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CINEMA DE PERRA GORDA

John M. Stahl

A 29 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (II) DIRECTED BY... John M. Stahl

A 29 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (II) DIRECTED BY... John M. Stahl

Foto: John M. Stahl, junto a Myrna Loy, en el set de rodaje de PARNELL (1937)

 

JOHN M. STAHL... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(13 títulos comentados)

WHEN TOMORROW COMES (1939, John M. Stahl) Huracán

WHEN TOMORROW COMES (1939, John M. Stahl) Huracán

Habiendo tenido la suerte de contemplar quince de sus algo más de cuarenta largometrajes, el mejor halago que puedo ofrecer al cine de Stahl, es señalar mi interés por acercarme a cada título suyo que tengo ocasión de acceder. Por fortuna, poco a poco se van normalizando ediciones digitales de algunos de sus obras más reconocidas y otras menos características, mientras que por otro lado la mayor parte de sus más de veinte largos silentes se encuentran perdidos o, en el mejor de los casos, carentes de distribución. No obstante, es suficiente con esa amplia muestra para poder paladear con una de las miradas más singulares y al mismo tiempo más modernas, que vivió el melodrama cinematográfico en las décadas de los años treinta y cuarenta, coincidiendo con su respectivas pertenencias a la Universal y la 20th Century Fox. Su visión carente de énfasis, la aplicación de conflictos de clase, de heroínas sumidas en un fracaso existencial. Incluso su ocasional inclinación a otros géneros desde la matriz del mèlo, como la comedia –con la extraordinaria HOLY MATRIMONY (1943)- o el noir a partir de la mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945)-, nos ofrece las diversas aristas de un cineasta intenso pero relajado al mismo tiempo. Sobrio hasta la extenuación y al mismo tiempo capaz de extraer las mayores gotas de intensidad de esa sencillez que esgrimía como punto de partida.

Dentro de dichas características, y siendo además el título que cerró su brillantísimo periodo de la Universal, WHEN TOMORROW COMES (Huracán, 1939) sigue sufriendo una cierta aura de oscurantismo. Torpe consideración, ya que además de ser una excelente muestra del género, aparece como un impagable ejemplo de los modos de estilo inherentes al cine de John M. Stahl. De la película se suelen retener dos cosas. La primera, el hecho de estar protagonizada por la misma –y excelente- pareja de intérpretes que el mismo año había protagonizado otra cumbre del melodrama; LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939. Leo McCarey). La segunda, haber tenido como punto de partida un relato de James M. Cain, que menos de dos décadas después, utilizara Douglas Sirk –el gran cineasta que siempre se opuso como contrapunto a nuestro homenajeado- en la muy diferente y por otro lado injustamente infravalorada INTERLUDE (Interludio de amor, 1957). Al margen de estas dos circunstancias episódicas, creo que pocos se han atrevido a mirar frente a frente a un melodrama no solo ejemplar, sino ante todo adelantado a su tiempo. Una propuesta que combina el patetismo con incluso elementos humorísticos de manera pasmosa, logrando en sus imágenes ser fiel al ideario de su director: conflicto de clases, el carácter efímero de la felicidad y, por el contrario, la aceptación cara a cara de lo ineluctable de dicha circunstancia.

WHEN TOMORROW COMES se inicia casi como en cualquier comedia de Lubitsch en aquellos años, en un café en el que el conocido pianista Philip Chagal (Charles Boyer), acude de incógnito para cenar una bullavesa. Como si fuera una de aquellos insólitos puntos de partida del cine del berlinés, la petición soliviantará a las amedrentadas camareras –que de manera secreta planean protagonizar una huelga que mejore sus condiciones laborales-, y permitirá que este conozca y quede atraído de inmediato por Helen Lawrence (Irenne Dunne). Desde esos primeros instantes hay que destacar la casi imposible capacidad de alternar lo denso y lo ligero en una misma secuencia, permitiéndonos conocer detalles y aspectos de sus personajes, al tiempo que brindarlo en un fragmento ejemplar, que al mismo tiempo da la medida del tono que va a presidir este drama revestido de modernidad, en la manera con la que exterioriza su diagrama narrativo, y su capacidad para expresar sentimientos y emociones, orillando por completo las convenciones marcadas en el cine de su tiempo. Dejando de lado casi en todo momento la incidencia de la música como fondo sonoro, combinando a la perfección un estilo que tantos años después, se caracterizó por estar adelantado a su tiempo, Stahl en todo momento se centra en una planificación austera, siguiendo con intensidad el devenir de sus personajes –sobre los que centra sus esfuerzos en la intensa y al mismo tiempo espontánea labor de sus actores-. Combinará el trazado del elemento de integración social de la base argumental de film –esa reclamación de derechos por parte de las camareras-, con el constante acercamiento del pianista hacia Helen, a la que no cejará hasta invitarla a su mansión, en donde ella descubrirá que es un hombre casado –lo advertirá en un momento magnífico, inserto con la ligereza que caracteriza su conjunto, al contemplar el retrato de una mujer que se encuentra allí ubicado-. Por un momento, esta incluso decidirá abandonar la casa, dejando que Philip la lleve a la misma, cuando se está iniciando un importante temporal.

Será sin duda el epicentro del film, puesto que en este largo fragmento el elemento exterior –la fuerza del temporal de lluvias- irá en concordancia con ese extraño estado de ascesis vivido por una pareja, que a partir de ese momento se despojará de toda convención, sincerándose en sus sentimientos. Sobre todo cuando el coche del pianista sufra un accidente –un árbol caerá sobre su capó-, huyendo del mismo y refugiándose en una edificación, que pronto descubrirán es una iglesia que se encuentra en apariencia abandonada. Con al misma ligereza de la que se ha hecho gala en el metraje previo. En ocasiones casi sin palabras, John M. Stahl alcanza en esta secuencia un GRado de sinceridad pasmoso, a la hora de expresar los sentimientos de una pareja que solo desean mantener por esa noche la intensidad de un amor que probablemente no podría expresarse al día siguiente, y para lo que incluso ironizarán ante el hecho de vivir “el fin del mundo”. Original manera de transmitir cinematográficamente esa catarsis de sentimientos, en una iglesia de la que se extrae su extraña configuración arquitectónica, insertando detalles –esa inesperada presencia del agua que entra en el templo por debajo de la puerta-, que contribuirán a general una tensión que siempre permanecerá en el interior de la pareja protagonista.

Ambos quedarán dormidos resistiendo el temporal exterior, hasta que a la mañana siguiente sean recogidos por el sacerdote y el propio organista, que entrarán en el mismo en barca, pudiendo nuestros protagonistas constatar la magnitud de las lluvias, y también –oportuno detalle de comedia-, que junto al órgano en que se recostaron, se encontraba la comida del organista, mientras ellos tuvieron que pasar hambre. Regresarán por separado, a partir del momento en el que Philip se encuentre con su suegra y su ex esposa, percibiendo el espectador algo raro. Madeleine (Barbara O’Neil) registra una extraña actitud, que comprobará Helen cuando sea recogida en el coche de estos. Pronto descubriremos que padece demencia y, por ello, Philip nunca ha querido abandonarla. Será algo que le agradecerá la madre de esta, y de lo que se compadecerá la propia Helen, quien sin embargo recibirá la inesperada visita de Madeleine quien, en un inesperado arrebato de lucidez, señalará a su previsible competidora que nunca tendrá a su marido.

