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CINEMA DE PERRA GORDA

Sidney Gilliat

FORTUNE IS A WOMAN (1957, Sidney Gilliat)

FORTUNE IS A WOMAN (1957, Sidney Gilliat)

Cuando Sidney Gilliat asume el rodaje de FORTUNE IS A WOMAN (1957) -responsabilizándose igualmente del guion junto a su inseparable compañero Frank Launder-, a partir de una novela de Winston Graham -el autor de ‘Marnie’- adaptada por Val Valentine -habitual colaborador del tándem-, puede decirse que la singladura de la pareja de colaboradores, y su reiterada fórmula de títulos que combinaban suspense e ironía, estaba dando ya sus últimos frutos. No quiere ello decir que su obra previa fuera deslumbrante, ni que el título que comentamos carezca de interés. Simplemente, es preciso reconocer que el cine británico, se estaba ya encaminando a una renovación formal y temática, a la cual quizá Gilliat y Launder, como otros muchos hombres de cine de su tiempo, les había pillado con el pie cambiado.

Sea como fuere, nos encontramos con una apreciable, aunque un tanto decepcionante propuesta de intriga, que tiene la mala suerte de ir de más a menos, con lo que ello comporta de ver defraudadas determinadas expectativas. Y es que FORTUNE IS A WOMAN, dispone de una hipnótica secuencia pregenérico, propia de la mejor película de terror de herencia expresionista que, al tiempo que resultará muy reveladora del argumento que vamos a contemplar, propone al espectador un schock, particularmente inquietante, contemplando de inmediato que se trata de una pesadilla de su protagonista. Este es Oliver Bramwell (un entonado Jack Hawking, aunque totalmente miscasting en su elección, al resultar demasiado mayor, para aparecer tan atrayente a jóvenes mujeres). Se trata de un respetado profesional de los seguros, capaz de las misiones más complejas en torno a dicho ámbito, que nos relatará él mismo, mediante una ajustada voz en off. Uno de los cometidos, será acudir a una mansión victoriana, de la cual son responsables los Moreton. Hasta allí se desplazará nuestro protagonista, para comprobar los desperfectos producidos por un pequeño incendio, que ha llegado a dañar parcialmente un viejo lienzo. Allí será recibido por el dueño de la mansión; Tracey Moreton (Dennis Price), su viejo consejero Clive Fisher (Ian Hunter)… y también la mujer del primero; Sarah (Arlene Dahl). El encuentro asombrará al agente de seguros, puesto que ella fue prometida suya cuando se conocieron durante la Guerra de Corea, rompiéndose el contacto, hasta que ella se casara con Tracey.

Oliver intentará reavivar su contacto con Sarah, aunque en todo momento esta se muestre renuente, rompiéndose finalmente todo contacto, hasta que otra misión profesional, que le pondrá en contacto con una divertida ninfómana, aparecida en otros momentos del metraje, a modo de soporte de comedia, le hará encontrar una pista en un lienzo que se encontrará durante dicha visita, intuyendo que el incendio que tasó, en realidad fue algo amañado, basado en falsificaciones. Empeñado en ratificar dicha teoría y, al mismo tiempo, en el fondo molesto por el elegante rechazo recibido por Sarah, visitará la vieja edificación de noche, sabiendo que unas obras la han deshabitado temporalmente. Si hasta ese momento, la fluidez argumental y narrativa había presidido el film de Gilliat, combinando a la perfección el irónico relato de su protagonista, con la sucesión de diversas situaciones, algunas de ellas dominadas por la ironía -sobre todo relativas al de ese actor, encarnado por un Christopher Lee pre Dracula, reacio a reanudar su rodaje, debido a un moratón en un ojo-, lo cierto es que el episodio de la visita nocturna de Bramwell, romperá cualquier expectativa previa, apareciendo por completo aterrador,  superando incluso superando la inquietud que nos había producido el ya descrito pregenérico. Un bloque dominado por una acumulación de situaciones, la oscuridad del interior de la mansión, la impactante aparición de un cadáver, el sonido asmático de alguien al que el aterrorizado protagonista no llegará a contemplar, la propagación de un incendio, que finalmente destruirá la imponente edificación… Unos minutos absolutamente magistrales, que al mismo tiempo introducirán al afianzado agente de seguros en una insondable pesadilla, e invitarán al espectador a asistir a un título apasionante que, por desgracia, nunca llegará a concretarse como tal.

