sorda tristeza-. No obstante, personalmente me quedo con ese brevísimo fragmento, revelador por un lado de las mejores propiedades de aquel cine mudo que en aquellos años auspició uno de los mejores momentos creativos de toda la historia del cine, y al mismo tiempo representativo de esa capacidad para poder plasmar con absoluta sencillez en la pantalla los sentimientos más íntimos de sus personajes, transmitiendo sus emociones y la oscilación tragicómica de sus pensamientos. Era algo que siempre caracterizó el cine de Ford –que lograba intercalar momentos de enorme emotividad incluso en títulos de desigual dotación-, como sucedió en nombres tan valiosos como McCarey, Vidor, Borzage o, más posteriormente –y de manera quizá más irregular y menos reconocida- Quine, Donen o Edwards.

 

Más allá de esta elección tan personal de un instante, lo cierto es que FOUR SONS se erige sin lugar a duda como uno de los exponentes más valiosos de ese mundo fordiano que el gran maestro prolongaría –progresívamente revestido de amargura y escepticismo- a lo largo de su obra. Una obra en la que uno de sus temas vectores sería la descomposición del núcleo familiar, y que en esta ocasión se manifiesta como auténtico eje de esta producción de William Fox, en la que se detectan los modos de producción que muy poco tiempo atrás había generado la extraordinaria SUNRISE: A SONG OF TWO HUMAN (Amanecer, 1927. Friedrich Wilhelm Murnau), pero que al mismo tiempo marcan la personalidad del cine del gran realizador. A este respecto, no cabe duda que no nos encontramos con la primer manifestación cinematográfica de las célebres “madres fordianas” –al menos recuerdo el referente marcado en la inmediatamente precedente MOTHER MACHEE (Madre mía, 1928)-, aunque esta película nos ofrezca el primer ejemplo definitivo de uno de los referentes dramáticos del maestro irlandés –norteamericano.

 

FOUR SONS se desarrolla no en tantos y tan diversos lugares de la geografía USA que Ford utilizaría como un elemento casi esencial en su cine, y del que se erigió como un sincero y hondo cronista, sino en la Bavaria previa al inicio de la I Guerra Mundial. En un marco rural e idílico se nos muestra la vivencia cotidiana de sus habitantes –en unos minutos iniciales revestidos de sensible musicalidad, del que nos resulta bastante fácil despojarnos de ciertos elementos de ambientación más o menos folkloristas-, y en los que goza de especial respeto y admiración Mother Bernle (encantadora Margaret Mann), una mujer que dedica la tranquilidad de su madurez al mantenimiento de su pequeña granja, a agradecer a Dios las pequeñas bondades de cada día y, sobre todo, al cuidado de sus cuatro hijos. La cámara de Ford pronto nos describirá la psicología de sus vástagos por medio de unos ingeniosos fundidos-encadenados insertados conforme la madre introduce la ropa lavada de cada uno de ellos en su cajón respectivo. De manera contundente y con un tempo adecuado, sus secuencias nos van intercalando el progresivo enrarecimiento dramático que, casi de la noche a la mañana, irá desgajando una unidad familiar hasta entonces idílica. Lo hará la llegada de la guerra, que llevará como voluntarios del ejército alemán a Franz (Ralph Bushman) y Johann (Charles Morton), mostrándose ya en el desfile de partida el siniestro augurio de cruzarse ante la comitiva un aterrorizado gato negro. Por su parte, el ya citado Joseph logrará viajar hasta New York, buscando con ello un porvenir profesional que le han anunciado por escrito algunos amigos suyos, y para lo que ha contado con la ayuda de unos ahorros que su madre mantenía escondidos en un viejo baúl. La realidad se torna intensamente dolorosa para una mujer ya curtida en la vida y sumisa en apariencia a cualquier contrariedad que le ofrezca el día a día. Sin embargo, muy pronto la cruel realidad de la guerra le arrebatará a sus dos hijos voluntarios, mostrándose el desgarrador dramatismo de la noticia por medio de ese sobre de ribetes negros y contenido ineludiblemente siniestro, que el cartero porta por la pequeña localidad, provocando el pánico y nerviosismo de los vecinos, siendo conscientes de la trágica concomitancia que podría tener estar destinado a alguno de ellos.

