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CINEMA DE PERRA GORDA

John M. Stahl

LETTER OF INTRODUCTION (1938, John M. Stahl) Carta de presentación

LETTER OF INTRODUCTION (1938, John M. Stahl) Carta de presentación

En 1937, Gregory La Cava filmaba la que probablemente sea la mejor película de su desigual y un tanto apelmazada filmografía; la magnífica STAGE DOOR (Damas del teatro). Sin duda espoleados por el éxito de este referente, la Universal planteó la producción de un título que prolongara la estela de aquel éxito –incluso contando en ella con la presencia de Adolphe Menjou en su reparto, también presente en el referente mencionado de La Cava-. Sin embargo, y consignando dicho punto de partida, era evidente que un realizador tan personal como John M. Stahl no iba a plegarse al terreno de la imitación más o menos distinguida. Es por ello que reconociendo dicha referencia, la misma no supone más que un punto de partida de cara a esta insólita LETTER OF INTRODUCTION (Carta de presentación, 1938), en la que el ya experimentado Stahl logra una prolongación de su estilo fresco, relajado, naturalista y opuesto en todo momento a la exacerbación de emociones que marca el melodrama, logrando en esta ocasión un magnífico equilibrio entre drama y comedia, dentro de un relato que, a fin de cuentas supone una auténtica ascesis de la aceptación del amor en todos sus principales personajes.

Es obvio que este sentimiento quedará marcado prácticamente desde el primer instante, expresándose en sus protagonistas. La joven aspirante a actriz Kay Martin (Andrea Leeds), se presentará en el domicilio del conocido actor hollywoodiense John Mannering (una espléndida creación de Adolphe Menjou). Allí le mostrará un escrito procedente de su desparecida madre, en el que revelará ser su hija. A partir de ese momento, se instalará en el alma del conocido actor un nuevo elemento de conciencia, aunque en su vida habitual no haga más que alterar su vida “cotidiana”. Esta nueva perspectiva finalmente le hará romper con su prometida –Lydia (Ann Sheridan)-, y provocará numerosos contratiempos, ya que no tiene el valor de reconocer abiertamente su paternidad. Serán inconvenientes que también afectarán al entorno de Kay, ya que esta se encuentra comprometida con el joven Barry (George Murphy), aunque la relación que ella mantiene con su padre –circunstancia que él también desconoce-, provoque los recelos y finalmente la separación con ella. Finalmente, Mannering aceptará coprotagonizar con su hija su retorno al mundo del teatro, que se saldará con un rotundo fracaso por su parte. Avergonzado por la decepción que ha provocado en Kay –sale a escena borracho-, huye del coliseo y se suicida dejándose atropellar.

La enumeración sucinta de las peripecias argumentales que proporciona LETTER OF…, podría inducir a pensar que nos encontramos ante un tremebundo melodrama. Evidentemente, cualquier mínimo conocedor del estilo habitual en Stahl desconfiaría de la apuesta por esa vertiente. Así es, en su lugar el realizador propone no solo una casi insólita concatenación de situaciones en las que los personajes se encuentran, muestran su amor y al mismo tiempo han de esconder sus sentimientos para evitar herir y ser heridos. En este sentido, la película se abre con el extraño incendio que servirá para dar a conocer a Kay y Barry ¡descrito en plena celebración en Broadway del fin de año!. En realidad, la verdadera singularidad de LETTER OF… viene dada por una mirada tan distanciada como naturalista, envuelta en situaciones que llegan hasta lo absurdo. Y en este terreno cabría calificar la presencia de este condescendiente mayordomo de Mannering (estupenda prestación de Ernest Cossart), detalles casi “slapstick” como ese citador de abogados que se hace pasar por periodista para poder entregar a Mannering una citación judicial por impago a su ex esposa o, en definitiva, la extensa y por lo general divertida presencia del ventrílocuo –Edgar Bergen- con su muñeco Charly. Esta singular pareja proporciona a la película un elemento cómico que incluso lleva la película a ciertos terrenos lindantes con el absurdo, aunque en otro momento de la película –su actuación en una fiesta newyorkina de amplio nivel-, tenga una presencia en pantalla demasiado prolongada, estando a punto de romper el delicado equilibrio interno de la película. Afortunadamente será un fragmento inútil aunque pronto olvidado, dentro de un conjunto dominado por una mirada tenue, sencilla, y honesta. En este contexto, es fácil comprobar que Stahl es un humanista positivo en su cine. Sus personajes están definidos siempre desde un alcance humano, intentando comprender los elementos o intuiciones que les llevan a actuar quizá equivocadamente. Esa circunstancia, y la experta y moderna dirección de actores, serán los ejes vectores que han definido durante décadas su obra cinematográfica, precisamente por esa sobriedad y naturalismo –máxime cuando en aquellos años la teatralidad en el cine era aún manifiesta-, es por lo que su cine se nos muestra incluso con una más que notable modernidad.

Modernidad en la austeridad de unos movimientos de cámara muy limitados –los que ejecuta se centran en el desplazamiento de los personajes-, pero que en modo alguno podemos decir de esta película que se trata de un film acartonado –como sí podría suceder con no pocos títulos firmados por el ya citado Gregory La Cava-. Hay en los films de Stahl una ligereza de formas y una cualidad que le permite discurrir por las aguas de la comedia y el melodrama, siguiente un sendero sobrellevado con pasmoso equilibrio. Son todo ello generalidades, que se ponen al servicio de esta magnífica comedia dramática en la que, como antes señalaba, se aúnan una serie de personajes que desean amar y no ven correspondido ese sentimiento, teniendo como referente de mayor importancia la extraña relación que une a Mannering con Kay. Pero es que incluso en un relato de estas características, podemos encontrar y destacar elementos visuales insólitos –como ese baile improvisado en plena calle que se marcan Kay y Barry precediendo las manifestaciones de este tipo que utilizaran las producciones de Arthur Freed en la Metro Goldwyn Mayer-.

