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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Rossen

LILITH (1964, Robert Rossen) Lilith

LILITH (1964, Robert Rossen) Lilith

Hoy películas que, solo ocasionalmente, de ahí el halo de grandeza que le rodean, logran el milagro de dirimirse en una extraña dualidad. Me refiero al milagroso hecho contrapuesto de aparecer, a primera instancia, como expresión plena de las intenciones de sus respectivos responsables. Pero, al mismo tiempo, y quizá precisamente por todo ello. Por saber expresarse a partir de esa creación en estado de especial febrilidad creativa parecen, a través de sus imágenes, fluir con vida propia, estableciendo en sus fotogramas un extraño estado de verdad. Algo que se encuentra, en esas ocasiones más privilegiadas, muy por encima de la supuesta maestría de su expresión cinematográfica. Considero que LILITH (Lilith, 1964), última y admirable obra de Robert Rossen, que tres años antes había dado vida otra cima cinematográfica -THE HUSTLER (El buscavidas, 1961), esta, bastante más reconocida- es un ejemplo de dicho y poco frecuente enunciado. Basada en una novela escrita en el ya citado 1961 por Jack Richard Salamanca, nos encontramos de entrada ante un relato que describe la conflictiva relación entre dos personalidades opuestas, pero complementarias. Una de ellas la representa el atormentado Vincent Bruce (Warren Beatty). Se trata de un voluntario de guerra de Corea que ha retornado a la vida civil en Maryland, aunque dejando en su interior un alma atormentada. No solo esa turbulencia apenas envuelta en su taciturna experiencia exterior precede de ese pasado más o menos cercano. En ello, tendrá una sombría importancia la perturbadora relación mantenida con su desaparecida progenitora, en la que poco a poco se irán conociendo ecos de la locura que asumió, y le obligó a ser internado. Para un joven dominado por la oscuridad y las sombras, la opción de ser admitido como terapeuta ocasional en un acomodado sanatorio psiquiátrico aparece como una posibilidad estimulante.

Este será el contexto en que -tras unos magníficos títulos de crédito, que a partir de los diseños de Elinor Bunin y el subyugante fondo musical de Kenyon Hopkins, aciertan a preludiar la entraña de la película- nos adentraremos en LILITH. Un relato cuyas imágenes proponen -la llegada el entorno de ‘Poplar Lodge’-, el inicio del entramado de fascinación y perverso alcance telúrico que desprende la propuesta desde el primer momento. Nos introducimos en el entorno bucólico donde se encuentra situado el amable centro psiquiátrico -casi parece una ampliación de aquel en el que se encontraba internada Nathalie Wood en una pequeña secuencia, casi seminal, de otra obra maestra, curiosamente también con protagonismo de Warren Beatty; SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-. Será como una traslación del universo de la Alicia creada por Lewis Carroll, pero obviamente en un entorno tan turbador como hechizante. Bruce acude allí en apariencia para buscar un cierto grado de redención basándolo en su ayuda a los demás, aunque el espectador pronto irá percibiendo que, en última instancia, y de manera casi inconsciente, lo que desea es buscar una catarsis a esos elementos de su pasado que arden en su mente, y que apenas acierta a expresar esa aparente imperturbabilidad de su personalidad exterior.

Los primeros pasos del protagonista demostrarán su aceptación y adecuación al entorno en que se ha incorporado, y que casi de inmediato ha percibido la responsable del centro, la dra. Bea Brice (Kim Hunter). Sin embargo, de manera inesperada, aunque no por el espectador -esos planos en que la contemplamos de espaldas, mirando desde su ventana enrejada al recién llegado-, algo hará mutar por completo ese escenario en apariencia plácido y reparador para Vincent. Cuando se va a celebrar un picnic con los internos y el personal del recinto, el nuevo terapeuta conocerá a Lilith Arthur (Jean Seberg), una joven de extraordinaria belleza, interna allí desde los 18 años. Será todo ello el inicio de una relación en la que ambos se acercarán de manera tan intensa como destructiva. Y algo en lo que tendrá un evidente contraste entre el pasado torturado del joven, con la extraña luz que irradia una muchacha igualmente con un pasado perturbador -fue ingresada cuando su hermano se suicidó, al no aceptar la relación incestuosa que ella le proponía-. La oposición entre los inesperados amantes se centra, por supuesto, en el drama interior que anida en el recién incorporado enfermero, en contraposición a la mirada desprejuiciada que en todo momento expresa Lilith. Una muchacha en la que su esquizofrenia no impide que asuma una visión abierta y totalizadora de la sexualidad, en pleno contraste con la definida con una sociedad -lo describirá con contundentes pinceladas la película- dominada aún por el puritanismo, la grisura y la convención-.

