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CINEMA DE PERRA GORDA

Luigi Comencini

LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957, Luigi Comencini)

LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957, Luigi Comencini)

Aunque conoció una efímera fama, a partir del éxito alcanzo con la brillante TUTTI A CASA (Todos a casa, 1960) -dentro de uno de los ámbitos temporales de mayor riqueza del cine europeo-, lo cierto es que el destino no ha deparado una especial consideración hacia la figura del lombardo Luigi Comencini (1916 – 2007). Es cierto que en una filmografía que sobrepasó los cuarenta largometrajes, se encontraban títulos abiertamente alimenticios, entre ellos, algunas incursiones en la sucesión de comedietas PANE, AMORE, E… Pero, con todo, me atrevo a afirmar que el conjunto de su obra tiene bastantes más atractivos de los que se pudiera considerar a primera vista, incluso en ese periodo previo al de 1960, en donde el destino me ha permitido descubrir dos propuestas llenas de interés. Una de ellas, el emotivo y sorprendente homenaje al cine silente italiano, que brindaría la casi ignota LA VALIGIA DEI SOGNI (1953). Y la otra, lo ha supuesto el visionado de LA FINESTRA SUL LUNA PARK (1957). Dos títulos que no solo carecieron de estreno comercial en nuestro país, sino que nunca han provocado la más mínima referencia, dentro de la historiografía del cine popular italiano y que, antes que nada, revelan una especial sensibilidad, en un realizador todavía aún hoy día no analizado en profundidad.

En el último de los títulos citados, nos encontramos con un melodrama descrito en el extrarradio de esa Roma que se debate entre la miseria y el progreso, contando de entrada con dos factores que le proporcionan una extraña singularidad. De una parte, la presencia de una base argumental del propio Comencini, contando igualmente con la gran argumentista del cine italiano; Suso Cecchi D’Amico. Con esa premisa no se podía fallar. De otra, se acentuaría ese rasgo de neorrealismo perdido, con la anuencia de un reparto de intérpretes apenas conocidos, con los que se proporcionaría una sensación de rara autenticidad. Pero la película, tarda muy poco en noquear al espectador. En apenas dos planos -uno ascendente y descendente de grúa-, y otro fijo hacia el que se acercarán aterrorizados los familiares de la víctima. Será la terrible y punitiva expresión cinematográfica, que describirá la muerte, atropellada por un camión, de la joven Ada (Guilia Rubini). De inmediato asistiremos a su sepelio, plasmado en una secuencia oscura y sombría -el aporte de la iluminación en blanco y negro de Armando Nanuzzi, resulta esencial, para acentuar esa tensión interna del relato-, en la que aparecerá Aldo (Gastone Renzelli). Se trata del ya viudo, que ha estado varios años trabajando en África, al objeto de conseguir una solvencia económica, aunque ello le haya llevado a alejarse de su esposa y de su hijo, el pequeño Mario (Giancarlo Damiani). Ya en esa dolorosa secuencia tras el sepelio, podremos intuir el alejamiento del niño, que se distancia de su padre, y en cambio muestra su cercanía con el bondadoso Righetto (Pierre Trabaut). Muy pronto vislumbraremos el desapego de Aldo en un entorno que abandonó por voluntad propia, el alejamiento de su familia, y, con ello, la casi nula comunicación que establece con Mario, siendo ambos incapaces de romper un muro de incomunicación establecido por la ausencia prolongada del primero, dejando que el pequeño vaya sobrellevando una difícil escolaridad, que en apariencia encubre su dificultad intelectual. Sin embargo, solo Righetto conocerá a ciencia cierta a ese chavalín, actuando casi como esa figura paterna ausente en él.

A partir de estas premisas, el sensible film de Comencini se articula en cuatro vertientes, imbricadas en el relato con notable armonía. Una de ellos, es quizá la más perceptible; la plasmación del reencuentro de Aldo entre sus orígenes, representado en la figura de su pequeño hijo, con el que no acierta a consolidar sus lazos como padre, llegando incluso a plantear internar al muchacho en un orfanato, para poco después marcharse de nuevo a África. Otra mirada se extiende a partir de la inocencia de Mario, incapaz de evadirse del apego emocional sentido hacia Righetto, a quien considera en todo momento un modelo, por más que este siempre respete la autoridad de su padre. Aparecerá igualmente una muy interesante subtrama, narrada en un inesperado flashback por el propio Righetto, tras una pelea disputada con Aldo, en la que se plasmará algo que el segundo ha ido almacenando casi de inmediato; su sospecha -infundada- de que el primero mantuvo un romance con su esposa.

