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CINEMA DE PERRA GORDA

Karel Reisz

A 23 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXI) DIRECTED BY... Karel Reisz

A 23 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXI) DIRECTED BY... Karel Reisz

El director checo, establecido en Gran Bretaña, Karel Reisz, junto al gran actor Albert Finney, en el rodaje de la emblemática SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960).

 

KAREL REISZ... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(5 títulos comentados)

SWEET DREAMS (1985, Karel Reisz) Dulces sueños

SWEET DREAMS (1985, Karel Reisz) Dulces sueños

Creo que todo a todo aficionado al cine le ha sucedido ante determinados títulos mal recibidos por la crítica o el público en su momento, y pertenecientes a la obra de cineastas que admira especialmente, plantearse el hecho de renunciar durante años a su visionado, con el miedo de tener que compartir la amarga decepción anunciada por otros comentaristas. Uno de los ejemplos personales que más cercano ha estado en mi ligazón con el placer cinematográfico, ha sido durante décadas SWEET DREAMS (Dulces sueños, 1985), prácticamente el único largometraje que me restaba por ver de uno de los cineastas más singulares y apasionantes generados en el cine de los sesenta; el checoslovaco – británico Karel Reisz. Recuerdo aún la atroz acogida y el menosprecio con que fue recibida en el momento de su fugaz estreno en España, incluso por comentaristas de especial admiración por mi parte. Dicha circunstancia, y el hecho de describirse en principio como un biopic en torno a la figura de la cantante “country” Patsy Cline (1932 – 1963) fue un factor determinante a la hora de dejarlo de lado. Para todos aquellos que no encontramos precisamente placer en dicha modalidad musical, tan localizada, unido a esa ya señalada reacción negativa, fueron factores determinantes para prevalecer mis temores antes que la confianza en un cineasta por lo general magnífico, aunque en ocasiones algunos de sus títulos más recordados –es el caso personal de ISADORA (1968), curiosamente introducida también de forma singular en el terreno del biopic-, se sitúen entre los menos interesantes –que no desdeñables-, del conjunto de su no muy extensa filmografía. Baste señalar, a este respecto, que cuando filma esta película se encontraba con cuatro años de inactividad para la gran pantalla –tras THE FRENCH LIEUTENANT WOMAN (La mujer del teniente francés, 1981), su mayor éxito comercial-, y deberían transcurrir otros cinco años, para que filmara su último largometraje cinematográfico, el magnífico y poco evocado EVERYBODY WINS (Todo el mundo gana, 1990). Tras él, apenas leves incursiones televisivas, y ejerciendo como profesor cinematográfico hasta su muerte en 2002, en ese Londres que durante muchos años fuera su lugar de adopción, y de donde emergiera con fuerza como uno de los realizadores más brillantes surgidos al amparo del Free Cinema –a mi juicio el más valioso de todos ellos-.

Por fortuna, los temores que albergaba a la hora de visionar SWEET DREAMS –que asumía casi con el único objetivo de completar una filmografía llena de especial interés personal-, pronto se diluyeron. Sin ser un logro absoluto, es evidente que nos encontramos con una producción que no solo no mereció el menospreció recibido cuando fue estrenada, sino que además supera con fuerza la prueba de unos modos cinematográficos especialmente caducos –los mostrados en la década de los ochenta-, el localismo de una temática de difícil extrapolación fuera de determinadas zonas de los Estados Unidos y, lo que es más importante, inserta su resultado dentro de las constantes que definieron la obra del cineasta. Algo que con acierto definió años atrás el comentarista cinematográfico Carlos Losilla –uno de los que mejor han entendido la obra del cineasta-, al observar en su obra la presencia de una galería de personajes caracterizados en su condición de auténticos inadaptados en la sociedad que les ha tocado vivir. A lo largo de su obra, es algo que se percibirá desde el Arthur Seaton de SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo, mañana, 1960) pasando por el protagonista de MORGAN: A SUITABLE CASE FOR TREATMENT (Morgan, un caso clínico, 1966) o los que forjaron sus dos títulos realizados en USA en la década de los setenta.

Lo realmente curioso, y que a fin de cuentas proporciona a SWEET DREAMS su elemento de singularidad, es el hecho de desviar la atención del protagonismo del relato, de la cantante que encarna con su fuerza habitual por Jessica Lange, por el que se convertirá muy pronto en el auténtico motor del mismo. El joven, arrogante y atractivo Charlie Dick (los pasos iniciales del ya prometedor Ed Harris). Los primeros instantes del film nos describirán el objetivo del joven; acercarse a esa cantante de la que se ha quedado fascinado desde el primer instante, sin hacer caso del rechazo inicial de esta. Reisz obvia por completo cualquier tentación sentimental, yendo al grano y al mismo tiempo dejando de lado cualquier tentación retro en la película –algo que sí sucedía en la citada ISADORA-, que nos evocará los tintes realistas que por lo general  han definido su cine. La película no dejará de mostrarnos tintes en los que la cotidianeidad de la vida de la cantante –casada con un hombre absolutamente alienado-, irá acompañada de la dependencia sincera con su madre –con quien se establecerá una relación llena de complicidad-, y para la cual la irrupción del arrollador Charlie –un hombre de clase obrera- supondrá una especie de renacimiento existencial para la cantante, coincidiendo con el progresivo despegue de su carrera como tal. Sin embargo, en su sombra se encontrará este hombre tan atractivo y provocador en materia sexual, como inestable e interiormente provisto de un conflicto personal, que bien pudiera tener la base en uno de esos seres desarraigados y descontentos de su propia condición, que poblaron la filmografía de Reisz. Seres que se enfrentaban a la rutina de la sociedad que les rodeaba, pero que quizá no por ello siempre se granjeaban la simpatía del público ni poseían la vitola del héroe, y que o bien se rebelaban contra la misma, o esa misma rebelión se convertía en abrupta ruptura contra ese sistema contra el que implícitamente luchaban. Y el que pronto se convertirá en esposo de Patsy –resulta sorprendente la manera elíptica con la que se describe la separación de la cantante con su anterior marido-, no será más que un ser dominado por dos polos opuestos; su irrefrenable tendencia al alcoholismo, y al mismo tiempo su manera primitiva de demostrar el cariño hacia la cantante. El cineasta describe este complejo proceso con suficiente sobriedad, apelando a una ambientación en la que no se busca ni el embellecimiento ni, por el contrario, un aspecto esencialmente sombrío. Como si se discurriera por el sendero de una gris cotidianeidad, y en este sentido siendo coherente con la filmografía precedente, Reisz nos imbrica en un relato sencillo, en el que las secuencias provistas de dramatismo –la agresión de Charlie a Patsy-, se alternan con otros instantes en los que la pasión entre ambos aparece como sincera, y en otra enfermiza. Por fortuna, la inserción de secuencias en las que aparezcan actuaciones de la cantante son bastante más menguadas de lo previsible, y el realizador logra componer un mosaico en el que su densidad y la elección de instantes mostrados en la pantalla, resultan por lo general acertados. Como lo supone también la elección de episodios que se sitúan en el over narrativo –el nacimiento de su segundo hijo-, logrando con ello aligerar y descargar su carga de biopic a la película. Todo ello, hasta llegar a esa catárquica conclusión, en la que el destino quiso que la insostenible situación generada en la pareja, culminara inesperadamente en la muerte en un dramático accidente de la cantante y sus acompañantes. Un final que será mostrado con tanta contención y sentido del dolor por parte de Charlie, como la opción por parte de Reisz de describirlo como si en realidad esta hubiera sido la única salida para una relación que no tenía más futuro.