A partir de ese encuentro y enfrentamiento, tomando la metáfora del agua en sus múltiples expresiones a lo largo del relato, el film de Rossen se dirime en una perturbadora fábula, en la que se incardina a la perfección su mirada -frente a frente- en torno a los mecanismos de la locura. Lo hará a través de la expresión en torno al frondoso follaje de los exteriores que rodean el recinto psiquiátrico, y también aunando la extraordinaria compenetración que el cineasta adquirirá con el veterano operador de fotografía Eugene Shufftan -al que ya había utilizado en la previa THE HUSTLER-. Con estos y otros elementos se articula un relato basado en pequeñas disgresiones trenzadas a partir de hermosos fundidos en sobreimpresiones, en el que el gesto de sus personajes, incluso los ruidos de fondo -el tic-tac de los relojes en la oscura casa de Vincent en la secuencia con su abuela, o mucho después en la que mantiene en la vivienda de su antigua novia, Laura (Jessica Walker), sugiriendo ambas una perturbadora sensación de frustración y alienación-, adquieren una singular importancia. A ese punto llega ese alcance feérico de algunos de sus pasajes, como el que muestra el discurrir de Lilith por las aguas del lago en medio de la niebla que, por momentos, nos acerca a los códigos del cine fantastique.

Todo en LILTIH nos transmite ese estadio de febrilidad en la actitud de su protagonista femenina, capaz de exteriorizar en todo momento esa sensación casi panteísta de poner en práctica una expresión completa del amor, muy por encima de los estereotipos represores emanados por las religiones judeocristianas, que ella misma acertará a afirmar en instantes donde la eterna duda en los comportamientos de su terapeuta y progresivo amante se ponga de manifiesto. En el fondo, esta obra cumbre de Rossen aparece como una doble y opuesta reedición del universo de Orfeo y Euridice. Una transgresora singladura, en la que por otra parte no se ausenta una mirada crítica en torno a la alienación de esas sociedades eminentemente rurales, que se insertan en un presunto contexto de progreso. En no pocos instantes, cuando la película se plasma dentro del contexto gris de la pequeña localidad donde ha residido Vincent, parece que estemos ubicados en una vertiente sombría del universo de aquellas crónicas intimistas escritas por William Inge, y que además de la ya citada SPLENDOR IN THE GRASS, podría extenderse a la olvidada y excelente ALL FALL DOWN (Su otro infierno, 1962. John Frankenheimer), en la que por cierto Warren Beatty ya encarnaría otro de sus roles destructivos. Incluso, en algunos momentos donde esa mirada colectiva aparece especialmente desesperanzada, LILITH acierta a prefigurar algunos aspectos de la posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971, Peter Bogdanovich). Pero incluso dentro de ese cúmulo de influencias, quizá la más insólita supone para mi la que la une a THE INNOCENTS (¡Suspense¡, 1961) la admirable adaptación de la novela de Henry James, llevada a cabo con mano maestra por Jack Clayton. Fue algo que intuiría hace cuarenta años el desaparecido José Mª Latorre, sobre todo a partir de la perturbadora secuencia en la que Lilith besa provocadoramente a un niño en la feria -uno de los grandes momentos de la película-. Y es que, pese a encontrarnos en el film de Clayton ante una obra de atmósfera victoriana, de alguna manera el aura represiva del personaje encarnado por Deborah Kerr, aparece casi como el reverso de la personalidad abierta y desinhibida sexualmente de la protagonista del film de Rossen. En ambos casos, adquiere un extraordinario protagonismo la asombrosa iluminación en b/n, en el film de Clayton a cargo de Freddie Francis, y en este por el veteranísimo Shuftan. Y llegados a este punto, es justo reconocer el arrojo que este imprime con sus audacias visuales, sobre todo, para contribuir a dotar a la película de un cierto estado de duermevela, como si estuviera narrada en condicional, alejando de ella cualquier tentación de realismo.

