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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Florey

DAUGHTER OF SHANGHAI (1937, Robert Florey)

DAUGHTER OF SHANGHAI (1937, Robert Florey)

DAUGHTER OF SHANGHAI (1937), es un ejemplo perfecto para que, cualquier espectador interesado en ello -si es que, a estas alturas, puede existir-, se vea inmerso de lleno, en el universo del serial y el pulp. Ahí es nada, en apenas una hora asistir a una incesante sucesión de aventuras. Al contraste de razas, al peligro y, al mismo tiempo, la fascinación de lo oriental. A buenos muy buenos, y malos muy malos. A amenazas, oscuridades, peligros insondables, que son orillados con tanta facilidad, como la que se sucede otro riesgo mortal. En definitiva, a aquello que quiso evocar, a mi juicio con considerable irregularidad, el John Carpenter de BIG TROUBLE IN LITTLE CHINA (Golpe en la pequeña China, 1986), en la medida de que era una tarea poco menos que imposible.

Por el contrario, para que este tipo de cine pueda albergar un mínimo de interés, ha de cocerse en su propia condición de serie B. De complemento de programa doble, y si además, como es el caso, se encuentra avalado por un realizador tan reivindicable como Robert Florey, que se movía como pez en el agua, al deambular por atmósferas oscuras y bizarras, mejor que mejor. Así pues, nos encontramos ante un pequeño relato, que funciona casi a golpe de desmesura, con la desvergüenza propia de este tipo de modestas producciones -avalada en este caso por la Paramount-, en la que, desde su inicio, hay que reconocer que no se da tregua al espectador. Centrada en una azarosa historia en la búsqueda de una organización que trafica con el traslado de emigrantes a Estados Unidos -el paso de más de 80 años, no ha restado actualidad a dicho argumento-, DAUGHTER OF SHANGHAI se abre con una secuencia escalofriante, aunque desplegada coin absoluta desvergüenza; un pequeño avión -tripulado por un jovencísimo Anthony Quinn y un Buster Crabbe, que aún no había saboreado de la fama de su ya encarnado ‘Flash Gordon’-, traslada a un grupo de inmigrantes a USA -primordialmente orientales-. El acoso de un avión del gobierno, llevará a ambos a abrir la trampilla, dejando caer el personal con el que traficaban, dejándolos morir en pleno océano. Un inicio noqueante, que pronto nos trasladará al intento del gang que trafica con seres humanos, el entorno de un veterano anticuario, a quien intentarán coaccionar, para que integre como trabajadores, un buen número de las personas a las que han traído a San Francisco ilegalmente. Este se negará, albergando el apoyo de su joven hija -Lan Yin Lin (la fascinante Anna May Wong)-, en plena visita de una de sus clientas más fieles, la acaudalada Mary Hunt (Cecil Cunningham). El anticuario, estará dispuesto a aportar a los agentes de la ley, las pruebas que alberga, de esta gigantesca organización.

Será el inicio de una dinámica aventura, que nos describirá pocos minutos después, otro episodio, tan trepidante como cruel, como será el intento de asesinato de padre e hija, que solo se podrá consumar en el primero de ellos, introduciéndose en el relato las tareas policiales, que tendrán su cabeza en el joven agente Kim Lee (Philip Ahn). Este buscará la colaboración de Lan, pero la muchacha, de manera inesperada, viajará hasta marcos exóticos, en la búsqueda del verdadero cabeza de esta organización, siguiendo para ello las pistas que han llegado hasta ella. Ello le hará enrolarse como bailarina y cantante de un oscuro club, encabezado por el auténtico líder del siniestro conglomerado -Otto Hartman (Charles Bickfort)- quien, de manera inesperada, se interesará y encaprichará con la muchacha. Hasta allí llegará, tiempo después, y por otro conducto, Kim Lee, iniciándose en el reencuentro con la muchacha desparecida, el deseo conjunto de alcanzar las pruebas suficientes, que sirvan para condenar a Hartman y, con ello, desmontar esa amplia y casi imbatible organización criminal. No obstante, no será nada fácil alcanzar ese objetivo conjunto, iniciándose una serie de peripecias, que pondrán durante no pocas ocasiones, en juego sus vidas.