Lo cierto es que, a partir de ese fragmento, FORTUNE IS A WOMAN nunca recuperará ese nivel. Su devenir argumental se centrará en la más que angustiosa situación en la que se verá envuelto Bramwell, en la medida que deberá ocultar tanto a sus superiores como a la propia policía, la experiencia vivida, dada la facilidad con la que podría ser implicado en la misma, al tiempo que irá aumentando su creciente recelo hacia Sarah -apareciendo incluso una nueva, y un tanto ridícula pesadilla, surgida de su mente, en la que esta tendrá un notable protagonismo-, que recibirá una indemnización de 30.000 libras, por parte de la compañía de seguros en la que este trabaja. Todo cambiará cuando, en un posterior e inesperado encuentro entre ambos, nunca deseado por parte de Oliver, pero en el que, no obstante, creerá en las explicaciones de Sarah, reanudándose su amor, hasta entonces soterrado, hasta el punto de que ambos lleguen a casarse. Todo en principio aparecerá de fácil resolución, teniendo la pareja la intención de devolver la prima del seguro antes señalada, para saldar cualquier posible irregularidad. Sin embargo, aparecerá un oscuro personaje, con la intención de apoderarse de la mitad de dicha cantidad, mientras que las investigaciones policiales, y también de la compañía de seguros, irán cercando al ya recién casado.

En realidad, toda esa sucesión de incidencias, con ser llevadas y tratadas con relativa eficacia, en todo momento llevarán la sombra de ese clímax inserto al culminar la primera mitad del relato, permitiendo que las expectativas del espectador, aparezcan superiores a las que finalmente ofrece la película. Es cierto que se irá planteando un sendero de cierta angustia en torno a la pareja protagonista, dentro de la ortodoxia de todo relato de intriga, proponiendo dos conclusiones en torno al mismo, igualmente decepcionantes, y carentes de ese pathos que, a tenor de lo contemplado a mitad de metraje, propone la película de Gilliat. Justo es reconocer la atractiva atmósfera que describe su cortante planificación y, sobre todo, la oscura iluminación en blanco y negro que brinda Gerald Gibbs pero, al mismo tiempo, destacaremos lo poco aprovechado que aparece el inicialmente inquietante personaje de la anciana mrs. Moreton (Violet Farebrother), o una conclusión acomodaticia, que desmerece en no poca medida, el alcance que, en sus momentos, atesora esta, con todo, apreciable propuesta de intriga.

Calificación: 2’5

LONDON BELONGS TO ME (1948, Sidney Gilliat)

LONDON BELONGS TO ME (1948, Sidney Gilliat)

Unos planos aéreos, plasmando el dinamismo de la urbe londinense, unido al bellísimo tema musical, compuesto por Benjamín Frankel, nos traslada a la capital inglesa en 1939. Muy pronto, una voz en off se detiene en Dulcimet Street, evocando en ella la cotidianeidad de sus habitantes, en pleno sur de Londres. La acción se detendrá en una envejecida finca, introduciéndonos en el contexto que va a presidir la película; la descripción de la vida del conjunto de sus moradores. Esta será, en esencia, la génesis de LONDON BELONGS TO ME (1948), quinto de los trece largometrajes, firmados por Sidney Gilliat, mucho más conocido por sus ingeniosos argumentos de intriga policiaca, por lo general combinados con la comedia. Habiendo contemplado hasta el momento siete de ellos, no dudaría en situar esta adaptación de una novela de Norman Collins, como uno de sus títulos más interesantes.

Esta combinación de mirada coral, dominada por cierta vocación de ‘qualunquismo’, se sitúa en verano, casi en las vísperas de la implicación británica en la II Guerra Mundial, permite introducirnos en pequeñas historias, dentro de una corriente de especial significación, dentro del cine de las islas. Su argumento se centrará en diversas historias paralelas, como la dueña de la finca, Mrs. Wizzard (Joyce Carey), una mujer elegante y atildada, empeñada en recibir señales de su difunto marido desde el más allá, lo que le acercará a Mr. Skuales (Alastair Sim), un pobre miserable que malvive, simulando tener poderes mediúmnicos. También el matrimonio Josser (Wylie Watson y Fay Compton), del cual su patriarca, se despide de la firma en la que ha estado trabajando con lealtad durante más de cuatro décadas, y cuya hija Doris (Susan Shaw), se muestra reacia al dirigismo que sobre ella pone en práctica su madre. Y sobre la propia Doris, el proletario y joven Percy Boon (Richard Attenborough) marcará todo su interés. Percy es otro de los residentes en la desvencijada finca, viviendo junto a su veterana y enferma madre -encarnada por Gladys Henson-. También habitará en uno de sus apartamentos, la pintoresca Connie (Ivy St. Helier), que malvive como encargada de recoger abrigos en un club de mala muerte.

