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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Aldrich

THE LONGEST YARD (1974, Robert Aldrich) El rompehuesos

THE LONGEST YARD (1974, Robert Aldrich) El rompehuesos

Con la llegada de la década de los 70, buena parte de la producción de cineastas ya consagrados en décadas y periodos precedentes, se verían afectados por las consecuencias de unos modos de producción que les habían pillado con el pie cambiado. Figuras tan variopintas como Otto Preminger, Richard Fleischer, John Huston, Don Siegel, John Frankenheimer, Sidney Lumet… tuvieron que engrasar sus trayectorias, e intentar prolongar una andadura profesional, que para no pocos de ellos se antojaba complicada. Dicha circunstancia, y el entorno convulso a nivel industrial que se produce en Hollywood, es lo que facilita que realizadores con un pasado más que respetable, se embarquen en proyectos en apariencia delimitados por una abierta comercialidad, que serían acogidos en líneas generales con indiferencia por la crítica del momento. Lo curioso, lo relevante es que, en buena parte de ellos, una mirada más atenta a estas producciones revela un interés no solo muy superior al que se les concedió apresuradamente en su día. También una conexión con el pasado de sus trayectorias y, pese a no saber apreciarse en su momento, en no pocas ocasiones, nos encontramos películas que se encontraban entre lo más reseñable de cada temporada.

Punto por punto, puede decirse que este enunciado define a la perfección THE LONGEST YARD (El rompehuesos, 1974), rodada por Robert Aldrich a continuación de la magnífica ULZANA’S RAID (La venganza de Ulzana, 1972) y la atractiva EMPEROR OF THE NORTH POLE (El emperador del Norte, 1973), títulos ambos que conectaban con esa dureza inherente a su trayectoria precedente. Por ello, cuando llega una película que aparece como un producto al servicio del emergente y poco prestigiado Burt Reynolds, lo más sencillo era mirar con superioridad su resultado, sin detenerse en primer lugar a disfrutar esta notable tragicomedia, envuelta con las costuras de una cinta de ambiente deportivo y carcelario y, por supuesto, incapaces de valorar no solo sus cualidades -que no son pocas- sino incluso el encaje que la misma alberga, en torno al pasado de su realizador.

Es cierto que THE LONGEST YARD se inicia de manera un tanto televisiva, al describir el encontronazo que el cínico Paul Crewe (Burt Reynolds) mantiene con la que hasta ese momento ha sido su amante. Será una pelea en la que este dejará de ser un mantenido, y huyendo con un Maserati propiedad de esta, quien no dudará en llamar a la policía para demandarlo. Crewe fue años atrás un reputado jugador de futbol americano definido en un extraño nihilismo existencial, lo que le llevará a tirar el vehículo en un muelle, tras escapar de una persecución policial. Condenado a 18 meses de cárcel, muy pronto descubrirá que su internamiento en la prisión del estado de Georgia no ha sido casual, puesto que ha sido intención directa de su alcaide -Warden Hazen (Eddie Albert)- preocupado de manera casi maniática en revitalizar el equipo de la prisión, para encaminarlo a competiciones que doten del prestigio el establecimiento. Poco antes, el capitán Knauer (Ed Lauter) habrá advertido al protagonista que renuncie a la propuesta, algo que este cumplirá en los primeros instantes. Sin embargo, su rechazo le llevará a ser destinado a ingratas tareas en el pantano junto con otros presos de larga condena, donde vivirá sus duras condiciones. Ello le permitirá, por un lado, conocer al que pronto se convertirá en su fiel amigo -Caretaker (James Hampton)- y a vivir una pelea con otros de los presos costándole un duro confinamiento, y accediendo tras ello a la petición de Hazen. Para ello, le sugerirá la posibilidad de formar un equipo entre los reclusos, y disputar con ellos un partido contra los guardianes. El alcaide verá de buen grado la sugerencia, por lo que Crewe iniciará un proceso de selección que, al mismo tiempo, le irá acercando al conjunto de la población reclusa. Dicha circunstancia romperá el hielo que hasta ese momento se había establecido en torno a él, y logrando captar, más allá de la formación del equipo, un núcleo de fuerza colectiva. Una oposición a la brutalidad vivida por todos ellos, que verán en las intenciones del jugador la posibilidad de, siquiera sea con un partido, puedan descargar en sus guardianes esa rabia contenida a lo largo del cumplimiento de sus condenas.

Así pues, bajo las costuras de un grato divertimento -que en ningún momento deja de serlo- Aldrich no deja de plasmar, a través del guion de Tracy Keenan Wynn y Al Ruddy, una prolongación de esos relatos en los que abogaba por la fuerza del esfuerzo colectivo, como podría ejemplificar la magnífica THE FLIGH OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965), o la tan popular como a mi juicio sobrevalorada THE DIRTY DOZEN (Doce del patíbulo, 1967). Esa mirada colectiva propone en THE LONGEST YARD un alcance transgresor, al dejar de lado la facilidad de recurrir a estereotipos y, por el contrario, acertar en la descripción y tratamiento de su galería de personajes, con especial mención al viejo Pop (maravilloso John Steadman), que aparecerá casi como un referente para este jugador descreído y nihilista quien, poco a poco, encontrará en este insólito encargo, no solo una forma de rebelión a lo establecido, sino incluso el eje de una redención personal a una vida sin rumbo. Ese cuidado en la pintura de personajes posibilitará incluso un cierto cuidado al describir la fauna del personal de carceleros, e incluso al propio alcaide, quien solo en la parte medular del relato revelará su personalidad sádica.

Todo ello conformará el epicentro de esta historia de esfuerzo y de rebeldía. Un proceso en el que no faltarán los apuntes y momentos divertidos -la secuencia en la que la secretaria del alcaide hace el amor, contra reloj, a Crewe; los insólitos modos de obtener los objetos más insospechados por parte de Caretaker; la expeditiva manera con la que nuestro protagonista logra captar al violentísimo condenado, temido incluso por los guardias, para el equipo-. Al mismo tiempo, no se ausentarán los instantes dramáticos -la trágica resolución del intento de asesinato de Paul-. Esta diversidad albergará un extraño equilibrio, al lograr que lo que en apariencia pudiera ser un producto de consumo rápido, se vaya transformando en un canto a la rebeldía a partir del esfuerzo colectivo.