Lo cierto, es que un material tan explosivo, tan desopilante, encuentra un hombre apropiado en Robert Florey, especialista en recrear atmósferas opresivas y regodearse en universos bizarros. Por ello, esta pequeña producción alberga un ritmo y una autenticidad, bastante superior a este tipo de relatos. Esa implicación de Florey, se puede percibir en esos dos episodios, revestidos de crueldad, que hemos señalado anteriormente, pero se encontrará presente en su segunda mitad, en la que el contexto exótico a donde se desplaza la protagonista, adquiere una densidad tan evidente como sin duda disfrutable. Y será en los últimos minutos, cuando DAUGHTER OF SHANGHAI se revela especialmente atractiva, con esa sucesión de peligros y amenazas, plasmados con tanta ligereza como pertinencia, acentuando esa aura pulp, a la que se irá insertando un cierto sentido del nonsense.

Así pues, junto a atmósferas exóticas, esa especial querencia expresionista tan experta en manos de Florey, y la presencia de una interesante galería de villanos tortuosos, discurre una película ligera. Un relato sórdido y divertido al mismo tiempo, capaz de extraer con una mirada lúdica, ese lado oscuro de la condición humana, de forma tan ligera como eficaz, para el disfrute de aquellos públicos del New Deal, deseosos de paladear inofensivos y eficaces pasatiempos como este para, a la semana siguiente, tenerlos olvidados en la retina, y sustituidos por otros.

Calificación: 2’5

THE COCOANUTS (1929, Robert Florey & Joseph Hantley) Los cuatro cocos

THE COCOANUTS (1929, Robert Florey & Joseph Hantley) Los cuatro cocos

Soy moderado admirador de la figura de los Marx Brothers. Admirador, más no incondicional, en torno a unos cómicos sobre los que se valora mucho más su carga transgresora -por lo general, a cargo de Groucho-, que las debilidades que evidenciaron casi en todo momento como tal grupo en sus presencias cinematográficas y, sobre todo, su predominio sobre el humor verbal, sobre el genuinamente visual y cinematográfico. Al mismo tiempo, desde hace muchos años he sido férreo defensor de la figura del francés Robert Florey, un realizador que supo imbricarse en las cenagosas aguas del tratamiento de lo bizarro en la pantalla, tras unos orígenes lindantes con el vanguardismo cinematográfico, a través sobre todo de su querencia con el policiaco y el fantastique. He de decir, que hasta el momento, eran ocho los títulos suyos a los que he podido acceder, ofreciendo en todos ellosd la medida de un realizador inventivo, capaz de introducirse por terrenos sombríos, incluso en ocasiones al introducirse en ámbitos de producción bastante limitados.

Es por ello, que mi decepción al contemplar THE COCOANUTS (Los cuatro cocos, 1929) ha sido mayúscula. Nos encontramos ante la puesta de largo de los Marx en la gran pantalla, tras su exitosa andadura previa en los escenarios newyorkinos. Para ello, se apostará en la Paramount -el estudio en el que se fraguaron buena parte de los mejores títulos de estos cómicos-, por la traslación cinematográfica del referente teatral del experto comediógrafo George F. Kauffman, transformado en guion fílmico por Morrie Ryskind -que colaboraría con otros tres títulos posteriores de  dichos hermanos-. Hasta aquí, todo correcto. La película seguirá las andanzas de Hammer (Grocho), el avispado director de un hotel que se encuentra en las costas de Florida, intentando sobrellevar su ruina económica por medio de trapisondismos, y de intentar seducir a mrs. Potter (Margaret Dumont), al tiempo que teniendo que soportar la presencia de dos trapisondistas de más baja estofa que él mismo -Harpo y Chico-. Mientras tanto, en el hotel se cometerá el robo de un valiosísimo collar a la acaudalada y ya citada mrs. Potter, implicando en ello a un joven pretendiente de la hija de la víctima.

En realidad, a tenor por su base argumental, e incluso a aquello que destilan sus mejores momentos -que los tiene-, en esta película de debut de los Marx -con diferencia, la menos conocida de todas las que protagonizaron- se pueden entender todas las claves que desarrollarían el célebre grupo. Desde los tira y afloja de Groucho con Margaret Dumont, la querencia del mudo Harpo como eterno -y divertido- descuidero, o las eternas trampas realizadas por Chico. También nos encontraremos con algunas de las debilidades que han acompañado a los Marx, incluso en sus títulos más relevantes. Será la primera ocasión, en la que contemplaremos un numerito de arpa por parte de Harpo, o de piano -bailando los dedos- a cargo de Chico. O observaremos la casi insuperable sosería de Zeppo -es cuestión de verlo para creerlo, ver su cara cuando se queda en segundo plano del encuadre-.