Y finalmente, surgirá el que para mí supone el elemento más palpable de la película -sin desdeñar los anteriores-. Este es el de saber describir un vivo documental, de esa Italia que se encontraba a punto de abandonar la miseria de la posguerra, aunque aún no había dado el salto para el desarrollismo y el progreso urbano. Ese contraste con las frías y nuevas edificaciones, asentadas solitarias sobre calles asfaltadas en las que apenas pasan vehículos, en su contraste con vertederos y vetustas y polvorientas viviendas, que parecen indeseados ejemplos de un triste y olvidable pasado. O esa feria nocturna, que parece erigirse como clavo ardiendo, para una población que desea evadirse de su frustrante rutina diaria. Todo ello confluye sin demasiados altibajos, en una película que sabe orillarse con naturalidad en los perfiles del melodrama, destacando en él las secuencias en las que el espectador, junto con el viudo y el pequeño Mario, “sienten” físicamente, la ausencia de Ada. Ese reencuentro con la vivienda, en el que Aldo y el niño, contemplan los vestidos que usaba, la foto que aparecía en su tocador. El instante en el que el viudo evoca un par de fotos que tenía de Ada… Hay también una mirada de menor intensidad, que se centra en la miseria de esa sociedad para la que no ha llegado una mejora en su bienestar. Las penurias de la familia de Aldo, la dureza de las condiciones de trabajo de Righetto en un vertedero, el chismorreo de esa vecina que espolea a su hija y su novio, para comprar la casa del viudo, cuando este en principio va a retornar a África…

No obstante, en el devenir de LA FINESTRA SUL LUNA PARK, hay una extraña sensibilidad, que nos hace olvidar la escasa entidad que adquiere esa joven de vida alegre que, por un momento, hemos pensado podía haberse ligado al viudo. No importa, con sus pequeñas limitaciones, nos encontramos con una obra llena de autenticidad, que ratifica el interés en la obra de un realizador, al que convendría ir redescubriendo en el grueso de su filmografía.

Calificación: 3

LA VALIGLIA DEI SOGNI (1953, Luigi Comencini)

LA VALIGLIA DEI SOGNI (1953, Luigi Comencini)

A inicios de la década de los cincuenta, se producen en algunas de las más significativas cinematografías, películas que servían de cierto homenaje a los orígenes del cine. Pese a su alcance cáustico, SUNSET BOULEVARD (El crepúsculo de los dioses, 1950. Billy Wilder) no deja de aportar una mirada revestida de admiración en torno a la creación artística surgida en el periodo silente. Por su parte, en Gran Bretaña la maravillosa THE MAGIC BOX (1950, John Boulting), proponía una mirada revestida de admiración, en torno a los orígenes del cine en las islas. Es por todo ello comprensible, que una de las más relevantes cinematografías europeas se sumara a esa mirada, combinando la nostalgia con la reivindicación de su rico pasado silente, en una propuesta que al margen de su singularidad, demuestra que mucho antes de NUOVO CINEMA PARADISO (Cinema Paradiso, 1988. Giuseppe Tornatore), Italia había puesto en valor la riqueza de su pasado fílmico. Es, a fin de cuentas, la premisa que ondea por el conjunto de esta extraña, por momentos descuidada, pero en conjunto emocionante y sentida evocación al cine silente surgido en Italia, que al mismo tiempo emerge como uno de los títulos menos conocidos, al tiempo que más valiosos, en la filmografía de Luigi Comencini; LA VALIGLIA DEI SOGNI (1953). Y lo hace bajo una sencilla premisa argumental, envuelta en un relato de resabios neorrealistas, a través de la evocación marcada en un culto, pintoresco y entrañable personaje. Se trata del ya maduro Ettore Omeri (un entregado Umberto Melnati), antiguo actor de cine silente, quien se ha empeñado durante largo tiempo en ir salvando secuencias y rollos de antiguas películas, condenadas a desparecer mediante la reutilización de la celulosa. De tal forma, los primeros instantes de la película revestirán un alcance documental, describiendo ayudados por una voz en off, el proceso seguido en algunos almacenes para hacer desaparecer las emulsiones de la impresión cinematográfica en el celuloide y, con ello, poder reutilizar dichos materiales. Dichos pasajes desprenden en su aparente frialdad un halo de melancolía, al comprobar como dichos métodos hicieron desaparecer tantas y tantas obras cinematográficas, suscitando por contraste una enorme simpatía, la labor de ese hombre ya vencido en el tiempo. Una figura casi anacrónica, aunque en realidad aparezca casi como un precursor, para la que al parecer se tomó como base la figura real de Mario Ferrari, un coleccionista particular que puso en práctica tal vocación, atesorando en una colección personal dichos fragmentos.