Casi treinta años después de ser rodada, SWEET DREAMS se mantiene con no poca fuerza, y desde luego no supone un paso en falso en la andadura de un cineasta que legó algunas obras imperecederas, un nivel medio más que notable, y al que solo hubo que reprochar -al igual que en el caso de Alexander Mackendrick- que su filmografía no fuera más extensa. Por lo menos, el visionado de esta película me hace cubrir una deuda pendiente que, además, ha supuesto para mi una relativa sorpresa.

Calificación: 3

MORGAN, A SUITABLE CASE FOR TREATMENT (1966, Karel Reisz) Morgan, un caso clínico

MORGAN, A SUITABLE CASE FOR TREATMENT (1966, Karel Reisz) Morgan, un caso clínico

¡Que ganas tenía de poder ver esta película! En la memoria de todo aficionado hay títulos que desea contemplar y que, por unas causas o por otras, no se encuentran disponibles de ninguna de las maneras. Una de ellas lo fue –y sigue siéndolo, aunque intuyo una no muy lejana edición digital de la misma- MORGAN, A SUITABLE CASE FOR TREATMENT (Morgan, un caso clínico, 1966), la película que Karel Reisz firmó tras la entonces masacrada NIGHT MUST FALL (1964) –que a mi me sigue pareciendo su obra cumbre-, y antes de adentrarse en el terreno de la qualité y el enfrentamiento con sus productores que le proporcionó su un tanto avejentada, aunque no desprovista de interés, ISADORA (1968). Presentada en el Festival de Cannes de dicho año –donde obtuvo el premio a la mejor interpretación femenina-, cosechó una cálida acogida, erigiéndose en uno de los exponentes seminales de un Free Cinema que ya había fenecido, fundiéndose con el espíritu del Swinging London. Sin embargo, ese prestigio con el paso de los años fue cayendo en el olvido, de la misma manera que durante los años setenta y ochenta fue decayendo la valoración del cine inglés de los sesenta. Pero es más, aún reconociendo la justa reivindicación que en los últimos años ha merecido la andadura y postrimerías del Free…, lo cierto es que MORGAN… no se beneficiado aún de la misma… por el simple hecho de no poder ser accesible al espectador o aficionado. Es más, que yo recuerde, tan solo se ha proyectado en una ocasión en las pantallas televisivas –allá por la segunda mitad de los setenta-, lo que da una idea del escaso margen de visionado que atesora un título de culto, pero del que se ha hablado más “de oídas” que otra cosa –en algunas críticas se señalaba incluso que Albert Finney era su protagonista-.

Todo ello, acrecentaba mi interés pero también mi temor, en la medida que había leído algunos comentarios en torno a la influencia “lesteriana” del film, y la intuición de que la misma hubiera envejecido más de lo debido. Quizá eran temores infundados, sabiendo que tras la cámara se encontraba Karel Reisz, uno de los grandes nombres del cine europeo, checoslovaco de nacimiento y británico y posteriormente americano de adopción. Un cineasta errante que –como los casos de Alberto Cavalcanti o Alexander Mackendrick-, tuvo en las islas primero el emerger como crítico, teórico del lenguaje cinematográfico –célebre es su libro sobre el montaje- y cineasta. Hecho todo este preámbulo, me alegra admitir que MORGAN… es una película brillante, extraordinaria en algunos de sus pasajes, y que pese a ciertas licencias visuales –que también fueron utilizadas en títulos previos como TOM JONES (1963, Tony Richardson), y que justo es señalar, en su mayor parte se integran con más pertinencia de la previsible-, mantiene en forma considerable su vigencia como propuesta narrativa y también el alcance de su bagaje transgresor, al tiempo que supone un eslabón más dentro de la galería de personajes desequilibrados o pertenecientes a una forma de pensamiento paralela al de la colectividad que constituyó el tema central de la obra de su cineasta.

De entrada, la película posee uno de los más hermosos planos del cine inglés de la década de los sesenta –el que describe de forma ascendente el seto que forma la hoz y el martillo en flor, y que el protagonista realiza una vez ha sido internado en un psiquiátrico, sin que el resto de pacientes y visitantes adviertan sus intenciones, ayudado por el bellísimo tema musical de John Dankworth. Será el triunfo final de Morgan Delt (un excelente David Warner, en el rol más importante de su no demasiado relevante carrera cinematográfica), un joven de extracción obrera y orígenes reivindicativos, que en el inicio del metraje, sin él saberlo –ha sido destinado a un viaje a Grecia- se encuentra con que su mujer –Leonei Delt (maravillosa Vanessa Redgrave)- ha logrado su divorcio, ya que se encuentra saliendo con el galerista de arte Charles Napier (Robert Stevens). Será este el punto de partida para que se vayan mostrando diversos episodios, a cual más absurdo y delirante, en la lucha de Morgan para recuperar el amor de una esposa que ya no lo quiere, pero que en todo momento reconoce sentir simpatía e incluso complicidad con su exmarido. La película parte de un guión de David Mercier –uno de los componentes de la denominada “escuela del fregadero”-, planteando en su vertiente más clara el concepto de lucha de clases, pero imbuyendo su desarrollo dentro de un sustrato muy cercano al absurdo planteado por escritores como Samuel Beckett –que en aquellos años expresó sus pinitos cinematográficos- o Ionesco. Esa capacidad transgresora, es plasmada en la pantalla por Reisz con el uso de elementos de montaje –fotos fijas, acelerados de cámara, sobreimpresiones-, intentando en ciertos momentos –las persecuciones que se muestran, el instante en que una explosión detona contra la suegra del protagonista- evocarnos el universo slapstick –al que ayuda no poco la contrastada fotografía en blanco y negro de Larry Pizer-. Al proponer un universo tan caótico y absurdo como el que describe Morgan para el conjunto de su sociedad –y, por ello, su rol servirá para mostrarnos los defectos consustanciales a la personalidad británica-, Reisz apuesta fuerte a la hora de plasmar visualmente ese contraste. Para ello recurrirá a la fuerza del montaje, a la presencia de esas recurrentes imágenes de gorilas, que en el fondo no ejercen más que como metáfora de la condición humana, y a un caótico desfile de situaciones, sobre cuyo control y pertinencia se revela la mano casi maestra de un cineasta al que se le escapa poco del dominio de una propuesta que estando situada en las corriente fílmicas de su tiempo, sabe emerger con personalidad propia, destilando un discurso tan divertido en sus costuras como triste y melancólico en su fondo.