Sin embargo, LETTER OF… ofrece finalmente –dentro de un relato dominado por esas elipsis que constantemente ocultan aquellos elementos proclives a situaciones fuertes-, el intento de sacrificio al que se somete Mannering para lograr ver a su hija convertida en una actriz triunfante. La cámara de Stahl filmará en plano general –suponemos que manteniendo una determinada distancia ante el drama que se encierra realmente tras una representación prevista para el éxito-. En este sentido, la opción por lejanos planos, aportan un grado de pudor, ante una situación por parte del protagonista que finalmente llevará a echar el telón. La tragedia se ha consumado, aunque incluso en esos momentos la planificación y modulación del relato por parte de su realizador, suaviza las aristas que pudieran surgir, o muestra en off visual el momento del suicidio de Mannering, insertando a continuación una de tantas elipsis que seguirán siendo marca de fábrica de su cine.

Finalmente, Mannerig fallecerá sin haber logrado expresar al público su condición de padre de Kay, faceta en la que ella decidirá mantener el secreto, aunque tenga que admitir una excepción cuando viaje en el coche junto a su enamorado Barry. Le muestra el escrito, y una nueva elipsis nos llevará hasta el exterior del segundo coche, en el que viajan el ventrílocuo y su amiga, acompañado de sus figuras. En definitiva, una nota de humor, insertada tras la recuperación del amor, y todo ello como consecuencia de un sacrificio personal. Una vez más, John M. Stahl logra un título por momentos emotivo, divertido en otros, y en alguno sorprendente. Pocos como él en aquel tiempo, con una cámara discreta en su movilidad, podían ofrecer una delicadeza tan cotidiana en las maneras del melodrama, centrando su estilo en la entrega absoluta que ofrece a sus actores, y a una relajación marcada a la hora de plasmar las constantes incidencias de sus relatos. Relajación, modernidad, sinceridad, naturalidad e incluso sentido de la comedia, son elementos importantes que hicieron de Stahl no solo un gran cultivador del melodrama, sino sobre todo un cineasta personal e íntimo, capaz de extraer la emoción más honda a través de la situación más cotidiana. En realidad, con su figura nos acordaremos en buena medida de nombres como Frank Borzage o Leo McCarey, en cuyo ámbito preciso es reconocer que su cine no tenía nada que envidiar al de los otros dos grandes cineastas citados. En este sentido, LETTER OF INTRODUCTION es buena prueba de ello, e invita a seguir buceando en una necesaria búsqueda de todos los títulos de su filmografía que aún no he podido contemplar. Estoy seguro que ese deseo, no se verá caracterizado en modo alguno por la decepción.

Calificación: 3’5

THE KEYS OF THE KINGDOM (1944, John M. Stahl) Las llaves del reino

THE KEYS OF THE KINGDOM (1944, John M. Stahl) Las llaves del reino

Creo que el paso del tiempo ha permitido disipar en una relativa medida la miopía que se cernía a la hora de valorar uno de los subgéneros que prodigó el cine norteamericano en la década de los cuarenta. Me estoy refiriendo a aquellas películas que tomaban en su argumento temáticas religiosas o “de curas”. No dudo que en ese contexto aparecieran gran número de exponentes desprovistos de interés, e inclinados a las más sermoneadoras de las causas. Pero entre la producción generada, la corriente denostadora de tal conjunto, se llevó en su fuerza centrífuga productos tan admirables como el díptico de McCarey formado por GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1944) y THE BELLS OF ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945), o la previa THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943) de Henry King. Parecía, a este respecto, que en un contexto de aparente “piedad cristiana”, no podía obtenerse el fruto de títulos magníficamente resueltos, y que a partir de un contexto más o menos revestido de credibilidad, pudieran confluir en resultados a menudo conmovedores. En este sentido, creo que sería más o menos procedente incluir en dicha relación de logros THE KEYS OF THE KINGDOM (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl), aunque de entrada señalaré que su resultado no pueda equipararse en bondades al de los referentes antes citados. Sin embargo, creo que nos encontramos con una buena película, en la cual podemos detectar irregularidades y servilismos, e incluso se aprecia el conflicto que se establece en el intento del realizador por conservar sus rasgos de estilo, al entrar en colisión en el contexto de una “gran producción” de la 20th Century Fox. En cualquier caso, pese a esos desequilibrios y a las convenciones que, de forma intermitente, se pueden detectar en su conjunto, nos encontramos ante una nueva demostración de la capacidad narrativa de Stahl, de su sentido del ritmo, demostrando de manera constante su facultad de hacer progresar una historia discurriendo por los meandros de lo que habitualmente se podía establecer en el cine de Hollywood. Es más, creo que pese a ese aparente canto a la piedad al que podrían inducir sus imágenes –algunas secuencias incidirán en ello, especialmente las de la despedida del protagonista de su destino en china durante tantos años-, nos encontramos por momentos con un auténtico canto a la libertad del individuo en torno a su encuentro ante el hecho religioso o puramente espiritual.

 

Es evidente que si tuviéramos que atenernos a las sugerencias que emana del argumento sacado de la novela de A. J. Cronin –transformado en guión de la mano de Joseph L. Mankiewicz-, la película encierra no pocas concesiones difícilmente digeribles en nuestros días. Desde la manera que se plantea una “vida ejemplar”, hasta como se describe el entorno de esa China rural a la que acude el joven padre Francis Chisholm (un estupendo Gregory Peck, en el papel que le llevó a la fama cinematográfica), podemos señalar que no nos ahorramos ningún lugar común ni, por supuesto, una mirada lo suficientemente digna que mitigara esa sensación de asistir a la enésima y arrogante visión occidental de un entorno y unas gentes que consideran inferiores. Pero incluso más allá de ese resabio en todo momento permanente, podemos detectar en la película ese ya señalado desequilibrio entre las maneras habituales en el cine del realizador, contrastando con una serie de peripecias –insertadas en sus minutos iniciales, tras la presencia de ese flash-back que nos relata la vida del protagonista desde su infancia- la presencia de un exceso melodramático inhabitual en Stahl. Tal vez en ello influyera el hecho de encontrarnos ante una producción que el director acometió sin haber participado en su gestación, pero lo cierto es que esa circunstancia manifiesta una extraña contradicción con las maneras serenas, meditadas y suaves generalmente empleadas en su cine.