En el film de Comencini, que aparece como una autentica declaración de amor al pasado de la cinematografía del país, centrada en su rico periodo silente, el autor de TUTTI A CASA (Todos a casa, 1960) logró conciliar en las imágenes de esta extraña tragicomedia, de un lado su propia vinculación, junto a su hermano y al también hombre de cine Alberto Lattuada, fundando la Cinemateca de Milán. Pero al mismo tiempo ese homenaje, dispuesto a través de una sencilla anécdota argumental, que por momentos adquiere la simplicidad del cine de Vittorio De Sica, aparece como espejo de referencia, a la hora de disponer las autenticas intenciones del conjunto; el sincero homenaje al olvidado periodo silente italiano. Para ello, nuestro protagonista conserva en su casa, una amplia colección de rollos y filmaciones que ha logrado salvar de su desaparición, viviendo de proyecciones que va realizando, en función de encargos personales, con las que al mismo tiempo prolonga esa nada solapada pasión por un cine perdido, que quizá solo él considera hasta entonces una forma de arte. Ayudado de la joven Mariannina (Maria Pia Casilio), y envuelto en una situación personal que se adivina limitada, Ettore acudirá a la llamada un colegio religioso, que le permitirá la exhibición de una selección de secuencias de títulos silentes, en donde se combinarán producciones religiosas, históricas, e incluso cómicas. Será el primer gran bloque en donde se plantee el verdadero objeto de esta película; la recuperación de episodios y pasajes de algunos de los títulos perdidos en aquel periodo inicial del cine italiano, describiendo sus imágenes una asombrosa vitalidad como tal

Ahí reside la autentica singularidad de la película, extendida en primer lugar en esta proyección descrita entre niños de un colegio religioso, donde el apasionado amante del cine –al tiempo que antiguo actor en su país- comentará con pasión mientras su ayudante proyecta diferentes fondos musicales, esos capítulos que ha elegido. La combinación de la ficción que describe la película en primer plano, y la que evocan esos fragmentos envejecidos, alentados por el relato en off del viejo rescatador, no solo provocarán un efecto de ensoñación, sino, al tiempo que servirán para el cinéfilo que pudiera contemplar la película –que al parecer cosechó un fracaso en el momento de su estreno, no estaban aquellos tiempos para estas sutilezas-, se sirviera a partir del juego dramático propuesto, alcanzar con ellos la admiración y el redescubrimiento, de un cine perdido en aquellos tiempos aún de carestía. Será algo que provocará la admiración de los niños, e incluso levantará las suspicacias de las religiosas –incluso ordenan a los menores que cierren sus ojos-, cuando se contemplen unas inocentes imágenes de jóvenes coristas ligeras de ropa. Será la admiración de los más pequeños, ante algo lejano pero que conserva el sentido de lo maravilloso, y que también provocará el interés de una aristócrata presente en la proyección –baronesa Caprioli (Ludmilla Dudarova)-, quien propondrá al entusiasta divulgador, una nueva proyección en una fiesta nocturna que desea convocar en su mansión, sugiriéndole a escondidas de las religiosas, que la misma contemple melodramas protagonizados por las grandes divas del cine mudo del país.