En consonancia con todo ello, la narración del partido de fútbol americano -clímax de la película- deviene apasionante, incluso para los que, como un servidor, no tenemos los más mínimos conocimientos sobre el mismo. Por medio de un brillante montaje y una ajustada planificación, Aldrich logra contagiar de entusiasmo al espectador, en la medida que ese combate dirime esa mirada transgresora de estos excluidos de la sociedad, contra el orden establecido. Y para ello, en los primeros instantes del encuentro destacará la espléndida utilización de la split screen, que nos insertará en el rugir de un encuentro, donde más allá de los resultados de una simple disputa se juegan dos maneras de entender la existencia. Es más, la presión a la que se verá sometido Crewe por parte del rencoroso alcaide -quien no dudará indicar de forma reservada a su lugarteniente que machaquen sin piedad al equipo de reclusos, a los que ha negociado que se dejen perder- en sus minutos finales no dejará de evocarme al Tom Courtenay de la inolvidable THE LONELINESS OF THE LONG DISTANCE RUNNER (La soledad del corredor de fondo, 1962. Tony Richardson), en ese intento de rebeldía contra el orden opresor. Sin embargo, el film de Aldrich apostará por la -divertida y arrolladora- épica del esfuerzo colectivo, en una catarsis de creciente entusiasmo en el que público y cronistas se dejarán hechizar por esa increíble remontada de un partido que parecerá casi insalvable -Crewe en principio aceptará el chantaje propuesto por el alcaide, incapaz de aceptar una derrota limpia, abjurando de su liderazgo, y provocando la decepción de sus compañeros-. Será en un momento dado, cuando Paul le pregunte al viejo Pop si mereció la pena revelarse en su momento contra el alcaide -lo que le granjeó una enorme prolongación de su condena-; el instante más hermoso de THE LONGEST YARD se dirimirá en unos minutos finales magníficos, que se pueden considerar entre los más valiosos jamás legados ante la pantalla en su vertiente deportiva. Así pues, bajo su aparente corto alcance, más de cuatro décadas después el film de Aldrich no solo confirmaba la buena forma de su artífice, quizá no prolongada mucho tiempo más, aunque en este caso demostrando que mantenía firme su destreza como cineasta físico, capaz de presentar personajes dotados de inusual hondura psicológica.

Calificación: 3

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXVIII) DIRECTED BY... Robert Aldrich

A 4 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXVIII) DIRECTED BY... Robert Aldrich

Robert Aldrich, a la izquierda, dando instrucciones a la actríz Bette Davis, en el rodaje de WHAT EVER HAPPENED TO BABY JANE? (¿Qué fue de Baby Jane?, 1962)


ROBERT ALDRICH... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(6 títulos comentados)

THE ANGRY HILLS (1959, Robert Aldrich )Traición en Atenas

THE ANGRY HILLS (1959, Robert Aldrich )Traición en Atenas

Cuando Robert Aldrich asume el rodaje de THE ANGRY HILLS (Traición en Atenas, 1959), ha sufrido la dolorosa circunstancia de ser expulsado del rodaje de THE GARMENT JUNGLE (Bestias de la ciudad, 1957. Vincent Sherman) –que sufre un injusto menosprecio debido a esta circunstancia-. Se encamina hasta Grecia, para rodar la historia de un conflicto dramático, enmarcado en la invasión nazi a dicho país producida en 1941, tomando como base la adaptación de una novela del controvertido Leon Uris. Intuyo que cuando se acomete esta producción, se intenta prolongar ante todo esa creciente presencia cinematográfica, de relatos que evoquen diversos episodios relacionados con la incidencia de la II Guerra Mundial, aunando espectacularidad, la presencia de marcos internacionales, y la querencia de repartos trufados de estrellas. En esta ocasión, el protagonismo de THE ANGRY HILLS recayó en Robert Mitchum, después de desestimar a un Alan Ladd, al que descartaron por su avejentado aspecto físico. Como quiera que el propio Aldrich, intuía las debilidades del material dramático que tenía entre manos, recurrió a la colaboración como guionista del contundente A. I. Bezzerides, pudiendo con ello intentar moldear y suplir las deficiencias, e intenta desmenuzar la entraña de una película que discurre a dos niveles, de manera desigual.

Por un lado, nos encontramos con una producción que explota de manera evidente, ese contexto “turístico” de su peripecia argumental, dentro de una historia centrada en la resistencia a la invasión nazi, sobre la discurren una serie de estereotipados personajes –no me resisto a destacar dos de ellos; el general hipocondríaco que encarna el británico Marius Goring, o el colaboracionista griego que asume un enervante Theodore Bikel-. Todo ello se inserta en un contexto, en el que no deja de utilizarse con excesiva dependencia el exotismo de los exteriores del país, potenciados en sus instantes más percutantes –que no siempre tendrán que coincidir con los más valiosos- con una planificación retórica, de ascendencia wellesiana, nunca abandonada por su realizador, potenciada con el uso del formato panorámico, y enriquecida  con la fotografía en blanco y negro de Stephen Dade. Pese a su esquematismo, ello no evitará en modo alguno la presencia de elementos y personajes inquietantes –como el dr. Stergion, encarnado magníficamente por el británico Donald Wolfit, portador del mcguffin de la película; esa lista de quince griegos que precisa el mando británico, y que al mismo tiempo intentan conseguir los mandos nazis llegados hasta Grecia-. Será una responsabilidad que llegará hasta un escéptico corresponsal de guerra americano –Mike Morrison (Robert Mithcum, no en una de sus mejores interpretaciones)-, quien poco a poco irá descubriendo en este cometido nunca deseado, la oportunidad de vislumbrar otro sentido a su existencia. Así pues, en THE ANGRY HILLS no dejarán de aparecer encuadres pintorescos que avalan el retraso de la Grecia de los primeros años cuarenta, planos inclinados, composiciones retóricas, miradas aviesas, y personajes patriotas descritos en su desaforado exotismo. En este sentido, preciso es reconocer que el tandem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger The Archers, lograron penetrar con bastante mayor acierto en la idiosincrasia del drama griego en la previa y muy cercana ILL MET BY MOONLIGHT (1957).