MORGAN… alcanza por ello la perdurabilidad de una obra valiente y mordaz, en la que la mezcolanza de elementos e influencias son manejadas con mano inspirada por su director, ratificando el hilo vector que ya había descrito en sus dos obras maestras previas –a través de los personajes encarnados en ambos films por Albert Finney-. Al igual que en aquellos, pero con ropajes de comedia enloquecida, describe a viejas burguesas, seres decadentes y contextos propios de una Inglaterra que se encuentra muy lejos de la imagen que se nos quería en aquellos años transmitir de la misma. Y en su interior se escondían almas rebeldes e inadaptadas, que quizá encontraban en dicho marco de aparentes libertades una oportunidad para exteriorizar ese extraño comportamiento y, con él, el valor de la diferencia, de la oposición a unos condicionamientos marcados por las clases dominantes, para someter y hacer discurrir por el sendero de lo que ellos dominan. Y es en ese aspecto temático, donde la película plantea el origen comunista de Morgan y su familia –de la que sobrevive su madre-. Será un elemento que propiciará esa maravillosa conclusión, pero también un episodio hilarante –el que por medio de la imaginación de Morgan, este se ve a punto de ser asesinado por numerosos compañeros de partido-. Pero dentro de dicho sustrato encontraremos episodios extraordinarios, en donde se revela ese extraño sentido lírico de Reisz –el que mostraba el gesto de rebeldía final de Arthur Seaton en la canónica SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960)-, en esta ocasión en la visita de Morgan y su madre a la tumba de Marx en el cementerio londinense de Highgate –entrañable el comentario de su madre cuando intuye la cercanía de su muerte, añadiendo “y ni siquiera tengo el consuelo de creer en la otra vida”, en el que quizá aparezca como el fragmento más hermoso del film-, o en las secuencias desarrolladas en el campo de Gales, en las que Morgan secuestra a su ex esposa, intentando una oportunidad para el amor ante ella –que además incluyen la perfecta incorporación de ciertos insertos de films de Tarzán-.

Es justo reconocer que cuando uno contempla MORGAN, A SUITABLE CASE FOR TREATMENT, atisba ecos de títulos notables como BILLY LIAR (Billy el embustero, 1962, John Schlesinger) o el más insustancial aunque simpático THE KNACK (El snack, y como conseguirlo, 1965. Richard Lester). Sin embargo, la película de Reisz sobresale sobre ellas, planteando además elementos mucho más complejos, dejando entrever por un lado su destreza en el montaje, la capacidad de descripción de un universo en descomposición, de personajes que chocan con ese mismo marco de desarrollo y, en última instancia, la comprensión que demuestra al penetrar en el interior del pensamiento y la mente de sus criaturas. Una vez más, la espera ha merecido la pena. Karel Reisz me ganó de nuevo, y lo celebro.

Calificación: 3’5

THE GAMBLER (1974, Karel Reisz) El jugador

THE GAMBLER (1974, Karel Reisz) El jugador

Es curioso el semblante que plantea el cine británico, en la medida que el que quizá haya sido su cineasta más valioso –Alfred Hitchcock-, realizara su obra más reconocida dentro del ámbito de la producción norteamericana –aunque muchos quisieran siquiera aproximarse al bagaje que dejó el autor de PSYCHO (Psicosis, 1960) en las islas, desde su debut en pleno cine silente, hasta finales de la década de los treinta. Otros casos paradigmáticos podrían ser los de Alexander Mackendrick –este sí considerado como inglés, aunque originario de  la norteamericana Boston-, o el propio Joseph Losey –emigrado a las islas tras su exilio de USA asfixiado por la “Caza de Brujas” de McCarthy-. Junto a ellos, se da cita el nombre de Karel Reisz –en mi opinión quizá el cineasta más valioso, aunque no el de obra más extensa, emergido dentro del contexto del Free Cinema-, checoslovaco de nacimiento y, en última instancia, errante por vocación. Y es que tras una andadura inglesa en la que tanto en calidad de crítico como en su vertiente como director resultó decisivo para la renovación de la cinematografía británica, llegada la década de los setenta decidió trasladarse a suelo norteamericano, en cuya industria rodó dos títulos que en el momento de su estreno pasaron poco menos que desapercibidos, aunque el paso de los años les haya concedido una merecida condición de culto. Uno de ellos es WHO’LL STOP THE RAIN (Nieve que quema, 1977), exploración de temática compleja ligando las consecuencias de la guerra del Vietnam con el mundo de la droga, que en buena medida resulta asequible a cualquier espectador dada incluso su edición en formatos digitales. Sin embargo, era mucho más difícil acceder a su previo THE GAMBLER (El jugador, 1974), de la que más o menos resulta común encontrar comentarios elogiosos aunque no fuera ni de lejos posible poder visionarla. Tras años esperando la oportunidad, además de disfrutar de una obra magnífica, al mismo tiempo personal e integrada en las corrientes más renovadoras que se planteaban en el cine norteamericano de su tiempo, me ha permitido un paso más a la hora de completar la filmografía de un cineasta que, pese a su relativa irregularidad, admiro profundamente.