Uno de los aciertos de LONDON BELONGS TO ME, vendrá de la celeridad con la que Gilliat imbrica a su galería humana, ayudándose de un más que hábil uso de la grúa, antes de que la acción se introduzca en cada una de las viviendas, contando desde el primer momento, con un admirable cast, en el que resulta imposible destacar a nadie. Tras esa rápida presentación, el relato coral cobrará vida propia, sobre todo por la relación de unos personajes en otros, hasta consolidar esa sensación de ser testigos privilegiados -y cotidianos al mismo tiempo-, de una serie de seres, que quizá no tengan nada de extraordinario en sus andaduras, pero con los cuales nos identificamos e interesamos en su andadura habitual. Esos primeros minutos, ya marcarán esa capacidad de Gilliat y el resto de responsables del relato, para combinar en el devenir de la película su vertiente navideña -hay algo de Dickens modernizado, en las vivencias de su galería humana-, elementos melodramáticos y, también, rasgos de comedia. Ello nos brindará instantes tan emocionantes, como la despedida de Mr. Josser, de la empresa para la que ha trabajado, en la que no podrá expresar ese discurso que ha estado ensayando de manera incansable, quizá embargado por la emotividad del instante. O la manera con la que se nos describe la afición de Percy a los comics. O el patetismo de Skuales, especialmente marcado en esta no menos patética sesión espiritista, en la que nunca sabremos si actúa con convicción, o todo será fingimiento. Detalles, como la manta que Percy regalará a su madre en cama, en el momento de vivir con sobriedad la nochebuena. O el divertido instante en el que Connie logrará introducirse en la vivienda de los Josser, para poder disfrutar de dicha nochebuena, ya que se encuentra sin recursos.

LONDON BELONG TO ME, proseguirá dicho sendero, en medio de la mirada global, cotidiana y descriptiva, sobre una sociedad que, sin darse cuenta, se encuentra a punto de vivir su implicación en la temible contienda, aspecto en el que resultará de especial pertinencia, la inclusión de Henry, tío de Doris, un hombre ya veterano, de férreas convicciones socialistas, y que, bajo su estrafalaria personalidad, esconde una mente de enorme lucidez, señalando en todo momento ese riesgo bélico que plantea Hitler, algo que su entorno es incapaz de apreciar. De manera gradual, y alternando un ritmo notable, y una casi perfecta gradación de su temperatura emocional, el film de Gilliat irá discurriendo, ayudado por una planificación que potenciará la profundidad de campo, y una contrastada iluminación en blanco y negro, teniendo especial importancia, la apuesta por el primer plano, buscando en ellos, la implicación activa de sus espléndidos intérpretes.

Será un contexto que permitirá focalizar la acción, en torno a los probados fraudes de Skuales y, sobre todo, el trágico incidente protagonizado por el joven Boon, que culminará con la muerte accidental de la joven cajera -en un pasaje lleno de crispación visual-, empeñada en captar el interés del muchacho. Este, inicialmente huirá, viendo como pasan las semanas, sin ser buscado como autor accidental de la misma. Hasta ese momento, la película habrá sufrido un cierto bache. Por fortuna, lo recuperará, a partir del momento en que es detenido por la policía, interviniendo de manera inesperada el veterano Josser, que no dudará en invertir 200, de las 500 libras que ahorraba para comprar una nueva casa, al objeto de procurar al muchacho un abogado defensor con las suficientes garantías. La vista se celebrará, sin que el escaso interés del abogado impida que Percy sea condenado -la película solapará con enorme habilidad, la precisión de dicha condena, puesto que sabemos que el jurado ha solicitado clemencia-.

A partir de ese momento, LONDON BELONGS TO ME volverá a crecer en su interés, llevándonos a sus instantes más hermosos, en los que el peso de la lucha colectiva, la emotividad y un nada solapado sentido del humor, es evidente que nos acercará el espíritu de las comedias de los estudios Ealing. Para ello, cobrará protagonismo Henry quien, junto a Josser, y buscando el apoyo de la serie de estrafalarios personajes, comandados por un joven Hugh Griffith, iniciarán una campaña de captación de firmas, al objeto de solicitar el indulto del muchacho, en la que colaborarán todos los vecinos.  Se extenderá dicha llamada de atención mientras el tiempo se agota, derrumbándose el propio acusado en su celda, cuando apenas quedan unas horas para el cumplimiento de la sentencia. Ello dará pie a una última estrategia para ablandar a las autoridades, una paupérrima manifestación, que se celebrará, ubicando en un carricoche el pliego de firmas. Todo ello se visualizará en una secuencia, que es cierto que plasma cierta querencia por algunos títulos de la ya citada Ealing, que no dudaría en señalar como uno de los episodios menos evocados, y más memorables del cine británico de su tiempo, en el que no se sabe que admirar más, si su perfecto montaje, su progresión dramática y sobre todo, esa perfecta y constante alteración, entre su vertiente cómica, su patetismo y su emotividad. Cinco minutos inolvidables, que ejercerán como catarsis de los personajes implicados, casi a modo de calvario, en el que la creciente presencia de una lluvia que devendrá torrencial, o el desprendimiento de esa rueda en el viejo carricoche, llegará a fraguar en el espectador un extraño sentimiento de solidaridad con esa quijotesca causa, mientras la comitiva de acerca al parlamento de Londres. Por ello, en el momento en el que sus participantes, en medio de la lluvia, comprueben por el anuncio de los vendedores de periódicos, que se ha producido la liberación de Percy, no solo entre todos ellos, sino entre todos los que contemplen la película, se instala por momentos, una extraña sensación de felicidad por compartida. Es por ello, que la conclusión del film de Gilliat, apenas se detenga por el devenir de sus criaturas -en su breve epílogo, ni se cita a Percy-. Y es que, a fin de cuentas, LONDON BELONGS TO ME, es un canto a la colectividad y, como tal, su eficacia ha logrado perdurar, más de siete décadas después de su rodaje.