Sorprendente giro argumental plasmado por Stahl con la misma sobriedad formal que ha presidido el resto del metraje. De nuevo se plasmará ese sentido de lo irreductible. De la pérdida de un amor fugaz que se mantendrá para siempre, tras esa experiencia intensa, dominada por un extraño misticismo. Helen contemplará como las reivindicaciones laborales se alcanzan, pero sin embargo mantendrá de por vida la ausencia de ese amor intenso, puro y sincero, que las convenciones sociales y un cierto grado de conmiseración por parte de Philip hacia su esposa, dominarán su futuro. Así culmina uno más de esos intensos y al mismo tiempo ascéticos dramas, ejemplar en la medida que Stahl reitera las mejores cualidades de su cine y, reitero, absolutamente moderno en su plasmación cinematográfica. Un auténtico clásico del género.

Calificación: 4

BACK STREET (1932, John M. Stahl) La usurpadora

BACK STREET (1932, John M. Stahl) La usurpadora

Dejando de lado las cualidades que lo convierten en una ejemplar y personalísima muestra de melodrama, quizá la principal característica de BACK STREET (La usurpadora, 1932. John M. Stahl), es la de constituir un ejemplo modélico de lo que debiera haber constituido una perfecta transición de los modos del melodrama entre el periodo silente y la implantación del sonoro. Cierto es que nos encontramos ya en 1932, pero no me viene a la mente otro referente tan cristalino del género que pudiera expresarse visualmente de la misma manera siendo sonora, que si su metraje hubiera sido implantado en el periodo silente. Ello cabe atribuirse a dos razones, entrelazadas ambas en torno a la figura de su realizador, el tan olvidado como magnífico John M. Stahl. Una de ellas evoca su larga y casi por completo desconocida singladura dentro del periodo mudo. Sea por encontrarse varios de sus títulos perdidos, como por el hecho de que los que pervivan no han accedido a su contemplación, lo cierto es que no podemos darnos una idea exacta del –previsible- aprendizaje que dicha parte de su obra confirió a su personalísima concepción del melodrama. Es probable que en ese periodo se gestara esa mirada singular, ascética, en la que los hechos más dramáticos son expuestos con tanta normalidad, en la que importa mucho más el off narrativo o la pincelada de aspecto social en el que se inserta el núcleo argumental de sus películas. Todo ello se da cita, punto por punto, en esta magnífica película, basada en una novela de Fannie Hurst –figura recurrente dentro del melodrama-, que tuvo con posterioridad dos adaptaciones. Una de ellas es BACK STREET (Su vida íntima, 1941. Robert Stevenson), que lamento desconocer, mientras que la más reciente se remonta a 1961 –BACK STREET (La calle de atrás), gris intentona del productor Ross Hunter por rememorar el estilo utilizado con éxito por Douglas Sirk en la Universal, esta vez de la mano de un poco inspirado David Miller, y con el protagonismo de Susan Hayward y un inadecuado John Gavin. Cabría señalar como preferencia personal, que no dudo en considerar el título que nos ocupa como uno de los grandes films de su realizador –bajo mi punto de vista, junto a HOLY MATRIMONY (1943), LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945) y la poco apreciada THE FOXES OF HARROW (Débil es la carne, 1947)-, así como un referente paradigmático de las propiedades de su cine.

BACK STREET se inicia describiendo un marco rural casi idílico. Ya dice su rótulo inicial que nos encontramos en el Cincinatti previo a la 18ª enmienda. Con muy leves pinceladas se nos describe un mundo en transformación, un marco rural –es muy oportuno el uso en off del sonido del paso de caballos-, que se presta a un progreso casi inmediato. Por momentos, parece que nos encontremos ante un referente previo al utilizado por Orson Welles en su traslación de la novela de Both Tarkington en THE MAGNIFICENT AMBERSONS (El cuarto mandamiento, 1942), pero en este caso apenas unos pocos planos sirven para delimitar un marco social tan plácido en primera instancia como, en definitiva, gris y sin horizontes. Stahl nos lo ofrecerá en esa fiesta al aire libre, desarrollada junto a un templete de música, donde el baile o la degustación de cervezas parecen mostrar el único horizonte existencial de sus habitantes. No será el mismo objetivo que mostrará desde su juventud Ray Smith (una ejemplar Irene Dunne), que es descrita por sus conocidos como la chica más alegre de la ciudad. Ray ha intentado dejar de lado la rutina que se intuye bajo la aparente felicidad de los ciudadanos, aunque ello no deje de mostrar la contrariedad de su madrastra –Mrs. Schmidt (Jane Darwell)-, no compartida por su padre y su propia hermana. La protagonista es asimismo cortejada por un joven bueno e idealista –Kurt Shendler (George Meeker)-, empecinado en su idea de la implantación del automóvil –algo impensable en el contexto en que viven, aunque la muchacha no puede expresar ante él más que una sincera amistad. Pero de manera inesperada, aparecerá en la vida de nuestra protagonista el gran amor de su vida. Será el galante y atractivo Walter Saxel (John Boles), con el que de inmediato se prenderá una chispa de calidez emocional hasta entonces ausente en la vida de Ray. Para ella a partir de ese momento todo se centrará en su figura. Este hará vivir en ella algo inanisible hasta entonces, que le llevará incluso a asumir que su amante se encuentra a punto de contraer matrimonio. Walter –que en todo momento es presentado como un hombre de débil personalidad- le planteará incluso la posibilidad de conocer a su madre, y con ello intentar retroceder en el compromiso que mantiene con Corinne (Doris Lloyd). Ella se muestra dispuesta a conseguir la bendición de la anciana, pero una vez más el destino –representado en la inoportuna petición de ayuda de su hermana-, impedirá que la joven enamorada llegue al concierto en el que se había citado con su amante acompañado de su madre –de nuevo ese templete que aparecerá como epicentro de la partitura que representa su existencia-.

La llegada de Ray una vez ha finalizado el concierto y el público ha ido retirándose, será mostrada con uno de los escasos arrebatos visuales del realizador; un vibrante travelling de retroceso encuadrando a la solitaria protagonista, violenta esa cotidianeidad mostrada hasta entonces, y sirviendo como inflexión cara al futuro de una relación que, a partir de ese momento, se planteará bajo el prisma de la asunción por parte de Ray, de ocupar ese eterno segundo plano a la hora de convivir su sincero amor con Walter, que se casará y adquirirá una notoriedad social dentro de una dedicación a los negocios en la que estará apadrinado por su tío Félix, quien lo mandará a Europa a desarrollar las tareas empresariales. Los años pasan, y esta relación tan insólita será aceptada con resignación por nuestra protagonista, quien comprobará como crecen incluso los dos hijos de su matrimonio, viéndose relegada a compartir pequeños espacios de convivencia en el pequeño apartamento que su amante le sufraga. Serán pinceladas de felicidad, descritas con tanta densidad y autenticidad, que compensarán para Walter y, sobre todo, para su protegida, la constante humillación que sufrirá incluso cuando se vea violentada por la inoportuna visita de Richard (William Walter cortará de raíz cuando llegue de improviso a dicho apartamento.