Y nos encontraremos con algunos divertidos episodios cómicos. Entre ellos, destaca la efectividad visual de la secuencia descrita en un plano simétrico, en donde contemplaremos el devenir de diversos personajes, a la hora de ejecutar el robo del collar. Los ya señalados y constantes pequeños robos de Harpo, capaces incluso de apostar por un cierto grado onírico. O la moderadamente divertida secuencia de la subasta de terrenos, boicoteada involuntariamente por la torpeza de Chico. Sin embargo, incluso en esta misma secuencia, hay un elemento que condena a la mediocridad el conjunto de esta película, que Florey codirigió con el ignoto Joseph Santley -poseedor, sin embargo, de una extensa, aunque invisible producción-. Este no es otro que la extrema teatralidad que desprende en todo momento. Estoy por afirmar, que se trata de una de las películas que acusa con mayor incidencia, la dificultad de adaptación al sonoro. Es decir, que nos encontramos ante uno de los talkies más caducos y polvorientos que se conocen. Ni la presencia de unos números musicales -uno de los cuales aparece como un precedente de la impronta de Busby Berkeley-, ni la incipiente y empalagosa historia amorosa, contribuye a levantar una película, que tiene una soporífera ascendencia teatral. En muchas más ocasiones de la deseable, se tiene la sensación de no asistir a una producción cinematográfica, sino a una mera grabación de una de las representaciones es teatrales de la obra de Kauffman. Es algo, que tendrá una clara percepción en el predominio de exasperantes planos estáticos, sobre todo en aquellos desarrollados en el hall del hotel. O podremos advertir con noqueante tedio, al contemplar -antes lo he señalado-, el segundo plano, con la presencia de una inamovible presencia de figurantes.

Es cierto, que no faltan defensores de este THE COCOANUTS, por lo general aduciendo al ingenio desarrollado por las réplicas y contrarréplicas del inefable Groucho. Nada que objetar a dicha efectividad. Pero nos estamos olvidando que esto debe ser cine. Debe ser articular un tempo, ya que hablamos de un artefacto cómico, necesitado de un ritmo interior, del que esta polvorienta película carece de forma notoria. Menos mal, que quizá esta olvidada y olvidable película, permitiría pulir y actualizar el universo de sus protagonistas. Apenas un año después, aparecería la divertida ANIMAL CRACKERS (El conflicto de los Marx, 1930. Víctor Heerman), asentando la efectividad de un grupo de cómicos con legiones de admiradores, entre los cuales me encuentro, más no incondicionalmente.

Calificación: 1’5

THE HOUSE ON 56th STREET (1933, Robert Florey) La herencia

THE HOUSE ON 56th STREET (1933, Robert Florey) La herencia

Epítome de una de las corrientes del melodrama Precode, THE HOUSE ON 56th STREET (La herencia, 1933), es una nueva muestra de la implicación del parisino Robert Florey en el seno de Warner, tras sus experiencias en el ámbito del cine de terror para la Universal –genero por otro lado que retornaría en su andadura posterior-. En esta ocasión, nos brinda una nueva muestra de dicha derivación del género, acogiendo en sus bases argumentales una historia centrada en un personaje femenino, a la cual la vivencia de unas determinadas situaciones adversas, llevarán a separarse de su hijo. Es algo que en aquellos años ejemplificarían títulos como THE SIN OF MADELON CLAUTET (El pecado de Madelon Clautet, 1931. Edgar Selwyn) o la coetánea y magnífica ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl). En este caso, la acción se inicia en 1905, pudiendo contemplar la pasión que la joven Peggy Martin (una Kay Francis que explota de nuevo sus singulares recursos dramáticos) despierta entre dos pretendientes. Es una corista, que mantiene su atracción con el ya maduro Lyndon Fiske (el siempre estupendo John Halliday, rememorando sus facultades para encarnar elegantes caballeros románticos), del cual Peggy sigue siendo amante. El otro, es el joven y atractivo Monty Van Tyle (Gene Raymond), heredero de una acaudalada familia, que igualmente se ha acercado sentimentalmente, a la joven, que duda en el hecho de no defraudar las expectativas del primero de ellos, aunque se encuentre mucho más cercana al segundo, del que solo le separa el rechazo que mantiene la familia de este.

