LILITH (1964, Robert Rossen) Lilith
Hoy películas que, solo ocasionalmente, de ahí el halo de grandeza que le rodean, logran el milagro de dirimirse en una extraña dualidad. Me refiero al milagroso hecho contrapuesto de aparecer, a primera instancia, como expresión plena de las intenciones de sus respectivos responsables. Pero, al mismo tiempo, y quizá precisamente por todo ello. Por saber expresarse a partir de esa creación en estado de especial febrilidad creativa parecen, a través de sus imágenes, fluir con vida propia, estableciendo en sus fotogramas un extraño estado de verdad. Algo que se encuentra, en esas ocasiones más privilegiadas, muy por encima de la supuesta maestría de su expresión cinematográfica. Considero que LILITH (Lilith, 1964), última y admirable obra de Robert Rossen, que tres años antes había dado vida otra cima cinematográfica -THE HUSTLER (El buscavidas, 1961), esta, bastante más reconocida- es un ejemplo de dicho y poco frecuente enunciado. Basada en una novela escrita en el ya citado 1961 por Jack Richard Salamanca, nos encontramos de entrada ante un relato que describe la conflictiva relación entre dos personalidades opuestas, pero complementarias. Una de ellas la representa el atormentado Vincent Bruce (Warren Beatty). Se trata de un voluntario de guerra de Corea que ha retornado a la vida civil en Maryland, aunque dejando en su interior un alma atormentada. No solo esa turbulencia apenas envuelta en su taciturna experiencia exterior precede de ese pasado más o menos cercano. En ello, tendrá una sombría importancia la perturbadora relación mantenida con su desaparecida progenitora, en la que poco a poco se irán conociendo ecos de la locura que asumió, y le obligó a ser internado. Para un joven dominado por la oscuridad y las sombras, la opción de ser admitido como terapeuta ocasional en un acomodado sanatorio psiquiátrico aparece como una posibilidad estimulante.
Este será el contexto en que -tras unos magníficos títulos de crédito, que a partir de los diseños de Elinor Bunin y el subyugante fondo musical de Kenyon Hopkins, aciertan a preludiar la entraña de la película- nos adentraremos en LILITH. Un relato cuyas imágenes proponen -la llegada el entorno de ‘Poplar Lodge’-, el inicio del entramado de fascinación y perverso alcance telúrico que desprende la propuesta desde el primer momento. Nos introducimos en el entorno bucólico donde se encuentra situado el amable centro psiquiátrico -casi parece una ampliación de aquel en el que se encontraba internada Nathalie Wood en una pequeña secuencia, casi seminal, de otra obra maestra, curiosamente también con protagonismo de Warren Beatty; SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-. Será como una traslación del universo de la Alicia creada por Lewis Carroll, pero obviamente en un entorno tan turbador como hechizante. Bruce acude allí en apariencia para buscar un cierto grado de redención basándolo en su ayuda a los demás, aunque el espectador pronto irá percibiendo que, en última instancia, y de manera casi inconsciente, lo que desea es buscar una catarsis a esos elementos de su pasado que arden en su mente, y que apenas acierta a expresar esa aparente imperturbabilidad de su personalidad exterior.
Los primeros pasos del protagonista demostrarán su aceptación y adecuación al entorno en que se ha incorporado, y que casi de inmediato ha percibido la responsable del centro, la dra. Bea Brice (Kim Hunter). Sin embargo, de manera inesperada, aunque no por el espectador -esos planos en que la contemplamos de espaldas, mirando desde su ventana enrejada al recién llegado-, algo hará mutar por completo ese escenario en apariencia plácido y reparador para Vincent. Cuando se va a celebrar un picnic con los internos y el personal del recinto, el nuevo terapeuta conocerá a Lilith Arthur (Jean Seberg), una joven de extraordinaria belleza, interna allí desde los 18 años. Será todo ello el inicio de una relación en la que ambos se acercarán de manera tan intensa como destructiva. Y algo en lo que tendrá un evidente contraste entre el pasado torturado del joven, con la extraña luz que irradia una muchacha igualmente con un pasado perturbador -fue ingresada cuando su hermano se suicidó, al no aceptar la relación incestuosa que ella le proponía-. La oposición entre los inesperados amantes se centra, por supuesto, en el drama interior que anida en el recién incorporado enfermero, en contraposición a la mirada desprejuiciada que en todo momento expresa Lilith. Una muchacha en la que su esquizofrenia no impide que asuma una visión abierta y totalizadora de la sexualidad, en pleno contraste con la definida con una sociedad -lo describirá con contundentes pinceladas la película- dominada aún por el puritanismo, la grisura y la convención-.