En realidad, lo que convierte BACK STREET en un magnífico melodrama, es la plasmación certera del universo visual, narrativo e incluso conceptual que John M. Stahl logró aplicar de modo rotundo, recurriendo en ello a una narrativa desnuda, que solo utilizará la música en contadas y justificadas ocasiones –destacando con ello los crescendos de un relato sincrético-, que sabe detenerse en lo esencial, que no duda en utilizar la elipsis de manera casi revolucionaria –el que nos separa del maravilloso travelling de retroceso antes señalado, trasladándonos a cinco años después en Wall Street es buena prueba de ello-. Para Stahl la convención cronológica del tiempo no importa, como tampoco le interesa demasiado una narración que siga un recorrido más o menos minucioso del drama vivido por la pareja protagonista. Por el contrario, prefiere detenerse en aspectos esenciales o quizá en alguna ocasión secundarios, dejando en un manejo del off narrativo numerosos aspectos del discurrir dramático de sus protagonistas. El devenir de dos vidas paralelas y separadas al mismo tiempo, es mostrado a través de las pinceladas de amor puro que viven estos dos atribulados seres, consumidos por un contexto de apariencia y conformismo social –sobre todo por parte de Walter-. Pero no faltará en este recorrido la humillación que vivirá –también destacada por otro travelling que sigue el resignado discurrir de Ray en un buque-, mientras su amado pasea orgulloso junto a su esposa e hijos en su condición social. Pero incluso estos elementos que el posterior discurrir del género serían tratados con una visión quizá hasta tremendista, en esta ocasión son ofrecidos con tanta capacidad de comprensión, con ese constante intimismo, que mostrarán por ejemplo la oportuna inserción de primeros planos de una conmovida protagonista. En medio de ese contexto social en el que las convenciones ahogan la felicidad del individuo, por un momento la reaparición de Kurt –convertido en un acomodado fabricante de automóviles- propiciará una oportunidad hacia la protagonista para enderezar su difícil y sufrida condición, máxime cuando este aparece en un momento de distanciación de Walter. Sin embargo, el destino querrá que Saxel aparezca de nuevo de forma inesperada, devolviendo a nuestra ya madura protagonista  en la pasión que ha mantenido con devoción durante toda su vida.

En BACK STREET no se olvida el apunte de conjunto, mostrando que no solo la joven provinciana vive la condición de amante oculta –en el mismo edificio de apartamentos se encuentra otra de similar condición, que vivirá con horror un accidente que le quemará la cara, intuyendo la soledad que va a ofrecerle su amante a partir de ese momento. Sin embargo, esa sobriedad constante, ese recurso a breves diálogos que en pocas palabras lo expresan todo, esa sensación de que los sentimientos se describen con las miradas, tendrán una sublimación en los minutos finales, mostrando el drama vivido por Walter, quien se había citado con Ray, al sufrir un colapso que lo dejará paralítico, no dudando en destinar sus últimos sentimientos a la mujer que lo ha amado con resignación, por medio de una construcción de asombrosa modernidad, en la que su verdadero amor percibirá la muerte del hombre de su vida, a través de los sonidos y gritos que escucha en el auricular telefónico que su hijo ha olvidado de colgar. Un momento prodigioso, como descrita con asombrosa delicadeza será la visita que su hijo, que tiempo atrás no dudó en despreciar a Ray, ofrece a esta, comprobando como mantiene en lugar destacado la foto de su amor. Será una secuencia provista de un pudor que impregna al espectador, sincerándose la amante ante un Richard que entenderá con pocas palabras la autenticidad de un amor que hasta entonces no supo asimilar. Son demasiadas emociones, y es por ello que BACK STREET culminará con una secuencia revestida de una textura casi fantastique, en la que la protagonista retrocederá en el tiempo, imaginando lo que podría haber sido su vida y, sobre todo, su relación con Walter, de haber llegado a tiempo a aquel lejano concierto. El deseo se supondrá a la realidad, y quizá sea el único asidero con el que la alegre muchacha de Cincinnati, podrá afrontar un destino que el film de Stahl sugiere ha llegado a un final paralelo. Hermosa y dolorosa conclusión para el que, es justo considerarlo, puede considerarse uno de los melodramas más valiosos y singulares de los primeros años treinta.

Calificación: 4

THE EVE OF ST. MARK (1944, John M. Stahl) [La víspera de San Marcos]

THE EVE OF ST. MARK (1944, John M. Stahl) [La víspera de San Marcos]

No puedo negar que la contemplación de THE EVE OF ST. MARK (1944) –jamás estrenada comercialmente en España, aunque editado en DVD con la traducción literal de LA VÍSPERA DE SAN MARCOS-, me ha provocado sensaciones encontradas. Hoy por hoy, mi estima hacia la obra de su realizador -John M. Stahl- es altísima, y cualquier ocasión que tengo de acercarme a alguna de sus obras, me induce a pensar en encontrarme con una nueva cima de su cine. Es algo que en ocasiones nos lleva a olvidar los condicionamientos de producción que tuvieron que acarrear todos los realizadores en Hollywood, por más que se caracterizaran e su obra por una personalidad temática y puramente expresiva. Lo cierto es que el título que nos ocupa se encuentra ubicado en el primer tramo de su magnífico periodo contratado por la 20th Century Fox, tras una de sus obras mayores –HOLY MATRIMONY (1943)- e inmediatamente antes de una de las más populares –y durante tantos años menospreciada- THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del reino, 1944). Dentro de dicho ámbito, cierto es reconocer que THE EVE... no alcanza la altura de la película que le precede –una de las eternamente ignoradas cimas de la comedia norteamericana de la década de los cuarenta-, pero lo cierto es que se trata de una película que alcanza suficiente nivel como para merecer la suficiente estima dentro de esa considerable homogeneidad que alcanzó este magnífico último periodo de su carrera. Lo que sucede con la película... es que resulta desconcertante. No se trata con ello de hablar de desequilibrios –aunque en alguna medida haya que recurrir a dicho adjetivo-, sino al propio hecho de encontrarnos con una extraña propuesta que de alguna manera frustra cualquier expectativa en el espectador. Se trata de una circunstancia que la propia configuración de su material dramático y –sobre todo- la inflexión narrativa propuesta por Stahl, nos lleva finalmente a un extraño terreno dramático, en el que se incardinan diversos elementos vectores dramáticos, conformando en su entrelazado una de las películas más extrañas de su filmografía, y al mismo tiempo brindando una aportación que, estando enclavada dentro del contexto del film de propaganda bélica, logra insertarse en una vertiente original y personalísima. Todo ello confirma, por otra parte, el hecho de que en la figura de Stahl siempre se encontró un cineasta reconocible, que, por lo general, buscó en toda su carrera una huída del dramatismo para, por el contrario, buscar la emoción e incluso el misticismo de los instantes cotidianos e intimistas.

 

A grandes rasgos, THE EVE OF ST. MARK nos relata la historia de uno de los miles y miles de jóvenes voluntarios que en la II Guerra Mundial se alistaron en lo que creían una aventura fácil, hasta comprobar la auténtica dureza que –quizá en alguna ocasión por pura casualidad- puede adquirir esa decisión imbuida de patriotismo, hasta exponerse como una auténtica parábola que en no pocos momentos adquiere matices casi metafísicos. Este voluntario es el joven Quizz West (el prometedor y prematuramente desaparecido William Eythe, a quien su presunta y poco oculta homosexualidad le privó la posibilidad de ser el heredero natural de Tyrone Power), quien retornará en un breve permiso al hogar rural de su padres, presentándoles a la que ya considera la mujer de su vida –Janet Séller (Anne Baxter)-. Apenas tendrá tiempo para mostrársela a sus progenitores, puesto que tendrá que retornar a la vida diaria militar hasta que en un momento determinado, un brevísimo retorno a su hogar, anuncie tanto a su novia como a su familia, el inmediato viaje a San Francisco para viajar en barco hasta Filipinas y entrar en combate. Será un duro golpe a la relativa normalidad con la que tanto la novia o los padres de West habían asumido su voluntariado, y que se verá traumáticamente acrecentado con el bombardeo de Pearl Harbor. La acción a partir de ese momento se trasladará a la situación en la que ha quedado confinado el grupo en el que se encuentra nuestro protagonista. Una situación de extrema dureza en la que todos ellos se verán enfrentados a sí mismos, a sus penurias, sus miedos y también su valor, en una cueva, donde se refugian de los ataques del ejército nipón. Será un episodio en el que algunos perderán sus vidas, mientras que para otros supondrá una especie de oráculo el que proyecten las contradicciones inherentes a cualquier ser humano sometido a una situación límite.