Sin embargo, y frente al elegante frente que ante ella ofrece un cada vez más vencido Fiske, la protagonista aceptará casarse con Monty, en una ceremonia austera y al margen de los intereses de la familia del muchacho. Apenas pocos años después, y cuando el joven matrimonio resida en una lujosa edificación instalada en la 56th Street, Jenny será madre, lo que le brindará el acercamiento de su suegra. Todo parece discurrir con placidez, cuando una situación accidental –un encuentro con el vencido Fiske-, finalice con la muerte accidental de este. Será el definitivo encuentro de la muchacha con la sordidez. Condenada injustamente a veinte años de cárcel, renunciará a su condición de madre –recomendará a su esposo que la pequeña crea que ha muerto-, y en el transcurso de esas dos décadas, su esposo morirá en el frente de la I Guerra Mundial. Una vez libre, retornará al desconcierto de una sociedad urbana transformada, huyendo en un crucero, donde se encontrará con Bill Blaine (estupendo Ricardo Cortez), un experto jugador de cartas, que en el fondo esconde a un canalla de notables proporciones. Conocedora de sus trapicheos se prestará a ser su aliada, sentando las bases de una extraña amistad, quizá derivada de dos seres excluidos de la sociedad, cuyo devenir devolverá a Jenny a la mansión donde residió en el oasis de felicidad que supuso el breve periodo de su matrimonio con Monty, convertido este en salón de juego. Será el marco en el que, de manera inesperada, se reencuentre con su hija, sin que ella adivine que está ante una madre que cree fallecida. El destino evidenciará que la muchacha exterioriza algunos de los rasgos característicos de su progenitora –entre ellos, su pasión por el juego-, protagonizando una situación dramática, en la que su madre –sin ella saber quién se trata- le salvará de una segura condena, aunque ello suponga para Jenny su  reclusión el resto de su vida, en el recinto que durante un espacio muy concreto de su vida, le hizo vivir un atisbo de felicidad.

Si algo caracteriza de manera decidida THE HOUSE ON 56th STREET, es su condición de drama dominado –como otros tantos exponentes de su tiempo- por el off narrativo. Y ello supone una curiosa paradoja, en la medida que pese a ser una película de vertiginosa estructura temporal –la acción avanza un cuarto de siglo en su discurrir-, esta en ningún momento pierde su serenidad interna, hasta el punto de que tanto el espectador como su propia protagonista, perciben una sensación de irreductibilidad ante los dramáticos acontecimientos que irá viviendo. Y al mismo tiempo, desde esa mirada casi contemplativa, Florey acertará al imbricar diferentes texturas narrativas, en función de la temperatura emocional de cada uno de los episodios, insertando tras ellos una variada amalgama de planteamientos visuales, que sin duda contribuirán a enriquecer y, sobre todo, dinamizar, una película de setenta minutos de duración, que encuentra en esa inclinación narrativa, su mayor elemento de singularidad.

Es por ello, que inicialmente quizá percibamos que sus imágenes se inserten en un terreno de convencionalismo –los minutos que describen la dualidad de la relación de Peggy-. No obstante, muy pronto esa aparente estabilidad dejará entrever su querencia por el off narrativo, hasta el punto que  su discurrir se establece en pequeños flashes, insertos sin diluir su tono contemplativo. La tonalidad se vislumbrará sombría, según recuperamos la melancolía sufrida por el derrotado Fiske, hasta vivir la inesperada situación que acabará con su muerte accidental –descrita, de nuevo, apostando por el over narrativo, y situando la cámara, deliberadamente, fuera del foco de la acción-. Será el punto de partida, para describir con asombrosa fluidez, una serie de fundidos encadenados, que describirán en pocos instantes, el transcurrir de los veinte años de condena de Peggy, por medio de una sucesión de flashes, y titulares de prensa, que servirán para trasladarnos en el tiempo, con especial mención a la carta recibida, que anunciará la muerte de su marido en el frente. La conclusión de la condena, servirá para que nuestra protagonista se enfrente a la marejada de la vida urbana en la que se ha encontrado dos décadas de ausencia, que será descrita por Florey por unos espléndidos pasajes, revestidos de notable querencia expresionista, que por momentos nos evocan la referencia de THE CROWD (... Y el mundo marcha, 1928. King Vidor). Serán quizá los instantes, en los que el director parisino se muestre más cercano a su propio universo expresivo, que pronto se modificará, a la hora de describir una mayor serenidad en las secuencias, llegando a plantear una insólita relación entre la protagonista y el tramposo Blaine, que nunca sobrepasará un determinado nivel, acercándonos narrativamente al universo sereno del ya mencionado John M. Stahl.