 

Afortunadamente, la fuerza de su personalidad cinematográfica de forma paulatina se va integrando en el relato, adquiriendo sus secuencias de manera progresiva unos tintes más relajados, y poniendo de manifiesto una vez más las facultades del director para la introducción de sutiles elementos de comedia. Esos matices irán conformando un relato pausado pero jamás carente de ritmo –personalmente creo que sus cerca de ciento cuarenta minutos de duración jamás se hacen pesados-,  y en donde también de manera sutil se ofrece un retrato del personaje protagonista que muy pronto permanecerá como una rara avis, definido como una persona para la cual el hecho de captar un nuevo converso jamás irá aparejada de una búsqueda desusada, sin despreciar en ningún momento los otros posibles caminos o senderos por los que cualquier persona puede intentar acercarse a Dios. Es más, la película conserva la figura de Willie Tulloch (Thomas Mitchell), un médico ateo del que no se mostrará matiz negativo alguno, y de quien incluso en su lecho de muerte Chisholm respetará en su negación del hecho religioso. Yendo aún más lejos en ese enunciado, THE KEYS… no caerá en la tentación de evitar describir personajes ligados al poder eclesiástico, anclados en una visión materialista y convencional de entender el aspecto religioso como un modo de poder –en ello incide la descripción que se establece del obispo que encarna Vincent Price en una breve pero reveladora aparición-. Es decir, que el aparente cántico que en teoría planteaba la película, en realidad brinda una serie de matices y recovecos –seguramente planteados por el cartesiano Mankiewicz-, dignos de ser resaltados.

 

Pero más allá de dichas puntualizaciones, la película alcanza un punto de inflexión a partir de la llegada del trío de monjas que acuden para sobrellevar labores humanitarias. Un reducido colectivo que encabeza la madre María Verónica (magnífica Rosa Stradner), y desde donde su superiora en todo momento tendrá en Chisholm no un enemigo, pero sí al menos una persona a la que abiertamente desprecia… aunque el desarrollo de esta extraña y en apariencia desagradable desafección, en el fondo podría entenderse como la imposibilidad de ambos de poder establecerse como pareja –es algo que dejan intuir algunos detalles filmados entre los dos personajes-. Y ya, con el paso de los años, esta represión se transformará en una sincera amistad, que tendrá como manifestación última en esa casi dolorosa confesión de María Verónica, sollozando tras convivir juntos varios años, cuando Chisholm está a punto de abandonar su destino de tantos y tantos años. Todo ello en una secuencia casi de plano fijo, absolutamente conmovedora, que nos trae los ecos más maravillosos del cine de McCarey o Borzage. Es en esos momentos definidos por el intimismo y la sinceridad, donde realmente una película que muchos rechazan por lo que puede esbozar su carpintería más externa, demuestra hasta que punto la sensibilidad y entrega de un realizador -por más que este se enfrentara con la tarea cuando el proyecto había sido delimitado-, logra traspasar de manera absoluta la frontera de la convención y lo hagiográfico, hasta alcanzar el umbral pleno de la autenticidad o el de unos sentimientos no por escondidos menos evidentes.

 

Calificación: 3

THE FOXES OF HARROW (1947, John M. Stahl) Débil es la carne

THE FOXES OF HARROW (1947, John M. Stahl) Débil es la carne

El melodrama norteamericano de los años cuarenta está trufado de personajes protagonistas caracterizados por su arribismo. Un rasgo en apariencia censurable, que en el fondo no es más que la manifestación externa de una rebelión interior, tomando como base un sentimiento de clase que sirve para poner en solfa un contexto social opresivo, puritano e hipócrita. Es sin duda un rasgo que personificó a la perfección especialmente un actor de las características de George Sanders, en títulos tan brillantes como THE PRIVATE AFFAIRS OF BEL AMI (Albert Lewin, 1947) o la previa A SCANDAL IN PARÍS (Douglas Sirk, 1946), y que en esta ocasión toma el rostro del magnífico Rex Harrison, encarnando al inicialmente tramposo, posteriormente arrogante, seguro de sí mismo, emprendedor y conquistador Stephen Fox. Será el protagonista de THE FOXES OF HARROW (Débil es la carne, 1947) una excelente película a la que habría que ubicar –intuyo, ya que es poco lo que he podido contemplar dentro de la filmografía de su director-, como uno de los títulos más valiosos del cine de Stahl.

 

Realmente, uno se sorprende de la entidad y los métodos cinematográficos que el ya veterano director –cuyo título previo fue el exitoso y atrevido LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945)- muestra en esta película. Métodos que se expresan desde su secuencia de apertura, en la que se describe el descrédito que se produce en la familia Fox con la llegada del pequeño hijo bastardo de una de las hijas del propietario. Este despoja al niño de su madre y lo manda educar al mando de un criado, con el deseo de no verlo ya jamás. La secuencia se ofrece con una extraña mezcla de serenidad y determinismo, avanzando en la ausencia de subrayados o momentos grandilocuentes, y caracterizada por el dominio en el uso de la elipsis, que se erigirá prácticamente como referente constante a la hora de proporcionar el ritmo trepidante en la historia y, sobre todo, para marcar el tono con el que el realizador acometerá un argumento en apariencia delimitado por el relato folletinesco –basado además en la novela de Frank Yerby-. Sin embargo, hay algo muy especial en esta película. Algo que bebe de la propia concepción que para Stahl suponía el propio cine. Y es que sus obras se caracterizan por estar modulados –por así decirlo-, en voz baja. Sus películas, pese a que en ellas puedan tener lugar lances de especial dramatismo, por lo general se encuentran plasmadas en la pantalla con una desusada serenidad, basando sus miradas y momentos principales, precisamente en lo que Unamuno denominaba la “intrahistoria”. En efecto, en el cine de Stahl es casi habitual encontrarse con el recreo ante un momento que en apariencia puede tener escaso valor dramático, en lugar de apostar por aquellos instantes cumbre que cualquier director familiarizado en el género no dudaría en potenciar. Quizá por esa circunstancia, en el momento de su estreno THE FOXES… fue fríamente recibida por una crítica que probablemente la encontraba muy lejana de lo que entonces era moneda corriente en el melodrama. Sin duda, no se equivocaban en la valoración, en lo único en lo que erraban era en la vertiente elegida. Y es que el título que nos ocupa debería ser calificado como uno de los melos más valiosos ofrecidos por el cine norteamericano en la segunda mitad de los años cuarenta. Un título que al mismo tiempo que acoge su look dentro de los perfiles marcados por la 20th Century Fox, ello no limita en absoluto no solo su desarrollo a partir de los rasgos que marcaron la personalidad de su realizador sino, sobre todo, la modernidad que describe en su puesta en escena.