Y esa condición, esa opción narrativa, es la que brinda a esta obra extraordinaria una sucesión de secuencias y momentos que contribuyen a ratificar el alcance de obra maestra. Sin ánimo de ser exhaustivo, no podemos omitir la intimista secuencia del protagonista cenando en casa de su abuela, entre la penumbra, donde el inclemente tic-tac del reloj denota una pesarosa sensación de oscuridad emocional. Muy poco después, Vincent protagonizará otro momento -este tan magnífico como revelador- describiéndolo acostado, contemplando un terrible documental bélico, y donde exclamará ciertos términos que revelan su personalidad autodestructiva, probablemente heredada de la pasada relación con su madre. Esa traumática herencia maternal tendrá más adelante otro inquietante y magnífico instante, cuando el ya terapeuta se encuentre durmiendo en plena tormenta y una ráfaga haga caer el retrato de su progenitora.

Pero la película se encuentra trufada de instantes memorables. La luz -y la sencillez- con la que se presenta a Lilith, o la fuerza del ya señalado episodio en el picnic, durante la lluvia y ante la catarata. Se encuentra presente en los diálogos que la protagonista dirige al enfermero, buscando ese acercamiento emocional que Vicent, de entrada, se encuentra reacio a asumir, aunque todos sepamos que interiormente le hierve, y que exteriorizará tras el desafío medieval en la feria campestre, donde responderá con un escueto “Te quiero” a Lilith. Poco después ambos hagan el amor, en uno de los instantes más extásicos -y atrevidos visualmente- de la película-. Esa mirada abierta en torno a la sexualidad, en pleno contraste con una sociedad cerrada y puritana -la auténtica entraña del relato- permitirá secuencias tan sorprendentes y transgresoras, como ese instante en el que Vincent descubra -con violento rechazo- a Lilith y la acaudalada paciente, manteniendo ambas en un granero una relación lésbica.

En un relato donde el responsable médico aportará en sus disertaciones una mirada hasta liberadora sobre la locura; apelando a que hablamos de personas quizá con mayor sensibilidad de lo común, pero a las que alguna circunstancia, de alguna manera había traumatizado esa sensibilidad, lo cierto es que acertará al ir mostrando esa caída de Vincent en los meandros de la locura, cayendo en la fascinante tela de araña tejida por Lilith. En torno a este surgirán secuencias tan dolorosas en su tristeza, como la ya apuntada de la visita a su antigua novia, donde tendrá que conocer al mastuerzo de su esposo -un casi debutante Gene Hackman-, evidenciándose el eco de una pasada relación entre ambos, en un sombrío contexto de fracaso existencial. Y en su deriva posesiva en torno a una paciente que, pese a todo, se resiste a pertenecerle solo a él, tendrá una muestra precisa y escalofriante al mismo tiempo, cuando este le robe la muñeca y la corona que le regaló en su día, y la incorpore al acuario que ha comprado, en donde junto al agua del mismo -eterno símbolo en sus imágenes- se entremezclen en un primer plano aterrador, con la mirada de este tras el cristal.

El tramo final de LILITH adquiere una temperatura y una tensión emocional casi irrespirable. El creciente recelo de Vincent, alentado por la deriva esquizofrénica de Lilith, provocará que el primero articule una innoble argucia, que en última instancia provocará el suicidio del sensible Stephen (Peter Fonda), secreto enamorado de la joven. Será el primer paso de una tragedia colectiva. Nuestro terapeuta huirá a su casa, hundido, y deambulará borracho por una triste taberna. Bea seguirá sus pasos y al visitar su habitación percibirá el creciente ámbito psicopático que le atenaza, contemplándolo en dicha taberna totalmente vencido. Será un contexto en el que la protagonista sucumbirá, en unos planos tan sinceros como impactantes al contemplar Bruce su cadáver, quien culminará la película con ese angustioso congelado de imagen implorando ayuda “Help Me”.

