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CINEMA DE PERRA GORDA

LEAVE HER TO HEAVEN (1945, John M. Stahl) Que el cielo la juzgue

LEAVE HER TO HEAVEN (1945, John M. Stahl) Que el cielo la juzgue

La oportunidad de poder revisar tras más de dos décadas de distancia LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945), me ha permitido valorar aún más si cabe el caudal de virtudes que definen, por derecho propio, uno de los más grandes melodramas del cine norteamericano en la década de los cuarenta. Una delicada y perversa flor que emparenta esta muestra de género con la más venenosa corriente noir existente en USA en aquellos años. La película, objeto de un merecido culto desde hace ya varias décadas, suele estar calificada como la obra cumbre de su realizador; John M. Stahl, afirmación que no puedo valorar personalmente, en la medida que mi acercamiento a la obra del poco accesible Stahl es bastante limitado –y bastante que lo lamento-. Partiendo de la base de la excelencia de su resultado, es indudable que LEAVE HER… puede ser analizada y evocada desde diferentes perfiles, algunos de los cuales voy a intentar apuntar. Sin embargo, y más allá de una particularización de estos, personalmente situaría en un primer término el ejemplo de esta película, para que cualquier aficionado se acercara a ella de forma totalmente inocente y desprejuiciada, valorando en ella toda una lección de los elementos que proporcionan a la narrativa cinematográfica su auténtica razón de ser. Esa capacidad de plasmar emociones y sensaciones en los diferentes matices de la planificación, la iluminación y la propia ubicación y potenciación de la dirección artística, en cuyo contexto tiene una especial importancia la situación y expresiones de los actores, son elementos que un espectador más o menos avezado podrá apreciar y valorar a la hora de ofrecerse como necesarios resortes que permitan hacer progresar el guión de Ben Ames Wiliams, basado en la novela de Jo Swerling.

 

En este sentido, el film de Stahl goza además de un detalle visible, como es la utilización del color, por medio de una excepcional labor del habitual operador de la Fox Leon Shamroy, que permite afianzar todos aquellos elementos visuales ya probados en el cine noir, aunque en esta ocasión se trasplanten de forma admirable dentro de una policromía que aún conserva su poder de fascinación. Dentro de este contexto, la película se describe en un largo flash-back, en el que previamente nos permitirá contemplar el regreso del protagonista masculino de la película –Richard Harland (Cornel Wilde)- a un entorno rural, del que pronto descubriremos su importancia en el desarrollo de la narración. Estos instantes iniciales ya vaticinan la importancia que la mirada, la observación y la serenidad de su puesta en escena, va a tener en el relato que vamos a contemplar, y que se iniciará con el encuentro en un viaje en tren de Harland y la joven Ellen Berent (maravillosa Gene Tierney). Ambos quedan tocados de ese primer contacto, aunque no saben que coincidirán en sus destinos, ampliando con ello una relación que parece marcada por el destino. Sutilmente, como siempre ha sido norma en el cine de Stahl, la película va desgranando un estilo contemplativo en el que las miradas parecen augurios, en donde los finales de secuencias alcanzan una notable importancia, y en las que un cierto sentido telúrico irá acompañado de una fuerza insospechada en las secuencias desarrolladas en interiores. En ellas, un extraña intensidad apoyada por la iluminación, la disposición de su escenografía, o la propia duración de los planos, contribuyen a manifestar visualmente el estado de ánimo de esta insólita y transgresora propuesta. Insólita en la medida que plantea una notable variación a la hora de definir uno de los retratos femeninos más perversos y fascinantes del cine norteamericano. El poder destructor de un amor por encima de cualquier otro sentimiento, alcanza en esta película una vertiente psicoanalítica de gran calado, pero especialmente es transmitido por una puesta en escena de gran sensualidad y al mismo tiempo dotada de una capacidad de depuración y sugerencia, que quizá cabría equiparar con el cine japonés más reconocido.

 

Se trata de una facultad para plasmar el matiz, el sentimiento y aquello que se intuye en un segundo término, quizá en un pensamiento recóndito en la mente de sus personajes, pero que alcanza un esplendor inusitado a través de la fuerza que imprime una puesta en escena que se ofrece con una rara simbiosis entre la hondura psicológica que manifiestan sus personajes, y al mismo tiempo destaca y en su momento resultó novedosa por la manera y la suntuosidad con la que se muestra cinematográficamente el conflicto planteado. Una mente enferma femenina que tras su fascinante belleza confunde el amor con la posesión, que al parecer ya exteriorizó dicho sentimiento con la figura de su difunto padre, y que ha encontrado la víctima propiciatoria en el joven escritor Richard Harland –la elección del blando Cornel Wilde resulta idónea de cara a ofrecer del protagonista masculino un ser pasivo- como nuevo capricho mal disimulado de amor, intentando tener en él un objeto de su propiedad, y no dudando con ello eliminar a todos cuantos puedan interferir en sus intenciones. Y son precisamente las situaciones que muestran dicha tendencia, las que quedan como puntos álgidos en su desarrollo y auténticas cimas en el melodrama noir de su periodo. Evidentemente, cabe citar la terrible muerte de Danny (Darryl Hickman), el hermano pequeño e impedido de Richard, cuando Ellen propicia con maléfica sutileza que finalmente quede ahogado en el lago, la terrible manera que tiene de deshacerse del pequeño de quien se encontraba embarazada, fingiendo un accidente y cayendo violentamente por la escalera o, finalmente, y llegado tal extremo de enajenación mental, cuando la protagonista llegue a envenenarse y prácticamente condenarse a morir, para con ello intentar encausar a su hermanastra, dejando antes de su muerte una serie de pruebas que le implican a ella.

 

Indudablemente, la densidad y al mismo tiempo la aparente serenidad con que se desarrolla este film de Stahl –que incluso en los momentos más terribles, jamás deja de lado ese alcance contemplativo de su puesta en escena-, no debe de llevarnos a engaño. Quizá no sea el primero en afirmarlo, pero viendo las imágenes de LEAVE HER… me llevan a pensar que en esta película se encuentra el “eslabón perdido” desde la trayectoria ofrecida hasta entonces por el realizador norteamericano, y que poco menos de una década después sería retomado por Douglas Sirk, utilizando los mismos recursos expresivos existentes en el título que nos ocupa, para plasmar su mundo creativo, participando de los condicionamientos de producción de Ross Hunter para Universal, pero al mismo tiempo introduciendo en ellos su impronta poética y una notable capacidad crítica sobre la Norteamérica de aquel periodo. Solo por dicha circunstancia concreta, el film de Stahl debería ser reconocido. Pero es que sus propias, y perversas cualidades lo han convertido ya, para muchos, en un clásico, considerándola personalmente como una película singular, atrevida y, por supuesto, fascinante.

 

Calificación: 4

2 comentarios

José Ignacio -

Solo una puntualización.
La novela es de Ben Ames Williams y el guión de Jo Swerling (al revés de cómo lo dices).
Por lo demás estoy totalmente de acuerdo con lo que dices.
Gracias por tu labor arqueológica.

cristóbal -

Es curioso (o no) el aura romántica, de onirismo y extraña fascinación que rodea la mayoría de las películas que interpretó Gene Tierney, casi lindantes con el género fantástico. Y recuerdo Laura, El fantasma y la señora Muir, El diablo dijo no, Vorágine, El castillo de Drawonwyck, Que el cielo la juzgue, El filo de la navaja...