Este accederá a su petición, invocando los nombres de Francesca Bertini, Eleonora Duse, o incluso Elena Markowska, a quien la Caprioli ha querido invitar expresamente, sin decirle que se proyectarán algunos fragmentos de su olvidada andadura en el cine silente. Por desgracia, el contraste en la aceptación de esta proyección será absoluto, percibiendo el proyeccionista que el apasionamiento de las imágenes y la entrega de sus explicaciones, son acogidas con humillantes carcajadas por parte de unos invitados absolutamente distanciados de la fuerza dramática de unas secuencias y episodios dramáticos, que para ellos aparecen como algo polvoriento. Llegados a este punto, lo cierto es que cualquier espectador mínimamente sensibilizado con el arte cinematográfico, empatiza hasta casi conmoverse, con el dolor que ese desprecio manifiestas toda una pléyade de dilettanti y nuevos ricos, sino que incluso se extenderá hasta la propia Markowska, que se sentirá humillada ante el desprecio de algo que asumió con intensidad en su juventud. Será este un episodio magnífico, en el que unido a ese tensión entre la pasión y el rechazo, se pondrá en practica el que quizá sea uno de los primeros análisis de un nuevo estrato social, que pocos años después tendría un especial protagonismo en la cinematografía italiana –LA DOLCE VITA (Idem, 1960. Federico Fellini)-.

A partir de esa desagradable situación, el discurrir de LA VALIGLIA DEI SOGNI quizá derive en elementos de raíz melodramática, pero no por ello dejará de proponer un nuevo ejercicio metacinematográfico, que de manera ingeniosa salvará dicho elemento melodramático, permitiendo trasladar a nuestro protagonista, recuperado de manera inesperada para la profesión de actor. Será una nueva muestra de querencia en torno al propio hecho fílmico, en una película que quizá acuse algún pequeño desequilibrio, pero que en su propia concepción, no solo aparece como una valiosa rareza del cine de su tiempo, sino que debería figurar en cualquier recopilación de títulos encuadrados en el subgénero de “cine dentro del cine”. Y es que pese a la presencia de un cast desprovisto de intérpretes conocidos –aunque todos ellos se revelen sumamente eficaces-, nos encontramos con una producción que no solo sabe apelar al reconocimiento del pasado fílmico, sino que además sigue conservando en nuestros días una enorme personalidad.

Calificación: 3

INCOMPRESO (1967, Luigi Comencini) El incomprendido

INCOMPRESO (1967, Luigi Comencini) El incomprendido

Algún día habría que intentar ofrecer una recopilación de títulos, que en su presentación en festivales recibieron no solo la incomprensión del público sino, lo que es peor, fueron acogidos con manifiesta hostilidad. Es lo que le sucedió a INCOMPRESO (El incomprendido, 1967. Luigi Comencini), cuando se exhibió por vez primera en el Festival de Cannes de 1967, donde cosechó incluso abucheos. ¿A qué podría ser debida esa hostilidad? ¿A una ruptura con la línea de comedia que el cineasta había puesto en práctica con acierto en años precedentes?  No sería justificación alguna, cuando pocos años antes había filmado la magnífica LA RAGAZZA DI BUBE (La chica de Bube, 1964) –quizá su obra más lograda- ¿Que había elegido una temática que en una mirada superficial podía pecar de sensiblera? Podría ser una pírrica justificación, más uno no entiende, contemplando las imágenes siempre melancólicas de esta adaptación de la novela de Florence Montgomery, como no fueron apreciadas en la medida de sus merecimientos. Hay elementos colaterales que podrían incidir en su contra, como era la irregularidad de la obra de Comencini, capaz de títulos de escaso interés, pero también un conjunto nada desdeñable de proyectos notables, en los que pese a quizá carecer de unas constantes definidas, se integró con acierto en esa valiosa corriente del cine popular de su país. Pero es que al mismo tiempo, en aquellos años era bastante común desdeñar obras que barajaran en sus contenidos una mirada disolvente en torno al universo infantil. Cabría recordar que la hoy justamente reverenciada THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton) no recibió en el momento de su estreno una especial significación. Ni lo asumió la hoy indispensable A HIGH VIND OF JAMAICA (Viento en las velas, 1966. Alexander Mackendrick). Pero es que haciendo el seguimiento de otras aportaciones de Clayton y Mackendrick, especialmente inclinados en las sombras del universo infantil, pasan los años sin que la excepcional SAMMY GOING SOTUH (Sammy, huída hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick) emerja como esa cima del cine británico de todos los tiempos, o en el momento de su estreno OUR MOTHER’S HOUSE (A las nueve, cada noche, 1967. Jack Clayton) fuera despachada con disciplencia. Solo a partir de la indiferencia mostrada en aquellos referentes, podemos entender la hostilidad, que con el paso de los años se ha transformado en una mirada revestida de delicadeza, ante una película enfermiza, en la que sentimientos y emociones, parecen emanar a partir de esos lienzos idealizados que se suceden en los títulos de crédito. Un marco en apariencia idílico, que se romperá de manera abrupta, cuando contemplemos los flecos del sepelio de la esposa del diplomático inglés John Edward Duncombe (un matizado Anthony Qauyle). Se trata del cónsul británico en Florencia, a cuyo cargo han quedado sus dos hijos. El primogénito es Andrew (maravilloso Stefano Colagrande) y Miles (Simone Giannozzi) el de menor edad. Este último recibirá todo el cariño de su padre, incapaz de exteriorizarlo con un Andrew, que asumirá con aparente estoicismo esa ausencia activa de la figura paterna, teniendo para ello el recuerdo permanente de su madre, viviendo al mismo tiempo el carácter caprichoso y proteccionista del pequeño Miles.