 

Y es que no cabe denominar de otra manera el ejemplar ritmo cinematográfico que es planteado, la justeza en la descripción de su pareja protagonista, la concatenación de elementos que se plantean en el relato o, especialmente, la ausencia de énfasis que se ofrece en cada uno de ellos. Estos rasgos de carácter los tendremos ya presentes en la segunda secuencia del film –una considerable elipsis funde la del nacimiento del protagonista- en la que Stephen se encontrará por vez primera con la joven y atractiva Lilli (Maureen O’Hara), cuando este va a ser abandonado en un banco de arena en pleno curso del río, por parte de las autoridades de un barco que lo han pillado haciendo trampas en las cartas. Una aparente situación dramática que el protagonista resolverá con estoicismo, y que le llevará a ser recogido por los tripulantes de un barco de pesca, ante los que inicialmente se mostrará temeroso por la integridad de su vida, pero de los que rápidamente se hará amigo. Y es así como muy pronto, con absoluta seguridad, logrará alcanzar una relativa presencia dentro de la vida de la Norteamérica de New Orleáns en las primeras décadas del siglo XVIII. Como si de alguna manera conociera los recovecos de esa sociedad que se encuentra aparentemente inmersa en un periodo de prosperidad, pero en el fondo está a punto de destruirse a sí misma, modificando y modernizando unos modos de vida que hasta entonces aún tenían la esclavitud como hábito normal. Será ese el entorno en el que nuestro protagonista logrará alcanzar una considerable riqueza y representatividad social, aunque en el fondo esos nuevos burgueses americanos desprecien a alguien que no es de los suyos, y cuya franqueza en su comportamiento de alguna manera violenta un entorno dominado por una hipocresía revestida de buenas maneras.

 

Junto a la complejidad de los matices que son expuestos a lo largo de la primera mitad de la película, lo cierto es que esa mirada está espléndidamente plasmada en la pantalla, una vez más apoyando por el tratamiento de secuencias y diálogos aparentemente cotidianos, y huyendo por lo general de aquellos momentos que se prestaban a un dramatismo exacerbado. En realidad, esa es la que podríamos denominar como la “receta mágica” de un realizador como Stahl. Una receta muy especial que desde el cine mudo le permitió adaptarse a diversas coyunturas industriales en las que desarrolló su cine, sin que ello le impidiera mantener esos rasgos de estilo que, bajo mi punto de vista, son los que le permiten ser reivindicado como un director de personalidad definida. Lo cierto es que dentro de estas características, THE FOXES… alberga más de un elemento sorprendente, quizá centrado en el interés que su protagonista demuestra por poseer el amor de la joven Lilli. Un sentimiento que, en el fondo, esta también manifiesta en su interior, pero que externamente no se atreve a manifestar, mostrándose fría y distante con él en todo momento. Sin embargo, ese rechazo modificará su semblante en una secuencia breve y conmovedora. Me estoy refiriendo al instante en que esta acude junto a su hermana y su padre a la fiesta que Fox ha montado en su mansión. En un aparte, bajo las ramas de un hermoso árbol, ambos se sinceran en sus sentimientos, mostrándose el anfitrión absolutamente subyugado ante la franqueza de la muchacha. De ese momento mágico –a mi juicio una de las secuencias más brillantes, intensas y al mismo tiempo despojadas de dramatismo del melodrama cinematográfico en los años cuarenta-, la muchacha anunciará a su padre su deseo de casarse con Fox, siendo este el que ha de anunciar el compromiso. No veremos, como tantos otros momentos importantes en la vida de sus protagonistas, la ceremonia, puesto que una nueva elipsis nos escamoteará la ceremonia, pero no el conflicto que ambos mantendrán en la propia noche de bodas.

 

A partir de ahí se establecerá la oposición de caracteres y el empecinamiento del recién formalizado matrimonio, que a fin de cuentas arruinará una relación en la que los sentimientos de ambos quedarán oscurecidos, y por el contrario aflorarán esas diferencias de clases que, a fin de cuentas, son los que han determinado el comportamiento de los dos recién formalizados esposos. Lo brillante de THE FOXES… estriba en que el apunte y detalle particular, se complementa a la perfección con el retrato colectivo. Una vez más, las formas cinematográficas de Stahl alcanzan una perfección inusitada, logrando además una de las mejores y más insólitas parejas del género, a través de las espléndidas interpretaciones de Rex Harrison y Maureen O’Hara. Singularidad en la aplicación de unos códigos narrativos inherentes al cine de su realizador, en esta ocasión en plena sintonía con los elementos de producción propios del estudio de Zanuck, pueden permitirme afirmar que nos encontramos ante una de las mejores películas de Stahl, sino fuera por el hecho de haber visto un porcentaje tan menguado de su filmografía. Sin embargo, en su misma configuración, sí que puedo manifestar mi entusiasmo y consideración ante un título que merece urgentemente su revalorización. Hubo críticos que, en su momento, señalaron con desdén que esta película era una especie de versión bastarda de GONE WITH THE WIND (Lo que el viento se llevó, 1939. Victor Fleming). Indudablemente, me quedo mil veces con esta película antes que con la hipervalorada , engolada y pesada producción de la M. G. M. Se trata de una prueba más de una miopía heredada desde hace décadas, que perjudica un relato en el que incluso se ofrecen certeros apuntes sobre la rebelión de los negros contra la esclavitud, insertando secuencias que nos podrían recordar la mismísima I WALKED WITH A ZOMBIE (1943. Jacques Tourneur).