El film de Rossen sufrió un considerable ninguneo en el momento de su estreno, que tendría su exponente más vergonzante al ser rechazado para participar en la sección oficial del Festival de Venecia de dicho año. Con el paso del tiempo, y sin alcanzar el reconocimiento de THE HUSTLER, lo cierto es que ha alcanzado el estatus de culto, en la que a mi modo de ver no solo es la cima en la obra de Rossen, sino una de las obras más abiertas, transgresoras, poéticas y libres jamás ofrecidas por el cine norteamericano. Una película viva, necesitada de varios visionados para poder apreciar su inmensidad e infinita gama de matices, y de la que hay que destacar la entrega absoluta de todo su reparto. Jean Seberg siempre consideró esta su mayor aportación cinematográfica, y lo cierto es que brinda un retrato casi estremecedor de su protagonista, ofreciendo casi de un instante a otro, destellos de una personalidad intensa, sincera y dominada por las contradicciones de su mente. Pese a que nunca se le ha reconocido como tal, considero que Warren Beatty resulta fantástico en el rol atormentado del excombatiente convertido en terapeuta. Son conocidos los enfrentamientos mantenidos entre el actor y Rossen, que pretendía que su personaje fuera más locuaz y extrovertido. Sin embargo, he de reconocer que su retrato taciturno e introvertido -acusado de tendencia Actor’s Studio- brinda una intensidad que en algunos primeros planos expresan quizá los mayores vértices de talento de un actor por lo general subestimado. Esa autenticidad e intensidad, se hace extensiva a la propia figuración de los internos del establecimiento psiquiátrico, que incluso en sus momentos más dramáticos -el traslado del cadáver de Stephen- llegan a parecer auténticos pacientes.

Intensa, hermosa, en ocasiones inescrutable, LILITH supone un punto y aparte del cine de su tiempo. Una obra inmarchitable, a la que el paso del tiempo aún no le ha otorgado su merecida grandeza.

Calificación: 5

ISLAND IN THE SUN (1957, Robert Rossen) Una isla en el sol

ISLAND IN THE SUN (1957, Robert Rossen) Una isla en el sol

Es de sobra conocido que la segunda mitad de los años cincuenta, favoreció en el contexto del cine norteamericano la adaptación de numerosos relatos que versaban sobre conflictos, romances e incidencias con trasfondo racial. Eran tiempos en los que se podía tratar con una aparente franqueza un contexto hasta entonces implícitamente vetado –con excepciones notorias como la de CROSSFIRE (Encrucijada de odios, 1947. Edward Dmytryk)-, especialmente en el terreno de las relaciones entre blancos y negros. Es indudable que esta faceta se extendió entre conflictos de otras etnias –sobre todo la expresada con el mundo oriental, manifestada en títulos como SAYONARA (1957. Joshua Logan)-, mientras que en la faceta anteriormente citada, tuvieron cabida títulos tan dispares como BAND OF ANGELS (La esclava libre, 1957. Raoul Walsh), SOMETHING OF VALUE (Sangre sobre la tierra, 1957. Richard Brooks) o THE DEFIANT ONES (Fugitivos, 1957. Stanley Kramer). Exponentes todo ellos provistos de tanta buena voluntad como en ocasiones esquematismo o maniqueísmo –además de servir para que Sydney Poitier fuera uno de los actores más solicitados del momento-, en los que por lo general –hagamos excepción del título de Walsh, más centrado en su vertiente de melodrama sureño, y con una superior calidad en su concepción como relato- la visión de esa conciencia negra fue expresada sin la suficiente lucidez. Tal vez, en ese sentido, solo el sagaz y excelente cineasta que fue Otto Preminger fue capaz de atravesar esa frontera con sus singulares musicales CARMEN JONES  (1954) y –previsiblemente, y digo esto por que no he tenido oportunidad de contemplarla- PORGY AND BESS (Porgy y Bess, 1959)-.