 

Cuanto al inicio de estas líneas señalaba el hecho de asistir a una película desconcertante, proviene del hecho de los diferentes giros que contemplamos, y que en última instancia se podrían reducir a los dos ejes dramáticos primordiales; ofrecer una crónica cotidiana de un ser anónimo ante la llegada de un hecho dramático, y en segundo lugar la mirada dolorosa y casi imperceptible de una madre que atisba casi de la noche a la mañana la sensación de que su tiempo ha pasado, proyectándolo en la percepción que tiene de que para su hijo primogénito, ella ya no es la persona más importante de su vida. No cabe duda que todos estos elementos se encontrarían ya en la obra teatral de Maxwell Anderson en la que se basa la película –formulado en forma de guión por parte del posterior realizador George Seaton-, pero no es menos cierto que los maravillosos minutos iniciales de la película, se basan por completo en la extraordinaria modulación y sensibilidad mostrada por Stahl al iniciar de forma abrupta el marco familiar –una apuesta arriesgada-, para en esos instantes iniciales instalar un aura melancólica, centrando las secuencias en la figura de la madre –Nell (una excepcional Ruth Nelson)-. A través de su punto de vista se articula ese mundo nuevo que desea introducir nuestro protagonista al traer a Janet. Es tan hermoso ese fragmento, la conversación entre los dos padres –Neil y su esposo Deckman (Ray Collins)- evocando en unos escasos diálogos como ha transcurrido la vida de ambos casi en un suspiro, que de alguna manera este breve episodio genera tal grado de emotividad en el espectador, que la expectativa de su desarrollo inmediatamente posterior desciende con demasiada incidencia. Será el episodio en el que contemplaremos la cotidianeidad de la vida militar de Quizz, en la que el oportuno grado de perfilado de sus personajes se verá contrapuesto con ciertas concesiones a un humor cuartelero de escasa valía –no por ello negaremos que en su vertiente de comedia, la película aporta algunos instantes afortunados-. Sin embargo, es en ese grado de oposición del atractivo que alcanzan las imágenes del film de Stahl cuando se desarrollan en el entorno familiar del protagonista, contraponiéndolo con ese cierto grado de convencionalismo aportado por los episodios entroncados en contexto militar, donde a mi modo de ver se encuentra ese cierto desequilibrio que impide que, -aún siendo una película muy interesante, e incluso cuente con algunos momentos magníficos- THE EVE OF ST. MARK no alcance esa altura que despunta en sus mejores pasajes. Con todo ello, no podemos negar que la misma aporta una mirada complementaria en torno a esa cotidianeidad enfrentada ante el hecho de la guerra –algo que Anderson ya había planteado en varias de sus obras-, incorporando un personaje que adquiere una rara fascinación –permitiendo además a un joven Vincent Price una poderosa performance-. Me refiero a ese culto y cínico Francis Marion, quien no duda con su labia –y su dicción distinguida- engatusar a sus compañeros con pequeños préstamos monetarios que no tiene capacidad en devolver. Será un atractivo referente, a través de cuyas reflexiones –presentes todas ellas en un contexto de cotidianeidad dentro del ámbito militar en que se encuentran insertos-, incorporarán numerosos matices a ese complejo discurso que procura mostrar la débil frontera que existe entre la heroicidad y el simple deseo de preservar la existencia, inherente a cualquier ser humano. En este sentido, cierto es que la película que nos ocupa se entrelaza de alguna manera con la previa INMORTAL SERGEANT (El sargento inmortal, 1943) que supuso el debut de Stahl en el estudio de Zanuck.

 

Y es a la hora de elaborar un cómputo de las secuencias más logradas de la película, donde se constata en casi todo momento el hecho de que estas se encuentren en ese hogar relajado, rural y familiar del joven soldado. Junto a esos inolvidables primeros minutos, no podemos dejar de evocar la lectura de una carta amorosa que lee Janet en la casa de los padres de West, donde la mirada discreta y comprensiva de la madre, nos hace comprender su dolor por sentirse excluida de la realidad de su joven hijo –para quien solo parece importar esa novia-. O ya presente dentro de la relación directa de los dos jóvenes amantes, resulta desgarrador el instante en el que West le confiesa a esta que su alistamiento se puede prolongar durante muchos años, provocando su nerviosismo cuando le intenta hacer una fotografía –cuyas lágrimas parecen preludiar que quizá fuera la última imagen que pudiera tener de su amado-. Sin embargo, en una película que huye –como era habitual en su director- de la dramatización, destacarán esos cuatro breves flashes que describirán de forma noqueante el impacto del antes citado bombardeo de Pearl Harbor en el contexto de la familia protagonista y de su novia. Será una breve pero contundente inflexión que nos llevará al tercio final del film, donde la acción abandonará cualquier impacto dramático –sabemos que el protagonista se encuentra con vida junto a sus compañeros, aunque viviendo una situación extrema que les llevará a quedar confinados en una cueva –por cierto, un marco dramático espléndidamente utilizado-, donde asistiremos a la catarsis de estos soldados, y en el cual de alguna manera se contrapondrán ciertos elementos discursivos propios del referente de Anderson, con la sensible y personal manera de entender la puesta en escena por parte de Stahl. Será el triunfo de lo puramente cinematográfico sobre lo discursivo, en instantes tan prodigiosos como la invocación a “la víspera de San Marcos” de siniestros augurios, que proporciona a la película un alcance casi sobrenatural, o ese momento magistral –quizá el mejor fragmento de la película-, en donde el delirio aparente del joven protagonista le trasladará telepáticamente junto a su madre y su novia, para demandar en ellas el consejo a sus dudas, y cuyo referente quizá fuera retomado por parte de Raoul Walsh para, doce años después, trasladarlo modificado en la secuencia protagonizada por Tab Hunter y Dorothy Malone en BATTLE CRY (Más allá de las lágrimas, 1956). Será un momento álgido en el que el misticismo y un profundo romanticismo nos acercará a Borzage, tras el cual se resolverán las dudas de los soldados, permitiendo una solución in extremix de la desesperada situación del comando. Era evidente que a Stahl no le interesaba demasiado apoyarse en el contraste dramático. Por el contrario, lo que interesará al cineasta es apelar a la experiencia del muchacho como elemento transformador del contexto familiar que le ha rodeado –y que incluso en el caso de su madre y su novia- han vivido una experiencia extrema de profundo amor, que hará entender y aceptar a la abnegada madre ese papel que ha de ocupar en el futuro y, por supuesto dejar, en la vida de West un papel de privilegio a su novia. Es decir que, como al resto de los humanos, e incluso a ellos mismos cuando fueron jóvenes vivieron, a la joven pareja le espera discurrir por el ciclo de una vida adulta.