Pero junto a esa premisa en primer término que emana del film de Aldrich, se oculta otra película, mucho más atractiva, que se aleja considerablemente de las bases argumentales iniciales, y que habla de personas y sentimientos. Es cuando la retórica abandona el encuadre, y se detiene en seres que adquieren una extraña sinceridad ante la pantalla, por más que en ocasiones se encuentren ante dilemas que sobrevuelan comportamientos reprobables. En definitiva, lo mejor de la película de Aldrich, se dirime en torno a la evolución que protagoniza el personaje encarnado por Mitchum, desde su escepticismo y reticencia al compromiso inicial, hasta su apercibimiento de la necesidad del sacrificio y la solidaridad. El acierto en este caso, vendrá dado al aflorar una extraña sensación de autenticidad, no solo en el proceso seguido por Morrison, por más que Mitchum lo exprese con notable desapego, sino ante todo en el magnífico personaje de Conrad Heisler, el representante de la Gestapo, encarnado admirablemente por Stanley Baker. Desde el primer momento, percibiremos en él su voluntad de desmarcarse de las consignas nazis. No va uniformado, sino que viste traje, y a la hora de dirigir interrogatorios, apelará a descartar la violencia, introduciendo en su oposición una aparente desdramatización y lógica. Sin embargo, su objetivo es el mismo, y no dudará en dictaminar decisiones de especial dureza, como será marcar la trágica decisión de asolar una población griega, al no haber facilitado el destino de Morrison. Llegados a este punto, la película articula sus más valiosos elementos de interés, a la hora de expresar el drama interior de un hombre en el fondo sensible, como es Heisler, dominado y determinado a no abandonar el ideario y los objetivos de sus superiores. Ello se manifestará al utilizar a Lisa, su enamorada, al objeto de localizar y capturar a Morrison, siendo consciente poco a poco de su imposibilidad de hacerla abjurar de su condición de patriota griega, y buscando para ello la amenaza de liquidar a sus dos hijos, si no colabora tal y como está establecido. En realidad, lo mejor, lo más perdurable de esta irregular pero no desdeñable película, se centra esencialmente en el encuentro entre esos dos personajes, marcado en los últimos compases de la película, en los cuales Heisler dejará traslucir el ser humano que anima en su interior, por encima de la bestia nazi con la que ha de convivir.

Con ser atractivo, no será lo único a destacar en la película. Aparecerá de forma sutil una llamada en torno a la importancia de la trascendencia, que poco a poco irá acercándose al irremediablemente escéptico corresponsal americano, presente en ese pendiente que le entregará la joven, aguerrida y descreída patriota Eleftheria (Gia Scala), quien irá sufriendo junto a Mike una transformación interior. Ello se hará patente en ese bellísimo travelling de retroceso que describirá la despedida de ambos, una vez han sido acogidos y escondidos en un monasterio, ubicado en un entorno rural al margen de la vigilancia de los nazis. Será un movimiento de cámara idéntico, al que describirá la decisión final de Heisler para dejar en libertad a Lisa, tras descubrir que los hijos de esta han sido liberados de la vigilancia nazi, que los custodiaba para lograr por parte de la madre, la entrega del americano. De nuevo, un travelling de retroceso encuadrará al jefe de la Gestapo alejándose de la ventana en donde se encontraba, como si de algún modo lo “liberara” de la opresión interior de su servilismo a la atrocidad de su cargo, y en su lugar apareciera, aunque quizá solo momentáneamente, el ser humano, sensible y compasivo, que se encuentra en su alma.

THE ANGRY HILLS oscila en todo momento, entre el estereotipo, la rutina del ámbito bélico de aquel tiempo, la servidumbre a la visita turística y a roles exóticos, junto a la búsqueda de una búsqueda existencial por parte de sus principales personajes. Logrará en su confluencia un producto intenso e intimista en sus mejores momentos, revelador de las posibilidades de un director que, más allá del seguimiento de su retórica visual, sabía comprender la entraña de sus criaturas fílmicas.

Calificación: 2’5

WORLD FOR RANSOM (1954, Robert Aldrich)

WORLD FOR RANSOM (1954, Robert Aldrich)

Hay títulos que adquieren un especial interés a la hora de ser contemplados, un atractivo suplementario al de sus propias cualidades, en ocasiones solo discretas o menguadas. Este es el ejemplo que brinda WORLD FOR RANSOM (1954) segundo de los largometrajes firmados por el norteamericano Robert Aldrich –cuya referencia como tal no figura en unos títulos de crédito que no reflejan director alguno-. La película tiene como punto de partida un formato de clara serie B adscrita a la Allied Artist, procediendo de un inicial origen televisivo. En concreto, los apenas diecisiete días de rodaje que dieron como fruto el título que nos ocupa, tienen su origen en la serie China Smith / Captain China en la que Aldrich firmó cuatro de sus episodios. A partir de dicha base, se aprovecharon escenarios, elementos y personajes, en una ficción que tenía como marco una Singapur que en todo momento aparecía entre brumas –potenciada por la mano del operador Joseph F. Biroc, al igual que el músico Frank De Vol, posterior colaborador habitual del realizador-. Un fondo de reminiscencias de melodrama noir, con lejanos y un tanto pobres ecos de CASABLANCA (1942, Michael Curtiz), en el que destacará un personaje de escasa presencia en el relato, pero que no dudo en considerar el más atractivo; el de esa vendedora de lotería que aparecerá en los primeros y últimos compases del relato –quizá escondiendo en su mirada melancólica una secreta admiración hacia el protagonista del film-, al tiempo que siendo testigo de una de las secuencias claves del mismo.

Sin embargo, los derroteros de WORLD FOR RANSOM –en el que participó igualmente no acreditado como guionista el blackisted Hugo Butler, al que Aldrich siempre ha atribuido la totalidad del mismo, destacando entre ella una hermosa frase pronunciada por la oriental vendedora de la suerte “arriésguese, Sr. Callahan. El amor es un mirlo blanco, pero no puede comprarlo”. Y es que, en realidad, con todas sus notables limitaciones, pero también con la simpatía con la que se degusta esta pequeña producción de menos de ochenta minutos de duración, nos encontramos con una película en la que aciertos –sobre todo de atmósfera, planificación y en la descripción y desarrollo de algunos de sus personajes- y hasta torpezas –llegadas de la mano fundamentalmente de la dependencia del original televisivo, o en la mezcla de pequeñas subtramas- en ciertas ocasiones no se ensamblan con pericia. Es más, en algún momento se llegan a detectar fallos de raccord. No obstante, la película se inicia con unos primeros minutos llenos de atmósfera, describiendo esa supuesta Singapur en la que se desenvuelve el ya curtido Mike Callahan (Dan Dureya), un ex combatiente de la II Guerra Mundial, que es reclamado –en una secuencia dominada por un amenazante picado en toma fija-, para que colabore en una alambicada trama que encerrará una serie de enfrentamientos desarrollados en dicho contexto. Una base argumental que pronto se embarullará a la hora de verse implicado un viejo amigo del protagonista –Julian March (Patrick Knowles)- oficial del ejército británico y esposo de la que en su momento fue su novia –Frennessey (Marian Carr)-, en el secuestro de un físico nuclear –Sean O’Connor (Arthur Shields)- capaz de crear una bomba atómica, en un plan urdido por el avieso Alexis Pederas (Gene Lockhart).