 

Poco a poco, el regusto trágico y la sinrazón de la guerra quedarán patentes en los fotogramas de la inicialmente plácida obra de Ford. La progresiva pesadumbre irá inundando sus secuencias. Una negra aura de pesimismo casi físico se irá adueñando de la propuesta dramática. Será algo que alcance a Andreas (George Meeker), obligado a alistarse en el frente por parte del siniestro Mayor Von Stomm (Earle Foxe), quien ha acusado a su madre de amparar a un traidor –Joseph- por haber abandonado Alemania y situarse en un bando contrario en la guerra –una acusación del todo punto infundada-. Con ello, nuestra anciana protagonista se quedará absolutamente sola, quedándole únicamente el recuerdo y la añoranza –plasmada de manera emotiva por Ford por medio de una sobreimpresión en la que esta cenará sola pero con el aura de sus cuatro retoños- ante la ausencia de estos.

 

A partir de esos instantes, FOUR SONS –que el realizador eligió personalmente, trasladando a la pantalla la novela de I. A. R. Wylie- discurrirá por senderos especialmente intensos, logrando sin embargo al igual que en el metraje previo, equilibrar momentos de notable dramatismo con pequeñas pinceladas de humor. Todo se encuentra sometido a un delicado equilibrio en su discurrir, en el que los instantes más relajados siempre llevarán agazapados aspectos reveladores de inquietantes consecuencias –por ejemplo, en la última cena que vive la familia junta, los dos jóvenes que poco después caerán muertos, serán encuadrados junto a un crucifijo-. Es esa convicción dramática y fuerza expresiva que adquiere la película, la que permite que la –en teoría casi improbable- secuencia del encuentro en pleno campo de combate, de Joseph y Andreas –cada uno representando a ejércitos rivales- adquiera un tinte conmovedor. Como lo adquiere finalmente esa odisea que Mather Bernle vive a partir de su llegada a la Isla de Ellis en New York, teniendo que someterse a un doloroso interrogatorio por parte de sus funcionarios, siempre revestidos de buenos modales, escapando del mismo y sufriendo la sensación de sentirse perdida en la gran ciudad –un pequeño episodio que, con todo, me parece algo forzado y desconectado del conjunto del relato-. Prefiero detenerme en aquellas señales que en los pasajes iniciales, revestidos de un alcance paradisiaco, inducen a augurar la llegada de tiempos inciertos –la aseveración del amable maestro sobre la necesidad de los libros-. Y es que incluso la conclusión en teoría feliz del film de Ford, tampoco puede considerarse como tal, puesto que no resulta difícil concluir una inadaptación –o incluso una muerte cercana- de esa mujer ya vencida por los años en una tierra –y sobre todo, un marco urbano, en contraste con la placidez del ambiente rural- tan extraño a ella. En cualquier caso, convendría destacar de este gran éxito popular de 1928 la manera con la que asume elementos cinematográficos tan valiosos como los ecos del cine de Stroheïm –centrados en la terrible definición del áspero Mayor que finalmente obligarán a suicidarse-, los ya señalados rasgos de producción al cine de la primitiva Fox, la fuerza expresiva que registran sus primeros planos, o la manera con la que se trabajan las sobreimpresiones o incluso el alcance casi metafísico que puede ofrecer una utilización determinada de la iluminación. FOUR SONS supone un ejemplo pertinente de la riqueza que mostraba el cine de las postrimerías del mudo en Estados Unidos –fue algo extendido al resto de las grandes cinematografías mundiales-, así como una de las muestras más evidentes de una madurez narrativa de John Ford que con la llegada del sonoro registraría cierta regresión en sus progresos –que con el paso de pocos años comenzaría a remitir hasta confluir en una definitiva madurez-. Sin embargo, y dentro de su excelencia, no puedo sumarme a las voces que sitúan esta película entre los títulos cumbres de este periodo. Paradójicamente no por ausencia de interés, sino por la sencilla razón de que nos encontramos probablemente con un bienio –el de 1927 y 1928- más pródigo en obras maestras de toda la historia del cine –probablemente solo comparable con el de 1960 y 1961-.