 

Calificación: 3

HOLY MATRIMONY (1943, John M. Stahl) [Sagrado matrimonio]

HOLY MATRIMONY (1943, John M. Stahl) [Sagrado matrimonio]

¡Que magnífica película es HOLY MATRIMONY (1943)! No dudo en considerarla una de las más grandes –al tiempo que personales- comedias que produjo el cine norteamericano en la década de los cuarenta. Y señalo lo de personales, en la medida que podríamos enmarcar su propuesta como una versión amable del MONSIEUR VERDOUX (1947) de Charles Chaplin, o una propuesta romántica que mantiene ciertos ecos con el Lubitsch de su periodo final –el ejemplo de la maravillosa THE SHOP AROUND THE CORNER (El bazar de las sorpresas, 1940. Ernst Lubitsch) resulta pertinente-, sin olvidar características que nos podrían remitir a Preston Sturges –también en aquellos años en nómina de la 20th Century Fox-, o incluso al Leo McCarey de THE GOOD SAM (El buen Sam, 1948). Sin embargo, y aún partiendo de esos referentes, HOLY... posee una personalidad única, ofrece una perspectiva estoica y al mismo tiempo entregada, marcando la pasmosa combinación de un agudo sentido del humor y la personalísima manera que Stahl tenía de implicarse en cualquier género que acometiera en su obra. En concreto, el título que nos ocupa se encuentra en su filmografía tras otra demostración de esa mirada singular, en esta ocasión centrada en el cine bélico –me refiero a IMMORTAL SERGEANT (El sargento inmortal, 1943)-, demostrando dos cosas. La primera es la enésima ratificación de que nos encontrábamos ante un primerísimo cineasta, y la otra certificar el hecho de que su periodo en el estudio de Zanuck –contra lo que comúnmente se ha dicho- no solo fue parangonable al previo mantenido en la Universal en los años treinta, sino que en sí mismo ofrece una de las aportaciones más valiosas a dicha major brindadas en la década de los cuarenta, y del que solo cabe lamentar el hecho de que no se manifestara en una mayor extensión –aunque su conjunto sobraría para destacar la categoría artística de nuestro cineasta-.

 

No puedo ocultar que antes de contemplar HOLY MATRIMONY –tanto tiempo deseada, y lograda finalmente mediante la reciente edición en DVD con su traducción literal de SAGRADO MATRIMONIO, que normaliza la ausencia en su momento de estreno comercial en nuestro país-, tenía referencias muy positivas de la misma, provenientes de comentaristas tan perspicaces como Miguel Marías. Podemos incluso intentar determinar en su resultado el grado de paternidad que su resultado mantiene entre la aportación de su realizador y el control del proyecto por parte del especialista Nunnally Johnson, quien se basó en una novela de Arnold Bennett, que incluso se llevó previamente a la pantalla en los años treinta. Sin embargo, todas estas consideraciones previas en modo alguno permiten ocultar la excelencia de su resultado, ni el milagroso equilibrio existente en una película que sabe ir a lo esencial, se detiene en lo cotidiano y abandona los momentos grandilocuentes, que sabe ofrecer un prisma singular, hacer creíbles situaciones descabelladas y, casi de un fotograma a otro, conmover o provocar la sonrisa, sin permitir que el espectador se incline de forma decidida por una u otra vía. Es el milagro de un cineasta que cada vez más, se está convirtiendo en esencial para mi. Uno de los realizadores más singulares, al que incluso la apelación de austeridad o sobriedad puede quedar corta o inadecuada, y que casi, casi, aunque pueda parecer una herejía pronunciarlo, pudiera parecerme como una especie de precedente norteamericano del francés Robert Bresson.

 

HOLY MATRIMONY tiene un comienzo deslumbrante de puro ascético. Iniciada su andadura en los primeros años del siglo XX, en apenas escasos planos intuiremos los derroteros por los que discurrirá el metraje, describiendo los dos mundos contrapuestos que ejercerán como auténtico motor del film. En esta parábola sobre el valor de lo auténtico sobre la apariencia, contemplaremos como el marchante de arte Clive Oxford –maravilloso Laird Cregar- logrará tentar el lejanísimo aislamiento del prestigioso y veterano pintor Priam Farell (eminente Monty Woolley). La impostura de la solemnidad y la hilaridad del contraste se muestra al espectador en apenas pocos segundos, mientras la cámara sigue el destino de ese escrito enviado por el marchante, portando un mensaje del Rey de Inglaterra para nombrar Sir al pintor. Será la indeseada oportunidad para que este abandone un aislamiento de un cuarto de siglo, volviendo a Londres junto a su fiel sirviente –Henry Leek (maravilloso Eric Blore)-, aunque con la premisa de retornar con absoluta rapidez a su habitual –y para él plácido- hábitat. Las circunstancias no se plantearán como estaban previstas, ya que de manera inesperada fallecerá su mayordomo, y ello le posibilitará la oportunidad de suplantar su identidad. Lo que a primera instancia se planteará como un divertido juego transgresor, muy pronto ejercerá como punto de partida para una nueva visión de su auténtica existencia. Desde poder descubrir la importancia que se había concedido a su obra hasta, fundamentalmente, el hecho de atenuar su aislamiento al encontrar a una mujer que servirá –detalle genial- para solventar la soledad que ha supuesto la ausencia de Leek, relacionándose de forma inesperada con una viuda aún de buena presencia –Alice (estupenda Gracie Fields)-, con la que este se había relacionado por escrito. La presencia de una foto en la que figuraban ambos, propiciará que esta confunda al pintor con el mayordomo, iniciándose una relación que cambiará la vida de ambos, aunque al mismo tiempo ambos tengan que modificar sus puntos de partida existenciales.

 

Un punto de partida lleno de atractivos que, por fortuna, tendrá su justa correspondencia en un relato sin altibajos, repleto de ironías y giros inesperados, cuidado en todas sus facetas –interpretación, diálogos, ambientación- y, sobre todo, modulado por Stahl con una singularidad, delicadeza, distancia y al mismo tiempo una implicación, por momentos abrumadora. Enumerar el conjunto de cualidades que atesora esta comedia tan original, divertida y seria al mismo tiempo como HOLY MATRIMONY, serían suficientes para situar a su realizador en ese lugar de privilegio en el que, desgraciadamente, aún se encuentra ausente. Esperemos que la progresiva edición de varios de sus títulos en formato digital, pueda hacer más para su conocimiento que la retrospectiva que en 1999 le dedicó el Festival de Cine de San Sebastián. Ya señalaba con anterioridad que la sintética manera con la que se plantea el germen de la propuesta, expresa con rotundidad esa capacidad de Stahl para situarse en la retaguardia de sus personajes, sin dejar de penetrar en la esencia de todos ellos. Es algo que manifestará en esta extraña y admirable comedia en muchos de sus instantes, entre los que no me resisto a destacar dos secuencias que, por derecho propio, deberían ser incluidas entre cualquier antología del mejor cine de aquella década. La primera de ellas es la manera con la que se expresa la muerte del mayordomo. Con una modulación asombrosa de delicadeza, fino sentido del humor, complicidad entre el atribulado sirviente y el estupefacto pintor, y absoluto respeto ante una situación que se revela irreversible, Stahl logra un fragmento brevísimo pero abrumador, en donde la utilización de la elipsis –uno de los rasgos de estilo de su cine-, adquirirá un papel de arbitraje para distanciar al espectador y de forma paralela dejarlo noqueado ante lo que ha sucedido ante sus ojos en apenas unos segundos.

 