Se entenderá que semejante barullo argumental podría arruinar una película tan modesta como la que se plantea, en la que en algún momento incluso los muros parecen temblar, y donde Aldrich no duda en alguno de sus movimientos de cámara despreciar la presencia de paredes. Son las carencias de una producción en la que aparecen numerosos agujeros -¿Cómo los oficiales británicos muestran a Carrigan, presunto acusado del crimen del fotógrafo, el puñal que podría incriminarle como si tal cosa? Detalles como estos son los que impiden que el conjunto de WORLD FOR RANSOM no sobrepase la barrera de la discreción, aunque cierto es que la misma ha de verse ante todo como un borrador de algunas de las inquietudes estilísticas que poco después Aldrich pondría en practica en su cine con mayor grado de acierto. Esas búsquedas formales de índole expresionista que podrían ejemplificar las escenas que el protagonista mantiene con tu antigua enamorada, siendo planificadas desde las rejas circulares de un objeto situado en primer plano. Del mismo modo, buena parte de la disposición de los actores dentro del encuadre en secuencias de interiores se centra en la clásica ubicación de uno en primer plano y potenciando –en ocasiones con artificio- la profundidad de campo. Sin embargo, me gustaría destacar una secuencia que a mi modo de ver prefigura de manera notoria otra similar inserta en la parte final de la maravillosa VERA CRUZ (Veracruz, 1954). Se trata la del ascenso de Carrigan por el cuartelillo en donde se encuentra la metralleta del vigilante que custodia el recinto en cuyo interior se mantiene secuestrado a O’Connor. Es un pequeño episodio casi calcado, que irá precedido de la lucha en la que se percibirá una especial complicidad entre el oficial británico que le ha seguido. Una relación en la que lo mejor y lo peor casi se dará de la mano de un plano a otro, aunque en última instancia a dicho oficial se le deje herido y en la narración nunca volvamos a saber que es de él.

La película finalizará apelando a la decepción por parte de Carrigan, que en defensa propia ha tenido que eliminar al despreciable March, descubriendo que en realidad la que fue el amor de su vida había jugado con él para sacar adelante a un esposo del que, pese a todo, se encontraba totalmente enamorado. El escepticismo volverá a un ser de por sí caracterizado por una personalidad taciturna, que rechazará esa insinuante y cálida alusión de la vendedora de lotería, volviendo a ser uno más, en esa brumosa urbe de Singapur, tal y como empezó esta pequeña, discreta pero al mismo tiempo hasta cierto punto entrañable película, primeriza y apócrifa de Robert Aldrich.

Calificación: 2

THE DIRTY DOZEN (1967, Robert Aldrich) Doce del patíbulo

THE DIRTY DOZEN (1967, Robert Aldrich) Doce del patíbulo

No creo descubrir nada nuevo al airear la irregularidad que presidió la obra del norteamericano Robert Aldrich en la década de los sesenta. Fueron unos altibajos que en mayor o menor medida estuvieron presentes en la mayor parte de los cineastas que acometieron esta década laboral con un bagaje ya más o menos sólido, que en Aldrich nos permitió encontrarnos tan pronto con el producto inspirado –THE LAST SUNSET (El último atardecer, 1961), WHAT EVER HAPPENED TO BABY JANE? (¿Qué fue de Baby Jane?, 1962)- que con otros dominados por la gratuidad o lo simplemente festivo –HUSH... HUSH, SWEET CHARLOTTE (Canción de cuna para un cadáver, 1964), o la previa 4 FOR TEXAS (Cuatro tíos de Texas, 1963)-. En una u otra vertiente siempre asomaba esa inveterada tendencia del realizador al subrayado, el artificio o la retórica, aspectos estos que en algunos casos impidieron que el alcance de sus productos más logrados de esta época, lograran –más allá de una popularidad más o menos merecida- el estatus de logro absoluto. En cualquier caso, sí que es cierto que en los sesenta, Aldrich dejó entrever una cierta vertiente nihilista heredada ya de épocas precedentes –ATTACK (1956)-, que proporcionó un título a mi juicio tan logrado como THE FLIGHT OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965) –probablemente mi película preferida suya de esta década-, dejando el sendero abierto para miradas posteriores tan cínicas y desencantadas como TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de China, 1970) o ULZANA’S RAID (La venganza de Ulzana, 1972). En medio de ambos referentes tenemos que incluir THE DIRTY DOZEN (Doce del patíbulo, 1967), probablemente uno de los títulos más populares y taquilleros de toda su filmografía.

 

Popularidad que se mantiene inalterable más de cuatro décadas después de su realización, y cuyas huellas podemos encontrar en buena parte del cine de acción desarrollado con posterioridad, hasta contemplarla en el Tarantino más reciente. Pese a dicha popularidad y al enorme éxito taquillero logrado en su momento, lo cierto es que nunca podría considerar, ni de lejos, al film que nos ocupa, entre las obras más valiosas del autor de la memorable VERA CRUZ (Veracurz. 1954). Se que puedo ir contracorriente en esta opinión, pero pienso que en THE DIRTY DOZEN se encuentra bastante de lo más cuestionable del cine de Aldrich, mientras que disfrutamos poco de lo que permitió considerar en su obra a un cineasta poseedor de una personalidad turbia y atractiva. Se trata, probablemente, de una opinión en la que tiene bastante que ver el envejecimiento que el paso de los años ha proporcionado a una película que jugaba más la baza de su crudeza, descuidando por el contrario el trazado psicológico de su galería humana –algo que, por el contrario, sí caracterizaba el ya citado THE FLIGHT OF...-. Esta opción –que revela una clara astucia de productor por otro lado bastante comprensible en un cineasta de sus características-, en su momento contribuyó a su enorme éxito, pero la ha condenado con el paso del tiempo a envejecer con no muy buena salud, quedando sus interminables casi dos horas y media de duración como un perfecto ejemplo de narración superada ampliamente por tantos y tantos sucedáneos que la película planteó en su momento. Esa manera de plantear una violencia descarnada, la descripción de personajes trazados por un grado terminal en su maldad, la división en dos partes de su argumento –la primera, más extensa, centrada en el periodo de aprendizaje, mientras que la segunda describe el ataque que da sentido a la misión- en modo alguno sirve para elevar el discreto aunque ocasionalmente atractivo nivel de una propuesta que funciona siguiendo los parámetros más previsibles y convencionales.