Cuando uno contempla THE GAMBLER, parece discurrir por los mismos senderos que en aquellos tiempos iniciaban Martin Scorsese o Paul Schrader –a mi juicio mejor cineasta que el primero, y al que tanto debe el realizador de TAXI DRIVER (1976)-. Con ellos comparte esa visión sombría, alienada y desesperanzada de una sociedad urbana, basada en el progreso pero en realidad enferma, y quizá carente de la necesaria lucidez para mirarse a sí misma frente a frente. En medio de este contexto, por otra parte tan atractivo para un realizador como Reisz, que en su obra británica se había destacado por esa capacidad descriptiva aunque trasladada a otro marco, el checoslovaco ofrece una mirada cruel y desapasionada, fría y lacerante el mismo tiempo, en la que nada parece suceder, pero que al mismo tiempo esconde en sus entrañas el inicio de un estallido emocional. De alguna manera, sus imágenes y, sobre todo, el mundo interior sombrío que deja entrever su configuración, me recordó de manera poderosa un estupendo y apenas evocado film de Robert Mulligan –una de sus mejores obras-, llamado THE NICKEL RIDE (El hombre clave, 1974). Con ella comparte esa sociedad siniestra, en su superficie tranquila y ordenada, pero de la que muy pronto el espectador puede percibir ese malestar, tan diferente del que podía brindar cualquier propuesta urbana del noir clásico, pero al mismo tiempo expresándose como una directa consecuencia de aquellos referentes. En esta ocasión se brinda generalmente en esos ambientes diurnos metálicos e iluminados de manera tenue –espléndida la aportación de Víctor J. Kemper-, en donde se ubicará el entorno donde conoceremos la andadura existencial de Axel Freed (un espléndido James Caan, quizá en el mejor rol de toda su carrera), un joven profesor de literatura de orígenes judíos devorado por su pasión por el juego. Los primeros instantes de la película nos lo mostrará en su actitud frenética, participando y viviendo una timba en la que perderá cuarenta y cuatro mil dólares. La cámara de Reisz registrará los impulsos compulsivos de su protagonista, que emergerá como una especie de continuidad de los que encarnara de forma maravillosa Albert Finney en SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960) y la menos conocida pero igualmente admirable NIGHT MUST FALL (1963). En especial quizá el representado en este segundo film, en donde su personaje de psicópata encantador quedaba definido más que como un rebelde, como un ser a contracorriente, decidido a violentar de manera inconsciente ese entorno social en el que queda inmerso, y que para él supone toda una opresión de índole existencial. Más que lograr el triunfo económico –Axel es un intelectual de una relativa acomodada posición-, lo que él mismo declara a su amante –Billie (Lauren Hutton)- es que de su adicción al juego le importa no solo el riesgo, sino ante todo la incertidumbre que le proporciona perder. A partir de dicha premisa, esa extraña deriva existencial le hará tener en un muy segundo término cualquier otro elemento que pudiera proporcionar calidez a su vida. A su novia la tratará de la forma más gélida posible, solo se acercará a su madre –maravilloso el detalle de indicarle el dinero que necesita de ella anotando la cifra en la arena de la playa; quizá acentuando con ello el miedo que le produce decírselo de manera abierta- para intentar solucionar el apremio que le atenaza la deuda, e incluso no dudará en una situación extrema en facilitar el soborno a uno de sus alumnos, para lograr que este logre un determinado resultado en su equipo de baloncesto y, con ello, obtener unas ganancias en las apuestas por parte de quienes le reclaman esa cantidad que tuvo en su mano cancelar, pero que su propia y devoradora pasión jugadora le impedirá dejar en el pasado.

Con claros ecos de la obra de Dostoieski, partiendo de la mano de un espléndido guion del posterior cineasta James Toback, THE GAMBLER demuestra la raza y la singularidad de un cineasta como Karel Reisz, autor de una filmografía no todo lo extensa que cabría desear pero cuyo nivel medio fue altísimo, aunque la misma no haya tenido jamás la repercusión merecida –en nuestro país tan solo el Festival de Cine de Gijón proyectó una retrospectiva no completa, a la que acompañó un muy interesante ensayo de Carlos Losilla-. Reisz huye en esta película de secuencias con impacto, prefiere ir sorteando los meandros del drama de manera sinuosa, deteniéndose en el acercamiento al comportamiento de su protagonista, al que nunca calificará, sino que simplemente observará, incluso comprendiendo lo extraño de su proceder. No iba a suponer ningún elemento de sorpresa, para quien en buena parte de su obra decidió tratar seres que –voluntaria o involuntariamente- deseaban situarse al margen de la sociedad. Una sociedad que Reisz describe de manera magistral con todos los ingredientes de su alienante impostura. Una alienación que no olvidará la falsa estructura familiar –la fiesta de cumpleaños del acaudalado abuelo del protagonista-, la metálica visión de exteriores, ese racismo que incluso se percibe en los “guettos” negros en torno a los blancos, o en las mismas aulas en las que Axel imparte clases, ante un auditorio juvenil que asiste a las mismas, entre curioso y ausente.

En medio de ese contexto en el que, en realidad, nada posee el más mínimo atractivo vital, no resultará en absoluto extraña la deriva que rodea y al mismo tiempo dota de interés a nuestro protagonista. Con él viviremos la efímera felicidad de una racha de suerte, y con él también asistiremos a los trémulos instantes en los que, en una bañera, asiste a la culminación –mediante una retransmisión radiofónica- de un partido de baloncesto en el que ha apostado como última esperanza a su angustiosa situación. Será un fragmento aterrador, como doloroso será contemplar los minutos finales de ese partido de baloncesto en el que el profesor prácticamente se juega la vida –puede que sean estos no solo los dos mejores episodios del film, sino con probabilidad los instante más intensos encarnados por Caan en toda su filmografía-. Pese a emerger de una situación casi sin salida, ese descenso a un submundo del que apenas conoce a sus protagonistas –su secuestro y encierro en un cuarto sin iluminación-, de alguna manera ejercerá como auténtica catarsis, viendo en su simbólica inmolación una manera, quien sabe si simbólica, o quizá definitiva, de ese mundo que no le haría ninguna falta para el desarrollo de su existencia, pero sin el cual la misma carece de sentido. Es por ello que, como en pocas ocasiones, el impacto de su conclusión tendrá en el breve congelado de imagen una pertinencia desusada, para esta espléndida película, en la que el “cineasta sin rumbo” que fue Karel Reisz, logró plasmar a través de una base argumental más o menos universal, una radiografía precisa de un tiempo convulso para la vida norteamericana.