El otro fragmento excepcional, lo proporciona la visión que le propio Farell adquiere al contemplar las pompas con las que se desarrollan ¡¡sus propios funerales!! Hay que ser un auténtico maestro para poder transmitir con tanta sensibilidad un episodio conmovedor y al mismo tiempo hilarante, y hacerlo manifestado a través de la impresión que dicha circunstancia proporciona a su involuntario protagonista –además permitiéndole uno de los sueños ocultos de cualquier ser humano; contemplar la repercusión inmediata de su ausencia definitiva-. Pues bien, el conjunto de los poco más de ochenta minutos de HOLY MATRIMONY ofrecen similar coherencia. Lo manifestará con una narración divertida –la manera con la que se articulan los ridículos y pomposos rituales que ensalzan la categoría del pintor, la repentina presencia de la esposa y los hijos del criado, la manera con la que Alice identifica cada cuadro de su esposo que vende por apenas quince libras, la lógica del proceso judicial al que tendrá que acudir el pintor o, en última instancia, la manera con la que se resuelve la equivocación de haber enterrado en una abadía el cuerpo del criado, confundiéndolo con el del pintor-, distanciada, elegante, precisa en el matiz, punzante en su trazado, implacable en los diálogos, en el que discurre siempre hacia lo esencial en lugar del relato convencional, y a través de la cual se realiza una mirada de considerable calado en torno a la autenticidad de la expresión vital del individuo. Podría decirse que nada falta y nada sobra en esta película ejemplar, que sabe provocar emociones pero, lo que es más difícil, lo ofrece con una compleja disposición formal y narrativa, que es a fin de cuentas la que permite que aflore la categoría de su realizador. No sería esta la única aportación en la comedia de nuestro cineasta –e incluso en títulos previos su original manera de integrarse en sus coordenadas ya era evidente-, pero lo cierto es que HOLY... supone bajo mi punto de vista una de las cimas de uno de los nombres más fascinantes que he tenido el placer de redescubrir en los últimos años de mi pasión cinéfila. Una comedia singularísima, que culmina con la misma serenidad que se inicia, y a través de la cual nos permite no solo una lección de puesta en escena y de riesgo narrativo basado precisamente en esa actitud contemplativa, y que permite ratificar, por si a alguien le cabía la menor duda, que en el cine de John M. Stahl reside toda una visión del mundo. Es decir, que nos encontramos con uno de los denominados “autores” menos evocados del cine clásico. Estoy cada día más de acuerdo con la arbitrariedad de dicho término a la hora del análisis fílmico, pero lo cierto es que ante la figura de nombres como el que nos ocupa, la acepción sigue manteniendo una notable vigencia.

 

Calificación: 4

FATHER WAS A FULLBACK (1949 John M. Stahl)

FATHER WAS A FULLBACK (1949 John M. Stahl)

Según voy accediendo a los títulos que forjaron el periodo de John M. Stahl al servicio de la 20th Century Fox, más convencido estoy de la injusta valoración y/o desprecio, con que este conjunto de nueve títulos fue recibido, con la sola excepción del mítico LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945). Habiendo tenido hasta el momento la oportunidad de contemplar seis de ellos, el visionado de FATHER WAS A FULLBACK (1949) –penúltima de sus películas-, me ratifica en la impresión de que el marco del estudio de Zanuck supuso para Stahl un contexto inmejorable para la experimentación, al tiempo que se convertía en un profesional respetable para el mismo. Creo sin embargo que una mirada más o menos detenida en torno a los títulos que componen este periodo, permiten atisbar el alcance renovador con los que el ya veterano realizador acometía cuantas variantes genéricas acogieran las películas rodadas. Esa sensación se expresa con claridad en FATHER WAS... que en una primera instancia podría delimitarse como una típica comedia familiar, al estilo de las que se prodigaban en aquellos años, y que ejemplificarían incluso los títulos filmados a inicios de los cincuenta por Vincente Minnelli, contando con el protagonismo de Spencer Tracy. Fueron todos ellos –con independencia de que albergaran un cierto grado de eficacia- títulos acomodaticios y conservadores, en los que la unidad del concepto familiar y una exaltación burguesa del American Way of Life quedaba claramente de manifiesto.

 

Pues bien, en esta línea podría incluirse por derecho propio el título que nos ocupa, pero una vez más John M. Stahl se muestra divergente e incluso adelantado a su época, al plasmar una comedia que escamotea por completo la intuición del espectador, erigiéndose como un retrato naturalista e incluso incómodo, que parece preludiar una concepción de la comedia que tendría su incorporación en el cine norteamericano algunos años después, de la mano de realizadores como George Cukor. Así pues, la película parece en principio acogerse dentro de la temible modalidad de comedia de ambiente deportivo –en este caso una competición de béisbol-, aunque muy pronto demostrará que dicha ambientación no supone más que un fondo sobre el que se expresará la creciente frustración del protagonista. Este es el entrenador de la universidad State, George Cooper (Fred MacMurray). Su equipo no cesa de perder partidos, poniéndose en tela de juicio su continuidad como entrenador. A  esta acuciante frustración profesional y deportiva se unirá el conflicto psicológico que vivirá su hija mayor –Connie (Betty Lynn)-, una muchacha de cierta inquietud intelectual que provoca el justificado rechazo de los muchachos compañeros de instituto. Entre la creciente inquietud que conlleva la creciente escalada de derrotas, y los intentos que rozan el ridículo de cara a buscar pretendidos jóvenes interesados en Connie, la película se dirime en una aguda disección de la mentalidad del norteamericano medio. Stahl demuestra moverse con destreza en el género de la comedia, logrando al mismo tiempo aportar un toque personal. Una mirada ingeniosa que no evita la presencia de situaciones divertidas –el equívoco iniciado con la falsa llamada telefónica del falso Joe Birch a Connie, que culminará con la presencia de múltiples y falsos Birch; las apuestas que la criada realizará siempre al equipo contrario al que disputa George- y algunas realmente hilarantes –la manera con la que se desvanece el jugador sorpresa que el entrenador tenía previsto para ganar el partido más disputado del campeonato-. Pero por encima de dicha adscripción y de su ingeniosa conclusión –en la que finalmente la hija mayor servirá como elemento involuntario para resolver el doble conflicto vivido por la familia-, lo interesante de FATHER WAS... reside en el extraño tono asumido. En esa mirada un tanto distanciada en función del contexto que relata, que no omite la plasmación del lado oscuro de la idolatrada pasión deportiva del norteamericano –ese fundido que traslada la figura de Cooper tomando como fondo el fragor del partido, a otro plano igualmente encuadrado, pero con el estadio vacío-, es donde cabe entresacar la singularidad de esta extraña aportación a la comedia americana, que quizá se presente como uno de los precedentes más interesantes y poco conocidos de este sendero de renovación, que tendría su continuidad en el cine norteamericano pocos años después.

 

Al mismo tiempo, podemos encontrar en la película una determinada singularidad en su argumento, ya que esa sensación agobiante se va trasladando de padre a hija mayor y, finalmente, también a la hija pequeña, quien para llamar la atención no dudará en imitar los mismos lamentos que Connie había puesto en práctica con anterioridad. Unamos a ello la presencia de magníficos característicos, como el representante del consejo universitario que encarna el hilarante Rudy Vallee o Jim Backus, y podremos redondear los atractivos de una comedia insólita, a lo mejor no pródiga a la hora de provocar carcajadas, pero que tiene la virtud de trasladar los modos de estilo tan personales en el cine de su artífice a un género en teoría temible –la comedia familiar-, para lograr subvertirlo –como antes lo logró con su aportación al melodrama-, poniendo esencialmente en práctica una mirada distanciada pero al mismo tiempo irónica, de un contexto contemporáneo idílico en una primera visión, pero muy pronto receptor de múltiples neurosis e inseguridades.

 

Calificación: 3

ONLY YESTERDAY (1933, John M. Stahl) Parece que fue ayer

ONLY YESTERDAY (1933, John M. Stahl) Parece que fue ayer

Me tendría que remontar al momento en que contemplé la conclusión de la excelente GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1944. Leo McCarey), para intentar comparar el estremecimiento que me produjeron los segundos –y digo bien- que cierran ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl). Son los que comportan la última frase del personaje que encarna John Boles para reconocer a su hijo, precediendo ese fundido en negro que, con un enorme pudor, cierra por parte del realizador cualquier posibilidad de utilizar de manera folletinesca ese instante. Fue una elección muy personal por parte de un John M. Stahl que ya se encontraba en plena madurez como auténtico estilista de la pantalla. Lo demuestra casi en cada instante, en este magnífico drama situado en su filmografía entre la muy reconocida BACK STREET (La usurpadora, 1932) –que espero contemplar en breve-, y la estupenda IMITATION OF LIFE (La imitación de la vida, 1934). Es decir, en el periodo dorado de Stahl para la Universal, manteniendo junto a estos y otros títulos de estos años, su mismo gusto por la experimentación cinematográfica, una sobriedad consustancial en la puesta en escena, al tiempo que insertando una serie de apuntes sociológicos bastante inhabituales en el melodrama de su tiempo.