 

Calificación: 4

PILGRIMAGE (1933, John Ford) Peregrinación

PILGRIMAGE (1933, John Ford) Peregrinación

Pese al merecido reconocimiento que alcanza su obra, aún permanecen vigentes pequeños espacios de sombra en una filmografía tan rica y dilatada en el tiempo y en su propia manifestación numérica, como la ofrecida por John Ford, el cineasta por excelencia del cine clásico norteamericano. Es curiosa dicha circunstancia, pero al mismo tiempo resulta una evidencia incontestable solo en modo comprensible con su obra silente –en la que también hemos de consignar títulos que se dan por perdidos-, pero que resulta francamente lamentable que suceda en aquellos films que forjaron su trayectoria durante la década de los años treinta. Curiosamente, de la misma emerge como ejemplo de mayor prestigio el que para mí sigue siendo el título fordiano que menos me gusta; el enfático y envarado THE INFORMER (El delator, 1935). Pero junto a este ejemplo clásico de hipervalorización, nos encontramos con otros que revelan en su simplicidad la mirada, el mundo expresivo o la serenidad temática que harían de Ford uno de los más grandes realizadores. A títulos como JUDGE PRIEST (Juez Priest, 1934), THE PRISONER OF SHARK ISLAND (Prisionero del odio, 1936) o THE WORLD MOVES ON (Paz en la tierra, 1934) cabría añadir sin duda el inicialmente jovial, pronto doloroso y trágico y finalmente plasmando una búsqueda de redención, que define el argumento que plantea PILGRIMAGE (Peregrinación, 1933). Una historia enmarcada dentro de la producción de alcance antibélico, pero que al mismo tiempo sublima y deja de lado dicha característica para erigirse fundamentalmente como una cristalina parábola a favor de la libertad del individuo para decidir en todos los elementos que conformarán su propia existencia.

 

El argumento de PILGRIMAGE se inicia en un paraje rural inserto en la localidad de Three Cedars en Arkansas. Un entorno dominado por la placidez, grandes granjas desvencijadas, plantas vegetales de gran tamaño y multitud de pequeños animales. Un panorama ya entonces habitual en numerosas producciones americanas, que la 20th Century Fox logra recrear con justeza y personalidad con unos exteriores rodados en estudio, algo que sin embargo no limita la credibilidad de sus imágenes. Muy pronto en ellas advertiremos la relación de amor y al mismo tiempo de dominio que ofrece la veterana Hannah Jessup (Henrietta Crosman), viuda y dueña de una granja a la que dedica toda su vida, con su hijo Jim (el posterior director Norman Foster). Los primeros minutos son determinantes en este sentido para que la veterana Hannah advierta que su manera de entender el mundo ha variado al comprobar como Jim se hace mayor, intentando de manera lógica abrirse a la contemplación del mundo y de la vida. Sugerirá afiliarse como voluntario en la Francia de la I Guerra Mundial y, sobre todo, mantendrá un romance con la joven Mary Saunders (Marian Nixon). Será el detonante para provocar el rechazo de la progenitora hacia su hijo, llegando con ello a firmar el ingreso de este dentro del voluntariado que anteriormente había sugerido el propio Jim. Será lo pillada por los pelos que queda esta actitud, una de las pocas objeciones que a mi juicio se pueden formular en la película –la otra sería la incorporación de breves flashes que se insertan dentro de una rememoranza final de la madre de los recuerdos de Jim al estar a punto de partir en su ingreso militar- a una por otra parte espléndida película, en la que quizá un ligerísimo estatismo no impide que nos encontremos con un relato magníficamente modulado, en el que cada uno de sus episodios está planteado de forma magnífica, ligándose a temáticas muy familiares al cine de su director –la presencia del matriarcado, el contraste entre el mundo rural y el progreso-, y en el que además se ofrece una mirada solapadamente transgresora del concepto del patriotismo y las tristes implicaciones que el mismo plantea, dentro de una historia que quizá en una mirada superficial pueda apelar a una mirada compasiva en torno al mismo.