Sin embargo, Florey de nuevo se incardinará en una narrativa tensa, muy frecuentada en su cine, a la hora de describir el inesperado encuentro de Peggy y su hija en plena sala de juego. La expresión de la película se hará más tensa, más entrecortada, teniendo su clímax en la crispada plasmación del homicidio involuntario de Blaine, plasmado con una sucesión de picados subjetivos, tomados desde el punto de vista de la víctima. Se implantará un contexto de sordidez, que servirá para que la película culmine, en cierto modo retornando a sí misma, dentro de una conclusión transgresora, en la que el regreso a su lejano oasis de felicidad, se verá entremezclado con un horizonte futuro de insospechada negrura y claudicación. Es marca de fábrica de este cineasta inclasificable, capaz de insuflar extrañeza, en cuantas ocasiones se lo permitían sus propuestas argumentales.

Calificación: 3

THE CROOKED WAY (1949, Robert Florey)

THE CROOKED WAY (1949, Robert Florey)

 

Desde hace tiempo y confiando en mi intuición personal, vengo sosteniendo que una revisión de la obra de Robert Florey, realizador norteamericano aunque nacido en París, nos brindaría más de una sorpresa. Poco a poco, sin prisas pero sin pausas, esa intuición se mantiene vigente de manera menguada, puesto que es aún muy escaso el bagaje de títulos suyos a los que he accedido, dentro de una amplia filmografía que se remonta al periodo silente, y que tuvo una sólida continuidad hasta que a inicios de la década de los cincuenta se dedicara casi por completo al nuevo formato televisivo. Es cierto que desde su aportación al cine de terror de la universal –MURDERS IN THE RUE MORGUE (El doble asesinato en la calle Morgue, 1932)-, hasta su extraña propuesta en el cine de terror de los años cuarenta –THE BEAST WITH FIVE FINGERS (1946)-, se observa en su cine una querencia por lo bizarro y una cierta inclinación a las atmósferas mórbidas, que se encuentran presentes en todos los títulos suyos que he visto –no son muchos, he de reconocerlo-, al margen de que estos se manifiesten encuadrados en géneros dispares, que Florey sabe reconducir, introduciendo en ellos un mundo visual que se acerca por momentos al de un Browning, y siempre cercano a la atmósfera de pesadilla. Hechas estas premisas, me resultó grato comprobar como buena parte de este enunciado se encuentra impecablemente representado en  THE CROOKED WAY (1949), una producción de serie B de la United Artists, en la que ese mundo pesadillesco inherente al mejor Florey, se encuentra presente en la película prácticamente desde sus primeros fotogramas, en donde descubrimos el cráneo de un hombre en la penumbra de la oscuridad, sometido al trasluz de los rayos X. Se trata de la consulta que recibe Eddie Rice (un John Payne más vulnerable que nunca en su estoica personalidad interpretativa), uno de tantos alistados que han regresado de la II Guerra Mundial con un trozo de metralla en la cabeza, lo que le ha llevado a una amnesia de la que jamás podrá evadirse. Recomendado por su doctor, y sabiendo que su origen se focaliza en Los Ángeles, viajará hasta allí con la lejana intención de encontrar sus raíces y la auténtica personalidad que se esconde bajo ese ficticio Eddie Rice. Muy pronto a la llegada allí será detenido por un par de policías, descubriendo que su auténtica identidad es la de otro Eddie; Eddie Riccardi, un hombre ligado al mundo del hampa en dicha ciudad, en cuyo pasado ejerció como delator para que su entonces compañero Vince Alexander (un estupendo Sonny Tuffts, que curiosamente en alguna encuesta fue considerado el peor actor americano de todos los tiempos) tuviera que sufrir una condena de cinco años en prisión. Será todo ello un pasado que el recién incorporado Eddie ignora por completo siendo dejado en libertad por la policía no sin reticencias -no creen en absoluto su verdadera condición psíquica y existencial-, encontrándose de nuevo con un Alexander al que desconoce, no sin dejarse enredar en ese mundo oscuro y siniestro que este comanda. Sin embargo, será un elemento de extraña importancia el que llevará al amnésico protagonista a dejarse imbuir en un contexto que ha vivido y que en su actual mentalidad aparece como novedoso; la presencia de la que fuera su ex esposa –Nina Martin (Ellen Drew)-, con la que se encontrará de manera inesperada sin que –lógicamente- él la reconozca.