 

La presencia de ISLAND IN THE SUN (Una isla en el sol, 1957. Robert Rossen) se inserta de lleno en este contexto, ofreciendo un drama que aúna a partes iguales su apuesta por un cine espectáculo provisto de un reparto estelar y definido en un relato coral. Unamos a ello la presencia de escenarios exóticos, la aplicación ya depurada de un CinemaScope enmarcado además dentro de un espectacular cromatismo –gentileza de Freddie Young- y, finalmente, la integración de dichos elementos dentro del marco de una mirada a los prejuicios raciales dominados en una pequeña isla del Caribe que, tras un largo periodo de colonialismo británico, se enfrenta a un cercano autogobierno. En este sentido, es innegable señalar que para poder valorar el conjunto de cualidades que atesora el film de Rossen –que son bastante más de las que se le suelen atribuir-, no conviene dejar de lado el peso de las convenciones de su propuesta. Como venía siendo habitual en las películas enmarcadas en aquellos tiempos, la visión que se alberga sobre los dirigentes negros dista mucho de alcanzar la debida profundidad, y en esta ocasión además viene lastrada por la aportación de ese pésimo actor que fue en su juventud Harry Belafonte –todavía recuerdo con estragos su ineptitud en la mencionada CARMEN JONES-, a quien se reserva además el protagonismo de la secuencia más ridícula de la función; esa canción que entona junto a los nativos, en una estampa folklórico-pintoresca digna de los más furibundos films protagonizados por nuestra Sara Montiel. Sin embargo, ISLAND IN… logra, bajo mi punto de vista, superar los esquematismos y convenciones que –presumiblemente- ya debían estar presentes en la novela de Alec Waugh, trascendiendo su planteamiento como un auténtico grito existencial de un colectivo humano dominado por la simulación, la hipocresía, y ahogado por una existencia incluso tortuosa dominada por las fronteras de esa pequeña isla. Es ahí, donde personalmente creo que se encuentra el gran acierto de esta película que alterna en su metraje la confluencia de dos personalidades como la del productor Darryl F. Zanuck y el realizador Robert Rossen. En este sentido, no se puede negar que en todo momento se detecta la sombra de cada uno de ellos, pero afortunadamente ello no suponen ingerencias ni proporciona choque alguno en la fluidez de un melodrama que no se avergüenza de serlo, que sabe transitar generalmente en voz baja, que funciona en su medido intimismo de la misma manera en la que se plantean secuencias desarrolladas en exteriores, con gran presencia de figuración, inclinadas especialmente en la descripción de rituales folklóricos –el desarrollo de los carnavales-, en las que queda patente el sello del que para mi siempre será el más valioso tycoon surgido en  Hollywood.

 

Dentro de esa afortunada interacción, no cabe duda que aquí y allá se pueden oponer objeciones a la presencia de secuencias en la que se muestra la actividad de los inmigrantes, que ciertas convenciones tienen una presencia excesiva, o que la secuencia pregenérico –propia de un documental turístico- es absolutamente prescindible. Sin embargo, con todo ello, creo que nos encontramos con una película en la que Robert Rossen demostró una vez más que se trataba de uno de los directores norteamericanos más dotados para poner en práctica un cine “discursivo” –como poco a poco y con posterioridad lo fue Sidney Lumet, y utilizando dicho término sin matiz peyorativo-. Es evidente que esa inclinación es la que favoreció que en su momento su obra fuera injustamente valorada, arrinconando títulos bajo mi punto de vista tan valiosos como THEY CAME TO CORDURA (1959). Por eso conviene dejarse las anteojeras en un rincón a la hora de contemplar una película que sabe penetrar en la psicología de sus personajes, logrando sobresalir de un previsible esquematismo, y plasmando en la pantalla un universo coral dominado por la frustración, la apariencia, el deseo del poder o la búsqueda del amor y la realización personal. Elementos estos de universal aplicación, que tienen su justo desarrollo en la galería que plantea esta propuesta, en la que podremos contemplar las consecuencias imprevisibles que se plantean en la poderosa familia Fleury a raíz del descubrimiento de su lejana ascendencia negra. Mientras tanto, de otro lado advertiremos como un universo vital se encuentra en estado de transformación, pese a la apariencia de la salvaguarda de las buenas costumbres y los ritos practicados habitualmente por la minoría blanca, mientras esa silenciosa y expectante mayoría negra se prepara para su casi inevitable protagonismo como gobernante de la misma.