 

El alistamiento de Jim irá acompañado del rechazo de Hannah de la novia de este, que su hijo ha dejado embarazada. En la contienda bélica el muchacho morirá en combate, provocando por un lado la desolación de su madre, quien realmente fue la que forzó la incorporación en un contexto que inicialmente detestaba, y por otro que Mary quede como madre soltera. Pasan diez años y la situación parece no alterarse en Three Cedars pese al largo paso del tiempo. Hannah sigue impertérrita en su ocupación rural mientras su nieto se pasea por las calles sin que esta manifieste ningún tipo de arrepentimiento en su actitud. Sin embargo, un acontecimiento alterará esta rutina. Llega hasta allí una delegación que propone una visita de numerosas madres de muchachos voluntarios muertos en la I Guerra Mundial, para que estas contemplen sus tumbas en señal de homenaje. Aunque reticente de dicho traslado, la insistencia del alcalde de la localidad –que en un oportuno apunte ve en ello intereses de promoción de la misma- finalmente le convencerá de la realización de ese viaje que, sin pretenderlo la anciana, supondrá la oportunidad para que finalmente se produzca en ella una transformación en su personalidad, exorcizando ese resentimiento que se había apoderado de su alma durante tantos años.

 

Será un largo episodio que tendrá su inicio con uno de los grandes momentos del film –sin duda uno de los más memorables del cine de Ford en dicha década-, el instante en que la novia de su hijo y su nieto le entreguen unas flores para que las deposite en la tumba de Jim. La rotunda y sincera planificación de ese largo plano fijo de la ventanilla del tren sobre la que aparecerá la mano de la anciana, en un gesto de resignación desarrollado en “off” narrativo de conmovedora fuerza. A partir de ahí, la película irá alternando momentos de comedia que suponen el contrapunto a la emotividad de sus secuencias –esa repentina competición de Hannah de una compañera en el tiro con escopeta ya en territorio galo, el contraste entre los modales de las jóvenes de clase alta que tripulan el barco junto a las madres que viajan hasta Francia-, dentro de un episodio en el plantea una enorme capacidad para el desmonte de los tópicos patrioteros –la manera con la que los oficiales condecoran a las madres con una medalla que queda como un premio de consolación-, y en el que nuestra protagonista tendrá oportunidad de reflexionar al comprobar que su tragedia fue un hecho colectivo, al tiempo que tendrá la suficiente entereza para asumir su responsabilidad a la hora de llevar a Jim hasta lo que realmente supuso su muerte. Para ello, nada mejor que la posibilidad de la redención, que en la película podrá manifestarse en la posibilidad –rebuscada en el papel pero tremendamente efectiva en la pantalla- de trasladar ese apoyo que no brindó en su momento a su hijo, pero que el destino le permitirá en el fortuito encuentro con el joven americano Gary Worth (Maurice Murphy), a punto de suicidarse tras el rechazo de su madre debido al romance que mantiene con una joven francesa. La historia parece repetirse, sirviendo en esta ocasión Hannah como firme apoyo para resolver la situación y, con ello, decidirse finalmente para visitar la tumba de su hijo en un inmenso cementerio lleno de cruces –y algún otro símbolo religioso-. Será sin duda este otro de los tres grandes momentos del film, con la arrepentida madre portando en la tumba esa flor que le entregó aquella madre que no tuvo ni la oportunidad de ofrendar a su hijo desaparecido, al tiempo que ubicando las flores ya resecas que le entregaron al salir de Three Cedars Mary y su nieto, mientras se postra ante la tumba totalmente arrepentida. Nos encontramos probablemente ante uno de los momentos más hermosos que ha legado el cine norteamericano dentro de esta vertiente, evocando y al mismo tiempo ejerciendo como revulsivo de los horrores de esta contienda. La catarsis del momento pronto llevará a la lógica conclusión del film. Hannah ha regresado a su entorno de siempre, llevando con ello un nuevo espíritu, que finalmente le permitirá mostrarse compasiva con Marian y aceptar el cariño de su nieto, que en definitiva mantiene la única simiente futura de los Jessup, en otro de los instantes en los que queda vigente la capacidad de conmover que albergaban los mejores fragmentos del cine de Ford. Esa manera innata de penetrar en los recovecos del alma humana, la autenticidad de las personas y los comportamientos, y que en apenas una inflexión de secuencia podía trasladarnos del instante más doloroso y dramático, a otro que pueda inducirnos a la sonrisa. Es algo que logró en otros títulos de estos años –recuerdo, por ejemplo, los instantes finales de la estupenda y ya citada JUDGE PRIEST- y que se da cita también en esta injustamente olvidada película. Hablamos de la fuerza, contundencia y al mismo tiempo sencillez que revisten el montaje que une la batalla en la que muere Jim en la contienda en Francia con la tormenta que se desata a miles de kilómetros de distancia, y que despertará a Hannah sobresaltada, intuyendo –con sorprendente acierto- que algo terrible ha sucedido a su hijo, o el plano en el que la llegada del alcalde con un emisario, inevitablemente anunciará la muerte de Jim. Son momentos que revelan la raza de un cineasta de la talla de Ford, y que en esta humilde, sencilla pero tremendamente contundente película, le permitieron vehicular no pocas de las constantes que ya entonces definían su cine –el recuerdo de la silente FOUR SONS (Cuatro Hijos, 1928) es evidente-.