 

Calificación: 4

LEAVE HER TO HEAVEN (1945, John M. Stahl) Que el cielo la juzgue

LEAVE HER TO HEAVEN (1945, John M. Stahl) Que el cielo la juzgue

La oportunidad de poder revisar tras más de dos décadas de distancia LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945), me ha permitido valorar aún más si cabe el caudal de virtudes que definen, por derecho propio, uno de los más grandes melodramas del cine norteamericano en la década de los cuarenta. Una delicada y perversa flor que emparenta esta muestra de género con la más venenosa corriente noir existente en USA en aquellos años. La película, objeto de un merecido culto desde hace ya varias décadas, suele estar calificada como la obra cumbre de su realizador; John M. Stahl, afirmación que no puedo valorar personalmente, en la medida que mi acercamiento a la obra del poco accesible Stahl es bastante limitado –y bastante que lo lamento-. Partiendo de la base de la excelencia de su resultado, es indudable que LEAVE HER… puede ser analizada y evocada desde diferentes perfiles, algunos de los cuales voy a intentar apuntar. Sin embargo, y más allá de una particularización de estos, personalmente situaría en un primer término el ejemplo de esta película, para que cualquier aficionado se acercara a ella de forma totalmente inocente y desprejuiciada, valorando en ella toda una lección de los elementos que proporcionan a la narrativa cinematográfica su auténtica razón de ser. Esa capacidad de plasmar emociones y sensaciones en los diferentes matices de la planificación, la iluminación y la propia ubicación y potenciación de la dirección artística, en cuyo contexto tiene una especial importancia la situación y expresiones de los actores, son elementos que un espectador más o menos avezado podrá apreciar y valorar a la hora de ofrecerse como necesarios resortes que permitan hacer progresar el guión de Ben Ames Wiliams, basado en la novela de Jo Swerling.

 

En este sentido, el film de Stahl goza además de un detalle visible, como es la utilización del color, por medio de una excepcional labor del habitual operador de la Fox Leon Shamroy, que permite afianzar todos aquellos elementos visuales ya probados en el cine noir, aunque en esta ocasión se trasplanten de forma admirable dentro de una policromía que aún conserva su poder de fascinación. Dentro de este contexto, la película se describe en un largo flash-back, en el que previamente nos permitirá contemplar el regreso del protagonista masculino de la película –Richard Harland (Cornel Wilde)- a un entorno rural, del que pronto descubriremos su importancia en el desarrollo de la narración. Estos instantes iniciales ya vaticinan la importancia que la mirada, la observación y la serenidad de su puesta en escena, va a tener en el relato que vamos a contemplar, y que se iniciará con el encuentro en un viaje en tren de Harland y la joven Ellen Berent (maravillosa Gene Tierney). Ambos quedan tocados de ese primer contacto, aunque no saben que coincidirán en sus destinos, ampliando con ello una relación que parece marcada por el destino. Sutilmente, como siempre ha sido norma en el cine de Stahl, la película va desgranando un estilo contemplativo en el que las miradas parecen augurios, en donde los finales de secuencias alcanzan una notable importancia, y en las que un cierto sentido telúrico irá acompañado de una fuerza insospechada en las secuencias desarrolladas en interiores. En ellas, un extraña intensidad apoyada por la iluminación, la disposición de su escenografía, o la propia duración de los planos, contribuyen a manifestar visualmente el estado de ánimo de esta insólita y transgresora propuesta. Insólita en la medida que plantea una notable variación a la hora de definir uno de los retratos femeninos más perversos y fascinantes del cine norteamericano. El poder destructor de un amor por encima de cualquier otro sentimiento, alcanza en esta película una vertiente psicoanalítica de gran calado, pero especialmente es transmitido por una puesta en escena de gran sensualidad y al mismo tiempo dotada de una capacidad de depuración y sugerencia, que quizá cabría equiparar con el cine japonés más reconocido.

 

Se trata de una facultad para plasmar el matiz, el sentimiento y aquello que se intuye en un segundo término, quizá en un pensamiento recóndito en la mente de sus personajes, pero que alcanza un esplendor inusitado a través de la fuerza que imprime una puesta en escena que se ofrece con una rara simbiosis entre la hondura psicológica que manifiestan sus personajes, y al mismo tiempo destaca y en su momento resultó novedosa por la manera y la suntuosidad con la que se muestra cinematográficamente el conflicto planteado. Una mente enferma femenina que tras su fascinante belleza confunde el amor con la posesión, que al parecer ya exteriorizó dicho sentimiento con la figura de su difunto padre, y que ha encontrado la víctima propiciatoria en el joven escritor Richard Harland –la elección del blando Cornel Wilde resulta idónea de cara a ofrecer del protagonista masculino un ser pasivo- como nuevo capricho mal disimulado de amor, intentando tener en él un objeto de su propiedad, y no dudando con ello eliminar a todos cuantos puedan interferir en sus intenciones. Y son precisamente las situaciones que muestran dicha tendencia, las que quedan como puntos álgidos en su desarrollo y auténticas cimas en el melodrama noir de su periodo. Evidentemente, cabe citar la terrible muerte de Danny (Darryl Hickman), el hermano pequeño e impedido de Richard, cuando Ellen propicia con maléfica sutileza que finalmente quede ahogado en el lago, la terrible manera que tiene de deshacerse del pequeño de quien se encontraba embarazada, fingiendo un accidente y cayendo violentamente por la escalera o, finalmente, y llegado tal extremo de enajenación mental, cuando la protagonista llegue a envenenarse y prácticamente condenarse a morir, para con ello intentar encausar a su hermanastra, dejando antes de su muerte una serie de pruebas que le implican a ella.

 

Indudablemente, la densidad y al mismo tiempo la aparente serenidad con que se desarrolla este film de Stahl –que incluso en los momentos más terribles, jamás deja de lado ese alcance contemplativo de su puesta en escena-, no debe de llevarnos a engaño. Quizá no sea el primero en afirmarlo, pero viendo las imágenes de LEAVE HER… me llevan a pensar que en esta película se encuentra el “eslabón perdido” desde la trayectoria ofrecida hasta entonces por el realizador norteamericano, y que poco menos de una década después sería retomado por Douglas Sirk, utilizando los mismos recursos expresivos existentes en el título que nos ocupa, para plasmar su mundo creativo, participando de los condicionamientos de producción de Ross Hunter para Universal, pero al mismo tiempo introduciendo en ellos su impronta poética y una notable capacidad crítica sobre la Norteamérica de aquel periodo. Solo por dicha circunstancia concreta, el film de Stahl debería ser reconocido. Pero es que sus propias, y perversas cualidades lo han convertido ya, para muchos, en un clásico, considerándola personalmente como una película singular, atrevida y, por supuesto, fascinante.