 

Todo ello se centra en la actuación aliada en la Alemania de 1944, destinando al Mayor Reisman (Lee Marvin) para que dirija a un grupo de doce individuos totalmente desahuciados por unas condenas que en buena parte de ellos son de muerte. La selección forjará un grupo de delincuentes, seres al margen de la sociedad, pero que quizá en ese contexto de absoluta degradación marcado por la guerra podrían ejercer como artífices de una catarsis a la hora de lograr un objetivo igualmente dominado por la violencia. A partir de esta concatenación de contextos, THE DIRTY DOZEN podría enmarcarse con facilidad en ese contexto de exorcismo de esa furia humana que plantearon nombres como el propio Aldrich o Sam Peckimpah. Cineastas que utilizaron una misma galería de intérpretes –el caso de Ernest Borgnine, por poner un ejemplo- y que en algunos ejemplos aportaron una cierta poética por algunos muy apreciada, pero entre la que confieso no encontrarme muy ligado.

 

Pero incluso aún admitiendo esa manera tan específica –y representativa- de entender una determinada actitud cinematográfica, tampoco con ello podría adherirme al entusiasmo que en ciertos sectores proporciona esta película de Aldrich, a la que con sinceridad creo que le sobra cierta duración para lo poco que cuenta, en el que se podría destacar –eso si- la impronta fotográfica proporcionada por Ted Scaife –el autor de la inolvidable patina visual de la admirable THE NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1958. Jacques Tourneur)-, la cierta garra que adquieren las secuencias del asalto final al castillo alemán que es violentado –aunque estimo que no se aprovechan las posibilidades que podía proporcionar esa angustiosa circunstancia-, o la progresión que se contempla en la última media hora del metraje. Bastante poco para un relato que se extiende bastante más de lo deseable y que falla de manera estrepitosa en la escasa densidad psicológica de su trazado de personajes. Cierto es que Aldrich confía –y mucho- en la efectividad de su reparto –o en parte del mismo- y en buena medida dicha seguridad resuelve la película en un determinado grado. De todos modos, hay que admitir que ello no es suficiente –incluso en algunos momentos se torna molesto, al ceder a la tentación de la complicidad y el divismo de sus stars-, ni logra que en última instancia la película se convierta en algo más de lo que en realidad es. Es decir, una simple –demasiado simple- y astuta operación comercial, cuya rentabilidad pronto se reveló como la mejor respuesta a su enunciado, aunque ello en modo alguno nos evite reconocer que nos encontramos ante uno de los títulos menos relevantes de aquel periodo en la trayectoria del ya veterano cineasta.

 

Calificación: 2

TEN SECONDS TO HELL (1959, Robert Aldrich)

TEN SECONDS TO HELL (1959, Robert Aldrich)

Dentro de la irregular pero en líneas generales atractiva filmografía del norteamericano Robert Aldrich, TEN SECONDS TO HELL (1959) se erige como una relativa singularidad. Lo es en la medida de resultar un título bastante poco conocido –en España jamás se estrenó comercialmente, y las oportunidades para su visionado en la pequeña pantalla siempre han sido muy limitadas-, además de suponer una incursión del director en el contexto del cine británico –aunque sus dos protagonistas fueran intérpretes estadounidenses; se trata de un país en donde volvería a rodar con posterioridad- y, por encima de todo, situar esta película dentro del seno de la productora Hammer Films. Un estudio que ya llevaba años de andadura en la cinematografía inglesa, pero que fue a partir de la segunda mitad de los cincuenta cuando consolidó una trayectoria legendaria en su aportación al cine fantástico. En ese sentido, creo que la singularidad es doble, en la medida que la película no queda escorada en dicha característica vertiente ni, al mismo tiempo, dentro de lo que permitirían intuir sus imágenes iniciales –que se describen durante los mismísimos títulos de crédito; planos aéreos del discurrir de una serie de aviones en tiempos de guerra-.

 

Tras dicho inicio, una voz en off nos trasladará casi de forma instantánea a la descripción del marco en el que se desarrollará este drama psicológico que, por momentos, parece insertarse en un contexto donde otro realizador norteamericano, en este caso exiliado de forma permanente en las islas -me estoy refiriendo a Joseph Losey- poco tiempo después también rodaría dentro de esta misma productora e igualmente en este periodo apostaría por un drama de cercano punto de partida; KING AND COUNTRY (Rey y patria, 1964)-. En esta ocasión la propuesta se desarrolla en el Berlín occidental de la inmediata posguerra, presentándonos a un grupo de seis excombatientes que son destinados como miembros de una unidad de desactivación de bombas en terreno alemán. Una galería humana que oscila de la desesperación a un cierto atisbo de esperanza entre sus desgastados componentes, y entre los que destacará la soterrada pugna que desde el primer momento quedará marcada en la personalidad manifestada por los dos caracteres más carismáticos del conjunto –Erik Koertner (Jack Palance) y Karl Wirtz (Jeff Chandler)-. A la capacidad de compañerismo del primero se opondrá pronto el materialismo y la aparente jovialidad del segundo, estableciéndose entre los compañeros un extraño juego macabro, consistente en apostar parte de sus sueldos en una especie de dote que cobraría finalmente el que de entre ellos quede como superviviente. Como un inescrutable destino dentro del desarrollo de su misión, poco a poco irán muriendo en accidente varios de estos ellos, descubriéndose en el devenir de sus misiones la reiterada existencia de una bomba británica de doble espoleta, y estrechándose progresivamente los perfiles psicológicos de los protagonistas del relato, en justa repercusión en la muerte de aquellos cuya definición se había establecido con matices más secundarios. El devenir de la narración nos revelará las causas del materialismo posibilista de Kart –centrado en un episodio del pasado con su abuelo- y el interés que demuestra en lograr quedar superviviente. Por su parte, Eric destacará en el alcance de su compañerismo y camaradería, uniendo a ambos su larvado terror a la muerte, en el primero de ellos como expresión de la ausencia de su humanidad, y en el segundo diluido dentro de su facultad de servicio a la comunidad –expresada en el detalle de haber ejercido como arquitecto, profesión que se intuye prolongará en el futuro de su existencia, tal y como muestran los instantes finales de la película-.