 

Calificación: 3’5

BUCKING BROADWAY (1917, John Ford)

BUCKING BROADWAY (1917, John Ford)

Como en el contexto de todos aquellos pioneros que proporcionaron al cine norteamericano una dilatada producción en la segunda década del siglo XX, de todos es conocido que en la andadura cinematográfica de John Ford diversos de sus films se encuentran perdidos. Es bastante probable que en ellos se alternarían numerosos títulos sin pretensiones, pero también es evidente que una contemplación de todos ellos permitiría albergar una visión de conjunto de los orígenes del mundo personal y expresivo que muy pronto fraguó en uno de los más valiosos y representativos cineastas con que contó el cine USA –y, por ende, el mundial-. En esta faceta de recuperación, el paso de los años ha permitido la aparición y restauración de algunos de esos títulos iniciales, intentando ampliar paulatinamente las piezas del complejo rompecabezas que, probablemente, jamás sea completado, y que permitiría finalmente valorar la evolución de la trayectoria inicial del viejo maestro irlandés. Uno de los títulos que han podido emerger a partir de la recuperación de una vieja copia que se encontraba en una colección particular, finalmente permitió la contemplación del que está contabilizado como el décimo de los firmados por John Ford en su entonces incipiente trayectoria. Se trata de BUCKING BROADWAY, realizada en 1917, un año en el que Ford firmó una decena de películas, y de la que se conserva igualmente el previo STRAIGHT SHOOTING –un par de años después llegó a filmar hasta quince obras-, todas ellas caracterizadas lógicamente por rodajes rápidos y total carencia de pretensiones, y buena parte de los cuales eran westerns protagonizados por Harry Carey.

 