 

Calificación: 4

IMITATION OF LIFE (1934, John M. Stahl) La imitación de la vida

IMITATION OF LIFE (1934, John M. Stahl) La imitación de la vida

Nunca he creído la afirmación –bastante célebre-, que señalaba que una buena película solo se podía realizar de una manera. Siempre he pensado que el cine permite adaptar la opción completamente opuesta, planteando opciones diversas de un mismo material de base, sin que ello sea un inconveniente de cara a la valía del conjunto resultante. Y aunque quizá no sea el ejemplo más pertinente de lo expuesto, este axioma se puede exteriorizar al evocar las dos adaptaciones cinematográficas realizadas de la novela de Fannie Hurst, Imitation of Life. Durante décadas, el aficionado al cine tuvo que conformarse –quizá no sea esta la expresión más afortunada-, con acceder a la versión que en 1959 supuso la culminación de la filmografía de Douglas Sirk. Evidentemente, IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959) versus Sirk está considerado con bastante justeza uno de los grandes melodramas de la historia del cine, sublimación del look Ross Hunter, crítica social, deconstrucción del género y expresión última de la personalidad estilística y dramática de su artífice. Su condición de auténtica obra maestra –aunque en el momento de su estreno, lo único que llamó la atención fue su enorme éxito popular-, solo tuvo un efecto negativo, como fue la política de la Universal de esconder todos aquellos títulos que en la segunda mitad de los cincuenta reutilizó en la pantalla Sirk, y que un cuarto de siglo antes había plasmado por vez primera para el mismo estudio el especialista John M. Stahl. Su adaptación de IMITATION OF LIFE (La imitación de la vida, 1934) fue uno de los ejemplos más señalados de este injusto ocultamiento, impidiendo por un lado acceder a títulos que merecían estar en la memoria de los aficionados de posteriores generaciones, al tiempo que poder establecer una comparación entre ambas versiones. Ello sin omitir la necesaria perspectiva a la hora de acercarse al estilo y personalidad demostrada por un realizador muy popular en su tiempo, pero al que el paso del tiempo le llevó a un injusto olvido. Afortunadamente, esta circunstancia ha sido soslayada con el paso del tiempo, y poco a poco su cine es reeditado, evocado y recordado. Pienso que no se hace en la medida que debiera, ni su figura previsiblemente es ubicada en el lugar que merece, pero de alguna manera se le va teniendo en cuenta y, lo que es mejor, su obra está logrando vencer la inercia de esa inmerecida amnesia que sufrió durante muchos años.

 

Todas estas disgresiones me devuelven a mi argumentación inicial, a la hora de comentar uno de los títulos más célebres de la trayectoria de Stahl, y que como antes hemos señalado, fueron retomados por Douglas Sirk en la década de los cincuenta. IMITATION OF LIFE –versión Stahl-, quizá no llega a las excelencias mostradas por la versión del austriaco en 1959. Sin embargo, creo que esta circunstancia externa a sus propias cualidades no le exime de ser un título magnífico, muy representativo del estilo y las técnicas utilizadas por su director y que, ubicándolo además dentro del contexto de un género como el melodrama, dentro de un periodo aún dependiente de la teatralidad deudora de la reciente implantación del sonido, emerge como un exponente lleno de insospechada frescura. En este sentido, no voy a adentrarme en demasía a la hora de comentar las semejanzas y divergencias existentes entre las versiones de Stahl y Sirk, fundamentalmente por el hecho de que lo que se trata es comentar los rasgos que presiden una película a la que por el propio olvido y desconocimiento al que se ha condenado durante tanto tiempo y por sus intrínsecas cualidades, merece comentarse por sí misma. IMITATION… expone desde sus primeras imágenes la impronta de su planteamiento dramático… basado precisamente en la casi total ausencia de dramatismo. A partir del plano de un patito de madera flotando sobre una bañera, la cámara de Stahl nos describe con pasmosa naturalidad la cotidianeidad de la vida de la joven viuda Beatriz Pullman -maravillósamanete cotidiana Claudette Colbert-, con su pequeña hija Jessie. Con una total despreocupación por el énfasis, el espectador muy pronto penetrará en la rutina de la vida de ambos personajes, conoceremos las dificultades económicas que plantea la ausencia del esposo, e incluso penetrarán en el hogar los ecos de la gran depresión norteamericana. Serán matices ofrecidos a partir de la inesperada llegada de Delilah (Louise Beavers), mujer negra de mediana edad que busca trabajo como criada, dificultada en su deseo al tener una pequeña niña. El encuentro entre ambas mujeres será providencial, ya que si bien para Delilah supondrá cumplir sus deseos, sin ella suponerlo devendrá para nuestra protagonista como la auténtica catalizadora de su triunfo social y laboral. Será un detalle que Stahl reflejará muy bien al encuadrar en contrapicado a la ya casi criada, ubicando entremedias los varales de la barandilla, en clara metáfora de su encierro doméstico. A partir de dicho encuentro, y entre las penurias que se intuyen de una sociedad que no se encuentra en su mejor momento económico, Bea logrará mostrar el suficiente empeño para establecer un pequeño negocio a partir de las tortas que su reluciente criada confecciona con auténtico magisterio, basadas en una vieja receta familiar. Una vez más, Stahl pasará de lado en todo el componente dramático de esta evolución, dominando el conjunto con elipsis y predominando en ellas una mirada optimista, a la que la personalidad artística de la propia Colbert contribuye no poco a fomentar. Del mismo modo se proyectará a otro encuentro providencial de nuestra protagonista; el del avispado y casi hambriento Elmer Smith (Ned Sparks), quien logrará ofrecer a Bea la sugerencia que llevará a ese humilde restaurante que la protagonista ha alquilado, a convertir su producto de base como elemento de una considerable empresa. Con la ligereza de tono marcada por el realizador –de nuevo la elipsis se erige como elemente de estilo-, nos llevará ya al entorno de unos personajes que han logrado el éxito económico, aunque en el caso de Delilah este no le lleve a asumir con ello una liberación de su asumida condición de “sirvienta negra”, y ya comience a advertir los rechazos que en su hija produce tener que asumir su raza negra –por su aspecto mestizo-. La nueva vida social de los protagonistas permitirá a Bea conocer al caballeroso Steve Archer (Warren William), en quien pronto verá el hombre de su vida, y con quien iniciará una relación sentimental. Los elementos ya se dejan al devenir del destino. Ni la riqueza permitirá que Delilah logre liberarse como ser humano ni le lleve a alcanzar en vida el reconocimiento de su hija, ni el amor llegará finalmente a la acaudalada Beatriz, consciente de que la aceptación de su relación traería la infelicidad a su ya crecida hija.

