THE LONGEST YARD (1974, Robert Aldrich) El rompehuesos
Con la llegada de la década de los 70, buena parte de la producción de cineastas ya consagrados en décadas y periodos precedentes, se verían afectados por las consecuencias de unos modos de producción que les habían pillado con el pie cambiado. Figuras tan variopintas como Otto Preminger, Richard Fleischer, John Huston, Don Siegel, John Frankenheimer, Sidney Lumet… tuvieron que engrasar sus trayectorias, e intentar prolongar una andadura profesional, que para no pocos de ellos se antojaba complicada. Dicha circunstancia, y el entorno convulso a nivel industrial que se produce en Hollywood, es lo que facilita que realizadores con un pasado más que respetable, se embarquen en proyectos en apariencia delimitados por una abierta comercialidad, que serían acogidos en líneas generales con indiferencia por la crítica del momento. Lo curioso, lo relevante es que, en buena parte de ellos, una mirada más atenta a estas producciones revela un interés no solo muy superior al que se les concedió apresuradamente en su día. También una conexión con el pasado de sus trayectorias y, pese a no saber apreciarse en su momento, en no pocas ocasiones, nos encontramos películas que se encontraban entre lo más reseñable de cada temporada.
Punto por punto, puede decirse que este enunciado define a la perfección THE LONGEST YARD (El rompehuesos, 1974), rodada por Robert Aldrich a continuación de la magnífica ULZANA’S RAID (La venganza de Ulzana, 1972) y la atractiva EMPEROR OF THE NORTH POLE (El emperador del Norte, 1973), títulos ambos que conectaban con esa dureza inherente a su trayectoria precedente. Por ello, cuando llega una película que aparece como un producto al servicio del emergente y poco prestigiado Burt Reynolds, lo más sencillo era mirar con superioridad su resultado, sin detenerse en primer lugar a disfrutar esta notable tragicomedia, envuelta con las costuras de una cinta de ambiente deportivo y carcelario y, por supuesto, incapaces de valorar no solo sus cualidades -que no son pocas- sino incluso el encaje que la misma alberga, en torno al pasado de su realizador.
Es cierto que THE LONGEST YARD se inicia de manera un tanto televisiva, al describir el encontronazo que el cínico Paul Crewe (Burt Reynolds) mantiene con la que hasta ese momento ha sido su amante. Será una pelea en la que este dejará de ser un mantenido, y huyendo con un Maserati propiedad de esta, quien no dudará en llamar a la policía para demandarlo. Crewe fue años atrás un reputado jugador de futbol americano definido en un extraño nihilismo existencial, lo que le llevará a tirar el vehículo en un muelle, tras escapar de una persecución policial. Condenado a 18 meses de cárcel, muy pronto descubrirá que su internamiento en la prisión del estado de Georgia no ha sido casual, puesto que ha sido intención directa de su alcaide -Warden Hazen (Eddie Albert)- preocupado de manera casi maniática en revitalizar el equipo de la prisión, para encaminarlo a competiciones que doten del prestigio el establecimiento. Poco antes, el capitán Knauer (Ed Lauter) habrá advertido al protagonista que renuncie a la propuesta, algo que este cumplirá en los primeros instantes. Sin embargo, su rechazo le llevará a ser destinado a ingratas tareas en el pantano junto con otros presos de larga condena, donde vivirá sus duras condiciones. Ello le permitirá, por un lado, conocer al que pronto se convertirá en su fiel amigo -Caretaker (James Hampton)- y a vivir una pelea con otros de los presos costándole un duro confinamiento, y accediendo tras ello a la petición de Hazen. Para ello, le sugerirá la posibilidad de formar un equipo entre los reclusos, y disputar con ellos un partido contra los guardianes. El alcaide verá de buen grado la sugerencia, por lo que Crewe iniciará un proceso de selección que, al mismo tiempo, le irá acercando al conjunto de la población reclusa. Dicha circunstancia romperá el hielo que hasta ese momento se había establecido en torno a él, y logrando captar, más allá de la formación del equipo, un núcleo de fuerza colectiva. Una oposición a la brutalidad vivida por todos ellos, que verán en las intenciones del jugador la posibilidad de, siquiera sea con un partido, puedan descargar en sus guardianes esa rabia contenida a lo largo del cumplimiento de sus condenas.