Sin embargo, y aún reconocimiento de partida esos condicionamientos que definirían esas producciones destinadas al consumo rápido de un público y dentro del contexto de un arte cinematográfico aún por definir en su completo desarrollo, es indudable que nos encontramos con una película provista del suficiente interés por sí misma, al tiempo que desvelar bastantes de los elementos que forjaron el estilo visual y temático de Ford. Es algo que podemos detectar desde los primeros instantes, en la descripción plácida y amable que se ofrece del personaje protagonista, ese ranchero llamado Cheyenne Harry al que un entonces joven Harry Carey presta una considerable presencia. Ford logra ofrecer un retrato que podría considerarse un auténtico precedente de los roles que décadas después encarnaría como un auténtico icono el inmortal John Wayne. Definido en su rudeza y al mismo tiempo escondiendo una innata sensibilidad, Cheyenne nos irá revelando los aspectos de su cotidianeidad así como la ilusión que le producirá su acercamiento con la hija del ranchero –Helen (Molly Malone)-. Poco a poco emergerá la realidad de la demostración de su auténtica personalidad; regalará a la joven un pequeño corazón que ha tallado para ella y la llevará a la pequeña cabaña que ha ido construyendo. Serán detalles y momentos que el joven Ford muestra con una considerable madurez expresiva, sabiendo dotar a cada uno de ellos el matiz o la inflexión necesaria para alcanzar en su conjunto un retrato romántico y rural realmente interesante que aún hoy, a nueve décadas de su realización, sorprende por su vigencia. Es un aspecto al que hay que añadir uno de los rasgos que más me ha interesado de esta película, como es la intuición que Ford demuestra a la hora de filmar los exteriores westernianos que inserta en diversos de los momentos de la primera mitad de la función. Una manera de mostrar grandes planos generales y cabalgadas, que indudablemente pueden considerarse como precursoras de la posterior madurez del género, apostando por la influencia y la fisicidad que posteriormente se haría rasgo casi obligado en el cine del Oeste, y que en esta ocasión se manifiesta con tanta sencillez como pertinencia.

 

Poco a poco, BUCKING BROADWAY va adentrándose en la vertiente melodramática al producirse la ligazón de Helen con Thornton (Vester Pegg), un hombre de ciudad ya algo maduro, que logrará convencer a la muchacha para trasladarse con él a vivir su vida en común en New York. Esta finalmente acabará sucumbiendo a los deseos de este –cierto es reconocerlo, de manera bastante incomprensible-, provocando su repentina huida una honda decepción tanto en Cheyenne como en su propio padre. Incapaz de soportar la ausencia de su amada, el ya curtido cowboy se despedirá de su jefe hasta entonces, decidiendo marcharse bien lejos de allí. Sin embargo, la repentina recepción de una carta de Helen en la que le devolvía ese corazón de madera que con tanto cariño le tallara, provocará en él un revulsivo para trasladarse en tren hasta la ciudad neoyorkina, con la intención de recuperar –se encuentre donde se encuentre- a su amada.

 

Es a mi modo de ver en el tercio desarrollado en la ciudad, donde el film de Ford se resiente de una dependencia con el ambiente urbano y la descripción de la vida acomodada de principios de siglo XX, abandonando esa placidez y serenidad que había manifestado la narración hasta entonces. Notables desajustes o incongruencias de guión –los modos casuales que permiten a Cheyenne encontrar a Helen; la ridícula manera con la que finalmente se revela el lado desagradable de la personalidad de Thornton: es propenso a la bebida-, son elementos que finalmente provocan un desequilibrio en un relato hasta entonces eficacísimo, distorsionando aunque nunca anulando su resultado. Afortunadamente, la presencia de instantes como aquel en el que la timadora del hotel se da cuenta de la nobleza de Cheyenne y decide devolverle el monedero que le ha robado, o el que permite a este reconocerse finalmente con su amada -entregándole de nuevo el corazoncito que Helen le había devuelto, aportan esa necesaria sensibilidad que la película deja en segundo término, en un tramo final dominado por cierto alcance de comedia chusca, que indudablemente en ocasiones posteriores Ford convertiría en base de algunos de los momentos más lúdicos de su cine. En este sentido, no me gustaría omitir que en BUCKING… nos encontramos con una clara asimilación del modelo narrativo propuesto por Griffith, que en la película permite alternar las andanzas de la pareja una vez esta se ha separado, al tiempo que ofrece unos instantes de llegada a New York de los compañeros rancheros de Cheyenne, en unas cabalgadas que en tantas y tantas ocasiones posteriores se materializarían en el seno de cine norteamericano.

 

En definitiva, BUCKING BROADWAY es un título que revela la intuición cinematográfica de un Ford que ya entonces sabía valorar las propiedades intrínsecas del cine y que, pese a sus desequilibrios, revela un interés que excede con mucho el puramente arqueológico.

 

Calificación: 2’5