Calificación: 3

WATERLOO ROAD (1945, Sidney Gilliat)

WATERLOO ROAD (1945, Sidney Gilliat)

Junto a referentes como el que pudieron marcar Michael Powell & Emeric Pressburger, o Basil Dearden y su eterno productor, Michael Relph, o los propios hermanos Boulting, no cabe duda que uno de los más populares tándems del cine británico, fueron el formado por Sidney Gilliat y Frank Launder. En su inspiración y vena creativa, puede decirse que se forjó un tipo de suspense, siempre tamizado por una vena irónica muy propia de la personalidad inglesa, que se fundiría con uno de los más valiosos y seminales exponentes de la trayectoria inglesa de Alfred Hitchcock -THE LADY VANISHES (Alarma en el expreso, 1938)-. Pero de manera paralela, y en no pocas ocasiones, contando con su compañero Launder en su vertiente argumental, Gilliat dirigió, entre 1943 y 1966, un total de trece largometrajes, entre los cuales se encuentra un exponente tan atractivo como STATE SECRET (Secreto de estado, 1950), sin duda la mejor de las seis películas suyas que he tenido ocasión de contemplar.

De entrada, WATERLOO ROAD (1945) -segundo de sus largometrajes como director-, supone una singularidad, tanto dentro de las características de su propio director, como de la productora en la que se inserta la película -la Gainsborough Pictures-. En el segundo caso, su base argumental, narrada en un ámbito muy cercano al tiempo real de rodaje, se aleja por completo de las suntuosas producciones de época del estudio. Mientras que es muy fácil señalar que la vertiente realista de la película, en modo alguno se incardina con esos irónicos relatos de suspense, que caracterizaron no solo los títulos dirigidos por Gilliat, sino también su aporte argumental, en solitario, o con Launder. Por el contrario, nos encontramos ante una pequeña película, que rezuma verismo por los cuatro costados, hasta el punto de proponerse casi como un inesperado precedente de la conocida producción de Ealing Studios. En alguna ocasión, habrá que poner sobre el tapete, la extraordinaria imbricación que mantuvo el conjunto de su cine, hasta el punto que es mucho más fácil de lo reconocido, encontrar una serie de corrientes e hilos vectores, que se fueron prolongando y combinando a lo largo del tiempo.

En esta ocasión, unos títulos de crédito impresos sobre una serie de imágenes documentales del Londres de la reciente posguerra, nos dará paso a la cotidianeidad del Dr. Montgomery (Alastair Sim). En su lento discurrir, pasaremos de la vitalidad de un nudo ferroviario, hasta una arteria obrera, la de Waterloo Road, en la que el médico evocará sucesos del pasado, internándose la película en un flashback que ocupará la casi totalidad de la película, remontándose a inicios de la década de los cuarenta, en plena ofensiva nazi en Inglaterra. A partir de ese momento, en líneas generales, nos encontramos con una pequeña oda al conformismo, planteado en torno a la joven Tillie (Joy Shelton). Casada poco tiempo antes con Jim Colter (John Mills), comprobará como se desvanecen sus sueños de iniciar una vida en común con su marido, lejos del contacto con las familias de ambos, ya que este se reclutará para el combate. Es por ello, que ante su ausencia, esta se dejará seducir por el apuesto, arrogante y trapisondista Ted Purvis (Stewart Granger), propietario de un salón de juego, que no ha dudado en falsificar un parte médico que certifique su imposibilidad de afiliación al frente, y acostumbrado a las conquistas femeninas. Conocedor de esta circunstancia, Jim desertara durante un día, al objeto de contemplar de cerca la situación en la que vive su esposa, al tiempo que plantar cara a Purvis. No obstante, junto a ese deseo inicial, tendrá en todo momento que sortear la incesante búsqueda en torno a su persona, que pondrán en práctica representantes militares.