 

Con una primera mitad planteada especialmente en la descripción de sus personajes, ISLAND IN… se decanta en la segunda parte por el estallido del conflicto planteado por el inesperado asesinato de Hilary Carson (Michael Rennie), de manos de Maxwell Fleury (el espléndido James Mason, en uno de sus grandes personajes cinematográficos), dominado por un irrefrenable –y muy pronto demostrado como injustificado- sentimiento de celos. Un estallido en cierto modo previsible, en la medida que podría expresarse como un asidero emocional todo lo terrible y trágico que se quiera, dentro de un contexto vital ahogado por las convenciones y la falsa sensación de seguridad, expresada fundamentalmente por esa minoría blanca aparentemente anclada en la confianza del poder, pero que a su lado asiste a una lenta pero irrefrenable sensación de fragilidad. Será un elemento este que quedará muy bien planteado en una película que sabe articular los silencios, las miradas, las confidencias a dos –las de la sra. Fleury a su hija Jocelyn (Joan Collins), el coronel Whittingham (John Williams) al cada vez más atormentado Maxwell; que por otro lado nos permite comprobar como “Crimen y Castigo” de Dostowieski era referenciado en la pantalla bastante antes que por Woody Allen-, sabe dominar el contenido del plano y su propia duración para procurar la intersección del devenir de todos sus personajes, logrando que en su conjunto la película adquiera una extraña coherencia. Sin embargo, si tuviera que destacar una cualidad especialmente destacable en el film de Rossen –al que convendría incidir en una mirada que atendiera a la globalidad y la valía de la decena de títulos que conformaron su obra como director-, esta incidiría en elementos ya anteriormente citados. Con ello me refiero a la capacidad del realizador para modular la dirección de sus secuencias más intensas, potenciándolas con detalles que inicialmente se pueden revelar inocuos. Y a este respecto me gustaría destacar algunos instantes, que por sí solos, valdrían para avalar la personalidad cinematográfica de su artífice. Para ello vayamos a los detalles que, desde los primeros compases del film, sirven para provocar los celos de Maxwell en torno a Carson –esos insertos que proyectan la sospecha a partir de las boquillas de tabaco egipcio que aparecen en el salón del primero-, mientras progresivamente el espectador irá apreciando que tal sospecha es infundada. Pero, por encima de elementos como este, me gustaría destacar la secuencia en la que Jocelyn y el joven y atractivo hijo de Templeton –Euan (Stephen Boyd)- se verán aislados en la mansión de Maxwell. Apenas unos pocos planos nos servirán para percibir –al mismo tiempo que sus personajes- una sensación de desamparo y progresivo terror a una amenaza desconocida, que los dos amantes sublimarán con la exteriorizarán de la expresión física de su amor, sutilmente sugerida mediante elipsis –un recurso que la película aplicará con precisión en no pocos instantes del film-, y provocando con ello un impedimento casi insalvable para la consolidación de una relación dominada por un sentimiento sincero.

 

Cierto. ISLAND IN THE SUN puede ser rebatida en ciertos momentos por la presencia de convenciones hoy día superadas, pero creo que su conjunto demuestra la valía de un modo de hacer cine también, hoy por hoy, tristemente superada… para peor.

 

Calificación: 3

ALEXANDER THE GREAT (1955, Robert Rossen) Alejandro Magno

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Creo no ser el único aficionado que, entre sus preferencias o debilidades cinéfilas, incluyen la figura del olvidado Robert Rossen, generalmente más apreciado en su decisiva contribución como guionista en el cine norteamericano de la segunda mitad de los años treinta y primeros años cuarenta. Lo cierto es que generalmente su labor como realizador no se suele valorar demasiado, con la excepción de las dos grandes películas que cerraron prematuramente su obra –THE HUSTLER (El buscavidas, 1961) y LILITH (1964)-.