Calificación: 3’5

NIGHT MUST FALL (1964, Karel Reisz)

NIGHT MUST FALL (1964, Karel Reisz)

Independientemente de sus intrínsecas cualidades, en la historia del cine hay películas que nacieron en el momento oportuno –lo que quizá posibilitó que fueran valoradas y recordadas por encima de sus méritos reales-, mientras que otras no tuvieron esa fortuna, logrando el rechazo y la incomprensión como mayor respuesta. Algunas de estas lograron con el paso del tiempo su justa rehabilitación –otras no lo merecían-. Sin embargo, a otras se les resiste esa recompensa de la valoración a sus cualidades, y a haber intentado en algunas ocasiones abrir nuevos caminos cinematográficos que no tuvieron la continuidad deseada.

 

NIGHT MUST FALL (1964, Karel Reisz), entra de lleno en ese último capítulo. Y es que aunque el paso de los años haya posibilitado que ciertos comentaristas e historiadores se hayan apercibido de su valía, se le sigue resistiendo esa valoración. Un hecho este en el que desde el momento de su estreno han concurrido circunstancias externas al propio resultado, impidiendo que hasta el momento sus turbadoras imágenes hayan alcanzado la necesaria vindicación. Por supuesto, vaya por delante que considero esta película no solo como la obra cumbre de uno de los más valiosos realizadores que generó el cine británico –el checoslovaco Karel Reisz-, sino una de las cimas de la cinematografía inglesa, al tiempo que uno de los más originales, atrevidos, perturbadores y subyugantes thrillers psicológicos jamás ofrecidos para la pantalla.

 

Danny (Albert Finney) es un joven camarero consciente de su encanto y atractivo personal. De orígenes obreros y huérfano desde una corta edad, se autocalifica de muy observador y emprendedor. Pero en su atrayente personalidad se esconde un asesino –“soy muy reservado”, confesará en un momento determinado-. Danny ha tenido una aventura amorosa con Dora (Sheila Hancock), a la que ha dejado embarazada. Dora trabaja como sirvienta de la Sra. Bramson (Mona Washbourne), la propietaria de una vieja mansión ubicada en el campo, y una mujer anciana e impedida. El protagonista acudirá en moto a dicho lugar, aparentemente para recibir la reprimenda de la vieja ama de su novia, aleccionándole para que se case con ella, ya que se acerca la fecha del nacimiento del niño. Sin embargo, el encuentro será aprovechado por Danny al utilizar todos sus encantos, logrando que la Sra. Bramson lo contrate como restaurador del caserón –Danny le ha señalado que entre sus diversos oficios ha sido decorador, y pensaba invertir en una casa abandonada para acondicionarla como su vivienda-. La oferta le permitirá vivir en un pequeño y viejo cuarto del mismo, sintiendo muy pronto la animadversión de Olivia (Susan Hampshire), la joven hija de la dueña.

 

Así, mientras la policía realiza sus pesquisas en la búsqueda del cadáver de una mujer que ha desaparecido, el espectador conoce desde el primer momento que Danny ha sido el asesino, ya que en los fotogramas iniciales la cámara de Reisz nos lo ha mostrado cometiendo el crimen, y deshaciéndose del cuerpo sin vida y el hacha utilizado en el fondo de un lago. Pero este conserva la cabeza de la víctima, que porta como si fuera un trofeo dentro de una sombrerera, y que depositará en la parte superior del armario que dispone en su habitación. En realidad, la llegada de este a la mansión queda definida en un juego de humillaciones por parte de todos sus habitantes –las tres mujeres que manifiestan en un momento u otro atracción o rechazo hacia Danny, y la propia utilización que el joven hace de ellas a través de su personalidad psicótica-. Unas relaciones de dominio y sometimiento en las que las diferencias de clase quedarán plenamente marcadas, y en donde la vida de todas ellas puede estar en peligro, aunque finalmente sea la Sra. Bramson –que ha jugado más a fondo la baza de la discriminación social con Danny, y al mismo tiempo ha exaltado en él el recuerdo lejano de su madre-,  quien sufra las consecuencias de su relación con el joven, con resultados violentos.

 

¿Cómo se iba a tener la lucidez y la suficiente distancia en 1964, para apreciar una obra “de género” en quién en su película anterior había creado una de las cimas del cine realista británico, y una mirada lúcida en torno al mundo del obrero? Esa quizá fue la anteojera que sirvió para despreciar NIGHT MUST FALL cuando se proyectó en el Festival de Cine de Berlín en 1964. En el nº 154 de la revista “Film Ideal”, el enviado Miguel Sáenz escribía: “Si Karel Reisz no fuera Karel Reisz, el silencio de “Film Ideal” cubriría esta película con su manto piadoso”. Cortedad de miras que presumo fue generalizada, sufriendo la película una incómoda andadura en la que era mal mirada por quienes habían aclamado tres años antes SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960), mientras que aquellos que podrían disfrutar de una película de suspense y matices terroríficos, se quedaron fríos ante un título extraño y atípico que no se rendía a los estereotipos habituales.

 

Algo en principio triste, ya que al margen de sus extraordinarias cualidades, con la propuesta de Reisz –y también del inconformista Albert Finney, que en esta ocasión ejerció como coproductor-, se abrían unos senderos de evolución de los postulados del Free Cinema, que no tuvieron continuidad. La película pronto quedó arrinconada, y con el paso de los años fue definida por lo general como uno de los “títulos malditos” en la filmografía del singular realizador. A partir de ahí, al hacer mención a la trayectoria general de Reisz y mencionar esta película –y estoy convencido que en muchas ocasiones sin haber llegado a contemplarla, tampoco era un objetivo fácil-, se hablaba de esta como una nueva versión de la en su momento exitosa obra teatral de Emlyn Williams, muy inferior a la que en 1937 firmara Richard Thorpe también para la M.G.M. –presumiblemente depositaria de los derechos-, y que en aquella ocasión protagonizó Robert Montgomery y Rosalind Russell. Pude contemplar aquella vieja película hace ya bastantes años, y lo cierto es que no me pareció más que una pulcra adaptación que no inquietaba, aunque jugaba con la baza de la ambigüedad del personaje encarnado por Montgomery, y que en modo alguno se despegaba del tono grís que caracterizó la filmografía del generalmente poco inspirado Thorpe.