Con una duración de unos 75 minutos, lo más atractivo, lo más perdurable de WATERLOO ROAD, aparece sin duda en esa sensación de inmediatez que ofrecen sus imágenes, que aún hoy día, casi tres cuartos de siglo después de su rodaje, proporcionan al espectador un aporte de verdad, realmente encomiable. Es indudable que parte de ello proviene de la cruda y contrastada iluminación en blanco y negro propuesta por el posterior realizador Arthur Crabtee, pero en ella se encuentra el aporte de un humilde hombre de cine como Gilliat, que quizá decidió dejar en un segundo término, una historia ya entonces bastante convencional -en la que él mismo ejerció como guionista, tomando como base una historia de Val Valentine, con quien colaboraría en posteriores títulos suyos-, en la que con facilidad se puede intuir la conclusión del relato, por más que el mismo nos sirva una sorprendente conclusión de la citada mirada al pasado reciente -el trío protagonista sufrirá un inesperado bombardeo, dejando a un lado la rivalidad, e incluso la cruda pelea que disputarán Jim y Purvis, para ponerse ambos a salvo-.

A falta de un mayor interés en esta pequeña historia, dejando de lado ese lado moralista con la que culmina la misma, sobre todo en la mirada propuesta por Tillie, pronto arrepentida de su coqueteo con Ted, y con un conjunto quizá preciso, de una superior gama de matices en sus personajes, el film de Gilliat se deja ver con agrado y, en no pocos instantes, con verdadero interés. Hay en su recorrido una mirada desencantada, en un momento de la sociedad inglesa, dominado por la falta de asideros emocionales. Pero, ante todo, sus imágenes destacan por esa ya señalada fisicidad. Algo que podremos sentir con facilidad en sus secuencias de exteriores, y que tendrá su prolongación en las secuencias de interiores, caracterizadas en líneas generales por su asfixiante configuración, y en donde la ubicación de los actores, el uso dramático del montaje, o los propios objetos -los espejos-, contribuirán a lograr esa sensación de cercanía, que a nivel descriptivo propiciará la película. A ello, contribuirá notablemente la humanización de su galería humana, en la que tanta importancia tendrá la impagable galería de característicos presentes, como esos gestos puntuales, que permitirán hacer creíbles sus propias y breves presencias -ese superior que avisa a la madre de Jim, que vuelva a él cuanto antes, ya que sabe que ha estado en la casa de la misma, o ese otro prófugo militar, mucho más prolongado en su actitud, que ayudará al mismo Jim, a la hora de no ser detenido por los superiores-. Es cierto que uno no encuentra en WATERLOO ROAD ese arrojo y densidad que sí aparece en otras producciones británicas de aquellos años. Sin embargo, ello no impide reconocer que nos encontramos ante un testimonio visual de su tiempo, que sigue albergando no pocas cualidades en su modesto trazado.

Calificación: 2’5

LEFT, RIGHT AND CENTRE (1959, Sidney Gilliat)

LEFT, RIGHT AND CENTRE (1959, Sidney Gilliat)

Poco a poco se va consolidando la posibilidad de recuperar parte del conjunto de títulos que forjaron la comedia británica durante la segunda mitad de la década de los cincuenta, demostrando que dicho género se extendió más allá de los límites conocidos por todos de los estudios Ealing, y comprobando que en ocasiones el nivel de las mismas no tenía nada que envidiar al de aquellas mitificada –unas veces con merecimiento, en otras no-, aunque siempre entrañable aportación al género. A partir de las premisas que emanaron desde la factoría que comandaba Michael Balcom, cierto es que se sentaron unas bases que, con un grado de acierto variable, pero por lo general superior al que se ha reconocido, tuvo su marco de expresión en aportaciones brindadas por los hermanos Boulting, Frank Launder, Sidney Gilliat, y actores como la irrepetible pléyade formada por Terry-Thomas, Alastair Sim, el joven Peter Sellers, Ian Carmichael… Fruto de aquella coyuntura fueron un nada desdeñable conjunto de sátiras de la vida política y social de la Inglaterra de finales de los cincuenta e inicios de los sesenta, de las cuales aparece este LEFT, RIGHT AND CENTRE, rodado en 1959 por Sidney Gilliat que, sin poder incluir entre los exponentes más afortunados de dicho enunciado, al menos merece una cierta remembranza, siquiera sea por la efectividad que muestra en sus mejores momentos, y el hecho de suponer un eslabón más de una corriente de la comedia, poco valorada hasta nuestros días.