Así pues, bajo las costuras de un grato divertimento -que en ningún momento deja de serlo- Aldrich no deja de plasmar, a través del guion de Tracy Keenan Wynn y Al Ruddy, una prolongación de esos relatos en los que abogaba por la fuerza del esfuerzo colectivo, como podría ejemplificar la magnífica THE FLIGH OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965), o la tan popular como a mi juicio sobrevalorada THE DIRTY DOZEN (Doce del patíbulo, 1967). Esa mirada colectiva propone en THE LONGEST YARD un alcance transgresor, al dejar de lado la facilidad de recurrir a estereotipos y, por el contrario, acertar en la descripción y tratamiento de su galería de personajes, con especial mención al viejo Pop (maravilloso John Steadman), que aparecerá casi como un referente para este jugador descreído y nihilista quien, poco a poco, encontrará en este insólito encargo, no solo una forma de rebelión a lo establecido, sino incluso el eje de una redención personal a una vida sin rumbo. Ese cuidado en la pintura de personajes posibilitará incluso un cierto cuidado al describir la fauna del personal de carceleros, e incluso al propio alcaide, quien solo en la parte medular del relato revelará su personalidad sádica.
Todo ello conformará el epicentro de esta historia de esfuerzo y de rebeldía. Un proceso en el que no faltarán los apuntes y momentos divertidos -la secuencia en la que la secretaria del alcaide hace el amor, contra reloj, a Crewe; los insólitos modos de obtener los objetos más insospechados por parte de Caretaker; la expeditiva manera con la que nuestro protagonista logra captar al violentísimo condenado, temido incluso por los guardias, para el equipo-. Al mismo tiempo, no se ausentarán los instantes dramáticos -la trágica resolución del intento de asesinato de Paul-. Esta diversidad albergará un extraño equilibrio, al lograr que lo que en apariencia pudiera ser un producto de consumo rápido, se vaya transformando en un canto a la rebeldía a partir del esfuerzo colectivo.
En consonancia con todo ello, la narración del partido de fútbol americano -clímax de la película- deviene apasionante, incluso para los que, como un servidor, no tenemos los más mínimos conocimientos sobre el mismo. Por medio de un brillante montaje y una ajustada planificación, Aldrich logra contagiar de entusiasmo al espectador, en la medida que ese combate dirime esa mirada transgresora de estos excluidos de la sociedad, contra el orden establecido. Y para ello, en los primeros instantes del encuentro destacará la espléndida utilización de la split screen, que nos insertará en el rugir de un encuentro, donde más allá de los resultados de una simple disputa se juegan dos maneras de entender la existencia. Es más, la presión a la que se verá sometido Crewe por parte del rencoroso alcaide -quien no dudará indicar de forma reservada a su lugarteniente que machaquen sin piedad al equipo de reclusos, a los que ha negociado que se dejen perder- en sus minutos finales no dejará de evocarme al Tom Courtenay de la inolvidable THE LONELINESS OF THE LONG DISTANCE RUNNER (La soledad del corredor de fondo, 1962. Tony Richardson), en ese intento de rebeldía contra el orden opresor. Sin embargo, el film de Aldrich apostará por la -divertida y arrolladora- épica del esfuerzo colectivo, en una catarsis de creciente entusiasmo en el que público y cronistas se dejarán hechizar por esa increíble remontada de un partido que parecerá casi insalvable -Crewe en principio aceptará el chantaje propuesto por el alcaide, incapaz de aceptar una derrota limpia, abjurando de su liderazgo, y provocando la decepción de sus compañeros-. Será en un momento dado, cuando Paul le pregunte al viejo Pop si mereció la pena revelarse en su momento contra el alcaide -lo que le granjeó una enorme prolongación de su condena-; el instante más hermoso de THE LONGEST YARD se dirimirá en unos minutos finales magníficos, que se pueden considerar entre los más valiosos jamás legados ante la pantalla en su vertiente deportiva. Así pues, bajo su aparente corto alcance, más de cuatro décadas después el film de Aldrich no solo confirmaba la buena forma de su artífice, quizá no prolongada mucho tiempo más, aunque en este caso demostrando que mantenía firme su destreza como cineasta físico, capaz de presentar personajes dotados de inusual hondura psicológica.
Calificación: 3