No obstante, para intentar justificar algo tan injusto como el escaso reconocimiento de Rossen, quizá haya influido por un lado el verlo como un simple ilustrador de sus guiones y por otro, la escasa apreciación que tienen las tres películas que filmó en su exilio europeo –por otro lado bastante difíciles de contemplar- tras la traumática delación ante el comité de Joseph MacCarthy que marcó su vida. Que duda cabe que en Robert Rossen se plasma una de las trayectorias más tristemente abortadas del cine norteamericano de postguerra. Pero pese a esa circunstancia, creo que en los títulos que alcanzó a realizar hay suficiente nivel, talento y personalidad temática y expresiva como para situarlo en primera fila de la denominada “generación perdida”.

ALEXANDER THE GREAT (Alejandro Magno, 1955) es la segunda de esas tres películas que marcaron su exilio europeo, y si bien es cierto que está lejos de ser un gran film, creo que es merecedora de un cierto reconocimiento. No solo en lo que supone de eslabón en su filmografía, sino fundamentalmente al estar enclavada dentro del subgénero de superproducciones épicas que en aquellos años comenzaba a prodigarse en el cine USA.

ALEXANDER... es una novelización de la vida del célebre monarca y guerrero, narrada desde su juventud y hasta su prematura muerte. Eficazmente encarnado por un joven Richard Burton, la visión que nos ofrece Rossen –también guionista y productor- es la de un ser condicionado por sus ambiciones y sus ínfulas de gloria, en las que se planteaba un claro conflicto con su padre, el Emperador Filipo de Macedonia (Fredric March). En toda la película se hacen reiteradamente patentes esos enfrentamientos y conflictos, a través de una narración en la que imperan los aspectos intimistas y psicológicos, en detrimento de la espectacularidad de este tipo de producciones –que no obstante también está presente-. En este caso, las luchas y batallas se muestran por lo general con una presencia menguada y el uso de notables elipsis.

Al mismo tiempo y dentro de ese carácter intimista que define su dramaturgia, la película destaca plásticamente por un buen uso del cinemascope y, sobre todo, una disposición de los encuadres –tanto en interiores como en exteriores- en los que generalmente se detecta un especial esmero en utilizar dramáticamente todos los elementos escenográficos de cara a su puesta en escena. Todo ello, realzado por una hermosa fotografía de Robert Krasker –y Theodore J. Pahle en la segunda unidad- y la presencia de un ritmo más acusado en la misma, al compararla con otras muestras del “colosal” –en la que tropezaron nombres como el de Robert Wise HELEN OF TROY (Helena de Troya, 1956)-.

Finalmente, de ALEXANDER... cabe retener momentos magníficos como aquel en el que nuestro protagonista descubre la carroza en la que se encuentra el cadáver de Darío (Harry Andrews); el carro está parado en una laguna y junto al cadáver se encuentra una nota escrita por el propio difunto –ha intuido su muerte y le escribe con afecto de mandatario a futuro mandatario-, invitándole a casarse con su hija, para lograr así unir a griegos y persas.

Pero tampoco seríamos justos si dijéramos que esa amputación de casi cincuenta minutos por parte de la Metro Goldwyn Mayer, dejó notables secuelas en la estructuración de un relato que, pese a todo, mantiene bastantes de sus cualidades. Y en esos cortes se cuenta que afectó al tratamiento de la relación de Alejandro con su padre, pero también se manifiesta en momentos como los que muestran la enfermedad y muerte del protagonista –plasmados de forma bastante abrupta aunque bien filmados-.

Y es que, a pesar de todas sus irregularidades, en ALEXANDER... hay el suficiente buen cine –más aún estando ubicado en una vertiente poco dada a buenos resultados-, como para que sus aciertos merezcan ser reconocidos. Casi tanto como que, aún en un periodo complejo de su carrera y su propia vida, Robert Rossen seguía creando, aunque en tono menor y dentro de una coyuntura de producción demasiado codificada, algo tan complejo como un cine lleno de dignidad.

Calificación: 2’5