 

Hay otra circunstancia que ha jugado a la contra del reconocimiento de esta película –mas allá de que jamás se estrenara comercialmente en España-, y es la intuición del escaso interés demostrado en su difusión. En los últimos años se exhibe periódicamente en el canal de televisión por cable TCM, suponemos que por formar parte del lote de producciones de la Metro –a cuya filial británica se acogió la película- vendidos en su momento al mismo.

 

Raymond Lefèbre comentaba en un repaso a la filmografía de Reisz, que de cara al Festival de Cine de  Cherburgo de 1990, se logró hallar una copia, permitiendo que los asistentes admiraran la película. Al menos ya no tenían que hablar de oídas. Pero la maldición seguía cuando en 1998 el Festival de Cine de Gijón dedicó una sección retrospectiva a Reisz. NIGHT MUST FALL no se encontró entre los títulos elegidos. Tampoco ha conocido hasta el momento edición alguna en ningún país, ni en video ni en DVD. Sigue siendo una de las películas a las que se le resiste la gloria del reconocimiento, empezando por su simple acceso al aficionado.

 

NIGHT... me parece una auténtica “deconstrucción” de un grand-guignol, tamizado de ese gusto de Reisz y los compañeros de generación del Free..., por trasladar el retrato de jóvenes inadaptados a partir de sus orígenes obreros. Todo ello, unido a esa implacable expresión del juego de dominio y sumisión, que muy pocos meses antes había consagrado a Joseph Losey con la admirable THE SERVANT (El sirviente, 1963) –me gustaría conocer, a título de curiosidad, la fecha de rodaje de ambos títulos, para poder establecer si el film de Reisz surge a partir del éxito del film de Losey, o ambos proyectos se ejecutaron de forma paralela-. José Mª Latorre hacía una apreciación similar de la película en el nº 321 de la revista “Dirigido Por...” –uno de los escasos análisis que de la misma disponemos en España-. Personalmente valoro con mayor entusiasmo una propuesta que se describe como un auténtico juego de representaciones en ese auténtico teatro “clasista” que supone la mansión de los Bramson. Un lugar dominado por una autoritaria anciana que utiliza a su conveniencia su invalidez en una silla de ruedas, por someter a su hija –en los momentos en que huye del peligro que corre su vida, no dudará en levantarse de la silla e intentar huir caminando-, y que bajo el instinto maternal que aparenta mostrar a Danny, en realidad desarrolla sobre él la frustración de una sexualidad dominante e imposible de desarrollar por su propia edad y condición, y de forma paralela un comportamiento de clase, que no duda en decirle al muchacho que puede comerse las sobras de la cena o que friegue los platos, cuando este cree que realmente es ella quien se va a someter a sus encantos.

 

Esa dualidad dominador – dominado, es uno de los elementos más sugerentes de esta película, que describe toda una gama de posibilidades en la aplicación de la misma entre Danny, la Sra. Bramson, Olivia y Dora. Un soterrado sadismo que se saldará con el asesinato de la anciana, el abandono desengañado de Dora –que es otro exponente de su propia clase social-, y la mayor intuición de Olivia. En un momento determinado, esta será otra de las mujeres que caerán enamoradas de Danny, pero finalmente logrará vencerle ¿quizá por su condición de actriz?, simplemente situándose en un lugar escéptico hacia las diversas personalidades que Danny esgrime –y que en un momento determinado la joven advertirá desde lo alto de la escalera que le lleva a su habitación-.

 

En el fondo, el desequilibrado protagonista, mas allá de sus propias psicopatías, en la vieja mansión nunca dejará de ser un títere desclasado, servil a las apetencias de las Bramson, madre e hija. Desde el momento –realmente inquietante, a través de la expresión de Finney-, en el que se presenta ante la dueña de la hacienda, tenemos la sensación de que va a representar una función de aparente hechizo, subrayado por el aire de escenario teatral que tiene el decorado sobre el que se sitúa Finney, y ataviado con esa chaqueta con una ostentosa “D” bordada en el bolsillo que le define. ¿Un atractivo bufón al servicio de damas decadentes? Algo habrá de ello –especialmente con la vieja dueña-, aunque será también con Olivia y Dora con quienes se establezcan sus juegos de dominio, expresado con el arma que más tiene a su alcance; la sexualidad que emana de su apariencia rudamente juvenil. A partir de esa premisa infalible, Danny se nos antojará como un nuevo Tom Ripley trasladado a la campiña inglesa. Un muchacho atractivo que en un momento determinado se pondrá una chaqueta de camarero para servir una cena, pero al que delatan en su origen unas sucias zapatillas deportivas.

 

Dentro de ese juego de representaciones, Danny se muestra zafio con Dora, inicialmente casi salvaje con Olivia cuando la sorprende registrando sus escasas pertenencias –y después de observar que no ha tocado la macabra sombrerera-, y especialmente juguetón con la anciana dueña, hasta que advierta que no es para ella más que un simple bufón que sirve para reafirmarla en su clase social –importada, ya que de joven también fue sirvienta-. Será en ese momento, y ante una sinceridad no correspondida, cuando el protagonista –en un admirable plano sostenido- de rienda suelta a su lado violento e incontrolado, decapitando finalmente a la Sra. Bramson. En un detalle significativo, la forma en que esta es filmada en la creciente y justificada angustia previa a su final, es la misma –situando la cámara muy cerca de su rostro y moviéndose al compás de la silla de ruedas-, con la que al inicio de la película se nos había presentado el personaje. Los momentos previos a su violenta muerte, se pueden contar entre los más aterradores jamás vistos en la pantalla, dotados además de un aire malsano. A ellos se sucederá un asombroso zoom de retroceso –lo habitual habría sido lo contrario-, que mostrará a Danny con una cortadora de gran tamaño, avanzando hasta acabar con la vida de la anciana. Las imágenes son escalofriantes, pero al mismo tiempo tienen –como toda la película- una cierta voluntad de “deconstrucción”, utilizando de forma un tanto especial la fuerza de la música y la ambientación nocturna exterior, cae con fuerza la lluvia, y centrándose en un arrebatador primer plano de Finney, que expresa con absoluta entrega la excitación sexual que le ha producido el nuevo crímen.