A partir de ese encuentro y enfrentamiento, tomando la metáfora del agua en sus múltiples expresiones a lo largo del relato, el film de Rossen se dirime en una perturbadora fábula, en la que se incardina a la perfección su mirada -frente a frente- en torno a los mecanismos de la locura. Lo hará a través de la expresión en torno al frondoso follaje de los exteriores que rodean el recinto psiquiátrico, y también aunando la extraordinaria compenetración que el cineasta adquirirá con el veterano operador de fotografía Eugene Shufftan -al que ya había utilizado en la previa THE HUSTLER-. Con estos y otros elementos se articula un relato basado en pequeñas disgresiones trenzadas a partir de hermosos fundidos en sobreimpresiones, en el que el gesto de sus personajes, incluso los ruidos de fondo -el tic-tac de los relojes en la oscura casa de Vincent en la secuencia con su abuela, o mucho después en la que mantiene en la vivienda de su antigua novia, Laura (Jessica Walker), sugiriendo ambas una perturbadora sensación de frustración y alienación-, adquieren una singular importancia. A ese punto llega ese alcance feérico de algunos de sus pasajes, como el que muestra el discurrir de Lilith por las aguas del lago en medio de la niebla que, por momentos, nos acerca a los códigos del cine fantastique.
Todo en LILTIH nos transmite ese estadio de febrilidad en la actitud de su protagonista femenina, capaz de exteriorizar en todo momento esa sensación casi panteísta de poner en práctica una expresión completa del amor, muy por encima de los estereotipos represores emanados por las religiones judeocristianas, que ella misma acertará a afirmar en instantes donde la eterna duda en los comportamientos de su terapeuta y progresivo amante se ponga de manifiesto. En el fondo, esta obra cumbre de Rossen aparece como una doble y opuesta reedición del universo de Orfeo y Euridice. Una transgresora singladura, en la que por otra parte no se ausenta una mirada crítica en torno a la alienación de esas sociedades eminentemente rurales, que se insertan en un presunto contexto de progreso. En no pocos instantes, cuando la película se plasma dentro del contexto gris de la pequeña localidad donde ha residido Vincent, parece que estemos ubicados en una vertiente sombría del universo de aquellas crónicas intimistas escritas por William Inge, y que además de la ya citada SPLENDOR IN THE GRASS, podría extenderse a la olvidada y excelente ALL FALL DOWN (Su otro infierno, 1962. John Frankenheimer), en la que por cierto Warren Beatty ya encarnaría otro de sus roles destructivos. Incluso, en algunos momentos donde esa mirada colectiva aparece especialmente desesperanzada, LILITH acierta a prefigurar algunos aspectos de la posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971, Peter Bogdanovich). Pero incluso dentro de ese cúmulo de influencias, quizá la más insólita supone para mi la que la une a THE INNOCENTS (¡Suspense¡, 1961) la admirable adaptación de la novela de Henry James, llevada a cabo con mano maestra por Jack Clayton. Fue algo que intuiría hace cuarenta años el desaparecido José Mª Latorre, sobre todo a partir de la perturbadora secuencia en la que Lilith besa provocadoramente a un niño en la feria -uno de los grandes momentos de la película-. Y es que, pese a encontrarnos en el film de Clayton ante una obra de atmósfera victoriana, de alguna manera el aura represiva del personaje encarnado por Deborah Kerr, aparece casi como el reverso de la personalidad abierta y desinhibida sexualmente de la protagonista del film de Rossen. En ambos casos, adquiere un extraordinario protagonismo la asombrosa iluminación en b/n, en el film de Clayton a cargo de Freddie Francis, y en este por el veteranísimo Shuftan. Y llegados a este punto, es justo reconocer el arrojo que este imprime con sus audacias visuales, sobre todo, para contribuir a dotar a la película de un cierto estado de duermevela, como si estuviera narrada en condicional, alejando de ella cualquier tentación de realismo.
Y esa condición, esa opción narrativa, es la que brinda a esta obra extraordinaria una sucesión de secuencias y momentos que contribuyen a ratificar el alcance de obra maestra. Sin ánimo de ser exhaustivo, no podemos omitir la intimista secuencia del protagonista cenando en casa de su abuela, entre la penumbra, donde el inclemente tic-tac del reloj denota una pesarosa sensación de oscuridad emocional. Muy poco después, Vincent protagonizará otro momento -este tan magnífico como revelador- describiéndolo acostado, contemplando un terrible documental bélico, y donde exclamará ciertos términos que revelan su personalidad autodestructiva, probablemente heredada de la pasada relación con su madre. Esa traumática herencia maternal tendrá más adelante otro inquietante y magnífico instante, cuando el ya terapeuta se encuentre durmiendo en plena tormenta y una ráfaga haga caer el retrato de su progenitora.