Ya en la secuencia que inicia el relato –la del retorno en coche del entierro de la difunta- Comencini planificará con agudeza –utilizando para ello los elementos de la puerta del vehículo-, la distinta consideración que le merecen sus dos hijos. Será el camino a seguir en una película delicada, que parece anclada en el tiempo –el vestuario de los niños y la escenografía de la mansión del cónsul-, en el que no sucede en realidad nada importante. Sin embargo, su discurrir se dirime en miradas, pequeñas aventurillas de los niños, envueltas en la indiferencia del padre hacia Andrew y el excesivo proteccionismo que proporciona al caprichoso Miles –que no dudará en fingir situaciones, para no perder nunca el máximo interés de su padre-. Todo ello, manifestado a través de un inesperado y notable trabajo de cámara expresado mediante un –por una vez- adecuado uso del teleobjetivo, utilizando planos largos, con la anuencia del reencuadre, integrando elementos de su escenografía para expresar el estado de ánimo de sus personajes, y combinando situaciones cotidianas, elementos ligados a la comedia –que tendrían su máxima expresión en la magnifica secuencia de la comida con los visitantes nigerianos-. Junto a ello, aparecerá esa latente melancolía que impregna el conjunto de esa película dominada por jardines y lagos. En el fondo, que el sentimiento de ausencia de la esposa del diplomático y madre de Andrew, en el fondo será asumida de manera introvertida entre ambos –John escuchará a solas una grabación en la que evocará la voz de su esposa, Andrew contemplará en numerosas ocasiones el hermoso lienzo que parece erigirse como una mirada sobrenatural en torno a su latente presencia, incluso en los primeros días de su ausencia, aparecerá una nota manuscrita de la desaparecida-. Comencini acertará a la hora de la elección del punto de vista, teniendo por lo general como eje la mirada de ese callado y vulnerable Andrew, sobre el que se focalizará buena parte de la sensibilidad que rige en todo su metraje. Su convicción a la hora de dirigirse a la ciudad, escapándose de la mansión, para poder comprar un regalo a su padre en el día de su cumpleaños –teniendo que soportar la presencia de su molesto hermano pequeño-, la prueba de valor que ejercitará sobre la rama que se yergue sobre el lado, que serán, a la postre, el eje de la tragedia final. La evocación casi enfermiza del hecho de la muerte, el deseo de complacer a su padre lavando su coche sin que este lo espere, su desesperación al no poder viajar con él a Roma...

Lo cierto y verdad es que INCOMPRESO se erige como un bello, doloroso y delicado, poema de amor, de dos seres que caminan por el sendero de una ausencia que no pueden asimilar, pero son incapaces de realizar juntos el camino. Con un irreprimible aura romántica, Luigi Comencini logró ofrecer una película que, por fortuna, ha sobrevivido a las fluctuaciones de su tiempo, erigiéndose como un relato casi intemporal, basado en la mirada de un niño, que poco a poco va descubriendo que no tiene lugar en este mundo, prefiriendo casi de manera inconsciente volver a encontrarse con el aura de su madre.