 

NIGHT MUST FALL admite diversas lecturas, pero considerada en sí misma destaca por un lado en la precisión de los retratos psicológicos de sus personajes. Clive Exton –también colaborador de Reisz en la posterior ISADORA (1968)-, se desentiende fácilmente de las limitaciones que presumiblemente mantenía una obra de misterio destinada al éxito fácil. En su lugar, su objetivo estará marcado para lograr esa descripción de la crueldad de sus personajes, de sentimientos puntuales y acciones que se espían por las ventana de la vieja mansión, e incide en retratos muy bien perfilados que incluso abordan personajes complementarios, que tienen un desarrollo adecuado; Dora abandona a Danny desengañada y con un embarazo ya avanzado y se pelea con Olivia; el novio de Olivia es despreciado por esta y desaparece de escena –personaje por cierto encarnado por Michael Medwin, quien años después compartiría con Albert Finney la firma de producción Memorial Enterprises-. Pero en esa misma adaptación, la película pierde todo sesgo teatral –la relevancia de los exteriores campestres y, en menor medida, urbanos, es significativa-, introduciendo un rasgo claustrofóbico al estar desarrollada la acción en una mansión decrépita y adornada de forma claramente “antigua” y recargada. De hecho, en un momento determinado en el que la relación de Danny y Olivia alcanza un status de confianza, estos se sitúan en el exterior de la misma mientras la hija de la Sra. Bramson aprende a conducir en moto. Reisz filma la secuencia teniendo como fondo una parte de la vieja casona, completamente en ruinas. Algo así se encontrará Danny nada más llegar a la misma, teniendo que lanzar cal para eliminar posteriormente con una espátula los viejos y desconchados papeles pintados. Una imagen simbólica de la decrepitud de un entorno en el que él, un enfermo, no deja de resultar un elemento que no se integra.

 

Por otro lado, es fácil constatar como en NIGHT... coexisten intercaladas dos formas narrativas. Una, clásica y envolvente, será la predominante y fundamentalmente servirá para describir las relaciones establecidas entre los principales personajes dentro del entorno del viejo caserón. En su oposición, los planos en los que se muestran los progresos físicos de la búsqueda del cadáver de la mujer desaparecida o los estallidos violentos de Danny, se caracterizarán por una expresión visual más crispada y entrecortada –entre las que se recurre en ocasiones al zoom-. Es algo que –dentro de otras opciones- se mantuvo en diversas de las obras de los realizadores surgidos en el Free....

 

Antes se señalaba la intuición existente en diversos comentaristas –y ratificada por el propio Reisz en algunas de sus declaraciones- de reflejar en NIGHT... una continuidad del personaje que el propio Finney encarnó en la inolvidable y ya mencionada SATURDAY NIGHT... Lo que allí era rebeldía aparente, en esta ocasión se transformaba en violencia incontrolada, trasladando a través de sus desequilibrios psíquicos, la incomodidad de sentirse representante de la clase obrera. Solo por ese concepto, esta segunda película debió ser reconocida ya en el propio momento de su estreno.

 

Resulta evidente que un título de la entidad, la capacidad de observación psicológica y las sugerencias que emanan de sus imágenes, debía estar muy controlado en la mente de su realizador. Al optar de nuevo por Albert Finney, al parecer le solicitó que variara su registro interpretativo –caracterizado hasta entonces por una desarmante naturalidad-. Finney por su parte intuyo tenía gran interés en el proyecto. Como siempre me ha interesado la trayectoria del que para mí es el mejor actor británico de todos los tiempos, y se sabe que en su cercano éxito mundial en TOM JONES (1963, Tony Richardson) se encontraba en el rodaje desganado y aburrido -¡Quien lo diría!-, lo cierto es que el intérprete debió tomar este personaje como un reto, realizando una composición asombrosa, encantadora en unos momentos, misteriosa en otros, dominante en unas secuencias, humillado e infantil en otras, y finalmente aterrador en los momentos cumbre. A ello cabría destacar los numerosos momentos en los que se incide con ironía en el doble juego del Danny encantador / asesino –por ejemplo, hablando de la desaparición de la mujer que él sabe ha asesinado, mientras está cortando la carne con un cuchillo-. Es por esa capacidad para establecer retratos complementarios y diversas vertientes de un personaje complejo, y combinando un nada oculto histrionismo con su más característica vertiente ligada al estilo naturalista del Free..., por lo que considero este como el mejor trabajo de toda su carrera –es una afirmación muy personal, puesto que aún hoy día no faltan quienes muestran sus objeciones al mismo; indudablemente se trata de una performance muy atrevida e inusual en su concepción-. Lo cierto es que esta encarnación ofrece una enorme gama de matices, que van desde los momentos en que el personaje se encuentra en solitario, dando rienda a pensamientos que nunca alcanzaremos a reconocer. La caracterización subrayará su encanto –lleva el pelo exageradamente repeinado hacia atrás-, pero al parecer se le maquilló con el objetivo de describir su rostro con un aire más frío y amenazador.

 

NIGHT MUST FALL es una película que merece su definitivo reconocimiento, y destaca en momentos y detalles que describen las consecuencias que la llegada de Danny ha producido en la rutina y vida diaria de la mansión. Son instantes inquietantes como el momento en que Olivia curiosea la habitación de este y se encuentra en su maleta una extraña mano de madera que se desmonta al tocarla, en la secuencia inolvidable en la que el protagonista en su habitación abre la sombrerera y contempla la cabeza que él decapitó, mirándose al espejo. Muy pronto su expresión inicial de placer se tornará en una terrible angustia. Pero ese reflejo cinematográfico de la oscilante relación de dominio del joven, tendrá la repercusión en la presencia de ese cuadro repujado que nos muestra el busto de un joven griego tocado con su tiara. Son detalles aparentemente inocentes –y los hay en abundancia-, en donde se refleja ese gusto de Reisz por un relato que destaca igualmente por lo abrupto de su montaje en el contraste de secuencias desarrolladas en el interior de la mansión, con aquellas que paralelamente se desarrollan en el exterior de la misma. Será algo que tendrá una especial incidencia en el fragmento en que Olivia se marcha de la mansión, a partir de lo cual Danny dará rienda suelta a su lado más violento con la Sra. Bramson-.

 

La cámara del realizador nos mostrará asimismo al protagonista en soledad, como en ese fascinante primer plano sostenido sobre el rostro de Finney, mientras pinta con expresiones idas un extraño símbolo en la pared que pronto destruye, o cuando se encuentra en su habitación mirando desconfiado e inquietante la sombrerera. Varios serán, por tanto, los ejemplos en esta vertiente, potenciados como en toda la película por la extraordinaria aportación de Freddie Francis como operador de fotografía. El ya consagrado técnico acentuará los contrastes y sombras en las secuencias más siniestras, mientras que por lo general aplicará una iluminación que resalta los rostros de los actores sobre el decorado. Con ello lograría un plus de aprensión y desasosiego,  permitiendo al espectador sentirse cercano a los sutiles registros de los intérpretes y las evoluciones de los personajes que encarnan.