 

Podría intuirse por el relato que nos encontramos con un guión condenado a una visión maniqueísta. Nada de ello cabe señalar a tenor de su resultado. La película centra sus objetivos en la interacción de su conglomerado humano, aunque justo es señalar que este interés remite notablemente con la presencia de sus escasos retratos femeninos. En especial el que encarna –a mi juicio con bastante pobreza- una Martine Carol que en ningún momento queda más que como un mero comparsa de un conjunto dominado por la camaradería masculina. Dentro de estos límites, el conjunto alcanza un resultado estimable aunque no pueda ser incluido entre los mejores títulos de su realizador. Pienso que esto se produce fundamentalmente por las debilidades de un guión que no logra articular la vertiente existencial del colectivo que retrata, basando su tensión fundamentalmente en la narración de la incidencia de las explosiones que van mermando a sus componentes. Ello llevará a Aldrich incluso a llegar a filmar una de ellos intentando forzar el suspense evitando mostrar el rostro de quien protagoniza la frustrada desactivación, aunque no falte en la película una cierta sensación de reiteración. En este sentido, el norteamericano frena en su llegada al cine inglés parte de su tendencia a angulaciones y apuestas narrativas de claro matiz wellesiano –aunque no dejaremos de contemplar determinados encuadres dominados por la interacción de rejas, barandillas, etc, y entre los personajes-, sin que ello se vea siempre compensado en una superior densidad dramática en el relato. En su favor, hay que señalar que sabe utilizar esa capacidad directa, fría, descriptiva y de producción, tan propia del cine británico, logrando sin una excesiva presencia de exteriores mostrar esa desolación de un Berlín destruido y luchando por salir de sus ruinas.

 

En la confluencia de esa fisicidad –acentuada por su fotografía en blanco y negro, obra de Ernest Laszlo-, cierto es que Aldrich alcanza sus mayores cotas de intensidad en la resolución de aquellas secuencias en las que logra combinar esa vertiente física y tensa, que al mismo tiempo logran un elemento de proyección de la psicología e interrelación de sus personajes. En este sentido, cabe destacar la existencia de dos set piéces especialmente brillantes. Uno de ellos es el episodio que se desarrolla a partir del instante en que uno de los componentes queda atrapado bajo una bomba tras el derrumbe parcial de un edificio. La espléndida secuencia destaca en lo angustioso de su desarrollo y la potenciación de su alcance claustrofóbico, mientras que al mismo tiempo nos permitirá descubrir la debilidad y el pavor que caracteriza al aparentemente desprejuiciado Karl, concluyendo de forma sorprendente con un derribo que provocará la muerte del atrapado y el médico que se encontraba con él –que había apostado por abandonarlo-; Erik inicialmente iba a quedarse con él, pero salió en busca de una camilla, salvándose inesperadamente, y mirando con horror como se desplomaba el ruinoso inmueble. Es para mi el mejor fragmento de un film que apuesta sin embargo por el episodio final, en donde se expresará de forma física y como enfrentamiento interior, la pugna marcada entre Karl hacia Eric. Una pugna que llevará al segundo a salvar al primero de una muerte segura –en esos momentos, casi parece obsesionado con tal circunstancia, persiguiendo a su aparente contrincante-. La ruindad de Karl se manifestará en su deseo de ganar la apuesta –y con ello la importante cantidad económica que llevará almacenada-, intentando provocar la muerte de su antagonista, aunque tras una breve lucha comprenda que esa era su misión, y finalmente se disponga a aceptar su destino final, mientras el atormentado superviviente se aleja de un ruinoso entorno. Un desenlace en cierto modo previsible pero no por ello menos atractivo, que sin embargo no alcanza la garra del fragmento anteriormente señalado, aunque permita cerrar un título que muestra esa capacidad psicológica innata al cine de Aldrich en aquellos años, albergando igualmente la debilidad de contar de nuevo con un Jack Palance esforzado pero cuyo aspecto –al igual que sucedía en la previa THE BIG KNIFE (1955), en modo alguno permite que nos identifiquemos con su personaje atormentado y sensible.

 

Calificación: 2’5

TOO LATE THE HERO (1970, Robert Aldrich) Comando en el Mar de China

TOO LATE THE HERO (1970, Robert Aldrich) Comando en el Mar de China

Ubicada en un periodo bastante inestable en la trayectoria cinematográfica de Robert Aldrich –algo que se haría extensivo, por similares circunstancias de adaptación, a la practica totalidad de compañeros de la denominada “generación de la violencia”; Brooks, Siegel, Fleischer-, TOO LATE THE HERO (Comando en el Mar de China, 1970) resulta sin embargo uno de sus títulos menos reseñados al tiempo que más interesantes de los últimos exponentes de la misma. Es curioso a este respecto apuntar la presencia de títulos interesantes o incluso magníficos entre la producción de finales de los sesenta y primeros años setenta en este grupo de cineastas –podría citar a este respecto THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969) –que me sigue pareciendo la obra maestra de su realizador- BITE THE BULLET (Muerde la bala, 1975) o $ (Dólares, 1971) en la filmografía de Richard Brooks, THE BEGUILED (El seductor, 1971) y DIRTY HARRY (Harry el sucio, 1971) en la de Siegel o THE BOSTON STRANGLER (El estrangulador de Boston, 1968) o MANDINGO (1975) en la Fleischer, por citar algunos ejemplos, que estoy convencido cada aficionado reconsideraría o corregiría en la medida de su propia visión personal. Lo cierto es que en estos y otros exponentes se aúna una visión por completo desesperanzada de diversos rasgos de la propia existencia, que son claramente puestos en cuestión hasta proponer en su conjunto una mirada absolutamente desesperanzada sobre una serie de valores que habían conformado hasta entonces nuestro ideario ético y una auténtica esperanza vital. Entorno que pone de manifiesto Aldrich en esta película, que en definitiva muestra una visión absolutamente nihilista y escéptica sobre la relatividad del concepto de valor, describiendo una serie de situaciones que revelarán esa auténtica desesperación ante la supervivencia que el ser humano despliega en sus momentos límite. Serán referentes que, por supuesto, están muy por encima de todas esas idealizaciones heroicas con que generalmente se plantean las grandes gestas de la humanidad –o quizá la visión que de ellas se ofrecen en las crónicas, y de las que se ironiza en la demoledora manifestación del soldado superviviente en los compases finales de la película-.