Tras el inicio mostrado con una irónica voz en off, que nos detalla la “vivacidad” de la sociedad británica –impagable el detalle del trabajador que duerme con el periódico sobre su barriga, mientras la locución habla del sentido de la responsabilidad de los ingleses-, nos encontramos ante la emisión de un conocido concurso de la televisión inglesa de aquellos años. Uno de sus concursantes es el un tanto atolondrado y al mismo tiempo arrogante Robert Wilcot (Ian Carmichael), quien procedente de una misión en la Antártida, desde hace más de un año forma parte de la plantilla de dicho concurso, siendo seleccionado por su tío –Lord Wilcot (Alastair Sim)-, para presentarse como candidato por parte del partido conservador, en el escaño que se disputa en la localidad de Earndale. Por su parte, los laboristas aportarán a dicha contienda una candidata, la joven intelectual Stella Stocker (Patricia Bredin). Las casualidades permitirán que ambos candidatos viajen en el mismo tren e incluso mantengan una animada conversación, en la que Robert hablará más de la cuenta, ya que desconoce que se encuentra ante la que va a ser su opositora política. A partir de ese momento, se establecerá una sátira de alcance político, descrita con un notable sentido de la simetría argumental, y en el que quizá lo que más destaque sea el escepticismo que de detecta por parte del conjunto de la población. En cualquiera de sus pasajes y situaciones, podemos comprobar como el juego y la campaña electoral está desprovista de interés alguno para los ciudadanos de Earndale.

Pero a esa ausencia del más mínimo grado de pasión se unirá una circunstancia insólita, como es el descubrimiento repentino de una indeseada atracción amorosa entre Robert y Stella –adelantando con la formulación visual del mismo, aquel ridículo enamoramiento que formularían Tony y María en WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins)-. La sinceridad de sus sentimientos pondrá a prueba a los directores de campaña, quienes se aunarán por parte de uno u otro partido, para intentar evocar de forma conjunta que este inoportuno romance pueda frustrar el conjunto de la convocatoria electoral, en la que solo tiene la seguridad de ganar el veterano Lord Wilcot, que ha convertido su castillo en una auténtica feria visitable para todo tipo de públicos, y que no ha dudado en utilizar a su sobrino, sabiendo que con él el negocio en sus propiedades se encuentra asegurado.

Probablemente, para justificar la discreción que en última instancia se desprende del conjunto del film, habría que citar ante todo la ausencia de una especial inspiración en la realización, que lograra extraer las sugerencias que sí plantean Gilliat y Val Valentine –ambos en sus créditos como guionistas-. Una realización eficaz pero bastante plana, limita en cierto modo el bagaje de sugerencias que podrían emanar de su base argumental. Sin embargo, encontramos en el devenir de sus imágenes no pocos motivos de regocijo y sano divertimento. Es algo que manifestará esa inesperada presencia de un fantasma en la mansión de Lord Wilcot, siendo contemplado con horror por Robert, hasta descubrir como este ficha su trabajo, y es un individuo disfrazado de forma conveniente para provocar la ilusión en unos huéspedes que provienen de otro país, o la secuencia de ese mitin realizado de forma paralela por los dos candidatos en el exterior de una fábrica, que se convertirá en una lucha por ver quien puede gritar más alto. Es probable asimismo, que quizá el episodio más memorable de la función lo ofrezcan las secuencias desarrolladas en el interior del viejo laberinto, en donde finalmente los dos candidatos exteriorizarán su amor compartido ante la atónita mirada de sus asesores de campaña. La secuencia destaca por lograr plasmar ese elemento de incapacidad de huir del mismo, pero al mismo tiempo está construida con precisas formas cinematográficas, utilizando con un acierto muy especial el conjunto de motivos escultóricos que se situarán en un segundo término, aunque ayuden a dotar de una especial singularidad esa situación tan deseada, al tiempo que tan difícil de asumir por ambos.