Personalmente, la principal objeción que se puede realizar a este THE CROOKED WAY, que parte del relato radiofónico de Robert Monroe No Blade Too Sharp, transformado en guión de la mano de Richard H. Landau, es la debilidad que demuestra el rápido descubrimiento de Eddie de su auténtica identidad por parte de esos policías que se aprestan en la entrada de la estación de tren, o el propio encuentro con su ex esposa, como si hubiera viajado a una pequeña población, en vez de la muy populosa Los Angeles. Sin embargo, se trata a mi juicio de un mal menor, que en absoluto limita el alcance de esta poco apreciada propuesta de cine noir, en la que para buscar la auténtica autoría del film, quizá cabría señalar que en pocas ocasiones como esta la impronta visual marcada por los oscuros contrastes fotográficos brindados por el gran John Alton, casan con un considerable sentido de la simbiosis ante la impronta narrativa de Robert Florey. Este se encontrará a sus anchas describiendo un contexto en donde lo turbio parece dominar todos los rincones de un Los Ángeles que aparece por lo general descrita en nocturnos y rincones que parecen oponerse a la imagen habitual de la ciudad en donde se encuentra Hollywood. En su oposición, la película discurre por una especie de irrealidad, un sendero brumoso que no cabe duda sirvió a su realizador para ofrecer un conjunto interesante, en el que destacan tanto el uso de las sombras como el sadismo que muestra el personaje de Alexander. Todo ello rodeando una auténtica marejada de sentimientos y traiciones entrecruzadas, ante las cuales el antiguo y delator gangster, recién llegado de la guerra y teniendo olvidado por completo su pasado, se ve introducido en un espiral de enormes proporciones… de las cuales solo habrá un elemento que le ligará con ese pasado del que se siente asqueado; Nina. Como si volviera a vivir un nuevo romance, y pese a que esta en principio sigue sometida a las órdenes de Alexander, poco a  poco renacerá entre ellos un sentimiento y atracción, que para ella estará marcado al ver en el que fuera su esposo una versión mucho más noble del ser con el que se casó, ofreciéndole la esperanza de encontrar un atisbo de estabilidad en un mundo en el que se siente como un alma errante, rechazando su pasado, aunque obligado a afrontar con entereza un futuro en el que solo puede contar de verdad con ella –existen algunos momentos revestidos de gran sinceridad y planificados en plano / contraplano entre ambos, que se pueden situar entre los más hermosos del film-. Por otro lado, no se puede ocultar la presencia de ese extraño sentido del humor negro que supone una de las características del cine de Florey –no siempre presente de manera afortunada, como en la ya mencionada y por otro lado atractiva THE BEAST WITH FIVE FINGERS-, sin olvidar a este respecto que el mismo fue ayudante de dirección del gran film de Chaplin MONSIEUR VERDOUX (1947). En THE CROOKED WAY se muestra presente de manera ingeniosa en la recogida de un huido Eddie en plena noche, como autoestopista por parte de un empleado de una empresa de pompas fúnebres, que recorre las carreteras mostrando la amabilidad de su carácter en la búsqueda de previsibles clientes.