 

Es algo que desde el primer fotograma de la película, se manifestará al mostrar en su plano inicial la fatídica fecha de octubre de 1929. De inmediato nos adentra en el caos existente en la bolsa de New York, aunque en las intenciones de Stahl se sitúe en primera instancia la descripción del drama humano que vive aquella auténtica marejada humana. Un largo y casi ritual travelling describe el último paseo de un veterano inversor completamente arruinado quien, tras cepillarse por última vez los zapatos a cargo de un limpiabotas negro –a quien entrega probablemente el único dinero que posee-, se suicidará de un disparo en los aseos –acto este expresado en off en la pantalla-. Será el primero del enorme caudal de aciertos que atesora esta magnífica película, que en estos minutos iniciales describirá el drama vivido por James Stanton Emerson (John Boles), quien retornará a su mansión –convertido en un lugar de acogida del segmento más frívolo y superficial de la alta sociedad newyorquina-, absolutamente vencido por un futuro en el que la ruina y la ausencia de futuro se enseñorea. Dispuesto a suicidarse de un disparo se encierra en su despacho, pero cuando está a punto de consumar su acción, una carta destinada a él personalmente, producirá en ONLY YESTERDAY una inflexión dramática de enorme calado. Será la entrada del relato en off de Mary Lane (una magnífica Margaret Sullavan, en su debut en la gran pantalla), remontando la acción doce años antes, en un baile donde esta conocerá a un mucho más joven Emerson. Muy pronto ambos iniciarán una apasionada noche de amor, expresada en la pantalla con un larguísimo travelling frontal de gran duración, que seguirá a los dos jóvenes caminando por el jardín por la noche, conociéndose y galanteándose con sinceridad. Un fundido en negro nos llevará a otro travelling de menor duración, en el que el espectador comprobará que la pasión desatada entre el entonces oficial y Mary se ha consumado. Emerson será repentinamente trasladado a Francia para combatir en primera línea en la I Guerra Mundial, mientras que la muchacha en un momento dado –un solo plano de la película y unos escuetos diálogos serán suficientes para advertir la situación-, decidirá abandonar el hogar de sus padres, dado que se encuentra embarazada y su madre no puede obviar los prejuicios que le atenazan.

 

Nuestra protagonista viajará hasta New York, viviendo con su tía Julie (Billie Burke). Esta es una mujer muy abierta en sus concepciones, que acoge de buen grado a su sobrina en la difícil situación que asume, aunque en la joven esté en todo momento patente la ilusión del reencuentro con el hombre al que ha amado intensamente en esa noche que ha cambiado su vida. Dará a luz a su hijo, y también llegará el armisticio y, con ello, aumentará su ansia por poder tener de nuevo a su lado a Emerson. Cuando las tropas americanas desfilan en las calles newyorkinas, nuestra protagonista contemplará el desfile hasta reparar en la presencia de su amado, al que seguirá en buena parte del recorrido. Sin embargo, cuando ha logrado acercarse a él, comprobará desolada como su amor de una noche está rodeado de mujeres que le adulan, y cuando este la mira, no se acuerda ni de quien es. Será un momento tan intenso –maravilloso primer plano de la Sullavan- como incluso incómodo de ver, que no llegará a anular la esperanza que Mary mantiene de acercarse a él de manera definitiva y recordar aquella noche de pasión, presentándole al fruto de la misma. Sin embargo, tal deseo no se cumplirá, e incluso un día su tía leerá en la prensa la boda de Emerson. Al mostrárselo a su sobrina, cualquier perspectiva de futuro se le vendrá abajo.

 

La acción avanza diez años. El pequeño de Mary se ha convertido ya en un apuesto muchacho –Jim (Jimmy Butler)-  que estudia en una academia militar. En este tiempo nuestra protagonista ha logrado una considerable estabilidad laboral y alcanzar cierto estatus, viviendo con absoluta normalidad el cuidado y la educación de su hijo, aunque sea madre soltera. A su lado se encuentra un hombre bondadoso que desea convertirse en su marido –Dave Reynolds (George Meeker)-, y que no ceja en su empeño, que parece va a permitir el consentimiento de Mary en una fiesta de fin de año. Sin embargo, el destino querrá que se produzca un nuevo encuentro entre Mary y el allí aburrido Emerson –la manera con la que se comunica con ella resulta una magnífica idea cinematográfica, proporcionándolo una nota que escribe en el dorso del vértice de una serpentina que le lanza-. Será el preludio de una segunda noche de pasión, sin que él recuerde en ella a aquella lejana y esporádica amante que tuvo, a la que marcó para siempre. El agente de bolsa se encuentra hastiado de su forma de vida, e intentará encontrar en su antigua y efímera conquista –que en ningún momento se ha identificado en su identidad- ese anhelo de sentimiento amoroso que no encuentra con su esposa. Aunque aún manteniendo en su alma el eco de un amor por el que ha luchado durante tanto tiempo, una lúcida reacción le alejará de ese hombre con el que tanto ha estado soñando durante tantos años. Al menos, le servirá para decidir no casarse con el entrañable Reynolds, permaneciendo soltera en el futuro.

 

Sin embargo, la tragedia se planteará en una Mary que vivirá prematuramente los últimos días de su vida –descritos en la pantalla de manera admirablemente rigurosa, y centrando su dramatismo en el rostro de la Sullavan- Será precisamente la intuición de la cercanía de su muerte, la que motivará esa carta que va a permitir que un hombre desahuciado y con deseos de matarse, encuentre una ilusión, una veta de esperanza en el futuro, volcando ese cariño que le robó inesperadamente a su fugaz pero ya inolvidable amante, en la persona del muchacho de once años, hijo de ambos.

 

En ese recorrido, asistiremos a un tratamiento cinematográfico ejemplar por parte de Stahl. Combinando su consustancial sobriedad, no obviará mostrar sus dotes como auténtico estilista. La cámara asumirá una notable movilidad, la acción se centrará en los elementos esenciales, la elipsis despojará el relato de episodios que dejará al margen de su progresión, aunque el espectador sabrá integrarlos en el contexto de sus personajes. Al mismo tiempo, asistiremos a una combinación en la estructura del film, que por un lado muestra una descripción pavorosa de la vivencia del crack financiero de 1929, así como diferentes aspectos y referentes sociales que envuelven la intensidad de este amor no correspondido. No cabe duda que Stahl asumió en la película el referente literario que le podía proporcionar el relato de Stefan Zweig, y que algunos años después sería adaptado en la pantalla, logrando con el mismo Max Ophuls su memorable LETTER FROM AN UNKNOWN WOMAN (Carta de una desconocida, 1948). Es precisamente esa apuesta por la intersección de una historia dentro de otra historia, la que permite que el film de Stahl adquiera un cierto carácter de ensoñación en esos primeros instantes en los que nos introducimos en la auténtica ceremonia de amor que vivirán la pareja protagonista.

 

ONLY YESTERDAY es un título magnífico. Y lo es tanto por la precisión con la que su realizador logra aunar modernidad y sobriedad a la hora de ofrecer la debida forma a su relato, como por el hecho de suponer un testimonio de las transformaciones que estaba viviendo la sociedad estadounidense en estos primeros estertores del siglo XX. En la unidad de ambas vertientes, la vigencia de su propuesta dramática y testimonio social se mantiene casi inalterable.

