MAN ON A THOUSAND FACES (1957, Joseph Pevney) El hombre de las mil caras
No cabe duda, que hay dos maneras de analizar MAN ON A THOUSAND FACES (El hombre de las mil caras, 1957. Joseph Pevney), biopic auspiciado por la Universal, para supuestamente enaltecer a una de sus principales estrellas del periodo silente; Lon Chaney. La primera de ellas es, obviamente, enjuiciarla como tan biografía fílmica, yendo incluso más lejos, al asistir a una de las muchas muestras de ‘cine dentro del cine’, subgénero que suele tener especial predicamento entre los aficionados. La segunda, analizarla como un melodrama del estudio, incorporando una serie de características pautabas en la producción del género en dicha major, auspiciada a uno de los destajistas de la casa, en este caso Joseph Pevney. Respondiendo a ambas posibilidades, la película resulta altamente decepcionante en el primero de los enunciados, mientras que conserva un determinado grado de interés en el segundo.
MAN ON A THOUSAND FACES, se inicia, describiendo los inicios de Chaney (encarnado por un ajustado James Cagney) en el terreno del vaudeville, utilizando para ello su facilidad en los maquillajes, y la escrupulosa concepción de sus números. Junto a él, se encuentra su esposa -Cleva (Dorothy Malone)-, una mujer empeñada en hacer carrera como cantante, con bastante magro resultado, resignándose a que su marido siga un sendero que se vislumbra prometedor, y asumiendo su condición de futura madre. A partir de ese momento, iremos comprobando su consolidación como artista del espectáculo de variedades, al tiempo que sobrellevar con amargura la condición de sordomudos de sus padres ante su esposa -que desconocía dicha circunstancia-. Ello hará que esta llegue a pensar que el hijo que lleva en su vientre pueda asumir esa misma condición. Por fortuna, la realidad impondrá la llegada del pequeño Creighton, de saludable condición. Sin embargo, Cleva intentará retomar su andadura como cantante, abandonando el cuidado del pequeño, que asumirá el padre, mediante la colaboración de Hazel (Jane Greer), una de las coristas, secretamente enamorada de Chaney. Por su parte, la esposa flirteará con un mundano y atildado caballero, sufriendo las zancadillas del protagonista, a la hora de impedir que esta pueda consolidarse en su vocación artística. Ello favorecerá un intento de suicidio por parte de su mujer, y una posterior fuga, motivados ambos por el desdén que sufrió por parte de su amante.
Todo ello, marcará judicialmente la separación del pequeño de su padre -su madre lo ha abandonado- viajando Chaney a Hollywood, al objeto de probar fortuna en el mundo del cine. Allí se iniciará como extra, logrando poco a poco llamar la atención, a la hora de encarnar roles caracterizados por su intensidad y capacidad para la caracterización. A ello, irá unida una reconstrucción de su vida sentimental, recuperando su relación con Hazel, que se encargará de establecer una encomiable estabilidad entre los dos, y en la educación del pequeño Creighton, al que asumirá como un hijo, y al que su padre siempre ha señalado que su madre murió. Sin embargo, la creciente consolidación artística del intérprete, pronto se verá ensombrecida por su casi obsesivo empeño en que su hijo no le secunde como actor, al tiempo que siga ocultándole la existencia de su madre, que ha vuelto a dar señales de vida con el paso de los años. Será esta una doble circunstancia que, en último extremo, posibilitará que el muchacho, ya en su juventud, abandone al padre, yéndose a vivir y a ayudar a su auténtica madre.
Antes lo señalaba, como narración más o menos rigurosa, de la trayectoria vital y artística, de un artista tan singular, THE MAN ON A THOUSAND FACES, deviene un auténtico fiasco. Iniciada con la plasmación del funeral de Chaney, y las palabras elegíacas, de Irving Thalberg, encarnado de manera improbable por el posterior productor Robert Evans -uno de los peores ‘descubrimientos’ de la 20th Century Fox de aquel tiempo-, la película se extenderá en un largo flashback, describiendo de manera arbitraria, pasajes de la andadura vital y artística del intérprete. Pero sucede una cosa, que lastra de manera considerable el empeño. Apenas hay un ápice de sinceridad, a la hora de describir un personaje, cuya trayectoria artística, se caracterizó por un constante coqueteo con universos torturados, y por lo bizarro, y nada de ello se traduce en las imágenes pulidas de esta película, que desperdicia algunos minutos, describiendo números musicales que nada aportan a la narración, y en la que, por ejemplo, en ningún momento aparece ni la presencia ni el nombre, de alguien que fue fundamental para la trayectoria del actor, como es el de Tod Browning. La recreación del rodaje de su primer gran éxito -THE UNHOLY THREE (el trío fantástico, 1935. Tod Browning)-, está plasmada con una enorme falta de fuerza dramática, algo que se extenderá, a las secuencias que plasman el rodaje de sus de sus roles emblemáticos; el Jorobado de Notre Dane, o el Fantasma de la Ópera.
¿Sería todo ello, motivo, para condenar la película? Con sinceridad, creo que no. Es cierto que se desaprovecha conectar la película con el entorno de lo bizarro, base fundamental, a la hora de plasmar el torturado universo artístico de la estrella. Sin embargo, parte de ello, sí se traduce en ese elemento de melodrama que vehicula el film de Pevney, especializado de propuestas dramáticas más o menos tórridas, y que en esta ocasión se centrará, en la andadura personal, de este artista, hijo de una familia ‘diferente’, que tuvo que soportar desde bien pequeño la incomprensión de sus amigos y vecinos. Esa querencia tortuosa, ese carácter huidizo, esa inclinación por sobrellevar periodos aislados del mundo urbano, refugiándose en su cabaña, ese cierto apego a elegir una existencia poco convencional, le acompañará en todos los órdenes de la vida, y se exteriorizará en todas las facetas de su vida. Desde su poco grata convivencia con su primera esposa, el aura autoritaria que brindará a su hijo, impidiéndole que sobrelleve la vocación de actor ¡Cuánta razón tenía, por otra parte!, o trasladando esa tendencia al masoquismo, en sus plasmaciones artísticas. Son facetas que se manifiestan en esta película fluída, que se contemplar con relativa placidez, que gana bastante con el uso de la pantalla ancha y, sobre todo, en ese blanco y negro, espléndidamente iluminado por el gran Russell Metty.
Estoy incluso, dispuesto a pensar, que es debido a Metty, donde se encuentran los mejores momentos de la película que, a mi modo de ver, se encuentran en todas y cada una de las secuencias, que se inclinan al desarrollo de la subtrama de los padres de Chaney. Ese matrimonio curtido, educado y sumiso -excelentemente interpretado, asimismo-, proporciona, además, a la hora de plasmar su ausencia de diálogos, y su expresión con el lenguaje de los signos, una extraña placidez, en esas secuencias, en las que la resignación discurre en pugna con la fugacidad de la felicidad. Todo ello, en instantes que, no se si de manera buscada o, quizá, de manera involuntaria, acercan sus imágenes -de especial manera, por el tempo y la iluminación que presentan-, con ecos nada solapados del melodrama silente.
Calificación: 2’5