Sin embargo, si hay que encontrar un fragmento dotado de una fuerza casi expresionista y una garra más que notable, este no es otro que el que se desarrolla en sus minutos finales dentro de un almacén, donde Eddie acudirá en búsqueda del chirriante lacayo de Alexander, Petey (Percy Helton) –una especie de trasunto de Peter Lorre-, donde nuestro amnésico protagonista provocará la llegada de Vince y sus esbirros, con la intención de que los encuentre allí la policía –entregará el aviso de la recompensa que sobre él se cierne por el asesinato de un agente que no ha cometido al taxista que lo ha llevado hasta dicho lugar-. En ese marco, ayudado por el sentido de la iluminación de un Alton en estado de gracia, se describirá un episodio antológico en donde cabría destacar esos casi salvajes primeros planos de Alexander, instantes antes de ser acribillado por la policía, y que no pueden sino recordarme, en tono menor, la inolvidable conclusión de la excelente WHITE HEAT (Al rojo vivo, 1949. Raoul Walsh). Cabría cotejar las fechas de rodaje y estreno de ambos films, pero es probable que Florey asumiera aquel clímax, lo que no invalida en absoluto la atmósfera, su capacidad para mostrarnos un contexto lleno de negrura, de malestar, de un desolador panorama que vive de manera impertérrita una persona que fue un desalmado y a la que la experiencia de la guerra le ha producido un trauma físico que, paradójicamente, le permitirá una segunda oportunidad en su vida. Atractiva película de Florey este THE CROOKED WAY, que además de parecerme uno de los títulos suyos vistos que más atractivos me han resultado, siguen manteniendo mi interés en intentar redescubrir más elementos de una filmografía que, estoy seguro será todo lo irregular que se quiera, pero también tengo la intuición alberga no pocos exponentes de interés.

Calificación: 3

THE FACE BEHIND THE MASK (1941, Robert Florey)

THE FACE BEHIND THE MASK (1941, Robert Florey)

Aunque mi conocimiento de su obra es relativamente limitado –apenas cinco títulos, en una filmografía bastante generosa- e intuya que su obra puede ser bastante irregular, no voy a ocultar que desde hace bastante tiempo siento bastante simpatía por la figura de Robert Florey. Ayudante incluso de Charles Chaplin en MONSIEUR VERDOUX (1947), quizá solo una relativa mala suerte –como, por otras razones, sucedió con Edgar G. Ulmer-, impidió que su figura no desarrollara una amplia carrera en el seno de la Universal, en la que estoy seguro hubiera aportado no pocos exponentes dentro de su producción ligada al cine de terror. La fuerza expresiva de MURDERS IN THE RUE MORGUE (El doble asesinato en la calle Morgue, 1932) y su excelente tratamiento de lo bizarro, es algo que se ha extendido a los pocos títulos suyos que he contemplado, demostrando incluso que en producciones mediocres y alejadas de dichos parámetros –TARZÁN AND THE MERMAIDS (Tarzán y las sirenas, 1948)- este elemento se detecte con facilidad. Cierto es que en otros momentos se encuentra en su cine un cierto acartonamiento, o una no demasiado adecuada tendencia a la presencia de elementos de comedia en propuestas dramáticas. Son todo ello, elementos que se dan cita en THE FACE BEHIND THE MASK (1941), una auténtica serie B de la Columbia, aglutinados en un ajustado relato de poco menos de setenta minutos de duración, en el que se apuesta por la plasmación de un cuento cruel sobre la casi imposibilidad de asumir la diferencia dentro de la jungla urbana de la Norteamérica de su tiempo.