 

Contemplando las imágenes de IMITATION OF LIFE, me intrigaba intentar desentrañar los aparentemente sencillos métodos que han permitido que el cine de Stahl llegue a nuestros días con tan notable frescura. Partiendo de la base de acceso limitado al cine por él firmado que he podido llegar a contemplar, resulta innegable que en todo momento apuesta por una notable desdramatización, que a ojos de nuestros días, permanece como un elemento de notable modernidad. En la película que nos ocupa los sentimientos emanados por sus personajes se reflejan con una acusada naturalidad, y la planificación de Stahl combina su predominio de planos medios o americanos fijos, con una limpia y ajustada movilidad de la cámara, cuando la acción o la relación entre los personajes lo requieren. Dentro de esa aparente sencillez –que en el fondo revela una considerable complejidad-, podemos en todo momento centrarnos en esta historia e intuir las tensiones sociales de un periodo de carestía en la sociedad americana y, sobre todo, apreciar los elementos temáticos emanados en la novela de la Hurst, que en esta ocasión se plantean con esa sobriedad consustancial al relato cinematográfico. Pero sin lugar a duda, donde creo se encuentra el elemento más perdurable del cine de Stahl, es en la dirección de actores propuesta. En consonancia con la ligereza de tono que domina su conjunto –y que quizá tenga una notable excepción en las secuencias previas a la muerte de Delilah, revestidas de una sincera emotividad, y en las que Beatriz advierte la soledad real que supone para ella la desaparición de la fiel criada-, ese secreto máximo del cine de Stahl revista en una manera de expresar la labor de los intérpretes, que aún hoy está revestida de verdad cinematográfica. En IMITATION… la labor de las actrices es espléndida, pero es que incluso en los roles masculino, pese a la reticencia y inicial envaramiento de sus personalidades, también estos revelarán una personalidad interesante como tales. Es algo que muy pronto advertiremos tanto en el opaco Elmer como el elegante Steve. En este sentido, y por compararla con cineastas de su tiempo, creo que esta cualidad revela un mayor conocimiento del ser humano que el que por aquel entonces demostraba un George Cukor, y quizá podríamos relacionar a Stahl con nombres como Borzage, McCarey o incluso Ford, aunque se desligue de ellos en función de un mayor apego al naturalismo cinematográfico.

 

Esa circunstancia, la frescura que desprende esta película, es la que permite considerar la personalidad de Stahl, muy por encima de otros cineastas de aquel tiempo. Y siempre me fijo en la figura de Gregory La Cava, pero es evidente que podríamos situarle también en un estrato superior al de John Cromwell, que por otro lado dispone en este periodo de títulos más que notables, o incluso en la obra de Cukor en los años treinta. Esa capacidad para trasladar a la pantalla situaciones y momentos dolorosos para la vida y los propios sentimientos –como el propio final, en el que Beatriz y Steve se separan aun queriéndose sinceramente-, dominada por la sencillez y la aceptación, quizá es la que durante mucho tiempo haya llevado a concluir de forma ligera sobre las cuestionables capacidades de Stahl. Creo no obstante que el paso del los años ha permitido otorgar el valor que merece a una manera de entender el melodrama, que en IMITATION OF LIFE tiene un exponente espléndido –aunque algunas rupturas de ritmo o recurrencias al carácter pintoresco de Delilah estén un poco de más-, mostrando con ello que en plenos años treinta, con esa dependencia a la verborrea directamente heredada del teatro en buena parte de los melodramas producidos, había sido radicalmente superada por una manera más específicamente cinematográfica de llevarla a cabo. En esta ocasión, el logro estuvo a punto de ser absoluto.

 

Calificación: 3’5

MAGNIFICENT OBSESSION (1935, John M. Stahl) Sublime obsesión

MAGNIFICENT OBSESSION (1935, John M. Stahl) Sublime obsesión

No se puede entender la consolidación del melodrama cinematográfico norteamericano en los años 30, sin las aportaciones de nombres como King Vidor, Frank Borzage, John Cromwell, William Wyler, George Cukor, Leo McCarey… y también John M. Stahl. El paso del tiempo no ha permitido obrar con la suficiente generosidad a la hora de redescubrir la obra de este cineasta de decisiva influencia tanto en la década que comentamos como durante la siguiente. Y es que no es fácil encontrar reposiciones, pases televisivos o cualquier otra iniciativa que permita acercarse a su cine. De hecho, he de confesar, que hasta el momento solo conservo el recuerdo de la visión de la casi mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945) –y eso, intentando permanecer al tanto en la búsqueda de emisiones y ediciones de títulos suyos-. Aunque sea de forma parcial, la valiente iniciativa que ha permitido la edición de dos de sus títulos más conocidos en DVD, al menos nos facilitará acercarnos a un cine, que me atrevo a aventurar sigue teniendo una notable vigencia en nuestros días. Y es que curiosamente, lo más comentado de ellos, fue precisamente el que algunos de sus títulos más taquilleros en los años treinta, fueran revisitados también en el seno de la Universal, por otro de los grandes exponentes del género en los años cincuenta; Douglas Sirk.

 

Bueno es que podamos acercarnos a la obra de Stahl, artífice de más de cuarenta títulos desde pleno cine mudo, aunque lo más valioso de ese acercamiento parcial, es permitirnos constatar la perdurabilidad de los métodos y las formas cinematográficas puestas en práctica por el cineasta. Un ejemplo de ello lo supone MAGNIFICENT OBSESSION (Sublime obsesión, 1935), un título valioso en la medida que compararlo con el remake que Sirk propició poco menos de dos décadas después, nos permite comprobar como partiendo de la misma base –además cuestionable en sus aparentes carácterísticas-, se pueden lograr sendos magníficos resultados… siendo estos además totalmente opuestos. No es este el espacio para analizar las excelencias del film de Sirk –que en sí mismo representa la sublimación del barroquismo y las posibilidades visuales e incluso sensuales emanadas por el melodrama en un periodo muy concreto del cine de Hollywood-, pero sí lo es para acercarnos al referente que en el 1935 llevó a la pantalla John M- Stahl, a partir de la misticista novela de Lloyd C. Douglas.