 

Calificación: 3’5

IMMORTAL SERGEANT (1943. John M. Stahl) El sargento inmortal

IMMORTAL SERGEANT (1943. John M. Stahl) El sargento inmortal

Pese a lo engañosas que pueden parecer sus imágenes iniciales, no en la medida de encontrarnos con un mal film, sino ante todo hacerlo ante una película que en mayor o menor medida atendiera a las convenciones del cine bélico propagandístico de la época, lo cierto es que muy pronto IMMORTAL SERGEANT (El sargento inmortal, 1943) deja entrever la singularidad como cineasta de John M. Stahl. Haber tenido la oportunidad de acercarme a varios de sus títulos –menos de los que uno quisiera-, me han llevado a confirmar el personalísimo estilo de este cineasta aún tan desconocido por muchos, y que se podría definir de manera sucinta como una auténtica oposición al tremendismo o la aplicación del melodrama en base a choques emocionales. Por el contrario, el cine de Stahl estará en todo momento representado en una mirada absolutamente atonal, relajada, apostando por la desdramatización, por el dominio de la elipsis, y centrada en definitiva en pequeños momentos que, en una visión de conjunto, definirán de manera más decisiva la evolución de sus personajes, más que cualquier otro acontecimiento en apariencia más trascendente.

 

Dentro de dichas constantes, el planteamiento de IMMORTAL… no es ninguna excepción, y además a mi modo de ver revela la necesaria invalidación de ese argumento más o menos extendido que apuesta por el interés decreciente que en su obra marcaron los títulos que rodó en la década de los cuarenta bajo su contrato en la 20th Century Fox. Es más, personalmente me atrevería a formular una aseveración quizá un tanto atrevida; la de pensar que el paso por el estudio de Darryl F. Zanuck permitió a Stahl, como a mayor escala sucedería con el excelente director Henry King, una extraordinaria depuración de su manera de entender el cine, hasta el punto de que quizá en este estudio lograra buena parte de los exponentes más valiosos de su filmografía. Es algo que, de alguna manera, ratifica el título que nos ocupa, a primera instancia una propuesta de cine bélico, que en manos de nuestro cineasta logra un contraste bastante marcado en su interconexión con el melodrama –las secuencias desarrolladas en la misión bélica en Libia, confrontadas con aquellas que, a modo de flash-back, recuerdan la relación del protagonista, Colin Spence (un excelente Henry Fonda), con la joven Valentine (estupenda Maureen O’Hara)-. Todo ello confluirá en un insólito y muy atractivo monólogo interior de Spence, suponiendo la dificultosa andadura bélica, una auténtica catarsis personal para vencer su personal falta de confianza en sí mismo. Un planteamiento dramático puesto en marcha por el experto Lamar Troti tomando como base la novela de John Brophy, y que no cabe duda es poco habitual dentro de las constantes del cine bélico de la época, pero al mismo tiempo no se puede dudar que el encuentro que Stahl manifestó a la hora de plantearse cualquier variante genérica en su cine, siempre estuvo definido por esa visión tan singular y desdramatizada. Así pues, la película no dejará de plantear situaciones revestidas de enorme crudeza e incluso poco habituales incluso dentro de las constantes del cine bélico –el enfrentamiento del comando que encabeza el Sargento Kelly (Thomas Mitchell) contraatacando en pleno desierto el avance de un avión italiano, que finalizará con un tremendo choque de este con un camión del grupo protagonista es una de las más reveladoras-, pero las intenciones de los responsables del film no se centran en ese alcance, sino la repercusión que todas estas dramáticas incidencias tendrán a la hora de configurar la necesaria estabilidad emocional del protagonista. Se trata de un joven amable, tímido y considerado, dotado de un alto grado de sentido ético, pero al mismo tiempo de un menguado alcance de autoestima. Será esta la circunstancia que impedirá el necesario afianzamiento de la relación sentimental que mantiene con Valentine, en todo momento intentando ser cortejada por el avispado y triunfante escritor Benedict (Reginald Gardiner), que se aprovecha en todo momento del carácter timorato de Colin. Serán momentos que se intercalarán en la narración como recuerdos entrecortados insertados dentro de la misión en pleno desierto, que ejercerán como auténticos asideros morales y motivos de reflexión en el particular calvario emocional e incluso físico vivido por el protagonista. Todo ello será narrado por Stahl con tanta distanciación como implicación, dejando que sus personajes hablen por sí mismos y ofreciendo una manera muy personal de plantear el contraste dramático en la pantalla. Es decir, IMMORTAL… mostrará momentos terribles, e incluso algunos de ellos plenamente inscritos dentro de las constantes del cine bélico, pero al mismo tiempo las despreciará plenamente en los minutos finales, al aportar una elipsis tras realizarse la peligrosa ofensiva comandada por Spence y, por el contrario, detenerse previamente en los preparativos de la misma, atendiendo a las reflexiones de este, e incluso apostando por un elemento de carácter casi sobrenatural, al encontrarse presente los consejos del ya fallecido Kelly, casi como un consejero de ultratumba para nuestro protagonista, necesitado de una especial ayuda, que ninguno de sus compañeros de comando le puede proporcionar. Son esos elementos, esos detalles, en donde se muestra el verdadero arte de Stahl, quien no dudará en mostrar las situaciones más terribles de la manera más sobria, apostando en ello por un sentido de la dramaturgia que, a mi modo de ver, es el rasgo por el que el realizador debería ocupar un lugar de honor dentro los especialistas que brindaron su sabiduría y singularidad al cine norteamericano.

 

En esta película, quizá el ejemplo más pertinente de la personalidad cinematográfica de nuestro realizador, se plantea en la larga, terrible secuencia que marcará el ataque a un convoy italiano, frustrado por un tropiezo del Sargento Kelly, y que culminará con la muerte de este por un disparo realizado por el propio sargento, al quedar herido y totalmente inmóvil, teniendo la suficiente lucidez para asumir que el intento de mantenerle con vida, tan solo serviría para  mermar por completo la capacidad de supervivencia de los componentes del comando. En una terrible secuencia desarrollada en la soledad de la noche del desierto, a solas Spence y Kelly, este último –sensacional Thomas Mitchell, en uno de los mejores momentos de su carrera- revelará y trasladará una auténtica lección de madurez hacia un aterrorizado soldado, no se sabe si por el hecho de pensar en la muerte de su admirado superior o, más probablemente, ante la casi inevitable posibilidad de tener que asumir el comando. Es dentro de ese contexto, donde IMMORTAL… plantea momentos revestidos de una notable intensidad dentro de su inicial insignificancia –esa degustación del último cigarrillo que conserva el comando, planteada casi como un ritual funerario, coronando la secuencia con el precioso gesto de enterramiento de la colilla-, o incluso aporta detalles de insospechada eficacia retroactiva –el momento en el que Spence confiesa a sus soldados, tras el instante en el que atisban un oasis, que guardaba una lata de piña como oculto recurso ante la carencia de agua-.

 

Con todos estos elementos, con la manera singular que la película muestra al introducir –quizá un poco abruptamente, todo hay que decirlo- los recuerdos de Spence en lo relativo a su relación con Valentine –uno de ellos, especialmente significativo, muestra al protagonista en el fragor del ardiente calor del desierto, fundiendo con el recuerdo de la joven en pleno baño en un lago-, y en la distendida conclusión del relato, es donde el film de Stahl muestra la extraña y contundente vigencia de los modos y maneras de un realizador todavía hoy no demasiado considerado, que probablemente encontró en los caracteres y rasgos marcados en la Fox una plataforma de privilegio para plantear título tras título un contexto de inusitada madurez en su cine. Será algo que sin duda, y pese a sus levísimos elementos cuestionables, caracterizará el alcance y la validez de esta atractiva y progresivamente apasionante IMMORTAL SERGEANT.

 

Calificación: 3’5