 

Podría extenderme mucho más en el análisis de esta extraordinaria película, que atesora a cada visionado numerosos matices suplementarios, y que precisamente en esas revisiones gana en interés en lo referente a su objetivo prioritario, que no es otro que una demostración de la eterna lucha de clases en la sociedad inglesa dentro del  contexto de un relato de crímenes, desarrollado en un marco deliberadamente anacrónico, que el propio tratamiento del relato contribuye a dinamitar. Sí me gustaría señalar que siendo una propuesta muy personal, nos ubicamos entre PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) y la ya mencionada THE SERVANT, a cuya altura y por diferentes motivos creo que llega a rayar. Pese a su tibia acogida y rápido olvido, dejó posos de influencia. Uno de ellos, aunque nadie lo ha advertido, es comprobar como Roman Polanski prácticamente “calcó” su final –ese Danny que se encoge y rebela inútilmente tras salir de la bañera, mientras la iluminación fotográfica se quema y queda dominada por tintes blanquecinos- en su posterior REPULSIÓN (1965), que culminaba con una Catherine Deneuve en similares circunstancias. Incluso menospreciada y relegada, el film de Reisz no dejó de ser observado por hombres de cine con intuición. En voz baja, sabían que se encontraban con un título asombroso.

 

Calificación: 5

EVERYBODY WINS (1990, Karel Reisz) Todo el mundo gana

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Creo que junto a Alexander Mackendrick hay que considerar a Karel Reisz como uno de los más singulares realizadores surgidos en el cine británico. Checoslovaco refugiado en Gran Bretaña, más allá de ser bajo mi punto de vista el mejor cineasta emergido bajo el amparo del Free Cinema -movimiento justamente reconsiderado en los últimos años en la valía de buena parte de sus propuestas-, su trayectoria larga en años pero breve en obras –diez films a lo largo de treinta años- conforma una filmografía singular, de general alto nivel que siempre se ha venido configurando entre el desarraigo, la plasmación de extraños personajes fronterizos con la normalidad social y configurando una andadura todo lo irregular que se quiera pero en su conjunto pienso que bastante íntegra.

De forma involuntaria, EVERYBODY WINS (1990) –titulada en España TODO EL MUNDO GANA-, se erige como el testamento cinematográfico de Reisz, pese a realizarse doce años antes de su fallecimiento –ocurrida en 2002 entre la indiferencia generalizada-. Al mismo tiempo, hay que decir que con sus singularidades y fundamentalmente la sequedad de su narrativa, EVERYBODY WINS es una película estupenda, que no solo entronca en los rasgos aplicados por Reisz en obras precedentes, y que pese a erigirse como un policíaco singular, lo cierto es que permite unos sólidos retratos psicológicos al tiempo que ofrece una mirada tan sarcástica como dura y poco complaciente sobre una Norteamérica en la que todos se solapan ante situaciones aparentemente delictivas.

En la narración el investigador Tom O’Toole (Nick Nolte) es reclamado por Angela Crispín (Debra Winger) para intentar salvar de la cárcel a un joven acusado del asesinato de un conocido doctor. A partir de ese momento se abrirá toda una gama de personajes y relaciones en las que se combinan conductas cercanas a la locura, atracciones sexuales, relaciones quizá incomprensibles y sobre todo, la sensación de encontrarnos ante una historia casi surrealista –la presencia de la iglesia creada por el Jerry, el previsible asesino del doctor-.

A partir de ahí se produce el elemento de fascinación entre O’Toole por Angela. Una relación que de alguna manera viene a llenar la ausencia de afecto y sexo que O’Toole necesita tras subsistir varios años como viudo y cuya ausencia no puede compensar el vivir junto a su hermana. En medio de esta coyuntura, si algo destaca EVERYBODY WINS es por la arriesgada puesta en escena puesta en práctica por Reisz. Una línea que se inicia al destacar la excelente dirección del conjunto de actores –todos están espléndidos y creíbles-, y que tiene otros elementos de interés como la precisión en la planificación marcada en la puesta en escena, y en la que se combina el uso de travellings cercanos y envolventes, que siempre justifican su presencia. Al mismo tiempo no se puede omitir la singular utilización de la música, que proporciona en su mayor parte un tono desenfadado a la verdadera tragedia que, para el sentimiento americano, supone poder detectar que muchos de los representantes del poder parecen emerger de las cloacas.

Evidentemente todo este sentido está adaptado de la aportación como guionista de Arthur Miller, conocido fustigador de las falsedades que encierra el gran mito de la sociedad norteamericana. Sin embargo en esta película esa base es retomada con originalidad, con la inclusión de personajes fronterizos, desquilibrados mentales, que de alguna manera se contraponen a los corruptos que presentan los representantes de las fuerzas sociales y que en buena medida han estado presentes en parte de la filmografía de Reisz –el magistral y casi desconocido NIGHT MUST FALL (1964), MORGAN (1965)-

Es por ello que los instantes finales del film adquieren un enorme poder disolvente. Angela acude a declarar ante el Juez Murdock y entre ambos se entablará una relación sentimental que hará que O’Toole tenga que salir del círculo de todos ellos, ya que al menos se ha logrado la puesta en libertad bajo fianza de Félix (Frank Military), el joven injustamente acusado. Sin embargo, la información que permitiría la encarcelación de muchos altos mandos de la policía y la justicia quedarán inmunes.

O’Toole abandonará la mansión del Juez, recibiendo ya con escéptica ironía el agradecimiento de Félix por haberle permitido alcanzar la libertad, abandonando un entorno del que con sorna siente una profunda indignación. Paralelament y de forma simbólica, con estas imágenes despreocupadamente desencantadas se cerraba la trayectoria cinematográfica de un gran hombre de cine, que supo a través de una muestra no muy amplia de obras cinematográficas al menos dejar para la posteridad dos obras maestras, varios títulos muy interesantes, ofrecer siempre una imagen de dignidad profesional y ser, por encima de todo, una de las personalidades cinematográficas más singulares y atractivas del cine moderno. Es por ello que TODO EL MUNDO GANA jamás se filmó con vocación testamentaria, pero constituye una dignísima despedida de Karel Reisz con el mundo del cine.

Calificación: 3’5