TOO LATE THE HERO se basa en una historia elaborada por el propio realizador junto con Robert Sherman, y trasladada en forma de guión cinematográfico de la mano de su habitual colaborador Lucas Heller. Su relato se centrará en las actividades de un comando del ejército británico apostado en el extremo sur de una isla del Pacífico en pleno fragor de la II Guerra Mundial. Se da la circunstancia que el otro extremo del territorio está ocupado por los japoneses, y por ello la marina norteamericana idea un plan para poder acceder al ocupamiento japonés, para lo cual han de tomar la estación de radio que allí poseen los nipones. Dado sus conocimientos del japonés, a la misión se suma de forma forzada el teniente Lawson (Cliff Robertson), integrandose a mala gana en este comando que recorrerá la selva de la isla, logrando en principio y tras un constante goteo de bajas en sus filas, hacer estallar la estación de radio. Sin embargo, a su regreso, descubrirán la existencia no detectada por los americanos de una base con numerosos aviones que atacarían a las fuerzas aliadas que pronto desembarcarían allí. Con este descubrimiento intentarán llegar cuanto antes a la base de la que partieron, pero serán perseguidos y progresivamente eliminados por un oficial japonés de educados modales, que utilizará un ingenioso sistema de audífonos para comunicarse con ellos. Finalmente, tan solo quedarán con fuerzas para culminar la misión y anunciar a sus superiores la existencia de esa base militar camuflada. Será por un lado el escéptico Lawson, y por otra el cínico oficial inglés Hearne (Michael Caine), totalmente opuesto a cualquier visión del heroísmo, y que en un momento determinado llegará a plantear al yanqui la única posibilidad existente para que ellos dos puedan escapar del acoso nipón; la de huir en dirección contraria y desertar de la misión –con las trágicas consecuencias que tendría para el desembarco aliado previsto-.

A partir de una muy interesante base dramática, lo primero que se siente en el film de Aldrich es el apercibimiento de un estado de auténtica desesperanza entre los contendientes. No es menos dura la visión que se realiza de los oficiales americanos tomando el sol en las playas, y el rechazo de Lawson a atender la demanda de su superior y entrar en la contienda. Pero es que el destacamento británico está representado por individuos sin ética ni esperanza, como si tuvieran una coraza en sus sentimientos, no faltarán ejemplos como el del despreciable Cambell (Ronald Fraser, habitual intérprete en títulos de Aldrich), que no duda en automutilarse para librarse de la línea de lucha, y que en todo momento no dejará de poner en práctica un comportamiento de lo más mezquino –llega a robar al cadáver de un oficial japonés muerto, de cuya mano cortará un dedo para lograr el anillo que llevaba; ello paradójicamente será la posterior causa de su muerte-. Pero aún con la existencia de un personaje tan negativo, que no dudará en traicionar a sus compañeros ante la posibilidad de salvarse de los japoneses, no quiere decir que el resto de los componentes del comando destaquen por su eficiencia y heroicidad. Todos en realidad tienen algo que esconder. Desde el que comanda la misión –Hornsby (Denholm Elliot)-, que llevará a cabo una equivocada emboscada a un grupo de soldados japoneses, y en donde perderá algunos de sus propios soldados, hasta su enfrentamiento de las órdenes superiores recibidas antes de partir, y que le llevarán a atacar la emisora de radio japonesa, y a morir en la misma merced ante la inhibición a actuar definida en esos tensos momentos por Lawson –al caer su cadáver, el rostro de Hornsby mirará de forma acusadora al impresionado americano.

Pero cuando parecía que ese cúmulo de actos totalmente enmarcados en la óptica de la supervivencia y la ausencia total de concepto de grupo, la película ofrece un giro muy atractivo con el descubrimiento de la base militar japonesa, que convertirá su desarrollo posterior en una peculiar versión actualizada del “El malvado Zaroff”, con los supervivientes del comando intentando huir de la persecución y capacidad psicológica de los japoneses, utilizando un ingeniosisimo sistema de altavoces –una brillante idea de la que se obtiene un notable juego dramático-. Será esa cercanía de la muerte, la que dispare los sentimientos más bajos de todos los componentes, quedando entre ellos el escéptico oficial americano y el cínico representante británico. Será ya entonces una partida de supervivencia, en la que se extremarán los detalles de descripción psicológica entre ellos, que pueden emparentarse con esos personajes que poblaron algunas de las posteriores títulos del realizador –EMPEROR OF THE NORTH POLE (El emperador del norte, 1973)-. Finalmente, el nihilismo y el alcance subversivo de la película es total; el oficial japonés del que temían lo peor, finalmente no mata a los dos presos ingleses a los que amenazaba, y nuestros dos protagonistas se acercarán hacia su destacamento tras matar al señalado oficial, corriendo en un zig-zag opuesto, y siendo filmados por unos teleobjetivos y planos muy generales que despojan de cualquier carácter heroico a la lucha, para dejarlo en su lugar como un hecho absurdo y carente de interés alguno.

Por ello, los planos finales de la película –magníficos y ciertamente atrevidos visualmente en su aparente alcance efectista-, incidirán en la inutilidad del esfuerzo bélico y subrayarán la mentira del comportamiento heroico. TOO LATE THE HERO es una película que siempre alcanza suficiente interés, en la que el conjunto de sus intérpretes demuestran una labor de carácter físico y carente de histrionismos realmente notable –en ella cabe destacar al habitualmente cargante Cliff Robertson-. Por su parte, no se puede omitir la fuerza que alcanza la luminosidad de la fotografía de Joseph Biroc, caracterizada por la potenciación de esos verdes bosques en los que se desarrolla buena parte de la acción, y también la eficacia de un montaje que logra implicarse en el sentido psicológico de su propuesta. Es evidente que en este periodo de su obra, Robert Aldrich no podía ser considerado un realizador sutil. El título que comentamos lo ratifica, sus secuencias se desarrollan con sequedad y en ocasiones con un nervio quizá no justificado, estando ausente de verdaderos logros formales en sus imágenes. Sin embargo, ello no importa. La eficacia de su propuesta es notable y la carga de profundidad nihilista que ofrece al espectador no pasa desapercibida. Es por ello que podemos considerar esta película como una de las más atractivas, singulares y valiosas aportaciones al cine bélico registradas en aquellos años –otro título que me vendría a la mente sería ANZIO (La batalla de Anzio, 1968. Edward Dmytryk)- Serán estos y otros títulos, los que de una forma u otra, y coincidiendo con el pleno periodo de la Guerra del Vietnam, ofrecieron miradas totalmente opuestas a las oficialistas que emanaban de Washington, en un periodo en el que el cine norteamericano intentó –bajo diferentes estrategias-, desmontar los falsos principios en que se había convertido su tan valorada democracia. Lo peor de todo, es que no sabían lo que les iba a llegar tres décadas después.