A partir de ese momento, conservadores y laboristas seguirán en una lucha casi fratricida, acogida con merecido desapego por la población, uniéndose los dos jefes de campaña para intentar frenar la historia amorosa que se ha fraguado entre sus respectivos cabezas de lista. Será un intento vano, en la medida que marca aquel refrán que señala “del amor al odio hay un paso”. Buscando sus ayudas de cámara a esa modelo que se encuentra colada por Robert, mientras que se recupere al simplón novio que Stella mantenía desde pequeña. Al final, el planteamiento les saldrá rana, aunque sirva para que los dos respectivos novios se encuentren y prenda su amor entre ellos mismos, dejando ya el terreno libre para nuestros dos candidatos electorales. No contentos con ello, los oradores de primera fila que tenían previstos sendas fuerzas políticas se llegarán a intercambiar, demostrando la futilidad general que rige el pensamiento político –un aspecto bien presente en el español de nuestros días-. Una argucia final –la muerte accidental de Lord Wilcot – de cuyo suceso la película obvia con descuido su integración en la película, aportará un nuevo marco, ya que Robert se convertirá de forma automática en el nuevo Lord, facilitando la convocatoria de unos nuevos comicios. Mientras tanto, y tras la proclamación del candidato, Robert y Stella se han fundido en público en un largo abrazo, demostrando su deseo de iniciar una relación de amor permanente. Apenas el sirviente del anterior Lord anuncia la muerte de su señor, una hermosa panorámica ascendente nos muestra el disparo de fuegos artificiales. Un detalle mágico, concluyendo esta comedia aceptable pero irregular, que culminará de forma ingeniosa con la discusión que mantendrá –mientras discurren los títulos de crédito-, los jefes de campaña de las dos fuerzas en litigio. Una discusión amable en un primer momento, aunque poco a poco muestre su perfil más pendenciero, siempre sin perder en la misma una mirada irónica y divertida.

Es indudable que si Sidney Gilliat hubiera pisado más a fondo el acelerador a la hora de extraer un mayor interés narrativo a este divertido guión, nos encontraríamos con un resultado mucho más perdurable. Ello no evita reconocer que el que podemos contemplar tenga su limitado interés –en el mismo cabría destacar la ironía de sus diálogos-, aunque también en sus peores momentos ofrezca indicios de esa comedia chusca y sin interés, que poco a poco iría aumentando su presencia en la cinematografía británica.

Calificación: 2

GREEN FOR DANGER (1946, Sidney Gilliat)

GREEN FOR DANGER (1946, Sidney Gilliat)

Viendo títulos como estos, con sus hallazgos y logros, también con sus limitaciones y defectos, es cuando uno aprecia y admira el poderoso nivel medio de ese cine británico que con tanta saña e injusticia fue y sigue siendo atacado por la crítica especializada. Como un lugar común extendido cual mancha de aceite pegajosa y pertinaz, parece que solo se pueda destacar del cine inglés de los años cuarenta y cincuenta, la sacrosanta producción de la Ealing –interesante y con algún título magnífico, aunque muchos otros representativos de ese nivel medio que en otro ámbito se desdeñan-, ciertos exponentes primerizos firmados por David Lean, o la reciente valoración de la aportación de Powell & Pressburger. Bueno es que al menos tengamos algunos referentes valiosos… pero hay muchos más. Y muchos en los que quizá no cabría destacar una calificación de extraordinarias cualidades, pero en las que se observa ingenio tanto a nivel argumental como técnico, o en las tareas de realización. Destellos y virtudes más o menos valiosas destinadas a un producto de entretenimiento, que desgraciadamente no han encontrado aún su necesaria vindicación. Siempre he sido un fervoroso convencido de la existencia de numerosos títulos que se pueden definir dentro de estas características, y que incluso la propia crítica anglosajona tampoco ha sabido destacar de manera convincente. En este sentido, me ha dado la impresión de que este conjunto de comentaristas suelen arrastrar una injusta autoconciencia de culpa y que, al contrario que sus vecinos franceses, nunca han sabido apreciar en demasía las nada desdeñables cualidades de su cine, bajo mi punto de vista uno de los más valiosos de entre los existentes en Europa.

 