Calificación: 3

LA RAGAZZA DI BUBE (1963, Luigi Comencini) La chica de Bube

LA RAGAZZA DI BUBE (1963, Luigi Comencini) La chica de Bube

Sin dejar de reconocer la extraordinaria riqueza caracterizaba el cine italiano en la primera mitad de la década de los años sesenta, y de cuyo nivel medio se beneficiaba incluso la obra de realizadores por lo general dominados por una menor inspiración que en el de aquellos definidos por una obra o cualidades más evidentes, creo que no son motivos suficientes para dejar de apreciar la valía demostrada por un título tan escasamente referenciado como LA RAGAZZA DI BUBE (La chica de Bube, 1963). Adaptación de la novela de Carlo Cassola, forma parte del periodo más valioso en la trayectoria de Comencini, que dio frutos tan interesantes como TUTTI A CASA (Todos a casa, 1960) o A CABALLO DELLA TIGRE (1961). Al igual que en aquellos casos, la película buscar alternar –con un equilibrio magnífico- varias de sus cualidades más notables; la precisión como retrato individual, la sensibilidad del componente sentimental y el vigor del cuadro colectivo. Ese conjunto nos servirá inicialmente para describir la personalidad de la joven e inexperta Mara (una de las más completas interpretaciones de Claudia Cardinale), una muchacha que vive en una lejana localidad italiana, hija de un matrimonio en el que el padre se caracteriza por su apoyo a la resistencia en los tiempos de la liberación contra el yugo fascista en Italia. De repente conocerá al hosco Bube (George Chakiris), un joven y reconocido partisano que compartió la vivencia de la resistencia con el hermanastro de la joven, que ha venido a hablar con el padre de la muchacha. Entre ambos se producirá un encuentro revestido de frialdad –Mara es absolutamente inexperta en las relaciones amorosas, mientras que en Bube parece no haber un rincón para relación alguna, absorbido como está en su lucha reivindicativa-. Sin embargo, y pese a que el tiempo se cierne sobre la muchacha de forma inapelable, una inesperada carta de Bube le hará albergar esperanzas en este joven que desde el primer momento le ha fascinado. Poco a poco, por medio de tibias cartas llegadas de manera irregular y acompañadas de algunos regalos, entre ambos jóvenes se establecerá una cierta ligazón, que alcanzará un nuevo estatus al regresar este y prometerse ante la familia de la muchacha, obteniendo la aprobación de su padre. Se iniciará para ellos la verdadera vida en común, desprovista de todo afecto y desarrollada en el contexto urbano de la posguerra italiana. Sin embargo, cuando entre ambos realmente se atisba cierto rasgo de ternura, Bube protagonizará un episodio especialmente violento en que asesinará al pequeño hijo de un sargento. Los dos prometidos tendrán que separarse no sin antes vivir su primera noche de verdadera pasión, prometiendo Mara esperarlo pese a que este tendrá que residir forzosamente en el extranjero, hasta que una previsible amnistía pueda salvarlo de una condena segura con la llegada de la inminente República Italiana. La joven esperará su regreso sin saber noticias de él, trasladándose a la ciudad, en donde trabajará como lavandera, en medio de una existencia incierta y rutinaria. Una tarde, y en un encuentro propiciado por una de sus compañeras, conocerá a un joven de buenos modales –Stefano (el sensible Marc Michel)-, trabajador de una imprenta. Pese a sus reticencias a abrirse con el recién conocido, la sinceridad del muchacho muy pronto hará mella en ella, brindándole esa sensibilidad que estaba esperando largo tiempo, y que en realidad jamás Bube le había brindado. Stefano incluso le encontrará a la muchacha un trabajo en la imprenta en la que ejerce como linotipista, buscando un acercamiento con la joven e intentando con ello olvidar una frustrada relación amorosa. Poco a poco, Mara se abrirá a Stefano, reconociendo finalmente su amor hacia él, aunque en ese preciso momento vuelva a estar presente Bube, que ha regresado a Italia y ha sido apresado por las autoridades. Pese a sus renuencias a volver a verlo –reconociendo en ello la realidad de cumplir un sentimiento que en realidad en esos momentos desea dejar en el olvido, dando una segunda oportunidad a su vida-, el reencuentro con Bube en la prisión llevará a la muchacha la necesidad en mantener su promesa, a sabiendas que supone el único apoyo que el detenido mantiene. Se celebrará la vista, condenando a este a catorce años de prisión por asesinato, condena que Mara asumirá de mantenerse como la única esperanza de Bube, y aún a costa de sacrificar con ello su auténtica vida.