Procedente de Hungría, Janos Szabo (una magnífica y matizada composición de Peter Lorre) llega hasta New York con la intención de llevar hasta allí a su novia y formar una familia. Dispuesto a trabajar en cualquier oficio –aunque en su país destacara como artesano de la relojería-, Janos revelará desde el primer momento su inocencia e ingenuidad –la conversación con el oficial en el barco, el encuentro con un inspector de policía al creer que ha sido robado, su tope manejo del inglés-, llegando hasta un modesto hostal, donde logrará trabajo como lavaplatos. Sin embargo, de la noche a la mañana, su destino quedará marcado por un incendio provocado por la arbitrariedad de uno de los inquilinos –cocinando en su habitación y contraviniendo la prohibición expresa dictada por el dueño-. El incendio dejará desfigurado el rostro del inmigrante y, lo que es más terrible, le impedirá integrarse en una sociedad que, simple y llanamente, se asusta de su aspecto, impidiéndole el desarrollo de sus legítimos deseos de prosperidad. Siendo consciente de ese rechazo generalizado, engañará a su novia diciéndole por escrito que ha encontrado a otra mujer, y decidirá poner fin a su vida tirándose por un sombrío muelle del puerto newyorkino. Sin embargo, una imprevista circunstancia le permitirá atisbar una manera de revertir ese rechazo que provoca su aspecto, erigiéndose en poco tiempo en líder de una banda de delincuentes, contando para ello en primer lugar con la ayuda de Dinky (George E. Stone), que ha contemplado la insólita situación del puerto, intuyendo las posibilidades que Szabo puede proporcionar en el ámbito del delito, aunque planteando este como un medio de supervivencia. Así pues, nuestro protagonista articulará una insólita eficacia en esta tarea, cubriéndose su rostro con una máscara realizada en torno a su perfil, que al tiempo que permitirá mostrarlo al exterior, lo ofrecerá de modo hierático y amenazante. En realidad, este espera que un especialista pueda operarle y devolverle su aspecto original. Será un deseo que aparecerá casi imposible dado el tiempo transcurrido desde que sufrió las quemaduras, provocando en este un estado de desesperanza que el destino cruzará con su encuentro casual con Helen (Evelyn Keyes), una joven y hermosa invidente, con la que comprobará de inmediato la existencia de almas diferentes en el bullicio y la impersonalidad de la gran ciudad. Él parece encontrar en ella a alguien que pueda vislumbrar en su interior la sensibilidad que se esconde tras su aspecto desagradable –resulta tan contundente como humillante el rechazo que obtuvo cuando imploró trabajo tras salir del hospital mostrando su rostro quemado, que Florey encuadra muy bien tomando a Janos siempre de espaldas-, mientras que nuestro protagonista valorará en ella esa sensibilidad por él buscada. Digámoslo ya, los dos se complementarán y compartirán una soledad hasta entonces inevitable para ambos, estableciéndose un sincero afecto que muy pronto se trocará en amor, brindando en Janos un nuevo amanecer en su vida, unido al deseo de abandonar su vinculación con la delincuencia y vivir aquello por lo que había soñado. Será una decisión que sorprenderá a sus antiguos camaradas de gang, e incluso irritará a quien hasta la llegada de este ejercía como líder del grupo. Una vez más, el deseo de vivir una vida tranquila quedará vedado para Janos, aunque en él anide el germen de una venganza en la que se inmolará como uno de sus protagonistas, al tiempo que sirva para devolver al teniente Jim O’Hara la posibilidad de devolver de manera simbólica la ayuda que le brindó a su llegada a New York.

Basada en un relato radiofónico, THE FACE BEHIND… atesora diversos elementos que prefiguran su nada desdeñable grado de interés. Lo tiene el hecho de suponer una crónica bastante creíble de uno de tantos seres dispuestos a vivir el “gran sueño americano” desde una convulsa Europa. Lo posee también la mezcolanza que su escueto metraje presenta en la presencia de diversos géneros –social, policíaco, bizarro, comedia incluso-, que se entrelazan con desigual fortuna, pero con la anuencia de un ritmo envidiable, y un sentido de la convicción, que permite que ciertos elementos quizá un tanto pillados por los pelos –la coincidencia en el encuentro de Janos con Helen, al salir este de la consulta con el doctor que le ha dado la triste noticia de que no podrá operarle en el rostro-, adquieran en el relato una lógica, si más no, cuanto menos atractiva. Que duda cabe que en la película, la presencia de un metraje más dilatado le hubiera permitido una mayor profundización en los contenidos y subtramas que ofrece. Por el contrario, en algunos momentos se detecta esa cierto estatismo inherente al cine que he visto de Florey, así como cierta torpeza a la hora de integrar detalles humorísticos. Ello sin embargo no nos debe impedir esa creciente sensación de pathos que alberga su tramo final, con esa venganza urdida por un buen hombre al que las circunstancias le impidieron ser feliz en dos ocasiones consecutivas, en la que él mismo se erigirá como sacrificado, atado por los gangsters a los que ha conducido a una muerte segura en medio de las arenas del desierto. Como era de esperar, de nuevo en esta ocasión aparece la querencia de Florey por situaciones bizarras e insólitas, como poco después asumiría en la curiosísima GOD IS MY CO-PILOT (1945). Decididamente, y aunque no espero encontrar en el seguimiento de su filmografía logros mayúsculos, estoy seguro sí podría proporcionarme alguna sorpresa de moderado calado, como la que ofrece este desigual pero atractivo relato, en el que por momentos –el romance que viven los dos protagonistas-, podemos encontrar ecos de la historia planteada unos años después por John Cromwell en THE ENCHANTED COTTAGE (Su milagro de amor, 1945) –basada esta en una obra teatral-.

Calificación: 2’5