Dicho esto, creo que un título de las características de GREEN FOR DANGER (1946), ejemplifica a la perfección este conjunto de interesante producción media, al tiempo que nos puede dar la medida del tandem formado por su realizador –Sidney Gilliat- y el también ocasional director Frank Launder, produciendo ambos numerosos títulos bañados de no pocas virtudes, y herederos ambos de esa tradición de cine policiaco y de misterio, que tiene en dicho país el referente de las apuestas de Alfred Hitchcock en la década de los años treinta –en algunos de cuyos títulos colaboró el propio Gilliat-. Ese modelo de producción, que mezclaba a partes iguales el misterio y ciertos toques de comedia típicamente british, está bien presente en una singular propuesta que se relata a modo de flash-back, a través del memorando dictado por el inspector Cockrill (la presentación cinematográfica de Alastair Sim), que al tiempo que a modo de relato en off, nos situará en el insólito escenario de un hospital de guerra ubicado en una pequeña población inglesa en los últimos estertores de la II Guerra Mundial. En un entorno tranquilo y solo matizado por esas potentes bombas que estallan tras unos segundos en silencio –un detalle muy divertido-, se producirán una serie de extrañas situaciones –y posteriormente asesinatos-, que nos adentrará en la extraña y contradictoria personalidad de los operarios del mismo. De dicho punto de partida, hay que reconocer que la película ofrece un retrato muy preciso de este reducido conjunto de caracteres, logrando indagar en los elementos oscuros que se esconden bajo su aparente y constante servicio médico, y que incluso en su propia competitividad tejen una densa red de enfrentamientos y desconfianzas entre ellos. Será este, sin duda, uno de los logros de una película que, bajo mi punto de vista, alcanza en la primera mitad de su metraje unos tintes casi ejemplares, puesto que a esta ya señalada capacidad de introspección psicológica, ofrecerá una precisa descripción de la cotidianeidad de la vida rural inglesa en pleno periodo bélico, aportando incluso pistas falsas que pudieran introducir elementos de presencia nazi entre los protagonistas de la función. No será así, pero en estos cuarenta minutos iniciales, el film de Gilliat combina esa capacidad de penetración psicológica, logrando establecer un microcosmos de recelos mutuos en el reducido personal del improvisado centro hospitalario, acentuado con la pericia cinematográfica demostrada a la hora de plasmar este cuadro humano. Y esa capacidades expresadas en su planificación, tendrán dos epicentros especialmente marcados. Dos auténticas y espléndidas set pièces, que permiten a mi juicio los momentos más elevados de la función. Uno de ellos será la angustiosa secuencia de la operación del cartero Higgins, y posteriormente el considerable fragmento que se desarrolla en la fiesta que celebran todos los lugareños. Será una larga secuencia en la que se plasmarán de forma casi incómoda para el espectador, el cúmulo de humillaciones e hipocresías que están desarrollados entre los dos doctores implicados –interpretados por Trevor Howard y Leo Genn-, la joven encarnada por la estupenda Sally Frey, que duda entre su amor con el primero o inclinarse hacia el segundo, o la enfermera despechada por el rechazo del segundo, y que no dudará en hacerse notar anunciando que tiene las pruebas que permiten pensar que la muerte de Higgins se ha debido a un asesinato. Craso error. Huyendo despavorida y despechada de la fiesta, se internará por los exteriores boscosos en plena noche –un bello travelling lateral acentuará el peligro y el alcance inquietante de la acción, en una breve secuencia digna de I WALKED WITH A ZOMBIE (1943) o THE LEOPARD MAN (1943), ambas de Jacques Tourneur-. Tras un breve y accidental encuentro con el doctor que interpreta Leo Genn, volverá a la enfermería con la intención de recuperar las pruebas. Allí el terror de la situación llegará al paroxismo, con la presencia de un asesino que acabará con su vida. Instante memorable de tensión y cenit de la película, que ya jamás alcanzará en su segunda mitad ese espléndido grado de suspense terrorífico. Y es que la segunda mitad de GREEN FOR DANGER tendrá como eje la investigación detectivesca del citado Cockrill que, como si fuera un cercano Hércules Poirot, demostrará sus capacidades detectivescas, dominando en el relato los servilismos a la tan recurrente premisa de “quien es el asesino”. Por fortuna, sin evitar la dependencia de dicha artificiosa premisa típica del suspense más convencional, la película discurrirá por la incorporación de constantes y sutiles elementos humorísticos, centrados en las observaciones y averiguaciones del inspector, que al tiempo que contribuyen a hacer llevadera esta parte final, proporcionan al relato en ocasiones elementos casi insospechados. Es por ello que finalmente nos interesará bien poco quien es el asesino o las motivaciones de dichos crímenes, pero nos divertiremos al comprobar como Cockrill interpela a la pareja de amantes formada por Leo Genn y Sally Grey en plena noche, completando los recitados del primero, o como en su alejamiento del lugar deja al descubierto la ridícula presencia escondido del otro doctor, amante rival de la joven, los comentarios en off que sirven como complemento del relato, o la insólita y cotidiana conclusión del film, en la que el sagaz inspector no solo no tendrá que llevar a sus espaldas una muerte que indirectamente ha provocado, sino que incluso reconocerá que su labor ha sido un fracaso, escondiéndose infructuosamente ante el anuncio de una de las bombas que puntean la cotidianeidad rural del entorno, y que finalmente resulta ser el sonido inoportuno de una bicicleta.

 

Impecablemente ambientada, iluminada e interpretada, magnífica en su primera mitad y con interés más menguado en su segunda parte, lo cierto es que pese a todo el film de Gilliat es un producto realizado sin pretensiones pero con innegable convicción y profesionalidad, que mantiene inalterable su moderada pero atractiva eficacia.

 

Calificación: 2’5