Pero la película se encuentra trufada de instantes memorables. La luz -y la sencillez- con la que se presenta a Lilith, o la fuerza del ya señalado episodio en el picnic, durante la lluvia y ante la catarata. Se encuentra presente en los diálogos que la protagonista dirige al enfermero, buscando ese acercamiento emocional que Vicent, de entrada, se encuentra reacio a asumir, aunque todos sepamos que interiormente le hierve, y que exteriorizará tras el desafío medieval en la feria campestre, donde responderá con un escueto “Te quiero” a Lilith. Poco después ambos hagan el amor, en uno de los instantes más extásicos -y atrevidos visualmente- de la película-. Esa mirada abierta en torno a la sexualidad, en pleno contraste con una sociedad cerrada y puritana -la auténtica entraña del relato- permitirá secuencias tan sorprendentes y transgresoras, como ese instante en el que Vincent descubra -con violento rechazo- a Lilith y la acaudalada paciente, manteniendo ambas en un granero una relación lésbica.
En un relato donde el responsable médico aportará en sus disertaciones una mirada hasta liberadora sobre la locura; apelando a que hablamos de personas quizá con mayor sensibilidad de lo común, pero a las que alguna circunstancia, de alguna manera había traumatizado esa sensibilidad, lo cierto es que acertará al ir mostrando esa caída de Vincent en los meandros de la locura, cayendo en la fascinante tela de araña tejida por Lilith. En torno a este surgirán secuencias tan dolorosas en su tristeza, como la ya apuntada de la visita a su antigua novia, donde tendrá que conocer al mastuerzo de su esposo -un casi debutante Gene Hackman-, evidenciándose el eco de una pasada relación entre ambos, en un sombrío contexto de fracaso existencial. Y en su deriva posesiva en torno a una paciente que, pese a todo, se resiste a pertenecerle solo a él, tendrá una muestra precisa y escalofriante al mismo tiempo, cuando este le robe la muñeca y la corona que le regaló en su día, y la incorpore al acuario que ha comprado, en donde junto al agua del mismo -eterno símbolo en sus imágenes- se entremezclen en un primer plano aterrador, con la mirada de este tras el cristal.
El tramo final de LILITH adquiere una temperatura y una tensión emocional casi irrespirable. El creciente recelo de Vincent, alentado por la deriva esquizofrénica de Lilith, provocará que el primero articule una innoble argucia, que en última instancia provocará el suicidio del sensible Stephen (Peter Fonda), secreto enamorado de la joven. Será el primer paso de una tragedia colectiva. Nuestro terapeuta huirá a su casa, hundido, y deambulará borracho por una triste taberna. Bea seguirá sus pasos y al visitar su habitación percibirá el creciente ámbito psicopático que le atenaza, contemplándolo en dicha taberna totalmente vencido. Será un contexto en el que la protagonista sucumbirá, en unos planos tan sinceros como impactantes al contemplar Bruce su cadáver, quien culminará la película con ese angustioso congelado de imagen implorando ayuda “Help Me”.
El film de Rossen sufrió un considerable ninguneo en el momento de su estreno, que tendría su exponente más vergonzante al ser rechazado para participar en la sección oficial del Festival de Venecia de dicho año. Con el paso del tiempo, y sin alcanzar el reconocimiento de THE HUSTLER, lo cierto es que ha alcanzado el estatus de culto, en la que a mi modo de ver no solo es la cima en la obra de Rossen, sino una de las obras más abiertas, transgresoras, poéticas y libres jamás ofrecidas por el cine norteamericano. Una película viva, necesitada de varios visionados para poder apreciar su inmensidad e infinita gama de matices, y de la que hay que destacar la entrega absoluta de todo su reparto. Jean Seberg siempre consideró esta su mayor aportación cinematográfica, y lo cierto es que brinda un retrato casi estremecedor de su protagonista, ofreciendo casi de un instante a otro, destellos de una personalidad intensa, sincera y dominada por las contradicciones de su mente. Pese a que nunca se le ha reconocido como tal, considero que Warren Beatty resulta fantástico en el rol atormentado del excombatiente convertido en terapeuta. Son conocidos los enfrentamientos mantenidos entre el actor y Rossen, que pretendía que su personaje fuera más locuaz y extrovertido. Sin embargo, he de reconocer que su retrato taciturno e introvertido -acusado de tendencia Actor’s Studio- brinda una intensidad que en algunos primeros planos expresan quizá los mayores vértices de talento de un actor por lo general subestimado. Esa autenticidad e intensidad, se hace extensiva a la propia figuración de los internos del establecimiento psiquiátrico, que incluso en sus momentos más dramáticos -el traslado del cadáver de Stephen- llegan a parecer auténticos pacientes.
Intensa, hermosa, en ocasiones inescrutable, LILITH supone un punto y aparte del cine de su tiempo. Una obra inmarchitable, a la que el paso del tiempo aún no le ha otorgado su merecida grandeza.
Calificación: 5