Calificación: 3

ULZANA'S RAID (1972, Robert Aldrich) La venganza de Ulzana

ULZANA'S RAID (1972, Robert Aldrich) La venganza de Ulzana

Resulta ciertamente sorprendente como en los primeros de la década de los setenta pudo tener lugar la existencia de un “hiwestern” de las características de LA VENGANZA DE ULZANA (Ulzana’s Raid, 1972). En un periodo en el que el cine de géneros prácticamente estaba difunto, y de forma muy especial el norteamericano por excelencia se encontraba absolutamente minado. La cancerígena influencia de Sergio Leone, la desaparición profesional de los grandes maestros del género o la sobrevaloración de títulos interesantes pero no poco cuestionables como GRUPO SALVAJE (The Wild Bunch, 1969. Sam Peckimpah), eran elementos muy a tener en cuenta. Como lo era igualmente una corriente “pro-india” en el género que en líneas generales no hacía más que traspasar el maniqueísmo de siempre pero revertiéndolo con una carga de mala conciencia que encubría una fealdad narrativa –SOLDADO AZUL (Soldier Blue, 1970. Ralph Nelson)-.

En medio de ese contexto un ya veterano Robert Aldrich –con brillantes aportaciones al género en las dos décadas precedentes, entre las que me atrevo a destacar la memorable VERA CRUZ (1954) -en mi opinión una de las cimas del género-, plantea una película que no hace que ninguno de los “dos bandos” sea ni bueno ni malo. En el fondo ambos sobreviven según sus costumbres, su instinto de supervivencia y todos tienen sus razones para sus acciones, por más que estas parezcan crueles a los ojos de las miradas ajenas. ULZANA’S RAID es un film profundamente misántropo y nihilista, en el que los apaches son seres crueles y torturadores –como pocas veces se ha mostrado en el género-, pero al propio tiempo los confederados pueden ser tan reprobables como ellos.

El argumento del film –que parte de un estupendo guión de Alan Sharp repleto de disgresiones que quedan a la reflexión del espectador-, narra la huída de Ulzana (Joaquín Martínez) jefe apache que se encontraba confinado en una reserva, acompañado de un grupo de acólitos. En su viaje comienza a torturar y asesinar cuantos colonos se encuentra a su paso. Para lograr su captura en la reserva se destina un comando encabezado por el teniente DeBuin (un estupendo Bruce Davison) joven de carácter idealista que en su interior se debate entre un sentimiento cristiano y la terrible realidad que rodea su misión. Junto a él se acompaña como guía al veterano McIntosh (espléndido Burt Lancaster) así como un extraño explorador apache llamado Ke-Ni-Tay (Jorge Luke). La película narra en líneas generales las andanzas de este comando, los crueles ataques de los apaches que comanda Ulzana, las reflexiones e impresiones que provocan las mismas entre los soldados y la evolución en el pensamiento –y quizá la propia madurez que se produce en el joven DuBoin-, así como las estrategias que hay que seguir para lograr vencer a los apaches basadas no en el uso de una violencia sino en la astucia y sabiduría necesaria para imponerse a ellos anticipándose a sus planes.

LA VENGANZA DE ULZANA ofrece algunas de las imágenes más insólitas y crueles de la historia del género. No me puedo resistir a citar el ataque que se produce a una madre y un hijo colono y el soldado que les acompaña –en el primer tercio del film-; cuando el ataque se inicia el soldado mata a la mujer para evitar que la ataquen y recoge al pequeño hijo. Al derribar los apaches el caballo en que montan, el soldado prefiere suicidarse pegándose un tiro en la boca. Pese a ello, los apaches no dejarán en paz su cadáver despedazándolo y sacando sus entrañas. Otra de las secuencias resuelta de forma espléndida es el ataque a la granja del padre de esta familia de colonos –magnífico el momento previo de la despedida de los dos esposos; todos sabemos que será definitiva-. En el ataque a la misma del que se defiende con agallas, finalmente caerá en la trampa que le tiende el hijo de Ulzana al tocar la corneta al estilo militar. No vemos el resultado final más que cuando llega el grupo de confederados y el cadáver del granjero se encuentra maltratado, atado a un árbol y con la cola de su perro en la boca.

Ciertamente hay en esta película pocos asideros para el espectador pero siempre interesa. Su carácter terriblemente nihilista acentuado por el tono fotográfico otorgado por el veterano Joseph Biroc, la escasa fotogenia de unos parajes casi desérticos y la extraña sensación de que realmente en esta huída apache y el viaje de búsqueda de sus perseguidores nadie va a encontrar más que la desesperanza. Un sentimiento que toma el punto de vista del veterano McIntosh, veterano explorador que con su mirada denota el profundo conocimiento del odio generado por la ocupación –él está casado con una mujer india-, y que queda como un testigo callado, certero e irónico de un mundo que realmente está condenado a la desaparición.

Y junto a él está el explorador apache que se debate entre su origen y la lealtad debida al ejército, al que ayudará finalmente tal y como había prometido. E incluso en su tremenda crueldad nos queda el sentido de la dignidad demostrado por Ulzana, que finalmente preferirá morir al fracasar su plan de consecución de caballos y contemplar el símbolo de esa corneta que portaba su hijo indio –ya muerto-. Finalmente, McIntosh herido de muerte preferirá esperar su desaparición saboreando un cigarrillo –hermoso momento- y tras una mirada de complicidad con un DuBoin que de alguna manera ha sabido adquirir un aprendizaje de la tremenda misión encomendada.

Puede que LA VENGANZA DE ULZANA no sea una película perfecta –algunos zooms resultan feístas aunque funcionales en su aplicación, quizá ciertos momentos no posean idéntico sentido del ritmo, o puede que su arranque sea demasiado frío-. Sin embargo pese a estos inconvenientes, son muchas sus virtudes y sobre todo nos encontramos con una propuesta ciertamente arriesgada y nada convencional que quizá conviertan la película en uno de los mejores westerns de la década de los setenta.

Calificación: 3’5