 

La valía de LA RAGAZZA DE BUBE hay que entenderla de manera muy especial en ese ya señalado marco de riqueza para el cine italiano –como uno de los vértices más rotundos existentes en las cinematografías europeas de aquellos años-. Hay que entender esa vitalidad a la hora de marcar unos equipos y marcos de producción que en nuestros días parecen casi pretéritos, forjando buena parte de los mayores éxitos de aquel tiempo. En los créditos del título que nos ocupa, encontramos nombres tan significativos como el productor Franco Cristaldi –posteriormente esposo de la propia Cardinale-, el operador de fotografía Gianni Di Venanzo –que ofrece una aportación de especial significación por medio de los matices de su magnífico blanco y negro-, la implicación como coguionista de Marcello Fondato –igualmente inserto entre los argumentistas de TUTTI A CASSA- o incluso la hermosa y pertinente partitura musical de Carlo Rustichelli. Pero por encima de esas aportaciones individuales, y de la capacidad de Comencini para batir los talentos implícitos entre todos los componentes del equipo que auspició su resultado, nos encontramos con uno de tantos ejemplos que supieron conjugar en la pantalla un cercano alcance de crónica histórica, dominado por una capacidad analítica y de lucidez notable, combinando en sus imágenes el recurso a géneros populares e incluso –y es algo plenamente legítimo- la defensa de un renovado star system y el recurso a la comercialidad. Todo ello se da cita en esta estupenda película de Comencini –probablemente el mejor título de su filmografía-, que logra expresar en segundo término, pero siempre en unas circunstancias al servicio de la historia narrada, la evolución de la posguerra italiana. En sus secuencias nos apercibiremos del rechazo de las clases populares a la monarquía de los Saboya, el referéndum que dio paso a la república italiana, o incluso en secuencias de especial intensidad comprobaremos una estampa inusual en el cine italiano, como fue la reprobación de las clases populares a los sacerdotes colaboracionistas con el fascismo.

 

Ese alcance preciso de crónica –que alcanza una notable capacidad de observación- se complementa en la película con el determinado intervalo que la película comprueba a partir del encuentro de Mara con Stefano. Un auténtico oasis que Comencini plasmará con una extraordinaria sensibilidad –ayudado por la fuerza de los dos intérpretes, la utilización dramática de la iluminación, e incluso con el refuerzo del tema musical que incorporará Rusticelli en la banda sonora-. Un fragmento que alcanzará tintes casi conmovedores, al observar como una pareja de enormes afinidades en realidad jamás podrá consolidar sus mutuos afectos al existir el poderoso condicionante que perdura en la mente de la muchacha. Comencini sabe mostrar con delicadeza esa circunstancia, logrando ese contraste melodramático que llega a apelar la conciencia del espectador. En ese sentido, resultarán ejemplares tanto la manera con la que –utilizando el referente cinematográfico de WATERLOO BRIDGE (El puente de Waterloo, 1940. Mervyn LeRoy)- se describe visualmente la llegada del tan deseado acercamiento entre Mara y Setefano, y poco después la manera con la que se muestra –en una secuencia de enorme fuerza-, el reencuentro entre la muchacha y Bube, en una prisión dominada por la lividez y la frialdad del marco en el que ambos se expresan, inicialmente con frialdad, y poco después dando paso a sus sentimientos más íntimos. Son momentos que revelan la inspiración cinematográfica de un realizador indudablemente irregular, que se encontraba entonces en el mejor momento de su obra, y era consciente de la riqueza del material con que partía. Es por ello que LA RAGAZZA… va creciendo en interés y en fuerza dramática, con un sentido de la progresión tan impecable como la manera en la que se van exaltando los sentimientos de su joven protagonista. Un conjunto en el que resulta de notable pertinencia la estructura del relato en forma de flash-back –en los momentos finales entenderemos tal elección-, o la elección de la voz en off para complementar los sentimientos que rodean la aventura vital de Mara. Una singladura que alcanzará en su conclusión otra nueva vuelta de tuerca en torno a la oportunidad perdida en su vida, por medio del inesperado reencuentro con Stefano, siete años después de haber interrumpido su relación con él, en una secuencia que tiene algo de nostálgica semejanza con la inolvidable SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan).

 

Crónica histórica, madurez forzosa, sentimientos contenidos, fidelidad y capacidad de descripción psicológica, tienen en LA RAGAZZA DI BUBE una muestra espléndida, demostrando que incluso aquellos realizadores quizá mantenidos en una segunda fila, podían legar productos finalmente magníficos. Este es uno de ellos.

 

Calificación: 3’5