 

Conocida argumentalmente por los aficionados, MAGNIFICENT OBSESSION relata la azarosa andadura del millonario Bob Merrick (Robert Taylor), un joven de acomodada familia caracterizado por su irresponsabilidad. De forma indirecta ha sido el causante de la muerte del dr. Hudson, lo que le llevará a un progresivo acercamiento hacia su viuda –Helen (Irene Dunne)-, a la cual indirectamente provoca que se quede ciega por medio de un accidente fortuíto. De forma paralela, Merrick ha tenido conocimiento del extraño modo de vida que sobrellevaba el Dr. Hudson, y que le hacía ganar en personalidad y riqueza espitirual mediante la puesta en práctica de un abnegado espíritu de generosidad. Un viejo amigo del fallecido hará partícipe a Merrick de este planteamiento, que el joven pondrá en práctica una vez se acerque de nuevo a la invidente. Esta relación irá acompañada por una constante capacidad de entrega al entorno de Helen, hasta incluso propiciar un encuentro con oftalmólogos que pudieran devolverle la vista. El intento será infructuoso, y aunque llevará a afianzar la relación que se mantiene entre Helen y Bob –que incluso descubre ante ella la verdadera identidad que le había escondido-, forzará a que la viuda desaparezca de su entorno habitual para evitar que Merrick la fuerce a casarse con él, puesto que piensa que le ha ofrecido esta unión por compasión. Los años pasan, y Merrick se convierte en un reconocido especialista oftalmólogo. Regresa a Estados Unidos absolutamente prestigiado pero en el fondo marcado y abatido por no haber podido encontrar a Helen después de varios años. Sin embargo, el destino le permitirá reencontrarse con el veterano escultor que en el pasado le llevó a acceder a la senda de la generosidad y la entrega, uniéndose con su amada y devolverle aquello que accidentalmente le quitó; la vista.

 

Es indudable, que el folletín judeocristiano que planteaba Douglas, quizá se plegaba de forma más adecuada para la subversión que, a través del exceso, la sublimación visual y la riqueza de la puesta en escena, planteó Douglas Sirk con su recargada versión de 1954, que logró al mismo tiempo conmover los corazones de las féminas de la época, colmar los deseos de la Universal a través del equipo de producción que comandaba Ross Hunter, y del mismo modo consagrarlo como uno de los más valiosos especialistas del género –algo que ya había manifestado, aunque con menor intensidad, en su trayectoria precedente-. Pero conviene hacer un ejercicio de memoria, y recordar que ya en el momento del estreno de la versión de Stahl –en 1935-, el triunfo acompañó la apuesta del mismo estudio entonces comandado por Carl Leammle. Más allá de la circunstancia concreta de su éxito comercial y crítico, su visionado me ha resultado sorprendente en la medida que demuestra una personalidad muy definida, caracterizada en una puesta en escena sobria, desapasionada, ausente de subrayados musicales –apenas unos pocos momentos en los que destaca el aura de felicidad de los amantes-, y al mismo tiempo carente de cualquier atisbo de teatralidad; un lastre que aún entonces caracterizaba incluso las muestras más logradas del género en aquellos años.

 

En este sentido y desde el primer momento –la manera en la que Helen se encuentra con su hijastra, y el modo que tienen de conocer la muerte del Dr. Hudson-, el realizador apuesta por una realización sencilla, basada en una extrema sobriedad en los movimientos de cámara, en la ausencia de cualquier énfasis en su narrativa y, por otro lado, incorporando determinados elementos de índole humorística, bastante cercanos al slapstick mudo en la vertiente del slow burn –las travesuras de Merrick cuando escapa del hospital en el que está internado, la secuencia en la que el acompañante de Bob se queda una noche en una zanja junto al cementerio, o la borrachera de Bob en su encuentro con el escultor que cambiará su vida-. Todo ello confluye en una narrativa pausada pero jamás estática, sencilla y sincera, basada en el gesto y la labor de los actores, aunque jamás en su aparente intensidad. Todo se muestra con deliberada falta de énfasis, con secuencias independientes que funden en negro dejando entre ellas notables espacios temporales y elipsis que en algunos de sus momentos encubren emotividad y más acontecimientos de los que realmente muestran sus secuencias. Los modos cinematográficos –no puedo hablar de estilo al no haber podido contemplar más obras suyas de este periodo- del cineasta, se basan en una mirada aparentemente distante, pero indudablemente sincera y finalmente emotiva, que trabaja con inicial ligereza la intensidad del intérprete. Y en este terreno hay que destacar la fuerza de la labor de una Irene Dunne, que puede calificarse sin duda como una de las reinas del género en esta década, pero con ella destaca la frescura y la galanura de un Robert Taylor que puede que jamás en su juventud se mostrara tan eficaz.

 

Con todos estos elementos, con esta distancia que finalmente revela una mirada personal, con ese filtro de sentimientos que poco a poco va revelando su verdadero rostro, Stahl irá adentrándose en la emotividad de su historia, que se muestra en toda su plenitud en una larga secuencia que puede sin duda ubicarse entre las mejores páginas del género en dicha década. Me estoy refiriendo a aquella desarrollada en Paris en la que Helen está desolada tras comprobar la irreversibilidad de su ceguera. A solas, decide abrir el balcón con la evidente intención de suicidarse. En ese momento se abre la puerta de su habitación y penetra de nuevo Bob –entonces aún bajo la denominación de rr. Roberts-. Ella se alegra de esta inesperada aparición y queda conmovida por el arrobo que le muestra el joven. La secuencia se torna emotiva y adquiere toda su intensidad cuando Joyce, la hijastra de la invidente -que despreciaba y desconfiaba de Merrick-, contempla sin que él lo advierta la sinceridad de su actitud, algo que este le agradece, antes de pasear con Helen y pasar ambos una noche inolvidable en la que le explica todos los pormenores de la ciudad, descubriendo ante ella su auténtica identidad –cosa que Helen en el fondo intuía- y pedirla en matrimonio. Los momentos de la velada parisina de ambos tienen el sello del mejor cine romántico, y solo podremos hasta la conclusión del film, alcanzar hasta un fragmento de similar intensidad, como es el encuentro de ambos tras la operación que Merrick formula a su amada. Pero es incluso en ese instante tan definitorio, cuando queda clara la postura de Stahl ante su obra; sobriedad, durabilidad del plano y contención narrativa, al servicio de un instante de felicidad compartida que es mostrado con tanta desnudez como conmovedora eficacia. Un título francamente magnífico, que me invita a intentar proseguir el difícil sendero de acercarme a la obra de su artífice.

 

Calificación: 3’5